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Capítulo 71 -El fin del principio-

Antes de que la explosión me alcance, manifiesto a Dhagul y lo clavo en el suelo. Apenas la hoja se incrusta en la roca, la onda expansiva me empuja y quedo en el aire aferrado a la empuñadura del arma. En esa posición, observo cómo We'ahthurg es empujado y cómo se aleja a causa del envite de la fuerte corriente de aire.

Cuando miro hacia delante, veo que el calor está resquebrajando las piedras pulidas que sirvieron como suelo del templo. Con gran esfuerzo, concentro parte de la energía del alma para que no se parta la roca en la que está hundida la espada.

«Aún hay esperanza» me digo, convencido de que la victoria está cerca.

Una gran humareda cubre la mayor parte del cráter que ha creado el fragmento de meteorito. La mezcla de humo y polvo es muy densa, pero el brillo que producen las hachas es tan intenso que consigue traspasarla.

Al notar que la corriente de aire cesa de golpe, susurro:

—Ghoemew...

En cuanto choco con el suelo, me levanto y corro hacia las armas divinas. Cuando faltan tan solo unos metros para alcanzarlas, una niebla púrpura aparece delante de mí y me corta el paso. Mientras me pongo en guardia y manifiesto a Dhagul, escucho cómo del interior de la nube brumosa emerge un rugido.

La bruma no tarda en dar forma a un reptil muy delgado de piernas alargadas y musculosas. Tiene brazos finos y dedos puntiagudos. Posee una piel acorazada que, excepto en los contornos de la cara en los que se torna roja, es de un tono verde oscuro.

El ser, que se mantiene erguido, cierra y abre los párpados sin cesar, enseña los afilados dientes de su pequeña boca y mueve la larga y gruesa cola que le nace en la parte baja de la espalda.

Emite un sonido que me punza los tímpanos, menea los dedos y me ataca. Esquivo las garras un par de veces, muevo rápido a Dhagul y le amputo un brazo. La criatura suelta un chillido, se ladea y me lanza la cola contra la mano. Aunque lo intento, no logro evitar que la punta me dé de lleno.

El golpe me fuerza a soltar la empuñadura del arma, pero antes de que la espada toque el suelo, me echo hacia delante, me inclino un poco, agarro a Dhagul con la otra mano y doy un tajo que parte al ser por la mitad.

Mientras el cuerpo troceado cae contra la roca pulida, retrocedo un par de pasos y observo el gran charco de sangre verde que brota de los restos del reptil.

Tras un segundo, dirijo la mirada hacia las hachas, camino sobre el líquido pegajoso y digo:

—No puedo perder más tiempo.

Cuando apenas me falta un metro para poder blandir las armas divinas, un haz de energía me golpea la espalda, me empuja, me tira al suelo y me aleja de la manifestación del poder de Ghoemew.

—No —mascullo, levantándome.

Me giro y veo a We'ahthurg apuntándome con la palma.

—No pensarías que iba a ser tan fácil. —Baja el brazo y contempla los restos del reptil—. Aunque esta mascota no te ha durado mucho, eso no significa que seas un rival digno.

Por primera vez, la mirada trasmite que está perdiendo el juicio, que el poder que ha reclamado lo está guiando a la locura.

—Tienes miedo. —Me mira sorprendido—. Temes la fuerza de Ghoemew. Temes las hachas. —Mientras me observa, los pedazos del reptil se convierten en niebla y se funden con él—. Si fueras el dios que te crees, no temerías el poder de El Creador de La Convergencia. —Echo la mano a la espalda, manifiesto a Shaut y lo oculto—. Eres una farsa.

A la vez que los ojos se le iluminan con un potente brillo amarillento, aprieta el puño y lo levanta a la altura del pecho.

—¿Cómo te atreves?

Aprovecho el segundo que me concede su ira, le lanzo el puñal y corro hacia las hachas. We'ahthurg proyecta un haz, pero el arma arrojadiza lo desvía y me permite acercarme lo suficiente a la manifestación del poder de Ghoemew.

—Ya está —digo, cogiendo la empuñadura de un hacha.

Aunque me doy la vuelta con la intención de lanzársela, al girarme me encuentro con que una decena de reptiles me lo impiden.

«No, ahora no».

Me atacan y uno logra golpearme la mano con la punta de la cola. La empuñadura del arma resbala por la palma y el hacha cae al suelo.

—¡No!

Me agacho para intentar blandirla de nuevo, pero otro reptil me sacude con la cola en la cara y me raja la piel de la frente. Mientras la visión se tiñe de rojo, me veo obligado a retroceder unos pasos.

—No. —Aprieto los puños—. No podéis vencer. —Miro a We'ahthurg—. No puedes vencer.

Sin que yo la controle, un aura blanquecina empieza a arder con fuerza alrededor de mi cuerpo.

—Interesante —dice el Ghuraki con los brazos cruzados—. Aun habiendo gastado la mayor parte de tu poder, aun así, eres capaz de volver a canalizarlo de nuevo. —Hace una breve pausa—. Es una lástima que no consigas incrementar la cantidad de fuerza que controlas. Con ese nivel, te será imposible igualarme.

Un simple aumento del brillo de los ojos logra que se apague el aura blanca y que se despedace la armadura que porto.

—¿Qué? —suelto incrédulo, observando que lo único que me cubre el cuerpo son prendas que no me protegerán de los ataques.

—No eres un rival para mí. —Los seres lo miran, esperan sus órdenes—. Aunque aún me servirás como entretenimiento. —Alza la mano—. Veamos cuánto duras ante el envite del ejército de animales sagrados. —Al mismo tiempo que el brillo de los ojos se le intensifica, se manifiestan más reptiles a mi alrededor.

We'ahthurg baja el brazo y el enorme ejército me ataca. Miro a un lado y otro, doy forma a Dhagul, me pongo en guardia y decapito al primero que se me acerca. Al segundo le incrusto el filo en el estómago y lo subo hasta rajarle la garganta. Al tercero, con un movimiento fugaz, le corto las piernas.

Jadeando, me voy a voltear para atacar al cuarto, pero este me esquiva y me clava las garras en el pecho. El resto de reptiles, que aumentan la velocidad de ataque, me desgarran otras partes del cuerpo. No puedo evitar gemir mientras la ropa y la piel se tiñen de rojo.

—¡Basta! —Lanzo a Dhagul, dirijo el vuelo y hiero a los seres que están junto a mí.

Vuelvo a coger el arma, apunto con la palma hacia delante y proyecto un haz que tumba a varios reptiles. Corro sobre ellos hasta que consigo dejarlos atrás, me doy la vuelta, cargo la espada con energía y la tiro contra las criaturas.

Al mismo tiempo que el arma explota y lanza por los aires a los seres despedazados, susurro:

—Silencio.

Tomo aire, observo la nube de polvo que se ha formado y veo cómo van saliendo de ella una multitud de reptiles. Estos, con las miradas clavadas en mí, mueven las garras y emiten desagradables chillidos.

Al ver que el Ghuraki vuelve a crear a los seres que he vencido, lo miro y pienso:

«Aun superándome en número, no te conformas con que combata con un ejército que he mermado, no quieres que falte ni uno de tus animales sagrados».

Al mismo tiempo que contemplo cómo la niebla púrpura vuelve a dar forma a los reptiles que he destruido, a la vez que el sudor resbala por la frente, trago saliva y, aun sin darme por vencido, siento que de seguir así llegaré a un punto en el que acabaré cayendo, en el que acabaré siendo derrotado.

Con ese pensamiento atormentándome, miro el cielo anaranjado cubierto por centenares de fragmentos de luna y pregunto:

—¿Por qué? ¿Por qué no me concedes tu poder? —Aprieto los dientes y niego con la cabeza—. De qué sirve ser tu elegido si cuando te necesito eludes aparecer. —Bajo la mirada y añado más para mí que para el silencio—: ¿Para qué me elegiste? ¿Para ser derrotado continuamente?

We'ahthurg hace un gesto y los reptiles se quedan quietos.

—¿Quieres saber por qué no te escucha? —Los animales sagrados se apartan y dan forma a un pasillo—. No te escucha, ni te hace caso, porque no le importa nada. —El Ghuraki camina por el hueco que los seres han creado.

—No es así. —Dirijo la mirada hacia él—. El silencio es la fuerza primordial.

Durante unos instantes, el caudillo sigue andando sin decir nada.

—Entonces, ¿qué explicación le das? —Se detiene a un par de metros y se cruza de brazos—. Te he forzado. Te he llevado al límite. Y no ha aparecido. —Me mira fijamente a los ojos—. Dheasthe hizo el ritual para anular el bloqueo que creaste y el silencio tampoco apareció. —Una pérfida sonrisa le surca la cara—. Asúmelo, no le importa ni La Convergencia ni Abismo ni ningún plano. Al silencio solo le importa el silencio. Como todos, es egoísta.

Bajo la cabeza, pienso en lo que acaba de decir y, tras unos segundos, niego:

—No, no es así. —Clavo la mirada en sus ojos—. Al silencio le importa el equilibrio. Al silencio le importamos.

—Entonces, ¿por qué no ha actuado con firmeza contra aquello que amenaza al equilibrio? ¿Por qué no ha hecho nada para frenar a los que están exterminando a las especies de La Convergencia? —Hace una pausa—. No lo ha hecho porque le es indiferente.

Observo la palma ensangrentada y pliego despacio los dedos.

—Me niego a pensar eso. —Lo vuelvo a mirar a los ojos—. Si fuera así, no habría compartido su poder conmigo. El hecho de hacerlo demuestra que está interviniendo. —Termino de apretar el puño.

We'ahthurg suelta una pequeña carcajada y se adelanta un paso.

—Morirás aferradote a una idea falsa. Morir... —No lo dejo seguir hablando, lo golpeo en la cara con todas mis fuerzas.

Mientras el Ghuraki vuela por los aires, apunto al ejército con las palmas y lanzo una ráfaga de esferas de energía que destrozan a multitud de reptiles.

—Tu reino acabará hoy —sentencio.

Apenas termino de arrojar la última bola energética, corro hacia las hachas. Cuando estoy bastante cerca, me tiro al suelo, resbalo por él y consigo llegar a ellas.

En el mismo instante en que las cojo, escucho una voz en mi mente:

«Dhargr hurj ghesrt riotjahn».

Sonrío ante el saludo del Creador de La Convergencia.

—También me alegro de volver a hablar contigo —digo, poniéndome en pie.

Los reptiles me miran con cierto temor, les da miedo el aura verdosa que resplandece alrededor de las armas; temen el poder del Ghoemew.

—¡Atacad! —brama We'ahthurg.

Apunto con las hachas a los seres que corren chillando y moviendo las garras. Lanzo un haz a través de las armas y centenares de estas criaturas se convierten en ceniza. Al ver cómo el viento desplaza los restos de los reptiles trasformados en polvo gris, media sonrisa se me marca en la cara.

—No puede ser —dice el caudillo entre dientes.

Miro al Ghuraki, avanzo con paso firme y declaro:

—Ya no te será posible dejar que tus marionetas luchen por ti. —Alzo las hachas y miles de rayos verdes caen del cielo y carbonizan a los seres—. Tenías razón cuando le dijiste a Geberdeth que las hachas escondían un gran poder. Gracias a ellas, ahora estamos más igualados. —Le apunto y lanzo un haz.

A duras penas consigue desviar el rayo.

—Sigues siendo un iluso. —Aprieta el puño y se crean pequeños relámpagos a su alrededor—. Aun con las hachas, dentro de poco te será imposible igualarme. A cada segundo que pasa me hago más poderoso.

—Lo sé. —Sujeto con fuerza las empuñaduras de las armas—. Sé que todavía no has alcanzado el límite.

El Ghuraki, envuelto por un aura de llamas de color negro, manifiesta las espadas de energía púrpura y camina hacia mí.

—Entonces, mejor que aproveches el poco tiempo en el que aún puedes intentar herirme. —Sonríe y mueve un arma incitándome a que ataque.

Inspiro con fuerza por la nariz, corro hacia él, esquivo una estocada, me tiro al suelo y paso resbalando por su lado. Mientras me deslizo, con la hoja corto el metal de la armadura y le rajo el cuadriceps.

—Es tu fin —sentencio, escuchando su gemido.

Cuando cesa el impulso y me detengo, clavo las hachas en el suelo, me levanto, me volteo y lo miro.

A la vez que se gira, admite:

—No está mal. —Sonríe—. Nada mal.

Corre, da una estocada que esquivo, vira el cuerpo, da otra y, antes de que acabe de esquivarla, me golpea con una patada en el costado. Al mismo tiempo que aprieto los dientes, muevo las manos y las hachas se elevan saliendo de la tierra.

—Estás acabado. —Cojo las empuñaduras de las armas y dirijo un hacha hacia su pecho.

—Lo dudo —responde, a la vez que bloquea el ataque—. Apenas eres capaz de plantarme cara.

Intenta rajarme la barriga con la espada, pero encojo el estómago, salto hacia atrás y lo evito.

—Te mataré —escupo, dirigiendo un hacha contra el hombro.

No se mueve, espera a que se clave el arma.

—¿Eso es todo lo que puedes hacer? —pregunta, observando la hoja incrustada.

Al mirarle a los ojos, me doy cuenta de que ha superado por mucho el poder combinado de mi alma y el de las armas divinas.

Trago saliva y aseguro:

—No me voy a rendir.

—Sería una decepción si lo hicieras. —Me sujeta la mano que aguanta el mango del hacha incrustada y la retuerce hasta que se oye el crujir de los huesos—. Hasta que te mate, no quiero dejar de ver esa esperanza inútil en tus ojos.

A la vez que un dolor punzante se extiende por el brazo, aprieto los dientes y lo miro desafiante.

—No vencerás —mascullo.

Las llamas negras de su aura se hacen más grandes y me envuelven el cuerpo durante un par de segundos. Cuando se retiran, siento que el caudillo ha usado sus habilidades para anular mi poder regenerativo.

—Eres una decepción. No mereces siquiera que use mi energía para matarte. —Me suelta la muñeca rota y noto cómo empieza a drenarme el alma.

Con los dientes apretados, le clavo la otra hacha en el pecho y retrocedo tambaleándome.

Se cruza de brazos y dice sin ocultar que le hace gracia verme así:

—Asúmelo, el silencio es un poder egoísta. Y te ha abandonado.

Me cuesta mantenerme de pie y también mantener los párpados abiertos.

—El silencio... —mi voz es débil— quizá me haya abandonado. —Inspiro y espiro con dificultad—. Puede ser... —Aun sintiendo como si los músculos ardieran, alzo la mano y apunto con la palma hacia el cielo—. El silencio a lo mejor me ha abandonado, pero Ghoemew no lo ha hecho.

Aunque por unos instantes la sonrisa de la cara se le ha profundizado, esta desaparece rápido cuando se da cuenta de que no puede moverse.

—¿Qué clase de embrujo es este? —pregunta confundido.

Lo miro cansado.

—No es un embrujo... es el poder de un dios. —Me conecto con los fragmentos de la luna muerta—. A través de las hachas, Ghoemew te paralizará el tiempo suficiente para que acabe contigo.

Mueve los ojos de un lado a otro, gruñe y replica:

—¿Cómo piensas hacerlo? Apenas te mantienes en pie. —Se calla unos segundos al escuchar el sonido que produce un pedazo de satélite al entrar en la atmósfera—. ¿Qué vas a hacer? ¡¿Qué vas a hacer?!

Observo cómo el cielo se tiñe de rojo; las llamas de los meteoritos cubren el horizonte y ocultan el sol.

—Matarte —contesto, bajando la mirada.

—¡Tú también morirás! ¡No puedes escapar!

—Lo sé...

Camino unos pasos y, cuando ya no puedo andar más, me tumbo en el suelo.

—¡Maldito loco! —Siento que, con gran esfuerzo, casi logra mover la pierna—. ¡Libérame! —Gruñe—. ¡Te ordeno que me liberes!

Al mismo tiempo que contemplo cómo las llamas se vuelven más intensas, a la vez que veo cómo se acercan los meteoritos, mientras escucho cómo se incrementa el ruido que producen, contesto:

—Haz las paces contigo mismo. La muerte ya está aquí.

—¡No! ¡No voy a morir! ¡Soy un dios!

—Eres un demente... —Cierro los párpados e ignoro los gritos.

Ha llegado el momento de estar en paz, de abrazar mi fin. He luchado, he cambiado varias veces los futuros creados por Los Tejedores de Destinos, he amado y, aunque he tenido momentos malos, he disfrutado de la vida.

«Otros seguirán luchando».

El primer impacto suena en las afueras de la ciudad.

«Abismo será vencido».

El segundo se oye más cerca.

«Puedo irme en paz».

Un meteorito choca cerca del templo; siento el calor, el aire quemándome el cuerpo y escucho los gritos de We'ahthurg.

«Estoy listo».

Se intensifica la lluvia de fragmentos de luna.

«Es la hora».

Aunque la tierra empieza a abrirse y expulsar magma, aunque las explosiones me lanzan de un lado a otro, en vez de angustia, lo que siento en este momento es una inmensa tranquilidad. Por fin me siento libre.

Mientras el planeta empieza a descomponerse, mientras el núcleo se contrae a punto de expandirse y explotar, no puedo más que sonreír.

Aun sabiendo que no me escuchan, me dirijo mentalmente a mis compañeros:

«Gracias».

Escucho cómo se fractura la roca que pisa We'ahthurg y siento cómo es tragado por la inmensa grieta que se crea a sus pies. La tierra, a la que impuso su yugo durante casi un milenio, lo reclama.

Al notar que lo poco que queda sólido del planeta empieza a temblar, sé que llega el final, que el mundo está a punto de explotar.

Antes de que la negrura me atrape, sintiendo las vibraciones, abro los ojos y sonrío.

«He luchado y he vencido».

Con ese pensamiento, vuelvo a cerrar los párpados y abrazo mi destino. Con plenitud, abrazo mi fin.

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