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Capítulo 50 -Conderium-

Camino por la bruma roja, estoy envuelto por ella y no veo más que el tenue fulgor de su color. Sin embargo, aun andando a ciegas, sé en qué dirección debo dirigir los pasos. Las vibraciones en las suelas me guían.

—¿Dónde me llevas? —susurro.

Cuando la niebla se hace menos densa puedo ver un puente colgante de madera. Está unos metros delante de mí y se extiende un largo tramo por encima de un río de aguas negras.

Ando hacia él, piso los tablones y, a la vez que los oigo crujir, contemplo la fuerza de la corriente y percibo el sonido que produce al chocar contra algunas rocas que salen del líquido oscuro y apuntan hacia el cielo.

De reojo, sin detenerme, miro el cauce y pienso:

«Este río está impregnado con la energía de muchas almas extintas... —Centro la visión en el final del puente y en el principio de un sendero zigzagueante—. ¿Qué me quieres mostrar? ¿Por qué estoy aquí?».

La niebla, después de que dejo atrás el puente y de que ando un poco por el camino, vuelve a envolverme. Me detengo, inspiro con calma, giro la cabeza despacio y busco con la mirada alguna forma dentro de la intensa bruma roja.

Por más que lo intento, por más que uso los sentidos aumentados, el esfuerzo es en vano. Lo único que logro ver con claridad es el débil brillo de las partículas que dan vida a esta neblina.

—¿Qué quieres de mí? ¿Qué quieres mostrarme?

Justo cuando acabo de pronunciar las preguntas, el viento sopla con fuerza, disipa gran parte de la niebla y deja a la vista el interior de las ruinas de un extraño templo. Los rayos del sol se filtran por las grietas del techo y permiten que vea con claridad el entorno.

«¿Qué es este lugar?» pienso, pasando al lado de una gran columna con inscripciones en una lengua que desconozco.

Aunque quiero detenerme para investigar las frases talladas en la roca, las vibraciones vuelven a golpearme las suelas. Sin dejar de mirar la columna, preguntándome quién escribió en la piedra, continúo andando siguiendo la dirección que me indican los tenues temblores.

Paso por una abertura que comunica esta sala con otra un poco más pequeña. En ella, al final, casi pegando a la pared, hay un trono en el que se encuentra sentada una armadura. El yelmo de metal verde, del mismo color que el resto de la coraza, me muestra que no hay nadie protegido tras la aleación, que la armadura está vacía.

Me acerco a inspeccionarla, quiero ver con mayor claridad los relieves, puede ser que tenga símbolos esculpidos que me den alguna pista de donde me hallo. La toco y siento un frío intenso en los dedos.

—¿Qué...? —Retiro la mano, la miro y, cuando compruebo cómo se ha congelado más de la mitad, pregunto—: ¿Cómo puede ser?

Escucho unos pasos detrás de mí, me doy la vuelta y observo a una figura femenina. Tiene la piel azul, la melena gris y los ojos están compuestos de energía blanca. Lleva dos prendas de tela negra que dejan al descubierto el torso, el abdomen, los brazos y las piernas. Porta unas pulseras acabadas en formas puntiagudas que se extienden hacia los antebrazos; en el metal dorado hay incrustadas gemas de color celeste. Me fijo en la frente, en ella, pintada sobre la piel, hay un símbolo que con tan solo verlo me trasmite el poder que representa.

—Hacía mucho tiempo que nadie recorría el interior del templo —dice, deteniéndose, mirando la armadura vacía.

—¿Quién...?

Me interrumpe y continúa la pregunta:

—¿Quién soy? —Centra la mirada en mis ojos—. ¿Qué soy? ¿Qué fui? ¿O qué pude ser? —Camina hacia el trono—. Eso ya no tiene importancia. Es irrelevante.

Se detiene al lado de la armadura y la acaricia sin que se le congele la piel.

—¿Por qué no tiene importancia?

Sin dejar de pasar suavemente la punta de los dedos por el metal, contesta:

—Mi tiempo pasó. —Eleva la mirada, la aleja del yelmo y me observa—. Ha llegado el momento de que otros tomen el lugar que les corresponde.

Guardo silencio unos segundos, contemplo la sala y pregunto:

—¿Dónde estamos?

—En el origen. —Separa los dedos de la armadura y camina hacia la pared que está detrás del trono—. Aquí se inició aquello que está ocurriendo. —Posa la mano en el muro y una parte de este desaparece—. No fuimos capaces de evitarlo. —Antes de adentrarse en la gigantesca estancia que hay tras la entrada que ha creado, me mira y añade—: Fuimos derrotados por nuestra impotencia.

Observo una última vez la armadura, me fijo en el débil brillo verde que la recubre y luego sigo a la mujer. Dejamos atrás el trono y avanzamos por una sala llena de colosales estatuas que representa a seres que desconozco.

—¿Quiénes son? —pregunto, poniéndome a su lado.

—Ahora no son más que olvidados. —Mira de reojo una escultura en la que está representado un ser con forma humana; el rostro tiene esculpida una sonrisa que muestra una profunda alegría—. Solo son polvo en las inmensas arenas que entierran los acontecimientos.

Tras hablar, la mujer camina en silencio, supongo que recordando otros tiempos. Por respeto, me mantengo callado, no pregunto, tan solo contemplo las estatuas gigantes que pueblan una sala que parece no tener fin.

Después de varios minutos, después de recorrer una gran porción de la estancia, me sorprendo al ver que la mujer está representada en una de las esculturas.

Sin poder evitarlo, mientras señalo la estatua, se me escapa un pensamiento en voz alta:

—¿Por qué hay una estatua de ti?

Se detiene, ladea la cabeza, la mira y contesta:

—Otros tiempos. —Reemprende la marcha.

Durante un segundo, mientras veo cómo se aleja, pienso:

«¿Qué es este lugar?».

Antes de que se distancie mucho, empiezo a andar y la sigo. No tardamos en llegar a una inmensa compuerta de metal rojo de la que surgen decenas de pinchos negros que apuntan hacia delante.

—Otra vez aquí —pronuncia con un tono que desprende cierto aire de melancolía.

—¿Aquí? —La miro a los ojos—. ¿Qué es este lugar? ¿Qué hay tras la puerta?

Parece que quiere callar, que le gustaría no contestarme, pero al final acaba respondiendo:

—Esto es el templo del silencio. —Recorre la sala con la mirada—. Un lugar sagrado donde solía manifestarse El Silencio Primordial. —Me mira—. El hogar para aquellos que nacieron por su voluntad. —Da un paso, contempla la compuerta y concluye—: En cuanto a lo que hay detrás, nadie lo sabe. Solo El Silencio Primordial conoce lo que se esconde tras esa puerta.

Parpadeo, asimilo la información que me ha dado.

—Si no sabes qué hay tras la compuerta, ¿por qué me la enseñas?

La mujer se gira y pregunta extrañada:

—¿Por qué te la enseño? —La confusión se le plasma en la cara—. No te he enseñado nada. Yo he caminado hasta aquí y tú me has seguido. Son tus pasos los que te han llevado a este punto; tú mismo te has mostrado este lugar.

Alterno la mirada entre ella y la compuerta. Estaba tan convencido de que la mujer había aparecido para darme un mensaje que no se me pasó por la cabeza que pudiera estar caminando por el mero hecho de hacerlo.

Tras un par de segundos, digo:

—Pensé que me guiabas... —Me acerco a la compuerta, toco uno de los pinchos y pregunto—: Pero ¿por qué has venido aquí?

Me giro y veo la cara de sorpresa.

—¿Cómo...? —Pestañea—. ¿Cómo lo has hecho?

—¿Hacer qué?

Se adelanta.

—¿Cómo has podido tocar el metal?

Me extraño, no entiendo por qué no podría tocarlo. La mujer se pone a mi lado, intenta posar la punta de los dedos en el pincho, pero se materializa una barrera azulada que se lo impide. Mi mano está sobre el metal y la de ella en el aire, unos quince centímetros por encima de la mía.

Me observa sorprendida y un poco nerviosa.

—Entonces... es cierto —dice, agachando la cabeza—. Dijeron que esto pasaría... Debo, debo... —Se aprieta las sienes con los dedos—. Debo recordar... —Cuando poso la mano en su hombro para tranquilizarla me mira con la cara cargada de incomprensión—. Debo... —La estatua con su forma se ilumina—. No, aún no.

Antes de que pueda seguir hablando, la escultura emite un potente haz de luz azulada que la envuelve, la descompone en una neblina y la absorbe. A la vez que observo cómo el brillo que cubre la estatua se apaga, pienso en que no entiendo este lugar, en que no sé por qué estoy aquí.

De repente, siento pinchazos en las extremidades. Bajo la mirada, veo cómo se me ennegrecen las manos y cómo la piel se agrieta y se descascarilla.

Al mismo tiempo que un profundo sentimiento de impotencia se apodera de mí, suelto:

—¿Qué sucede? —Los brazos también se vuelven negros—. ¿Por qué me pasa esto? —El instinto me lleva a golpear la puerta con todas mis fuerzas.

Mientras lanzo los puños una y otra vez contra el metal rojo, una niebla de ese color se manifiesta y me envuelve. Al instante, una suave brisa me acaricia y logra que desaparezca por completo la desesperación.

—¿Qué...? —Trago saliva—. ¿Qué ha pasado? —pregunto mientras compruebo que las manos y los brazos regresan a su estado normal.

—El metal ha vuelto tu energía en tu contra —la voz suena desde todas partes.

—¿El metal? —Visualizo las imágenes de las estatuas, de la sala y de la mujer—. La compuerta...

Durante unos instantes reina el silencio.

—Esa compuerta pertenece a otro tiempo. —La brisa me roza de nuevo la piel—. Según creían, estar a su lado era lo más cerca que nadie podía estar físicamente del Silencio Primordial.

Inspiro por la nariz, me limpio el sudor de la frente y pregunto pensando en lo que me acaba de pasar:

—¿Qué hay detrás?

Poco a poco, la niebla se disipa y deja a la vista el lugar desde donde empecé el viaje. Estoy de nuevo en la fortaleza Ghuraki, delante del altar de mármol sucio y resquebrajado.

—Puede ser que tras ella se hallara una entrada a lo que hubo antes —la contestación surge del interior de la esfera.

Agacho la cabeza y me quedo pensativo unos segundos.

—¿Lo que hubo antes? —susurro.

—Son solo suposiciones. Nadie sabe con certeza lo que escondía la puerta.

—¿Lo que escondía? —Miro la esfera—. ¿Ya no existe?

—No, hace mucho tiempo que el templo y la compuerta desaparecieron.

Confundido, contesto:

—Pero... he estado ahí hace unos instantes.

—Tu consciencia se ha entrelazado con un viejo recuerdo de La Memoria de La Creación y te ha llevado a interactuar con él. Sin embargo, no has estado ahí.

Desconcertado, ladeo la cabeza.

—Sentí el poder del lugar, de la mujer y de la compuerta.

—Sentiste una representación del poder que se almacenó en el recuerdo. —Usando la niebla que surge de su interior la esfera recrea la forma de la mujer—. Ahora tan solo es una sombra.

Miro al orbe de energía y le pregunto:

—¿Por qué me llevaste a ese templo? ¿Por qué me mostraste a Adalt?

El brillo de la esfera titila con fuerza.

—Manifesté la niebla para poder hablar contigo, tenía que enlazarme con tu alma para lograrlo. Aunque por razones que desconozco eso produjo que empezaras a viajar. —Hace una breve pausa—. Hasta que pude traerte de vuelta solo fui testigo de tu viaje. Tú marcaste el camino.

El aura carmesí se manifiesta alrededor del cuerpo; la energía de mi ser se ha mostrado para hacerme ver que es cierto lo que dice la esfera.

—Entiendo...

—Cuando asaltaste esta fortaleza percibí el poder que anida en tu interior. Enseguida supe que eras un poderoso rival para el terror Ghuraki y quise compartir contigo lo que sé: los planes de su caudillo, de We'ahthurg.

Las imágenes de los humanos disecados me invaden la mente.

—El ánima cambiante. —Observo el titileo de la esfera—. ¿Tiene que ver con eso?

El orbe recrea con niebla las figuras de los seres que estaban con We'ahthurg la primera vez que lo vi, cuando mató a aquella niña. Inconscientemente, aprieto los puños al recordar a los magnatores Ghurakis.

—Hasta hace poco los brujos que sirven al caudillo no sabían recrear la magia antigua. Sin embargo, el pacto con los seres de Abismo ha cambiado todo. Esas criaturas les han enseñado a usar los orbes rojos de un modo poco convencional. Les han enseñado a usarme a mí y a los míos para conseguir recrear conjuros ancestrales prohibidos hace mucho. —El brillo de la esfera se intensifica—. Han roto las antiguas leyes.

—Las antiguas leyes —repito, recordando a mi maestro explicándome cómo fueron creadas por los dioses.

—Sí. —Me fijo en cómo la niebla va dando forma a diferentes seres—. A partir de ahora, cualquier criatura podrá manejar las fuerzas prohibidas.

Entendiendo lo mucho que gana Él con esto, mascullo:

—Abismo. —Inspiro con fuerza por la nariz—. Está jugando conmigo al mismo tiempo que fortalece sus tropas.

—Los velos que separan los distintos planos cada vez son más sutiles.

Las llamas del aura carmesí arden con fuerza.

—Debo acabar con los Ghurakis, liberar este mundo e invadir Abismo.

Durante unos segundos, el brillo de la esfera se atenúa; parece que está pensando.

—Puedo ayudarte a...

A la vez que un sonido desgarrador emerge con fuerza del orbe, la bola de energía se apaga y la superficie se agrieta.

«¿Qué está pasando?».

Escucho risas, me doy la vuelta y veo más allá del pasillo al ser de niebla que vencí cuando asaltamos la fortaleza. Está al lado de la silla donde se halla el Ghuraki con los labios cosidos.

—¿Creías que sería tan fácil vencerme? —me pregunta con una gran sonrisa dibujada en la cara.

Camino hacia él.

—Maldito engendro. —Lo señalo—. Pagarás por lo que acabas de hacer.

Los ojos rojos le brillan con fuerza.

—Todavía no he hecho nada. —En la mano etérea se manifiesta un puñal de energía negra—. Hoy muere la esperanza.

Los músculos de la cara se me tensan.

—No, hoy mueres tú —replico, acelerando el paso.

El ser ríe y le corta el cuello al Ghuraki con un movimiento fugaz. Debajo de la silla se forma con rapidez un charco de sangre.

—No has entendido nada. —Me mira—. Hoy muere la esperanza —repite.

Escucho una explosión detrás de mí y noto cómo algunos fragmentos impactan contra mi cuerpo. Me giro y veo la esfera destrozada.

—No... —mascullo—. ¡No! —bramo, volteándome.

—Sí —paladea la palabra.

Siento la muerte del orbe como si hubiera muerto yo; el dolor se ha multiplicado al estar conectado a su alma. El aura carmesí crece y la rabia me posee. Miro a mi contrincante, se siente seguro, cree que estoy perdiendo el control, que no podré canalizar el poder... Se equivoca.

—No me has entendido —digo, caminando a paso lento. Con cada pisada que doy la estructura de la sala tiembla—. He dicho que hoy mueres tú. —Alzo la mano y decenas de cadenas carmesíes apresan al ser.

—No puedes vencerme —pronuncia las palabras, pero no cree en lo que dicen.

Forcejea, lucha contra los eslabones, aunque lo único que consigue es que le aprieten más.

—Nada escapa al silencio. —Ando a su alrededor, reflejando en el rostro el odio que siento—. ¿Por qué has acabado con el orbe?

—Asquerosa masa de carne, jamás... —Laht aparece de golpe, le hunde el pico en un ojo y el brillo de este se apaga.

Elevo el antebrazo y el cuervo sagrado se posa en él.

—No lo volveré a repetir. ¿Por qué has matado al orbe? ¿Qué es lo que querías evitar que me dijera?

Está a punto de insultarme, pero el graznido de Laht lo empuja a tragarse los insultos.

—No puedo... —Muevo el brazo, Laht vuela y se posa sobre la cabeza del ser.

—Habla, o te haré sufrir.

Escucho un estruendo, miro a mi alrededor y veo en la otra punta de la sala a un ser acorazado con una armadura negra repleta de pinchos. La piel azulada que deja a la vista el yelmo contrasta con los ojos rojos.

—Maestro, ayuda —suplica la criatura brumosa.

—No eres digno de llamarme maestro. —El recién llegado eleva la mano, aprieta el puño y el ser de niebla se desintegra entre fuertes alaridos—. Volverá a ser alimento del fonzo. —Me mira—. Quizá cuando renazca será lo suficientemente fuerte para soportar el picotazo de un cuervo.

Me pongo en guardia y manifiesto a Dhagul.

—¿Quién eres?

El rostro no muestra ninguna emoción, es rígido.

—Haces bien en prepararte para combatir. —Un aura negra le recubre la armadura—. Hamshams, manifestaos.

De la nada, con túnicas negras y arcos del mismo color, con capuchas tapándoles los rostros, aparecen varios arqueros compuestos de energía oscura.

—Maestro —pronuncian al unísono.

—Haced que recuerde este día. —Se da la vuelta—. Volveremos a vernos pronto, Vagalat. —Chasquea los dedos, crea un portal y lo cruza.

Mientras observo a los arqueros, susurro:

—Otro ser que me conoce...

Empiezan a lanzarme flechas, doy forma a un escudo de energía carmesí, pero para mi sorpresa, mientras un chillido emerge con fuerza de mi interior, los proyectiles lo atraviesan y se me incrustan en el cuerpo.

Mientras observo cómo las puntas de las saetas se deshacen en la carne y tiñen las venas de color negro, a la vez que noto cómo me arde la frente, al mismo tiempo que escucho llegar a La Cazadora y a nuestro ejército de seres oscuros, sin poder resistir este veneno, caigo al suelo.

La última imagen que veo antes de perder el conocimiento es la de la mujer de piel azul mirándome con una sonrisa en la cara.


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