Capítulo 35 -El precio a pagar-
Hace varias horas que vencimos a Haskhas y por primera vez en siglos esta ciudad es testigo de la libertad de los que la habitan. Los ciudadanos, después de ver cómo el ejército Ghuraki se trasformó en ceniza, supieron que eran libres y empezaron a celebrarlo.
En las calles se respira la alegría que durante largo tiempo fue reprimida. Aun así, en medio de este ambiente festivo, sé que mezclados con la multitud quedan seguidores del antiguo régimen, personas que veneran a los Ghurakis como si fueran dioses, traidores que esperan que nos arrasen los ejércitos del enemigo.
Aunque por mucho que lo deseen, eso no pasará. Algunos magnatores también se hallan escondidos entre la gente que celebra el triunfo sobre Haskhas. Mientras aparentan beber y divertirse sondean las mentes de los ciudadanos en busca de traidores.
A la vez que doy un pequeño sorbo de un vaso de barro cocido, observo cómo dos magnatores arrastran a uno de esos adoradores de Ghurakis. Solo hay una cosa que odie más que a las especies oscuras, a los humanos que las veneran.
A Doscientas Vidas no se le escapa la escena. Sabe que me consume la rabia, da una palmada sobre un barril de madera y dice:
—Vagalat, ven. Siéntate a mi lado.
Aunque me cuesta un poco, dejo atrás los sentimientos oscuros y tomo asiento. Recorro con la mirada la plaza donde nos encontramos. Un hombre, medio calvo y un poco entrado en carnes, se encarga de mantener vivo el fuego y asar la comida.
El Seleccionador, que se encuentra sentado al otro lado de Doscientas Vidas, me explica:
—Es Dhuett. No sé qué especias usa para aliñar la carne, pero para mi gusto es el que mejor la prepara en la ciudad. —Me acerca un cuenco y lo mueve ofreciéndomelo.
Me llega el delicioso olor que desprende, lo cojo, como un poco y aseguro:
—Hacía tiempo que no probaba algo tan bueno. —El Seleccionador asiente y va a buscar otra ración.
Me quedo en silencio degustando la carne; observando reír a Hatgra y Artrakrak; a Mukrah explicando a un grupo de niños leyendas sobre mundos olvidados; a Bacrurus y al Primigenio competir amistosamente por ver quién de los dos lanza más alto proyectiles de energía; al demonio azul tocar la flauta rodeado de pequeñas versiones de sí mismo; a Si'rhat, al guerrero al que le falta un ojo y a otros combatientes de Gháutra beber y hablar de la victoria; a Dharta, sonriendo, charlando con antiguas guardias que no han dudado en unírsenos.
A través de sus mentes, siento la alegría que les provoca la victoria, están saboreándola. Debería sentirme como ellos, sin embargo, no puedo apartar los pensamientos de las partes del mundo que siguen bajo el yugo Ghuraki. Reinos, ciudades, aldeas, lugares donde muchas personas siguen sufriendo a manos de esos monstruos. Muchos humanos aún son esclavos y eso no lo puedo permitir. Debo liberarlos.
Dejo el cuenco a un lado, me limpio las manos, cojo el vaso de barro cocido y doy un sorbo. Después de que el líquido me refresque la garganta, sin apartar la mirada del resto de mis compañeros, admito:
—Geberdeth, estoy alegre por los habitantes de la ciudad y por nosotros, pero no logro evitar pensar en los humanos que siguen siendo esclavos de los Ghurakis. —Lo miro a los ojos—. Sé que debemos celebrar nuestra victoria, que eso nos da ánimo. —Poso el vaso en una mesa de piedra—. Aunque ansío que las horas pasen rápido. Necesito acabar con el reinado de terror de los Ghurakis.
Doscientas Vidas acaricia despacio las hojas de las hachas y contesta pasados unos segundos:
—Te comprendo, en parte siento lo mismo que tú. No puedo dejar de luchar durante mucho tiempo. Si lo hago, los fantasmas del pasado se apoderan de mí. —Hace una pausa—. Aunque he aprendido a valorar los momentos de paz. —Señala a una madre que camina con un bebé entre los brazos—. Disfruto sabiendo que en parte ese recién nacido vive gracias a que he combatido por su vida. —Mueve la mano y con el trazo señala a varias personas—. Y por la de ellos. —Deja las hachas en el suelo, se rasca la barba y añade sin apartar la mirada de la mujer—: Vagalat, dudo que tengas más ganas que yo de acabar con los monstruos que están masacrando a inocentes y se están apoderando de los mundos que estos habitan. Siento un deseo infinito por hacérselo pagar, pero sé que todos —gira la cabeza y centra la visión en mí— tenemos límites. Incluso alguien tan poderoso como tú los tiene. Nos espera una campaña larga, no sabemos en qué condiciones combatiremos, ni por cuánto tiempo lo haremos. Este respiro es necesario. —Vuelve a sujetar las armas y acaricia las hojas—. Sé que es difícil, pero intenta alejar el dolor. Hoy no puedes hacer nada por cambiar aquello que te hace sufrir, así que oblígate a no pensar en ello e intenta disfrutar un poco.
No hace falta que entre dentro de la mente de mi hermano para saber que no tiene más remedio que amar la guerra, en ella encuentra la paz que le robaron cuando era joven.
Agacho la cabeza, me quedo pensativo y admito:
—Tienes razón... —Observo el brillo de las hojas verduscas—. Intentaré disfrutar de este momento.
Coge un vaso y, con una sonrisa que disimula la tristeza crónica que siente desde hace años, dice:
—Brindo por ello.
Las palabras de mi compañero de armas han calado hondo dentro de mí. Sonrío, le doy una palmada en la espalda y me levanto.
—Gracias, hermano. Menos mal que os tengo a vosotros. —Geberdeth asiente—. Me mezclaré con la gente e intentaré contagiarme de su alegría.
Empiezo a caminar, pero antes de que pueda alejarme mucho, Doscientas Vidas me llama:
—Vagalat. —Me giro—. ¿Sabes cómo voy a llamar a estas preciosidades? —Niego con la cabeza—. Ishut'tsh y Eshut'tsh... —Los ojos se le humedecen—. Así se llamaban los bebés que maté cuando no era dueño de mis actos. —Las palabras se le atragantan y por unos instantes tiene que dejar de hablar—. Escuché varias veces a su madre pronunciar los nombres, suplicando, antes que la silenciara rajándole la garganta. —Levanta el vaso—. Por ellos, porque estén en los mejores aposentos del torreón que hay tras Las Puertas de Acero.
Conmovido, repito:
—Por ellos. —Mi hermano vuelve a acariciar las hojas, pensando en que quizás ellas le conducirán a la redención que cree que no merece.
«Eres un buen hombre, Geberdeth» pienso, mientras me doy la vuelta y camino entre medio de la gente que festeja.
Cuando estoy a punto de abandonar la plaza, escucho:
—Vagalat —es la voz de Dharta. Me doy la vuelta y la miro a los ojos—. Quería... —Se calla al ver el pesar que se esconde tras mi mirada.
Ladeo la cabeza, observo a los niños que están al lado de Mukrah; los pequeños se divierten con las historias que les cuenta el hombre de piedra.
—Siento alegría porque hemos liberado esta ciudad, pero angustia por las que siguen en manos Ghurakis.
La guerrera baja la mirada y dice:
—Entiendo...
No quiero leerle los pensamientos, aunque uno cobra tanta fuerza que lo noto. Se siente culpable por ser feliz por su libertad mientras millones sufren a manos de los monstruos de piel púrpura. Sin querer, he proyectado el pesar con demasiada fuerza y este la ha contagiado. Ahora que mis poderes aumentan, debo aprender a controlarlos, no puedo permitirme afectar de forma inconsciente el estado de ánimo de los demás.
—Dharta, no tienes que sentirte culpable, fuiste una víctima durante años, no pudiste expresar tus sentimientos y tuviste que ocultarlos en lo más profundo de tu ser. —Me acerco a ella y la miro a los ojos—. Haskhas es historia y debes celebrarlo.
—Sí —responde, devolviéndome la mirada. Asiento, me doy la vuelta y empiezo a caminar—. Vagalat... —Me detengo pero no me giro—. Gracias por darme la libertad.
Echo un poco la cabeza hacia atrás y contesto:
—Gracias a ti por darme las fuerzas necesarias para liberarme. Vi cómo Haskhas te obligó a ejecutar a la persona que amabas, contemplé el rastro que dejó el recuerdo y eso me empujó con más fuerza contra el Ghuraki. Quería que sufriera, necesitaba que sufriera. —Miro al frente—. Ahora que no está, quiero que sufra el resto de su especie, quiero exterminarlos, no debe quedar ninguno con vida, esos monstruos no merecen existir.
Mientras reemprendo la marcha y me mezclo con la multitud que festeja, escucho cómo susurra:
—Vagalat...
Durante varios minutos, camino en medio de la gente que disfruta. En algunos puntos, las escenas de alegría me llegan a contagiar, pero aunque en el fondo de mi ser quiero unirme a la celebración, siento que necesito un poco de soledad. No puedo permitir que mi pesar enturbie la fiesta.
Llego a una de las entradas de la ciudad, dejo atrás las calles y me adentro en el desierto. El sol empieza a descender, el horizonte se tiñe con colores anaranjados y la temperatura baja.
Extiendo un brazo hacia delante, el aura carmesí me recubre el cuerpo y Jaushlet se manifiesta a través de la energía rojiza; el animal sagrado relincha después de materializarse.
—Pequeño —le digo, acariciándole el cuello—, pronto te necesitaré, tendremos que recorrer grandes distancias. —Paso la mano por el lomo y Jaushlet empieza a trotar.
Me quedo en silencio observándolo, viendo cómo los cascos levantan un poco de polvo. Sobre este páramo, contemplando la majestuosidad del animal sagrado, pierdo la noción del tiempo y me sumerjo en mis pensamientos.
«Adalt, estoy contento de que estés bien, pero te echo de menos. Tengo ganas de que volvamos a luchar juntos, de que podamos vengar la muerte de nuestro maestro. —Los recuerdos del mentor me invaden la mente—. Lo vengaremos, y una vez hayamos acabado con los silentes y las especies oscuras que han invadido La Convergencia, nos adentraremos en Abismo y le quitaremos la vida a ese que se hace llamar Él. —Contemplo el cielo, lo recorro con la mirada y pienso en qué lugar estará Adalt—. Cuídate, hermano. Allí donde estés, cuídate».
Jaushlet se convierte en energía roja y se une a mí. Respiro despacio, lleno los pulmones, suelto el aire y camino hacia la ciudad.
Cuando me falta poco para llegar a la entrada siento un mareo. Me toco la nariz, miro la mano y veo los dedos manchados de sangre.
—¿Qué?
Una niebla negra me envuelve y me asfixia. No puedo respirar y acabo cayendo al suelo. La visión se nubla hasta que llega un punto en el que se apaga. Cuando la recupero noto que estoy fuera del cuerpo, alejado de él.
Observo los brazos de energía roja de la representación espiritual y susurro:
—¿Qué ha pasado?
A mi alrededor hay varios tronos plateados con grabados de extrañas criaturas con bocas alargadas y afilados dientes.
—Estás en la sala de las ceremonias. —Busco el origen de la voz y veo a una figura que se mantiene casi por completo en la penumbra; lo único que observo con claridad es la capa roja que le cubre la espalda—. Es una recreación, la original se encuentra en nuestro antiguo mundo. —Camina por detrás de los tronos—. Algunos entre mi pueblo creen que Los Asfiuhs, los "divinos" seres que ves representados en el metal, crearon a los que nos dieron forma. —Golpea con la punta de los dedos el respaldo de un trono—. Nunca he sido un Ghuraki de creencias religiosas, ante todo soy escéptico, pero también muy pragmático. Por eso permití que construyeran esta réplica, para satisfacer a la parte de mi pueblo que cree en aquellos que precedieron a nuestros creadores.
Da unos pasos hacia el centro de la sala y se muestra. Porta una armadura de color azul oscuro que le cubre el cuerpo y las extremidades. El rostro se asemeja al de Haskhas, aunque las facciones un poco arrugadas le conceden un aspecto algo más envejecido.
—Estoy harto de vosotros. —Lo señalo—. No dejaré a ningún Ghuraki con vida.
—Lo intentarás, e incluso puede que lo logres. —Por más que quiero acercarme, no consigo salir del círculo negro que está pintando en el suelo—. No te esfuerces, aunque estás aquí como invitado, no quiero que abandones la sala.
Hace un gesto con la cabeza y de las sombras salen varios Ghurakis que portan túnicas marrones y ocultan los rostros bajo capuchas.
—Magnatores... —murmuro.
—¿Magnatores? —pregunta, mirando a los que acaban de mostrarse—. Supongo que te refieres a estos siervos.
Se acerca a uno y le retira la capucha. A la vista quedan la boca y los párpados cosidos con un hilo dorado. La cabeza carece de nariz y orejas; se las han amputado. En la frente, incrustadas, tiene dos piezas puntiagudas de un metal de color cobrizo.
—¿Qué demonios le has hecho?
—Nació para servir. —Vuelve a cubrirlo con la capucha—. Aquellos que nacen con la capacidad de conectar con las fuerzas ocultas se convierten en siervos.
Me gustaría arrancarle la carne de los huesos a este Ghuraki, pero los magnatores mantienen mi espíritu cautivo.
—¿Qué quieres? ¿Acabar conmigo? Aunque me mates, no podrás frenar la guerra. —Lo vuelvo a señalar y le prometo—: Tu cabeza acabará en una pica.
—Eso es lo que me gusta de ti, que es posible que me derrotes. —Se aproxima—. Pensaba que en este mundo nunca encontraría un rival digno. —Mueve los ojos y mira hacia un trono—. Si solo hubieras eliminado a Essh'karish y Haskhas no habrías despertado en mí el deseo de vencerte, habría mandado a mis siervos o a mis otros hijos a hacerlo, pero al vencer al Primer Ghuraki has conseguido llamar mi atención. —Centra la mirada en mí—. No sabes cuánto deseo que empiece la guerra.
Mantiene las facciones rígidas, más allá de las palabras no muestra ningún sentimiento.
—¿Por qué me has traído aquí?
—Quería conocerte, hablar contigo. —Se voltea y camina—. Al vencer al Primer Ghuraki has roto el último vínculo que nos unía a nuestro antiguo mundo. —Se detiene y gira la cabeza—. Nos has empujado a combatir en una guerra de exterminio y eso me gusta. Estos tronos, mis creadores y el primero de mi especie, representan el pasado. Los que sobrevivamos seremos el futuro. Yo seré el futuro.
Durante unos instantes reina el silencio.
—Te concederé lo que buscas, llevaré la guerra hasta tus puertas.
—Cuento con ello. —Anda por detrás de los tronos—. Tu victoria es conocida por los Caudillos Ghurakis. Algunos, desesperados, quieren revivir a Los Asfiuhs. —Acaricia un grabado de un trono—. Como te he dicho, no creo en la existencia de estos seres. En cambio, tu victoria es real. Y con ella me has proporcionado lo que me permitirá llevar a cabo mi mayor sueño. Con lo desesperados que se muestran muchos caudillos, no se negarán a que lleve a cabo el plan de exterminar a los humanos de este mundo.
Forcejeo con las cadenas invisibles que no me permiten salir del círculo y exclamo:
—¡Maldito monstruo!
—Todos lo somos. Nadie se libra de tener un monstruo en su interior. —Da una palmada—. Aparte de para agradecerte en persona lo que has hecho por mí también te he traído para meterte prisa, para que empieces cuanto antes a organizar a tus tropas. —Una Ghuraki, que tiene el cuerpo cubierto por una armadura gris, camina con una niña de unos nueve años—. Ven, cachorro humano. —La Ghuraki empuja con suavidad a la pequeña—. Acércate. —El padre de Haskhas le acaricia la cabeza—. Mira a esa figura que brilla, la que está en el centro de la sala. Mírala fijamente. —Cuando la niña me mira, el Ghuraki le sujeta con fuerza la cabeza, mueve la mano con brusquedad y la ejecuta.
Mientras el cuerpo sin vida cae al suelo, chillo y maldigo.
—¡Te mataré! ¡Juro que te mataré!
—Date prisa en hacerlo, porque cuánto más tardes más humanos morirán.
Abandona la sala, los magnatores mueven las manos y la niebla negra me vuelve a envolver. Noto de nuevo el mareo, abro los párpados, siento el tacto de la arena en la piel y grito:
—¡Pagarás por lo que has hecho!
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