XVII - Alivio
Quitar a alguien o algo parte del peso que sobre él o ello carga.
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Tuve miedo de sentir lo que sentía. De un instante a otro todo me pareció muy incierto. Lo advertía como algo completamente incorrecto, y sin embargo no podía parar.
El olor que ahora su piel desprendía me hacía sentir dentro de un sueño. Lo abracé mucho y muy fuerte, porque temía también que se fuera a disipar.
Jungkook tomó mi cintura y apretó sus labios contra los míos una y otra vez. Tuve miedo, más bien, de que su grandeza esperara de mí aquello que yo aún no le podía dar. La vida se me puso de cabeza sin preguntarme, sin aguardar.
—Shh, tranquila —susurró, parece que cuando me percibió asustada.
Mis pies no tocaban el suelo, y tampoco me había dado cuenta de eso. Lentamente comenzó a bajarme para que dejara de temblar. Sus ojos me observaron de hito en hito. De pronto me pareció mucho más alto de lo normal; o quizás yo era ahora más pequeña, más insignificante, menos audaz. Mi falda escolar quedó adherida a su sudorosa palma cuando se apartó brevemente de mí.
—No pasa nada —agregó en voz muy baja, acariciando con cuidado mi mejilla.
—Claro que sí.
—Sí, Emma, pero no pasará nada que tu no quieras que pase —aclaró, ahora con la respiración un tanto agitada.
Volvió a abrazarme cuando brotaron de mí lágrimas de desorientación. Mi espalda se sentía pegajosa junto a mi blusa, pero me sentí demasiado vulnerable como para cambiarme justo ahora.
Me reí después de mi propia actitud. Sequé mi rostro y me dirigí a la cocina por un vaso de agua para apagarme un poco. Jungkook a ratos también parecía observarme como un ciervo perdido... o quizás arrepentido.
—Ya me queda claro que no estás con ese baboso, al menos —comentó de refilón, y mi semblante serio y disgustado de inmediato regresó.
—No, ¿hablas en serio? —inquirí y lo hice reír.
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Jungkook
Supe que la había cagado desde que sentí mi corazón latir más fuerte que el de ella sobre mi pecho, pero ya no había marcha atrás. Con ella, al menos, la vida no funciona así. Cedí ante mis impulsos, y muchas explicaciones se volvieron obvias frente a aquel idealizado encuentro. No estaba seguro en realidad de lo que estaba haciendo, sólo de que se sintió jodidamente bien.
Qué alivio se sintió el besarla. Fue como echarle a mis ardores internos un frío chorro de agua.
Se quedó dormida pronto, sobre el sofá de la sala donde la dejé, pues genuinamente se sentía mal para haber regresado de ese modo desde la escuela.
Su celular vibraba sobre la mesa con una llamada entrante de su papá, y hasta que dejó de moverse yo sólo lo miré; sabía que me llamaría a mí después. Me recargué en la pared siendo presa de mis angustias. Traté de encontrar las palabras de disimulo que le diría, fingiendo que aquí no ha pasado nada. Siento pavor de que me descubra mintiendo, pues creo haber perdido la capacidad de hacerlo.
Nuestro febril contacto la aturdió y me sentí un incompetente por sorprenderme, cuando yo mejor que nadie sé que se trata sólo de una niña. Ese, incluso, fue el mantra que me repetí para convencerme de que sería fácil mi tarea en este lugar.
Despertó entre mis brazos porque no pude evitar acercarme a ella mientras se encontraba así de pacífica. Y se puso contenta al abrir los ojos como si comenzara a vivir aquello que estaba soñando. Me reí y capturé de nuevo sus labios.
Logré hacer que se relajara con toda clase de mimos y deferencias que tuve para ella durante el resto del día.
Cayó la noche, entonces, y nosotros caímos igual en una especie de trance. Se cambió para bien el uniforme. Yo dejé el celular en no sé qué parte.
Embelesado me hallaba junto a otra persona. Sentirla cariñosa, deseosa, fue lo mismo que si la volviera a conocer, con su fascinante aspecto de siempre.
Vimos una película, y todo el tiempo estuvo haciéndome sonreír. Me di cuenta, con eso, de que era la primera vez que escuchaba sus carcajadas. La aprecié todo el tiempo y la incité a no pensar en nada. Ni en sus responsabilidades, ni en su padre; que imaginara que no estaba en su casa.
Acaricié su piel desnuda durante las tres largas horas de esa bendita comedia romántica. Casi no entendí de qué iba, pero ella estaba pasando un fantástico momento.
—Oye, Emma —la llamé de pronto, cautivo súbito de un temor sin nombre.
—¿Sí?
—Esto que está pasando... —Nos señalé torpemente—... Lo nuestro debe permanecer en secreto, ¿está bien? —confirmé—. Inclusive de Hany.
—¿Lo nuestro? —indagó confundida de repente y también a mí me confundió. ¿A qué me estaba refiriendo concretamente entonces? Tiene razón—. Claro que sí —respondió en breve y mis nudos rápido se desataron en mi interior.
En ese momento comprendí el poder que ahora ella tenía sobre mí.
Nos amanecimos conversando en aquel sofá. No podía parar de preguntarle cosas acerca de su pasión o sus desaires, pues me contestaba con felicidad.
No aguanté las ganas de besarla largamente en varias oportunidades de la madrugada, pero mis impulsos indecorosos estaban centrados en cimentar aquello que, sin duda, deseaba ver crecer.
Al siguiente día, Emma no fue a la escuela porque cuando despertamos ya ni siquiera era de mañana, y habría sido una vergüenza. De todas formas, elucubré que su amiga la debió haber reportado enferma.
Avanzó el día similar al anterior. Se apagó su celular y el mío tampoco ha sonado desde que se me perdió. El panorama, aunque el mismo, me parecía mejor. Su compañía cada vez era más certera y a ratos hasta sabia. En un par de horas aprendí mucho de aquella niña que hace un par de meses me negaba a conocer.
Sonó el timbre a altas horas de la noche, mientras veíamos la tercera película de la maratón. La pizza humeaba frente a nosotros, y nos miramos con el ceño fruncido.
Me levanté y abrí la puerta de entrada enfadado de semejante interrupción tan tarde.
Encontré frente a mí el ridículo semblante del pelmazo de Thomas, una vez más, y rodé los ojos, suspirando como si llevara la vida atendiéndolo. Su mirada era trémula, pero no decaía. Se notaban sus horas de reflexión frente a la decisión de estar aquí.
—¿Se te perdió algo? —le pregunté con desagrado, cruzándome de brazos.
—Sí, se me perdió Emma —replicó con una audacia impaciente y desmedida—, tarado.
Se me agolpó una risa en la boca que contuve apenas. Su insulto brotó casi sin malicia.
—Mira, niño, no tengo tiem...
—Sé que haces de todo menos cuidarla y encargarte de ella —espetó—. No me encargo de que sus padres lo sepan por respeto a ella, porque sé que lo pasa mal.
—Vale, pues muy bien —lo felicité—. Ya has hecho todo por ella entonces, ¿no crees?
—No creo ni mierda.
—¿A qué viniste? —inquirí.
—Emma no está bien. —Alzó la voz—. Y voy a ser un dolor en el culo para ti hasta que te des cuenta, ya que estamos en estas... —señaló, como refiriéndose a la situación—. O hasta que se revierta su estado.
—No tengo idea de lo que me estás hablando. ¿Crees que no sé lo que pasa dentro de esta casa?
—Deberías. Aquí trabajas —replicó—. Pero de Emma no notas nada.
Hizo una pausa que le concedí. Miré mi reloj en todo caso.
—No te voy a dejar pasar si es eso lo que buscas, hermano.
—Que no se te vaya de las manos —finalizó—, y no me refiero a lo que hay entre ustedes dos. Me refiero a ella, hermano.
—Ya lárgate, eres igual que un perro faldero. Tú única jugada restante con ella, en este minuto, es repartir miedo —espeté, rozando mi frente con la suya—. Entérate de que conmigo eso no funciona.
Mi última palabra pareció un ladrido, y así se alejó. A trompicones bajó el pórtico de la casa y desapareció.
Maceré un poco sus palabras junto al frío de la noche que me dio de lleno en la cara.
Alto vigor tenía de cualquier modo para llegar hasta aquí. Probablemente fui demasiado desagradable con él, e hice una mueca antes de cerrar la puerta, preparándome para discutir.
Creí que por cómo traté a su amigo estaría molesta. No obstante, cuando la vi, más aliviada no pudo haber estado su sonrisa de oreja a oreja.
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