II - Indefinido
Que no tiene término señalado o conocido, tampoco signos que lo determinen.
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Emma
Quiero decir que no importa cuán fuerte o débil sea mi motivación al respecto; la emancipación de mis padres, el amor libre y los lienzos siempre serán el destino de todos mis caminos. Desde el inicio se ha sentido extraño, o más bien injusto pensar en otros objetivos que no sean esos para mí.
Planeo perseguir aquello que anhelo aunque todo el puto mundo esté en desacuerdo. Ese es el primer pensamiento que implanto en mi cabeza cada mañana apenas me despierto, y veo ahora que es lo que ha sostenido mi mundo.
Después de levantarme del excusado y acomodar mi falda, abrí la puerta para salir del cubículo y frente al espejo di pequeños pellizcos a mis mejillas para no estar tan pálida. Mi madre ya sospecha lo de los porros, y no necesito más porquería encima que coarte lo poco y nada que me queda de inspiración.
La luz blanca y titilante del baño de la escuela me atrapó la mirada durante unos segundos. Volví a pellizcarme el rostro más fuerte y me reí un poco; menos mal que no traje el auto hoy.
De mi bolso saqué un chicle sabor menta para disimular el olor a hierba y me lo llevé a la boca antes de salir. Caminé hacia el salón de clases a recoger mis cosas al fin. Ya es bien pasada la hora de salida, pero evito irme con todo ese tumulto de gente ruidosa.
—Te odio —le susurré al libro de álgebra antes de meterlo a presión en mi mochila desde mi casillero.
Los apuntes de historia seguían todos desparramados ahí dentro, pero estaba bien porque ese examen no era sino hasta la semana entrante. Debía comenzar a ordenar ese horario desde ya.
Cerré el locker y aún con el peso del bolso al hombro me sentía ir como en una nube. Batallé para encontrar la llave del candado de mi bici, lo hice sólo cuando recibí la luz natural del exterior sobre mis bolsillos.
—¡Eh, Emma!
La voz de Hana me llamaba desde el estacionamiento. Volteé a verla ahogada en risotadas con Thomas y los demás chicos de mi clase de arte. Sentada en la cuneta junto a su camioneta, sus ojos no daban más de rojos. Desencadené con gran trabajo mi bicicleta del barandal de la ciclovía y me acerqué a ellos, que no dejaban de hacerme señas para que lo hiciera.
—¡Uno más antes de irte! —instó mi amiga, y se me agolpó una risa en la garganta.
—Estoy ida, hermana —contesté—. Nos vemos mañana.
No sé porqué pero la mera presencia de todos ellos me hace querer distenderme y bailar. No irme de la escuela, y en su lugar, desembocar en alguna casa que nos esté esperando para eso. Me puse los audífonos con un techno muy fuerte para calmarme un poco.
Choqué los puños con ella y con Thomas y me tambaleé antes de subirme a la bici. Me alejé por la avenida rumbo a mi casa a mucha velocidad. Estaba relativamente cerca, en auto. Pero el viaje en bicicleta siempre me hace sentir mucho mejor. Divago para no pensar en todo lo que se espera de mí. No sé porqué están mis padres en casa desde tan temprano. Espero que el porro ayude a amainar estas ganas que tengo de ignorarlos.
Casi me caigo al pedalear demasiado fuerte en una esquina, y no contuve la risa. Mis dorsos en el manubrio continuaban teniendo manchones de pintura; de tanto en tanto me entretenía imaginando figuras sobre ellos, y no en el mismo trayecto.
Muy tarde me di cuenta de que la esquina resbalosa era la de mi casa, y me había pasado media calle. Volví rápidamente sobre mis ruedas, pasé la cerca del jardín simplemente empujando el seguro, dejé caer la bici en el césped y bailoteé suavemente con el trance de la canción en mis oídos. Cerré los ojos un momento, pero me mareé demasiado.
Entré a la casa distraída, pero tenía que enfocarme porque por mensaje me indicaron que debían decirme algo. Oí a medias la voz de mi madre hasta que de un tirón me sacó los audífonos. Sus manos de gallina sosteniéndolos me obligaron a morderme las mejillas por dentro para no reír.
—Qué lindo, otra vez drogada, ¿no es así? —inquirió, pero me hice la desentendida.
—Claro que no.
—Relájate, Amalia —intervino mi padre, y yo rodeé los ojos—, enojarse no es la solución.
—¿Solución a qué? —rebatí.
El horrible olor a café con whisky atiborraba toda la cocina, pero aún así tomé asiento en uno de los taburetes junto a la barra. Mis padres guardaron silencio mientras me acomodaba. Dejé de lado mi bolso en la encimera y me recargué adelante, hacia el rostro de mi padre, encontrándolo entretenido de repente.
—¿Y bien? —indagué—. ¿Qué es lo que querían decirme?
La falda me incomodaba y la blusa también. No podía pensar en otra cosa que no fuera cambiarme de ropa y arrojar hacia una esquina de mi cuarto el uniforme hasta mañana.
—Me voy del país un tiempo, Emma. Tu madre me acompañará —anunció sin rodeos, y de súbito sentí un hielo por dentro—. Parece que había que decirte la noticia por teléfono para así conseguir que llegaras más temprano.
—¿Te pasó algo?, ¿por qué te vas tan de repente?
—Nada, es un viaje de distención. —Encendió un cigarro—. ¿Cómo te fue en el examen de lengua?
—Aprobé con ocho y medio —respondí.
Asintió con los labios curvándose hacia abajo, irónicamente.
—Bueno... con ocho y medio te alcanza de sobra para llegar a la esquina.
—Sí, y fíjate que ni siquiera me apetece salir de casa —contesté vorazmente, viendo de reojo cómo mi madre se crispó.
Mi padre sólo se rió. A diferencia de reacciones anteriores, ahora parecía estar tratando de probar algo.
—¿Por cuánto tiempo se van? —reanudé con disimulo, aclarando mi voz.
—Indefinido. Necesito solucionar temas largos —dijo y se encogió de hombros al ver mi cara—, así es esto.
—Bueno... Eres senador —convine, tratando de sepultar en lo más profundo la euforia que me ocasionaba el que se fueran—, puedes hacer literalmente lo que se te venga en gana.
—Quita esa sonrisa de tu rostro que te ves ridícula, Emma, por supuesto que no te quedarás sola —sentenció, acercando a su boca el cigarro—. Tendrás un niñero.
Poco puedo decir de la manera en que mi rostro se desfiguró. Ninguno de los tres movió ni un músculo. Reinó el silencio en la cocina y sentí cómo todo el feroz viaje en el que llegué, se desvanecía como si pateara un castillo de arena. Di lugar a una pequeña sonrisa, sin embargo, pues pensé que estaba bromeando.
—¿Un qué? —pregunté para cerciorarme de que la hierba no estuviera jugando conmigo.
—Lo que oíste. Tendrá acceso a todas tus regalías y a quitarte todo lo que te pueda molestar si te portas mal, Emma.
—... ¿Así y ya? —bufé, incrédula aún—. ¿Ni siquiera pudo ser una mujer?
—Cero autoridad. No respetas ni a tu propia madre, Emma, no me veas la cara.
—Pero... Ya me he quedado sola antes... en tus viajes.
—No durante tanto tiempo, no —dijo él simplemente.
—¿Qué se supone que tengo nueve años? —cuestioné, exasperándome—. ¿Creen que voy a quemar la casa o a quemarme a mí misma...?
—Sí —interrumpió mi madre con sus rulos golpeándose entre ellos en cada movimiento—, eso es exactamente lo que creemos.
—¿Dónde está la confianza en mí entonces? —batallé ante lo desagradable y real que se me hacía la idea conforme avanzaban los segundos. Tenía incluso ganas de vomitar.
—No me jodas, eso se gana. Tu no has hecho nada más que convencerme de que esta es la mejor opción que tengo de viajar tranquilo, desde que llegaste —dijo mi padre—. Y saluda, por favor. No seas más maleducada.
Sentí mis ojos salirse de sus cuencas cuando miré el mentón de mi padre apuntar detrás de mí. Su cara varió hacia la diversión y fantaseé con simplemente irme de aquí. Ni siquiera había notado que alguien más estaba en la casa. Qué desagradable. Odio que todo aquí sea tan grande.
Sentado en el sofá, mirando a la televisión apagada como si estuviesen dando el mejor programa, estaba un fornido chico asiático que no me pudo parecer más extraño sólo porque no lo intentó. De su mano derecha sobresalía lo que parecía ser una manga de tatuajes, su cabello era igual de negro que el pelaje de un oscuro gato, y su tez casi tan blanca como la mía.
Volteó a mirarme con incomodidad y hastío a partes iguales. El puente que formaron sus cejas me dijo que sentía vergüenza ajena. Y yo simplemente no supe qué decir. A mis padres les preocupa un carajo mi bienestar, esto es surreal, y se está volviendo tenebroso. Parece que me estoy malviajando...
—Hija, él es Jeon... —Miró a mi padre como para saber si lo estaba pronunciando bien—... Jeon Jungkook, y será el encargado de cuidarte mientras tu padre y yo no estemos aquí.
¿Qué pasa con esos ojos tan grandes?, pensé, ¿No deberían ser una línea los ojos de los chinos?
—Él es de toda mi más absoluta confianza, Emma —agregó mi papá.
—¿Si? Qué detalle —espeté sarcásticamente, sin dejar de mirarlo.
—Hola —me dijo el tipo y yo me confundí más. Se puso de pie, quizás sintiéndose extraño a más no poder y se dirigió enseguida a la puerta—. Ya la vi, señor Klaus. Ahora, si me disculpa, necesito volver al estudio a terminar todo.
—Adelante —permitió mi padre—. Gracias por venir, Jungkook.
—Fue un placer, señora Foster —se despidió de mi madre con una sutil reverencia y a mí me dijo un simple—: Nos vemos.
Cerró la puerta tras de sí, y no recuerdo haber tenido una interacción más extraña que esa alguna vez antes. La velocidad de todos los sucesos me ocasionó un indecible vértigo. Una noticia buena se había convertido en una pésima en cuestión de segundos.
—Vas a estar bien, Emma —condijo mi madre con un desinterés saturniano.
—Tienes examen de historia la próxima semana y ya estamos a miércoles —estipuló mi padre examinando el calendario de su celular—. Sube a estudiar.
Me mantuve un momento más quieta, sumida en el impacto de todas las condiciones y en la indiferencia de mis progenitores frente a algo tan delicado como lo es mi soledad, y mi seguridad.
—Mañana nos vamos, por la tarde, agradeceríamos que llegaras temprano para poder despedirnos —dijo mi mamá, pasándose por el cuello el lazo del delantal para cocinar.
—Ya lárguense —espeté irritada, al tiempo que me bajaba del asiento y subía a mi habitación.
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