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Capítulo 70 -Dios Ghuraki II-

Invadido por un cúmulo de sensaciones, casi juraría que los músculos del brazo del Ghuraki se detendrán y que el puño no será lanzado. Siento que el tiempo parece ralentizarse, que el aire parece detenerse, y que el crepitar de las llamas oscuras que envuelven el brazo de We'ahthurg parece que está a punto de desaparecer.

Sin embargo, como todo en mi vida, las sensaciones que percibo no son más que un espejismo producido por mi mente; solo forman parte de un engaño más que se suma al sinfín de mentiras ocultas y falsas verdades que me han privado del recuerdo del pasado.

Aunque durante mucho tiempo he sido golpeado sin piedad, aunque los enemigos no me han dejado respirar, por mucho tiempo he conservado la esperanza y no he dejado de levantarme. En cambio, en estos momentos, en los que sé que voy a morir sin saber quién soy, en los que sé que moriré sin saber qué soy, un amargo sentimiento se apodera de mí y me arrebata la ilusión.

«Tenías razón, Jiatrhán. Solo soy un juguete roto».

Los párpados cerrados no pueden contener las lágrimas de impotencia que brotan y me surcan las mejillas. Al fin, los poderes cósmicos que han buscado terminar de quebrarme han logrado hacerme pedazos. Ahora, solo soy una persona agrietada que espera el golpe que termine de destrozarla.

El sonido del brazo desplazándose por el aire acompaña las palabras del Ghuraki:

—Lástima que no me diste un combate digno.

Hace un segundo, mostré valentía escupiéndole a la cara, dejándole claro que no me rendía... Aunque lo cierto es que en estos momentos tengo miedo. Temo morir y no llegar a descubrir las vidas que he vivido. Temo morir, desaparecer en el olvido y no saber quién soy en realidad.

Al sentir que falta poco para que los nudillos choquen con la cara, el instinto de supervivencia me empuja a abrir los ojos y gastar las últimas fuerzas en intentar librarme de las cadenas.

Forcejeo, pero el metal se niega a soltarme. Los eslabones se aferran con más fuerza, me oprimen los pulmones y me obligan a expulsar el aire. Derrotado, cierro de nuevo los párpados, ladeo la cabeza y espero el impacto.

Justo cuando siento con más intensidad el calor de las llamas oscuras, algo parece frenar el puñetazo. Tras pasar un par de segundos y darme cuenta de que sigo vivo, abro los ojos y veo delante de mi rostro el reverso de una mano rocosa. Confundido, sigo el brazo de roca con la mirada hasta que contemplo una sonriente cara de piedra.

—Harterg Vhargat... —Parpadeo, miro de nuevo la mano y me cercioro de que sí que ha frenado el puño—. ¿Cómo? —Vuelvo a dirigir la mirada al rostro lleno de inocencia y bondad—. No entiendo.

—Vagalat, amigo —pronuncia sin dejar de sonreír—. En los dominios de La Moradora Oscura hay muchos Hartergs Vhargats. —La sonrisa se torna más profunda, se alegra mucho de verme—. Hartergs Vhargats que descansamos allí. —Empuja el puño y hace que el Ghuraki retroceda unos metros—. Amigos de Vagalat que acudimos a ayudar.

Al oír unas pisadas, giro la cabeza y me sacuden multitud de emociones mientras observo a mi maestro.

—Padre... —Las lágrimas fluyen por las mejillas y los sentimientos logran que se me atraganten las palabras—. Padre... —Intento calmarme, pero la culpa me golpea—. Yo... —Inspiro con fuerza y, tras unos segundos, me tranquilizo un poco—. Lo siento... Siento no haber estado en la fortaleza.

El maestro, sin decir nada, desprendiendo la inmensa bondad con la que está cargada su alma, me mira sonriente. Las facciones me trasmiten la alegría que siente en este instante.

Atónito, sin comprender qué está sucediendo, We'ahthurg brama:

—¡¿Qué es esto?!

Mi padre dirige la mirada hacia el caudillo y responde:

—Esto es el principio de tu fin. —Eleva la mano y una niebla morada envuelve y paraliza al Ghuraki—. Todavía no eres el dios que quieres ser. —We'ahthurg va a replicar, pero el maestro cierra la mano y le sella los labios—. En estos momentos, no eres rival para la energía de La Moradora Oscura.

Mientras el Ghuraki inspecciona con la mirada las grietas que ha creado en los finos muros que separan los planos, mi padre se acerca, se arrodilla y dice:

—Vagalat, no debes sentirte culpable. Mi muerte era un sacrificio necesario. —Posa la mano en la mejilla—. Debía morir para que se iniciara tu viaje.

—Maestro... —intento hablar, pero apenas puedo pronunciar una palabra.

—Somos los hijos de nuestros actos y los herederos de nuestras decisiones. Elegí la muerte para que pudieras luchar por la vida. Y no me arrepiento de ello.

Al mismo tiempo que me sacuden una gran cantidad de sensaciones, agacho la cabeza y susurro:

—No es justo... —Elevo la mirada—. No merecías ese destino. Ese maldito silente no tenía derecho a decapitarte.

La paz que desprende me llega al alma.

—No lo hubiera hecho si yo no hubiera querido. —Observa la parte de las ruinas del templo que se amontonan sobre un edificio derruido—. Me temía. —Vuelve a mirarme—. Temía el poder de Los Guardianes de Abismo. Por eso tuve que controlar su mente para que lo hiciera. Me desprendí de mi cuerpo y lo obligué a que cortara la cabeza antes de ser atraído por el reino de La Moradora Oscura.

Durante unos segundos, me mantengo en silencio asimilando lo que me acaba de contar.

—¿Cruzaste por tu propia voluntad? —Asiente—. Pensé que viste tu destino y que decidiste no luchar contra él, pero jamás me hubiera imaginado que te desprendiste de tu cuerpo y que controlaras al silente para que te decapitara.

—Mi muerte era la única forma de ayudarte a crear un futuro en el que consiguieras vencer. La creación peligra y quizá seas el único que pueda impedir su destrucción.

Las emociones y las dudas se agolpan dentro de mí.

—La única forma... —Guardo silencio un segundo y luego pronuncio las preguntas que me vienen a la mente—: ¿Por qué? ¿Por qué soy tan especial? ¿Quién o qué soy en realidad?

La sonrisa de mi padre se profundiza.

—Eres el niño que creció en la fortaleza hasta convertirse en un Guardián. Eres quien luchó junto a Adalt contra infinidad de criaturas de Abismo. —Hace una breve pausa—. Eres y siempre serás Vagalat.

La última frase se repite varias veces en mi mente.

—Soy y siempre seré Vagalat —justo cuando acabo de pronunciar las palabras, a la lejos veo a la mujer de piel azul con la que hablé en el templo del silencio—. Soy el hijo del silencio —añado, observando cómo camina hasta desvanecerse.

—Eres la esperanza —dice mi padre.

We'ahthurg se libera en parte de los efectos de la niebla y pronuncia con rabia:

—Malditos espectros, os destruiré y devoraré vuestras almas.

El maestro, por un segundo, guarda silencio y se conecta con las brechas dimensionales que nos rodean.

—Está restaurando las fronteras de los planos de existencia. —Mueve la mano y obliga al Ghuraki a cerrar la boca—. Dentro de poco, volveremos a ser tragados por la bruma morada y retornaremos al reino de La Moradora Oscura.

Voy a contestar, pero antes de que pueda hacerlo escucho cómo alguien me habla:

—Vagalat, no sabes cuánto he deseado volver a verte —la voz suena a mi espalda.

—¿Ghelit? —Las emociones se apoderan de mí y las lágrimas me surcan las mejillas—. ¿De verdad eres tú? —El maestro retrocede unos pasos y la mujer a la que nunca he dejado de amar se pone delante de mí—. Ghelit... —Los sentimientos me golpean con fuerza—. Estás aquí... —Al ver la belleza de su rostro bordeaba por los preciosos cabellos casi dorados, de un rubio perfecto, no puedo evitar que la culpa crezca en mi interior—. Siento haberte fallado...

Quiero seguir disculpándome, pero ella se arrodilla y me da un beso.

—No me fallaste, Vagalat. Nunca lo hiciste. —Me vuelve a besar.

Con la emoción apoderándose de las palabras, pronuncio:

—No hay día en el que no me arrepienta de no haber estado allí.

Sonríe, me seca las mejillas con los pulgares y señala:

—No hay día en el que no quiera estar viva para poder estar a tu lado.

Nos volvemos a fundir en un intenso beso.

—Siempre te amaré —le digo, con la frente apoyada en la suya, con los labios cerca de los suyos, sintiendo el amor que desprende su alma: el amor que siente por mí.

Lentamente, se levanta y contesta con una gran sonrisa surcándole el rostro:

—Lo sé. Sé que nunca dejarás de amarme. Tus sentimientos son tan fuertes que nada puede frenarlos. —La sonrisa se torna aún más profunda—. Tu amor se proyecta a través de los planos y logra llegar a lo más profundo del reino de La Moradora Oscura. —El maestro le pone la mano en el hombro y ella asiente—. Da igual el tiempo que pase y lo larga que se me haga la espera sumida en el sueño eterno, aguardaré con felicidad el día en el que nos podamos volver a reunir. —Los ojos se le humedecen—. Nada va a impedirme que te ame durante el resto de la eternidad.

Casi habiéndome olvidado de que estoy aprisionado por unas cadenas y de que el caudillo Ghuraki puede liberarse en cualquier momento, viendo que la figura de Ghelit se distorsiona un poco, pregunto:

—¿Qué pasa? ¿Qué sucede?

—La Moradora Oscura nos reclama —contesta mi padre.

Antes de que pueda despedirme, Ghelit es absorbida por la niebla morada.

—¡No, no! ¡No! —Forcejo con las cadenas y aunque apenas lo aprecio entre medio de mis gritos oigo cómo se agrietan los eslabones—. ¡Vuelve!

Al darse cuenta de que está a punto de desaparecer, Harterg Vhargat se adelanta y asegura:

—Seguiré hablándoles de ti a los que descansan en el reino de La Moradora Oscura.

Cuando de mi hermano no queda más que un cúmulo de niebla que se va disipando en la atmósfera, sacudido por la pena de verlo desvanecerse y de haber perdido a mi amor, susurro dolido y entristecido:

—Harterg Vhargat...

Mi maestro, antes de que la bruma pueda reclamarlo, mueve la mano y la paraliza.

—El Ghuraki no volverá a cometer el mismo error. No volverá a dañar inconscientemente los muros que separan los planos.

Alterno la mirada entre él y We'ahthurg.

—Maestro, no sé si podré vencerlo. Es demasiado poderoso.

Aunque intenta seguir frenando la niebla, esta avanza y le envuelve un brazo.

—Vagalat, debes liberar tu poder. Es necesario que el silencio sea canalizado. —La bruma sigue avanzando y le recubre casi todo el cuerpo—. Eres la esperanza. —Antes de que la niebla se lo lleve es capaz de lanzar un último conjuro—. La creación te necesita. —El rostro sonriente es tragado por la bruma.

Al mismo tiempo que observo cómo desaparece, noto cómo se forman esferas que muestran lo que sucede en otros lugares de La Convergencia. Mi padre ha sido capaz de crearlas antes de retornar al reino de La Moradora Oscura. Con ello, ha querido que vea por qué no puedo rendirme; ha querido que vea a aquellos por los que tengo que seguir luchando.

—Adalt... —susurro, mirando una esfera, contemplando cómo mi hermano dirige un ejército que asalta una fortaleza que se encuentra en lo alto de una montaña—. Adalt, pronto volveremos a luchar juntos. —A su lado, aparte del magnator borracho y del ser oscuro, se hayan cientos de humanos con la cara y el cuerpo pintados—. Pronto, hermano. Muy pronto. Te lo prometo.

We'ahthurg, que empieza a liberarse de los efectos de la niebla, ríe y suelta:

—No hay futuro para ti. Jamás dejaré que escapes de este mundo.

Voy a replicar, pero un brillo en una de las esferas me llama la atención y logra que centre la mirada en la bola de energía.

—¿Siderghat? —pregunto, observando cómo una mano acorazada sostiene una cabeza de un ser oscuro—. ¿Eres tú? —La imagen de la proyección se mueve y puedo verlo con claridad, está enfrentándose a varios Conderiums—. Sí, eres tú —digo con una amplia sonrisa—. Bien hecho —añado, cuando me doy cuenta de que la cabeza que sostiene es la de uno de los generales de Él.

Recorro con la mirada las distintas esferas y contemplo como de momento la guerra no está perdida. Abismo está siendo contenido.

—Aún hay esperanza... —susurro.

—¿Esperanza? —Aunque le cuesta, We'ahthurg da un paso y casi consigue liberarse por completo—. ¿Esperanza? —reitera, cerrando el puño—. ¿Esperanza? —Observa cómo le tiembla el brazo a causa de la presión de los dedos—. La esperanza es para los débiles —suelta con rabia, centrando la mirada en mí.

Da otro paso, chilla y logra romper el efecto de la niebla.

—La esperanza es lo que mueve el mundo. —Manifiesto el aura carmesí.

—Creí que no eras tan débil como aparentabas, pero con tus palabras me estás demostrando que me equivoqué. —We'ahthurg camina envuelto por llamas oscuras.

—No soy débil, soy humano. Y, como tal, me derrumbo y me levanto. —Hago tensión en los músculos y las cadenas explotan—. Desconozco mi pasado, desconozco las vidas que he vivido, pero estoy seguro de una cosa: da igual lo que hice, importa lo que hago; importa lo que soy ahora. —Me levanto—. Soy Vagalat, el hijo del silencio.

El Ghuraki empieza a correr y se burla:

—¿Hijo del silencio? Ni siquiera eres capaz de manifestar una porción considerable de ese poder. No eres merecedor de tal título.

Me pongo en guardia.

—Y tú no eres merecedor de la vida.

Aprieta los dientes, me lanza el puño contra la cara y suelta:

—Soy un dios Ghuraki.

Al mismo tiempo que los nudillos se acercan, doy un puñetazo, nuestros brazos se cruzan y ambos nos golpeamos en la mandíbula.

—No eres nada más que un demente. —Ladeo el cuerpo y le sacudo en el costado—. Uno que no es consciente de que está a punto de dejar de existir.

—¿Dejar de existir? —masculla, aguantando el dolor—. Pronuncias los sueños de un iluso. —Dirige el codo contra mi cara y consigue que escupa sangre—. No tienes poder suficiente para vencerme.

—Lo sé. —Le doy con la palma en la barbilla y logro lanzarlo hacia atrás—. Pero soy lo suficiente fuerte para igualarte.

Se acaricia la cara y admite:

—Lo eres porque me modero.

—Te moderas porque no eres capaz de controlar tu poder y te da miedo romper de nuevo los muros que separan los planos. Temes que aparezcan aliados poderosos.

Durante unos instantes, guarda silencio y mantiene la mirada clavada en mis ojos.

—Cierto, no quiero sorpresas. —Hace una breve pausa—. Aunque no tienes en cuenta que con cada segundo que pasa el cuerpo se me habitúa al poder que me fue prohibido. —Una leve sonrisa se le adueña del rostro—. Solo es cuestión de tiempo que sea capaz de controlarlo.

—Tiempo que no voy a desaprovechar. —Inspiro con calma, buscando volver a conectarme con la paz interior—. Pasas por alto que también es cuestión de tiempo que mi poder crezca. —Me abalanzo contra él, lo engaño, consigo que me ataque, lo esquivo y le sacudo en el gemelo con una patada—. Veremos quién de los dos supera antes al otro.

Mientras lanza el reverso del puño y me da un golpe en la cara, dirijo la palma contra la nuez, la golpeo y lo cojo del cuello.

—Solo eres un insecto —pronuncia forzando la garganta—. Un simple insecto. —Me sacude en el brazo y me obliga a soltarlo—. Un insecto que lucha contra un ser superior. —Me sujeta la muñeca, la tuerce y me lanza la rodilla contra el costado—. Un miserable insecto que ha de dejar de existir.

Al mismo tiempo que se me escapa un gemido, elevo el brazo que tengo libre y manifiesto a Dhagul.

—Creí que me costaría encontrar a un Ghuraki más odioso que Haskhas, pero tú has conseguido que se incremente el odio que siento por tu especie. —Lanzo el filo, consigo rozarle la mejilla y herirlo superficialmente.

Al notar cómo la espada le raja la piel, me suelta el brazo y brama furioso:

—¡Esto es intolerable! —Aprieta los puños y las llamas alrededor del cuerpo se intensifican—. Se acabó —sentencia, coge el filo de Dhagul, lo aprieta y la espada explota.

La deflagración me lanza por los aires y me fuerza a rodar varios metros por el suelo. Cuando me freno, veo que cerca de mí hay algo que brilla. Dirijo la mirada a ese punto y descubro que lo que emite el brillo son las hachas de Doscientas Vidas. Las armas proyectan un tenue fulgor que consigue traspasar los dos palmos de densa niebla que cubre la piedra pulida.

Contemplándolas, me doy cuenta de que están aquí por una razón. Me doy cuenta de que, después de que el Ghuraki le rompiera las muñecas a Geberdeth, las hachas quedaron aquí para que pudiera usarlas. El azar no ha intervenido, Los Tejedores de Destinos no construyen los futuros de ese modo.

Estiro el brazo, rozo con los dedos la empuñadura de un arma y digo:

—La manifestación del poder de Ghoemew.

Antes de que pueda coger el hacha, We'ahthurg me da una patada en el costado y me voltea. El cuerpo se eleva un poco y, casi al instante, siento cómo el cráneo y la espalda chocan con el suelo.

—Tan poca confianza tienes en ti que has sentido la necesidad de usar las hachas divinas. —Arroja un haz negro sobre las armas y una gran roca oscura se forma encima de ellas—. Patético. —Manifiesta las espadas de energía púrpura y se prepara para clavármelas en el estómago—. Demasiado patético.

Por un segundo, antes de reaccionar, me fijo en la luna y me doy cuenta de que, al haber adelantado el tiempo, el Ghuraki nos ha acercado al momento en el que los fragmentos del satélite descenderán envueltos por inmensas llamas.

«No está todo perdido».

Esquivo los filos de las espadas que se clavan en el suelo, ruedo un par de veces y susurro:

—Todavía hay esperanza, aún puedo vencer.

Antes de que el Ghuraki saque las armas de la roca, me levanto, manifiesto a Wuthren y la manada y les ordeno que ataquen. Al mismo tiempo que los lobos sagrados lo entretienen, me acerco a la piedra que aprisiona las hachas y la golpeo con todas mis fuerzas.

Aunque me duelen los nudillos, no me detengo, aprieto los dientes y sigo lanzando el puño repetidas veces. Después de varios golpes, la sangre tiñe la roca. Después de otros pocos, la piedra se empieza a agrietar.

—Vamos, os necesito —casi al mismo tiempo que termino de hablar, escucho los aullidos de dolor de los lobos.

El Ghuraki, que ha devuelto a los animales a su estado energético, gruñe, me agarra por la nuca y me arroja varios metros hacia atrás.

«La cantidad de poder que puedes controlar ha aumentando» pienso, mientras me freno y me preparo para seguir combatiendo.

Mientras avanzo, aprieto los puños y aseguro:

—No vencerás.

We'ahthurg corre, esquiva un golpe, me coge de la coronilla y me lanza la cabeza contra la roca.

—Tuviste la oportunidad de darme un combate digno. —Me pisa el cráneo varias veces—. Ahora ya es tarde.

Cargo las palmas de energía y la canalizo en el suelo de piedras pulidas hasta que explota. Mi cuerpo sale disparado y desequilibra al Ghuraki.

—Nunca será tarde si mi corazón sigue bombeando sangre —sentencio.

Lo golpeo en el pecho y logro que tenga que retroceder un par de pasos. Mientras se tambalea, miro la piedra que envuelve a las hachas divinas.

«Os necesito».

Alzo la vista y observo cómo gran parte del satélite ha empezado a pulverizarse; hay varios fragmentos de la luna que están muy cerca del planeta.

Al mismo tiempo que mantengo la mirada fija en los restos de la luna, el Ghuraki lanza una combinación de golpes, me da un puñetazo en la cara, otro en el pecho y una patada frontal en el estómago.

De nuevo caigo al suelo, pero esta vez, antes de que pueda volver a golpearme, elevo un brazo y ordeno:

—Desciende con fuerza.

We'ahthurg alza la cabeza y observa perplejo cómo una bola de fuego se dirige a gran velocidad hacia nosotros.

—¿Acaso quieres destruirte? —pregunta, sin apartar la mirada del fragmento del satélite envuelto en llamas.

Meneo los dedos y acelero la velocidad del meteorito.

—No, quiero destruirte a ti.

—Tendrás que esforzarte más para lograrlo. —Espera un poco, mueve la mano y destroza la roca incandescente en el aire.

Al ver cómo redirijo un fragmento contra la piedra que cubre las hachas divinas, comprende que mi plan no era lanzar un meteorito contra nosotros sino aguardar a que lo convirtiera en varios proyectiles para usar uno de ellos.

Antes de que el sonido atronador de la explosión impida que su voz sea escuchada, admite:

—Buena jugada.

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