Capítulo 65 -Desesperación-
Doy un puñetazo y rompo la trampilla de metal que separa las escaleras de la fortaleza. Empujo dos fragmentos que han quedado colgando, dejo atrás los peldaños y camino por el corredor.
—Ghurakis —susurro, sintiendo la impregnación residual de la energía de los seres de piel púrpura.
Toco la pared de piedras frías y húmedas, me concentro, me uno a la construcción y busco si hay algún Ghuraki escondido en esta parte de la fortaleza.
«Nadie...» pienso, observando cómo las llamas de las antorchas a duras penas iluminan poco más que pequeñas porciones de las paredes; están a punto de apagarse
Escucho la voz de Doscientas Vidas justo después de cerciorarme de que no hay ningún enemigo:
—La sangre aún está fresca. —Me giro y veo cómo toca unas cadenas que se hallan incrustadas en la roca.
Con un simple vistazo, mientras ojeo cómo la piel de los dedos se le va tiñendo de rojo, sé que la sangre de los eslabones es humana. La textura, el color, el olor. No hay duda, es de un niño.
—Malditos Ghurakis —la rabia se plasma en las palabras que pronuncio.
A la vez que La Cazadora dirige la mirada hacia las paredes llenas de cadenas ensangrentadas, Mukrah, con serenidad, comenta:
—Mientras que la negrura que mueve aquello que es incapaz de sentir compasión, amor y bondad continúe manifestada en las hordas tiránicas que han traído el sufrimiento a este mundo, hasta que la bruma negra que da forma a sus almas no sea extinguida, los inocentes seguirán padeciendo. —Con el semblante reflejando tristeza, se acerca a unas cadenas y toca los eslabones con ternura, como si pudiera acariciar al niño que estuvo aprisionado ahí—. Creen que el dolor que sentimos es una debilidad y por eso buscan que caigamos víctimas de nuestros sentimientos. —Baja la mirada y contempla un charco de sangre—. Se equivocan. Cometiendo estas atrocidades lo único que consiguen es alimentar en nuestro interior el fuego de la venganza.
Aunque no entro en la mente de Asghentter, sé que está pensando en los pequeños que habitan en la esfera azul que guarda dentro de su cuerpo. En silencio, al mismo tiempo que se ilumina con la energía de los supervivientes de su mundo, El Primigenio se pasa la palma por el pecho.
Tras unos segundos, baja la mano y la mirada, se agacha, palpa la sangre con la puntas de los dedos y dice:
—Por más tiempo que pase, por más veces que lo vea, jamás me acostumbro a la locura de aquellos que solo viven para inflingir sufrimiento. —Se levanta, aprieta los puños y quedan envueltos por un brillo azulado—. Hemos de acabar de una vez por todas con estos monstruos. Debemos hacerlo rápido. —Se da la vuelta y me mira. Los ojos proyectan la agónica impotencia en la que se encuentra su alma y el rostro refleja el inmenso dolor que siente—. Ahí fuera, en los miles de mundos que están siendo conquistados, hay millones de niños que no deben padecer este destino.
Con la mirada fija en sus ojos, contemplando el intenso fulgor que desprenden, prometo:
—Los salvaremos. —Quiero seguir hablando, pero la repentina risa de un niño me llama la atención.
Proveniente de un pasillo cercano, llega el sonido que produce el pequeño al correr.
—Hay un superviviente —murmuro, hago un gesto con la mano para que me sigan y me apresuro.
Ante la escena del pasillo, ante la imagen de las cadenas ensangrentadas, el odio, el miedo y la angustia me poseen y me impulsan a moverme más rápido, me empujan a forzar el cuerpo para alcanzar al chiquillo. Sin embargo, aun aumentando la velocidad, no puedo acercarme lo suficiente, las pisadas cada vez se alejan más.
Paso por varios pasillos repletos de celdas en las que aún se percibe la impregnación del sufrimiento. Aunque mantengo la mirada hacia el frente y solo los veo de reojo, siento cómo los barrotes están cargados con la angustia y el miedo de aquellos que se aferraron con fuerza a ellos; aquellos que ya no existen; aquellos que padecieron los horrores del sadismo Ghuraki.
Mientras corro, pienso lleno de odio e ira:
«We'ahthurg, te arrancaré la cabeza y la clavaré en una pica».
Tras pasar unos cuantos pasillos, las pisadas del niño se empiezan a escuchar más cerca. Al poco, el pequeño deja de correr y los pasos suenan más lentos.
«Tengo que alcanzarte».
Acelero el ritmo, recorro los corredores con más rapidez y no tardo en llegar a un gran pasillo donde escucho cómo se apaga la risa del chiquillo. Miro a un lado y a otro. En un sentido hay un grueso muro que corta el paso y en el otro hay una gran puerta de metal rojo.
—Debemos entrar —suelto, dirigiéndome a mis compañeros.
Al no obtener respuesta, me doy cuenta de que he estado tan centrado en el pequeño que no he sido capaz de ver que mis hermanos no me están siguiendo.
Parpadeo, miro hacia el pasillo que acabo de recorrer y digo:
—¿Mukrah? ¿Geberdeth? —Guardo silencio unos instantes—. ¿Asghentter? ¿Cazadora?
Cuando estoy a punto de retornar sobre mis pasos para buscarlos, escucho cómo la risa del niño atraviesa la puerta. Giro la cabeza y centro la mirada en el metal rojo. Con cierta resignación, siendo consciente de lo que está pasando, hablo conmigo mismo:
—Sigo siendo alguien fácil de manipular... Aún no controlo la intensidad con la que percibo el dolor que impregna los lugares donde los inocentes han sido torturados. —Hago una breve pausa—. Aún no.
Cierro los párpados, inspiro por la nariz y dejo que la mente se libere.
—Aunque me cueste, debo aprender a distanciarme —susurro.
Espiro despacio, abro los ojos y empiezo a caminar hacia la puerta.
—Quieres ver si podré soportarlo —suelto, dirigiéndome al dueño de Abismo—. Es tu macabra forma de comprobar si soy capaz de dejar atrás los sentimientos de frustración. —Escucho una risa lejana, una que emerge de lo más profundo de Abismo—. Siempre padeceré por los indefensos. Siempre sufriré por ellos. Pero eso no es una debilidad, es una fortaleza. —Me detengo al lado de la puerta y poso la palma en el metal—. No sé qué fui en el pasado. Lo desconozco. Pero ten por seguro que aunque en el pasado fuera un monstruo, en el futuro jamás lo seré. —Al empujar la compuerta, el metal roza el suelo y chirría—. Nunca me arrebatarás la humanidad que tanto me ha costado conseguir.
Después de que la oscuridad de la sala quede a la vista, elevo la mano y creo esferas de luz. En silencio, mientras vuelan y me muestran lo que hay en el interior, observo un espectáculo macabro.
—Pagarás por esto —susurro, a la vez que me adentro.
En las paredes, recubiertos con telas de araña negras, hay decenas de niños con la piel morada y los ojos completamente verdes.
Sin detenerme, contemplando a los pequeños, escuchando cómo se cierra la puerta, pronuncio con dolor:
—Almas inocentes devoradas. —Me detengo en el centro de la sala y los chiquillos empiezan a reír—. Buscas provocarme. —Cierro los párpados—. Quieres que acabe con las criaturas que han poseído a estos niños. —Escucho cómo el aire silba, echo el cuerpo hacia un lado y esquivo a uno de los pequeños corrompidos—. Lo haré, pero no porque tú lo quieras. Lo haré para que las aberraciones que han ocupado estos cuerpos dejen de existir. —Manifiesto a Dhagul.
Cuando siento cómo me vuelve a atacar uno de estos seres, elevo el brazo, lo parto por la mitad con la espada y el cuerpo se convierte en humo.
Abro los ojos y digo:
—Lo único que consigues con esto es que se incremente el deseo de matarte. —Doy otra estocada y acabo con dos criaturas—. No mereces existir.
A la vez que el resto de niños rompen las telas de araña y caen al suelo, preparándose para atacar, Doscientas Vidas da una patada a la puerta y entra en la sala.
—Por el Forjador de Las Puertas de Acero... —Traga saliva. Una vez que supera el impacto de ver los cuerpos de los pobres chiquillos corrompidos, suelta con rabia—: ¿Qué clase de monstruo es capaz de hacer esto? —Agarra con fuerza las empuñaduras de las hachas y dice con los músculos de la cara temblándole—: Solo los cobardes usan a los inocentes como armas.
Los niños sonríen de forma macabra, lo señalan, inclinan las cabezas hasta que les crujen las cervicales y ríen. Uno de los pequeños da un par de pasos y asegura:
—Nunca te podrás librar de lo que hiciste. Nunca podrás escapar del momento en el que disfrutabas estrangulando a los bebés —al mismo tiempo que pronuncia las últimas palabras, las carcajadas de Él, aunque lejanas, suenan con un poco más de fuerza.
Sintiendo el dolor de Geberdeth, inspiro con fuerza por la nariz, elevo la mano y me preparo para lanzar una lluvia de proyectiles contra los pequeños cuerpos corrompidos.
Doscientas Vidas niega con la cabeza y dice:
—Vagalat, déjame a mí. —Bajo el brazo y asiento—. Por Ishut'tsh, por Eshut'tsh, porque no tengan que padecer más niños en guerras que no les pertenecen. —Arroja las hachas y vuelan convirtiendo a las criaturas en humo.
Cuando las armas retornan, las coge, observa un segundo cómo desaparece las pequeñas nubes negras, me mira y, con el dolor reflejado en el rostro, deja que dos pequeñas lágrimas escapen de los ojos.
—Hermano... —murmuro.
Se seca las mejillas, se da la vuelta y dice antes de salir de la sala:
—Debemos vengarlos.
Al verlo alejarse, me doy cuenta de que, cuanto más cerca estamos de acabar con el reino de terror de los Ghurakis, más fuerte es el sentimiento de frustración que sentimos por no haber podido salvar a todos los inocentes.
—La victoria nunca es completa... —susurro con resignación.
Mientras me encuentro sumergido en mis pensamientos, contemplando los restos de cenizas de lo que hasta hace poco eran los cuerpos de los niños, La Cazadora llega al pasillo y exclama:
—¡Mukrah y Asghentter han subido a la primera planta! —Mueve la mano para que la sigamos—. ¡Debemos ir con ellos! ¡Subieron porque escucharon gritos!
—Ghurakis —mascullo y corro detrás de La Cazadora y Geberdeth.
No tardamos en llegar a la primera planta y salir al patio de la fortaleza. En él, con los semblantes serios, Mukrah y Asghentter se hallan delante de una pira.
«Monstruos...» pienso, contemplando el grotesco espectáculo.
Doscientas Vidas, al ver cómo arde la mujer que está encadenada al madero que se hunde en la tierra, maldice y se adelanta para sacarla de ahí.
—No. —Asghentter lo coge del brazo—. No podemos hacer nada, el fuego la ha poseído y su alma ya no existe.
—Hace mucho que se extinguió la vida —manifiesta Mukrah.
Me adelanto, elevo la mano y compruebo que el cuerpo es un envoltorio vacío.
—La han usado para atraernos.
Las llamas verdes que envuelven a la mujer se intensifican y una voz surge del fuego:
—¿Os gusta la muestra de lo que está por venir?
La Cazadora, sin ocultar la rabia que siente, suelta:
—Muéstrate.
—Será un placer.
Las llamas se alejan del cuerpo carbonizado y dan forma a un ser compuesto de carne calcinada de la que emanan un intenso fuego verde. Al verlo, siento un pinchazo en las sienes y una imagen borrosa de un pasado incierto se apodera de mí.
—¿Qué sucede? —pregunta Geberdeth cuando me presiono la cabeza con las manos.
El ser de llamas sonríe y contesta:
—Sucede que nuestro querido Vagalat no tardará en descubrir lo que aún se mantiene en la sombra.
—Cállate, maldito monstruo —escupe Doscientas Vidas antes de lanzar las hachas divinas.
El siervo de Él crea dos réplicas de fuego iguales a su cuerpo, las armas vuelan hacia ellas y las atraviesan.
—Tus hachas tienen un poder inmenso, los filos serían muy efectivos contra mí. Aunque me es muy fácil engañarlas al usarlas tú, un simple humano. Ghoemew debería habérselas regalado a alguien que fuera capaz de manifestar su verdadero potencial.
Doscientas Vidas coge las empuñaduras de las armas, aprieta los dientes y se prepara para lanzarse contra el ser de llamas.
—Geberdeth, espera. —Aun doliéndome bastante la cabeza, sujeto a mi hermano y lo calmo—. No puedes derrotarlo solo. Lo venceremos juntos.
El ser de llamas ríe.
—Vagalat, no estoy aquí para ser derrotado.
—Preparaos —digo, manifestando a Dhagul.
La sonrisa se le profundiza.
—Mejor que no ataquéis, no quiero herir vuestro orgullo. —Da una palmada y un muro de llamas nos envuelve—. Aún no sois conscientes de a qué os enfrentáis. No sabéis lo que esconde Abismo.
—Da igual lo que esconda Abismo. Sea lo que sea, lo destruiremos —replico.
Me mira sin ocultar lo que le divierte la contestación.
—Ojalá recordaras. Todo sería tan diferente. —Se da la vuelta, extiende los brazos y el muro desaparece—. Algún día conocerás lo que viviste y entonces será el momento idóneo de volver a vernos. —Hace una breve pausa—. Mientras tanto, disfrutaré viendo desde Abismo tu enfrentamiento con el caudillo Ghuraki. —Sonríe—. Junto a nuestro amo aguardaré hasta que descubras cuál es tu papel en lo que está sucediendo. —La carne se trasforma en una ceniza negra que el viento esparce hasta que desaparece.
Junto a mis compañeros, cansado de tanto enigma, de no poder acabar aún con Abismo, de tener que soportar las burlas de seres que me producen repugnancia, observo cómo la gruesa compuerta de la fortaleza se abre y deja a la vista millares de cadáveres esparcidos cerca del camino que conduce a la capital del imperio de We'ahthurg.
«Creíamos que habíamos conseguido liberar a casi toda la población humana de las garras Ghurakis, que tan solo quedaban algunos pobres desdichados en el territorio controlado por We'ahthurg... Nos equivocamos».
Sin apartar la mirada de los ejecutados, alzo el brazo y manifiesto a Laht. Cuando el cuervo está surcando lo cielos, recubro los ojos con una película carmesí y me conecto a él.
Viendo a través del animal sagrado, señalo:
—Los Ghurakis se han retirado y se han reagrupado en las afueras de la ciudad.
Asghentter empieza a andar y dice:
—Pues no los hagamos esperar.
En silencio, La Cazadora, Doscientas Vidas y el ser del Erghukran caminan detrás de él.
Mukrah se aproxima a mí y manifiesta:
—Vagalat, el pasado puede ser una tormenta de arena negra que oscurezca el cielo y ensombrezca el sol. Los granos de los recuerdos son capaces de desgarramos por dentro, tanto si somos conscientes de lo que esconden como si no lo somos. —Me mira a los ojos—. El peso que soportamos es inmenso, es tan grande que sería capaz de tumbar al más alto de los gigantes. Aún así, por más que nos han golpeado, por más que han intentado convertirnos en polvo, nos hemos levantado y hemos seguido combatiendo. —Dirige la mirada hacia la pira—. En esta fortaleza han intentado debilitarnos. —Se gira y observa los cadáveres que están amontonados cerca del camino—. Buscan destruirnos con la culpa que sentimos por aquellos que han sufrido sin que hayamos podido hacer nada por ellos. —Vuelve a centrar la visión en mí—. Creen que de ese modo nos vencerán. —Me posa la mano en el hombro—. Se equivocan. —Hace una breve pausa—. Como tú, desconozco el pasado que se oculta en tu memoria, pero te aseguro que la nobleza que desprende tu espíritu, aunque se hallara escondida, ya existía en esa vida que no recuerdas.
Me quedo un segundo en silencio.
—Gracias, hermano.
—No me las des, solo digo aquello que es cierto. Nuestros enemigos están deseando manipular nuestras emociones y volverlas en nuestra contra. No debemos permitir que logren lo que buscan.
Asiento.
—Tienes razón. —Miro la pira—. Debemos avanzar paso a paso. Primero We'ahthurg, después Él.
Con el dolor inundando nuestros corazones, con el deseo de venganza ardiendo en nuestro pecho, sin dejar que estos sentimientos nos afecten más de la cuenta, empezamos a caminar y nos dirigimos hacia el combate que pondrá fin a esta guerra de una vez por todas.
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