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Tristan: Un Cambio Desafortunado

Pasaron bastantes cosas este último año y creo que la que más me afectó fue la partida de Estrella al oriente del reino. Tal vez fue el hecho de su agobio de que nunca tendría los poderes que quería, pero que nunca le hicieron falta. Se va a terminar su entrenamiento en el arte del combate con la legión negra, más mortíferos que las mismas sombras nocturnas. Me enojaba que se fuera, me enojaba que se fuera sin mí detrás de ella. Se llevó con ella a Emura y a Haim, en cierto punto me alegra que no estará sola en su travesía por el universo.

 Su despedida fue el único momento que se me permitió salir de mi alcoba. Todos estábamos en la entrada del castillo para despedirla; el rey serio como era usual verle, mi madre triste porque una de sus hijas se iba lejos de su hogar, y Luna inmutable como siempre. Estaba alejado de ella y el rey porque aún piensan que yo introduje a la sombra. No hablaba con ellos, no comía con ellos y no vivía en el mundo que ellos andaban. Estrella al irse, me fui a recluirme en la habitación que lentamente se me estaba haciendo insoportable estar. Mi madre también se fue esa noche despidiéndose de mí antes de que ella creyera que me iba a dormir.

—Hablé con tu padre y te dejará salir de tu cuarto…

—Con un ejército detrás de mí vigilando para que no introduzca otra sombra y nos maten a todos —hablo con desdén.

—No digas eso, Tristan —reprocha mi madre.

—No hace falta decirlo para saber que es un hecho —la miro inexpresivo.

—Ellos saben que no hiciste nada malo —me acaricia el cabello.

—Tú sabes que no hice nada malo —la corrijo.

—Solo pido hables con ellos y les expliques lo que ya sabemos —insiste mi madre.

—Y así volver a la historia de nunca acabar de que yo soy un peligro para Luna y para el reino y que  lo mejor será tenerme aquí donde no le puedo hacer daño a nadie, si está bien, déjame decirles ahora que están en la sala o donde sea que estén.

—Solo prométeme que harás un esfuerzo —mi mira suplicante.

—Lo haré —murmuro, ella me abraza fuerte y se baja de la cama.

—Que descanses —me besa en la frente, ella sale de la habitación para no volver dentro de los próximos seis meses.

 Busco los libros que me habían traído mi madre y Estrella sobre las sombras antes de que mi padre ordenara destruirlos a todos. Mi educación se había detenido abruptamente el último año. Mi padre no creía que invertir en un criminal valiera la pena así que dejó de pagarles a mis maestros, dejó de planear un futuro para su único hijo. Dejó de tener un hijo para centrarse en el espléndido futuro de mi hermana, la futura reina de los Páramos helados. La única que vale la pena en interesarse.

 Mi vida en mi cuarto o en mi prisión es insostenible, tanto que mi tiempo lo dedico en arreglar las pocas prendas que  aún me quedan. La pubertad llegó y eso provoca que las prendas de niño no me queden en lo absoluto o se rompan cuando me las pongo. Ya en mi armario no quedan ni siquiera las joyas que alguna vez tuve. Mi padre se esforzó en convertir mi habitación en una autentica prisión. Quedan solamente mi baúl lleno de libros y mis cosas de bordado, las cuatro camisas y cuatro pantalones; los chalecos elegantes que el sastre de mi padre cosía para mí se fueron, igual pasó con los abrigos que tanto añoro cuando llega el crudo invierno. Mi habitación pasó de ser la impresionante habitación de un poderoso príncipe a la de un mendigo. El papel tapiz va perdiendo su color y empiezan a aparecer la piedra oscura y fría del castillo.

 Mi madre cuando entra en mi habitación, su mirada de decepción es notable porque dice:

—Es triste esta situación —ella se acerca a la chirriante cama—. Te traje esto.

 Ella me entrega una caja, cosa que es extraño. Cuando lleguen los guardias a revisar mi cuarto como lo hacen todas las semanas, cualquier cosa de valor se la llevaran. No le digo nada a mi madre porque ya tiene suficiente lidiando con mi inocencia ante mi padre. Abro la caja y veo que hay mantas, ropa y una bolsita con monedas de plata y oro dentro.

—Estás cumpliendo catorce y mi idea de cumpleaños no era precisamente esto —señala la caja—, quería llevarte a la ciudad escarlata para que escogieras todos los libros que desearas, organizarte un baile donde conocerías por fin a algún amigo que sea digno de tu confianza. Quería darte algo diferente que esto —señala la habitación.

—Que estés aquí es el mejor regalo —dejo la caja a un lado—. Sé que no soy lo que esperaban como hijo, pero…

—Eres el mejor hijo que pude tener —me toma el rostro con su mano—. Dejémonos de sufrimiento, ve y pruébate lo que te compré.

 Tomo la ropa y me la llevo al vestidor donde me desvisto y me coloco las finas prendas que me regaló mi madre. Los pantalones no me aprietan la entrepierna, y me llegan hasta los pies. No me molestaré en cortarles, ya que no sé cuándo vuelva a tener algo así y no quiero parecer algo extraño. La camisa si me queda a la medida, como el chaleco y el abrigo que tanto quería, es lo suficientemente acogedor que esta vez no me congelaré los genitales en el invierno.

 Salgo del vestidor y mi madre me mira feliz con su elección de vestimenta.

—Te ves guapísimo —ella se levanta de la tétrica cama y me observa con ojo crítico—. Hay que cortarte el cabello, así ya te pareces a tu padre con ese pelo por los hombros.

—Creo que a tu esposo no le agradaría esa comparación —de inmediato su cara de felicidad pasa a una enojada.

—Respeta, él es tu padre —me reprende.

—Tu señor esposo ha dejado bastante claro que su hijo varón había muerto para él —aún recuerdo con dolor sus duras palabras cuando días después de la partida de Estrella lo busqué para defender mi inocencia como mi madre me había pedido, claro escogí el peor momento cuando él estaba paseando con Luna por los jardines. No había empezado mi discurso cuando él me halo del brazo alejándome de la vista de Luna y confinándome en mi habitación diciéndome de todo menos bonito. Para él yo morí, que daría todo lo que tiene para que el viviera fuera mi madre y yo pudriéndome en los confines del infierno.

—Tu padre cuando está enojado dice cosas hirientes…

—Enojado o no, lo dijo —la miro serio.

—No hablemos de eso ahora.

 Ella toma mi mano y nos dirigimos hasta la salida de mi cuarto.

—Yo no puedo salir —la freno.

—Lo harás hoy, es tu cumpleaños y no lo pasaremos encerrados aquí.

 Ella abre las puertas, los guardias cruzan sus lanzas en cuanto yo pongo un pie fuera de mi cuarto.

—Retiren sus armas —les ordena mi madre.

—Lo siento su alteza, pero tenemos órdenes de no dejar salir al prisionero de su habitación.

—Sacaré a mi hijo las veces que yo quiera, así que por su bien quiten las armas o les vendrá un camino peor que la muerte.

 Los guardias titubean.

—Lo sacará bajo su responsabilidad —habla uno de ellos, ellos guardan sus lanzas.

 Mi madre y yo caminamos fuera de mi prisión, para ella recorrer estos pasillos es tan natural que no nota mi nerviosismo y terror. El rey me había amenazado de las repercusiones que tendría si me atrevía a dejar mi cuarto. Mi madre me conduce por esos pasillos que en otra vida los consideré parte de mi hogar, bajamos los inmensos escalones y encamina nuestros pasos a los impresionantes jardines que solo veía a través de mi ventana. Respirar de nuevo el aire fresco del verano es reconfortante, un mar de recuerdos me inunda la mente de buenos recuerdos de infancia, donde varias veces jugaba con mis hermanas o comía con mis padres, todos reunidos como una familia feliz.

 Mi madre me saca de mis pensamientos, me explica que la bolsa de dinero es para comprarme ropa, comida, libros. Todo lo que quisiera, pero que lo administrara con responsabilidad. Ella saca de su vestido una pequeña bola transportadora.

—La usarás solo cuando sea necesario —me mira feliz, pero su rostro cambia rápido a enojada, de inmediato volteo a ver que lo causó.

 La guardia de mi padre se acerca severa hacia nosotros con grilletes y cadenas. Mi temor aumenta, no quiero ir con ellos, quiero quedarme con mi madre. Ellos nos rodean, mi madre me pone detrás de ella.

—Por favor su majestad, no lo haga más difícil —habla el capitán de la guardia. En otra vida me parecía un consuelo su presencia cuando estábamos de viaje, ahora son lo que menos quiero ver en estos momentos.

—No te llevarás a mi hijo, Antonio —gruñe mi madre.

—Lo siento, Aryana. Pero el rey ha dejado muy en claro que si el príncipe se escapaba lo tendríamos que llevar al calabozo…

—Él no se escapó, yo lo saqué ¿sí? Vamos a volver a su cuarto no es…

—Aryana, entréganos a Tristan. No le pondré los grilletes, pero tenemos que llevarlo.

—Está bien, iré —paso por un lado de mi madre, pero esta me detiene—. Estaré bien, madre.

 Ella suelta mi mano quedándose con la bola transportadora. Ella camina a mi lado junto con la guardia real.

—¿Cuánto tiempo estará mi hijo en el calabozo? —pregunta mi madre aterrada.

—No puedo mentirte Aryana —habla Antonio liderando el grupo—. Un año si el rey es benevolente con Tristan.

 Siento como mi cuerpo tambalea por el hecho de estar encerrado en ese malévolo lugar. Mi madre rompe en llanto. Caminamos todos con un dolor en el pecho. Llegamos a los confines del palacio bajando por unas estrechas escaleras; escucho a varias personas gritar, otras suplicando por su vida. Todas con una vida interrumpida por algún delito o equivocación.

 Llegamos a la última celda donde se convertirá en mi nuevo hogar por el resto del año.

   Claro, si el rey es benevolente con su hijo.


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