Desde sus ojos
Ella se miró en el espejo, veía su rostro triste, apagado, con el peso de la edad que se le marcaba por sus pálidas facciones; unos ojos claros y pequeños que podías distinguir todos los años de soledad y sufrimiento
que arrastraba tras ellos y una larga melena blanca descuidada que le cubría parte del rostro.
No le quedaba mucho tiempo, era poco más de medianoche y sabía que era su hora, solo tenía que esperar a que la fría muerte llamara al portón de su casa.
Tres fuertes golpes retumbaron en toda la estancia «pum, pum, pum» junto a los gritos de mujeres y hombres qué la llamaban con insultos y amenazas.
Abrió la puerta y, a la velocidad de un rayo entraron en tropel dos siluetas encapuchadas, la golpearon brutalmente en la cabeza la pusieron un saco de arpillera, la ataron una cuerda al cuello y la sacaron casi arrastras de su propiedad.
Yo podía sentirlo todo, el fuerte dolor en mi cabeza notando la sangre caliente brotando por la cara; ese olor nauseabundo y húmedo que desprendía el saco que me cubría. Y esa horrible cuerda que apretaba cada vez con más fuerza mi cuello que casi no me dejaba respirar.
Mientras ataban a la mujer a un poste clavado en el suelo se escuchaba a la muchedumbre insultando y maldiciendo.
― ¡Bruja!, ¡asesina de niños!, ¡puta de Satanás!, arderás en la hoguera y regresarás a ese infierno del que viniste, tu alma arderá eternamente y pagarás por esas jóvenes almas que apagaste con tus manos.
Amontonaron gravilla de leña alrededor de la anciana y comenzaron a empaparla en aceite de la cabeza a los pies.
Se mantenía en silencio a oídos de los pueblerinos; pero yo, sí escuchaba con total claridad sus pensamientos.
Sentía su angustia, su respiración entrecortada y cómo sus lágrimas se deslizaban por sus mejillas mientras la anciana repetía para su interior una y otra vez.
—¡Dios mío por favor que termine ya este sufrimiento!
Todo se quedó en silencio, únicamente escuchaba el sonido de su respiración y una voz seca y cortante pregunto.
—Bruja, por última vez, ¿dónde están los cuerpos de nuestros hijos?
La anciana se mantenía en silencio y pude sentir que jamás tendrían esa respuesta. Intenté hablar y decirles que estaban cometiendo un grave error, que esta mujer era inocente, pero las palabras no brotaban de sus labios. Yo solo podía ver, sentir, escuchar y, dejar que el fuego calcine a una pobre mujer inocente.
Un calor abrasador empieza a tocarme la planta de los pies. El olor de madera quemada me obstruye las fosas nasales, casi no puedo respirar; Gritos, risas e insultos es lo único que escucho a mi alrededor.
El fuego quema mi piel. No puedo apartarlo de mí, mis pies y manos están atados, no puedo soportar el dolor, ¡dios quiero morir, termina con esto ya!
Escucho a la anciana gritar. El sonido de su garganta me está taladrando la mente, es pura agonía y sufrimiento...
Veo todo borroso, distorsionado, ya únicamente escucho una voz diciéndome cada vez más nítida.
—¡cállate, cállate!, ¡silencio!, ¡deja de gritar!, despertarás a los otros internos, no me obligues a inyectarte esto.
Grita un hombre tras la reja de la puerta, mientras me mostraba una jeringuilla con un líquido amarillo y espeso en su interior.
Cojo aire como si hiciera una eternidad que no respiraba. Miro a mi alrededor buscando a esa gente encapuchada, moviendo las manos desquiciadamente apagando un fuego que ya no estaba sobre mí.
Desorientado, pero cuerdo, comienzo a distinguir. Miro a los lados y veo paredes blancas iluminadas con una tenue luz. Ahí está mi cama y yo me encuentro en uno de los rincones de la habitación, las paredes están acolchadas y frente a mí está un hombre vestido de color azul, diciéndome.
—¡Oye, Marcos!, ¿te has calmado ya o tengo que entrar? —dice el enfermero.
Viendo su cara me es familiar. Es el enfermero de noche, esta pálido, asustado y le tiembla un poco la voz, Probablemente por lo que acaba de presenciar.
—No, no, tranquilo, ha sido una de mis crisis, ya estoy bien, se me pasará.
Después de unos minutos adaptándome a la realidad, consigo calmar los nervios. Mi respiración está más pausada y mi corazón ya no parece el de un caballo desbocado.
Me pongo en pie y con un ligero tambaleo me dirijo a mi cama. Me siento muy cansado como si fuera un anciano de 80 años. Cierro los ojos intentando olvidar lo sucedido con la mujer de los cabellos
blancos, pero en mi mente sigue grabado ese rostro. Esa mirada vacía desde la cual vi lo destructivo, cruel y despiadado que puede llegar a ser el ser humano.
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