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Capítulo 16 -El dolor y el silencio-

Mientras estoy sumido en pensamientos oscuros y dolorosos de un pasado incierto, Artrakrak se acerca y dice:

—Vagalat, lo conseguimos. —Ríe—. La capital de Lardia caerá a nuestros pies. Con la zorra Ghuraki encerrada en ese espino gigante y los guardaespaldas muertos, nadie se atreverá a enfrentarse a nosotros.

—Cierto —afirma Doscientas Vidas mientras le da una palmada en la espalda—. Pero no debemos desaprovechar esta oportunidad. Entre las gentes de esta ciudad deber haber muchas personas dolidas con el despiadado régimen de ese engendro. —Mira a Essh'karish con rabia—. Entre los soldados y las guardias que se han rendido se nota ese sentimiento. Miradlos, aunque se ven confundidos por esta nueva situación, algunos desean unirse a nosotros.

Observo a las antiguas tropas de la Ghuraki y siento en la mente de algunos de ellos que de verdad quieren liberarse de la vida de servidumbre y sadismo. Unos cuantos quieren empuñar las armas contra sus antiguos amos y hacerlos pagar por el dolor inflingido. Sin embargo, todavía es pronto para reclutarlos.

—Artrakrak recorre con Hatgra las instalaciones de La Gladia, pero no salgáis de ellas, no os adentréis en la ciudad. Cuando encontréis la celda del álbado, liberadlo. También quiero que corráis la voz entre los que los desconozcan, decid que ha caído Essh'karish. —Miro a Doscientas Vidas—. Geberdeth, deja al mando a alguien que vigile a la Ghuraki y diles a tres guerreros que lleven a Mukrah a un lugar donde pueda reposar. Después reúnete conmigo. Tú y yo vamos a hacerle una visita al Gárdimo y a Los Altos Señores. —Sonrío—. Antes de que caiga el sol, esta ciudad será libre.

Mientras mis compañeros se alejan, de reojo observo cómo la niebla roja se repliega y cómo desaparece el portal de donde emergía.

Pasados unos segundos, noto un pequeño zumbido. Es muy débil, tengo que esforzarme mucho para localizar el lugar en el que se origina. Camino pisando la arena manchada de sangre y me detengo al llegar a la zona donde, antes de la aparición de la niebla, estaba el cadáver de Gháutra.

El cuerpo ha desaparecido, la única evidencia de que alguna vez yació aquí se encuentra en el suelo. Esparcida por encima de la arena hay una ceniza negra que recuerda vagamente a su silueta. Afino el oído, no hay ninguna duda, de este oscuro polvo proviene el zumbido.

Me agacho, la toco y, a la vez que lo que me rodea da vueltas a mucha velocidad, siento cómo un cosquilleo me recorre el brazo

En la lejanía, me parece escuchar la voz de una mujer. Cuando se silencia, el cielo se oscurece un poco. Tras unos segundos, en los que huelo la fragancia de unas exóticas flores y siento un agradable escalofrío en el cuerpo, oigo con claridad:

—Hijo.

—¿Qué...? —se me escapa en voz alta.

Busco con la mirada a la mujer, pero no veo nada más que a mis compañeros y a los soldados de Essh'karish paralizados. Parece como si el tiempo se hubiera detenido.

Trago saliva y, cuando estoy a punto de volver a preguntar, escucho de nuevo:

—Hijo.

Los labios me tiemblan y los ojos se me humedecen.

—¿Madre...? —pregunto con la voz ahogada.

—Hijo —esta vez la voz se aleja, se eleva y se pierde entre las pocas nubes que se hallan detenidas en el cielo.

—¿Madre? ¡¿Madre, eras tú?!

El silencio me responde y la respuesta me frustra. ¿Por qué han de venir los fantasmas del pasado a torturarme? ¿Acaso no es suficiente tortura no recordar nada? ¿No es suficiente castigo mirarme las manos y no saber si con ellas acabé con algún inocente..., con mi madre?

Parece que no, parece que sea quien sea el que tiene potestad sobre todas las cosas, si es que existe alguien con tal poder, se regocija con el sufrimiento y me recuerda a cada instante que solo soy un pobre desgraciado sin memoria.

—Sí... —digo con los ojos cerrados—, soy un hombre roto. Tengo la mente hecha añicos. Y, después de haber perdido el control varias veces, ya no puedo confiar en mí mismo.

Doscientas Vidas, mientras he sufrido esta extraña alucinación, se ha acercado a mí. Tras escuchar las últimas palabras, me habla:

—Vagalat, mírame. —Abro los párpados y lo observo. Es la primera vez que lo veo tan serio—. No sé bien qué te pasa, pero los que hemos llegado a vivir tanto como yo, en medio de tantas guerras, tendemos a desarrollar la habilidad de sentir el dolor de los compañeros. —Me da la mano y me ayuda a levantarme—. El pasado puede ser dulce o puede tener tal acidez que sea capaz de destruirte por dentro y por fuera. —La respiración se le acelera un poco—. No siempre fui consciente de mis actos. —Pestañea para evitar que se le humedezcan los ojos—. Pocos saben mi mayor secreto, mi mayor tortura. —Las facciones reflejan una profunda tristeza—. Cuando era joven, un reclutador de Daiglhis, un imperio decadente que dejó de existir poco después de aquel día, me prometió grandes sumas por servir en el ejército imperial. Yo y unos cuantos nos unimos. No teníamos nada que perder y sí mucho que ganar. —Da unos pasos y suspira—. Mis padres eran pobres, mis hermanos enfermizos y yo quise llevar un poco de bienestar en forma de monedas. —Por unos segundos, se sumerge en los recuerdos. Intento llegar a ellos, pero son tan íntimos y dolorosos que prefiero alejarme y respetarlos—. Vagala...

»Vagalat —repite tras haberse callado a causa del sufrimiento—, la mayoría de nosotros tenemos manchas en nuestra vidas. —Me mira y veo cómo una lágrima le resbala por la mejilla—. Durante un mes, junto con el resto del ejército imperial y los mercenarios reclutados entre los distintos clanes de mi tierra, combatimos contra los soldados de la isla-estado de Márhtaes y conseguimos expulsarlos del continente. Los devolvimos al mar y... —Las palabras no logran emerger del interior, el dolor consigue que Doscientas Vidas no pueda seguir hablando.

—Geberdeth, amigo. —Poso la mano en su hombro—. Hermano, siento por lo que tuviste que pasar.

Aprieta los labios, mueve la cabeza de derecha a izquierda y suelta:

—Ese maldito emperador nos traicionó de la peor manera. —Las facciones le tiemblan—. Nos prometió pagarnos después de un gran banquete en honor de "los nobles pueblos de las montañas". Aunque en realidad, el pago fue drogarnos, encadenarnos y meternos en los barcos de guerra. —Tensa la mandíbula—. Al día siguiente, cuando nos despertamos, ya era tarde. Un Poseedor, mitad humano mitad Perfecto, entró en nuestras mentes y nos convirtió en bestias. —El dolor me llega al alma y no puedo más que sufrir con él—. Nos embarcaron en pequeños barcos con los que conseguimos pasar las patrullas marítimas de los Márhtaesos. Llegamos a la costa, cerca de un poblado de pescadores. No había guarnición, no había soldados, no era un objetivo estratégico... solo había niños, ancianos, mujeres y algunos hombres. —Cierra los párpados—. Hombres que cuando se resistieron sufrieron muertes lentas, agónicas. —Los ojos ya no pueden reprimir más el caudal de emociones y estas acaban manifestándose en forma líquida—. Nos embrujaron para que sembráramos el caos en la isla, para desestabilizarla, para poder serle más fácil a los Daiglhisios conquistarla. —Escupe sobre la arena—. Sucio emperador, no logró apoderarse de ella, pero sí consiguió ensuciarme el alma. —Eleva la cabeza y contempla el cielo—. ¿Sabes? A veces pienso que sobrevivo a los combates porque aquellos inocentes quieren que sufra durante muchos años a este lado de Las Puertas de Acero. —Me mira—. No conozco las causas de tu tormento, pero sí sé una cosa: todos tenemos derecho a la redención. —Sin poder evitar que el dolor lo posea, ladea la cabeza y se limpia las mejillas—. Todos, Vagalat, hasta alguien que estranguló a dos bebés.

No sé por qué sucede, pero sin quererlo me introduzco en la mente de mi hermano y veo cómo mató a esos recién nacidos. Mientras las lágrimas escapan de los ojos y me humedecen las mejillas, aprieto los puños y digo:

—No fue culpa tuya.

Tarda unos segundos, pero al final contesta:

—Aunque sí me siento culpable, la idea de que no era consciente de mis actos, de que era una marioneta, me permite seguir viviendo... —Suspira—. Vagalat, yo no me he perdonado y no lo haré nunca, estoy condenado y lo sé. Pero no deseo que nadie pase por lo que yo pasé. Por eso he seguido luchando estos años. La guerra me mantiene medio cuerdo y me permite encontrar en ella algo de paz. —Me mira fijamente—. Haz lo mismo, busca algo a lo que aferrarte y guíanos. Lucharé a tu lado y si es necesario daré mi vida por ti, pero prométeme que no dejarás que lo que tienes ahí —dice, señalándome la cabeza con el dedo índice—, que eso que te martiriza o que puede llegar a martirizarte, impedirá que acabemos con aquellos que no merecen vivir. Aquellos que deben padecer toda la eternidad en El Pozo Sin Fondo.

Asiento con la cabeza, acabo de recibir una lección de este gran hombre. De qué sirven los poderes si no soy capaz de controlar el dolor, la angustia y la incertidumbre. De qué sirven si con los sentimientos oscuros los pongo a merced de los demonios internos.

—Gracias por compartir tu dolor conmigo. Gracias, hermano. Gracias a ti he recordado las palabras de mi maestro. Él decía que la derrota solo nos gana si nos rendimos.

Afirma con la cabeza.

—Palabras sabias de un hombre sabio.

—Sin duda lo era... —Miro los restos de Gháutra—. Ojalá estuviera aquí, sabría cómo llevarnos de vuelta a nuestros mundos. —Observo cómo, por un instante, la ceniza brilla—. ¿Lo has visto?

—Sí...

Al intuir la causa del brillo, digo:

—Creo que sé qué lo produce.

—¿Cuál es el origen?

Lo miro a los ojos.

—Parece que la sangre del cuerpo de Gháutra activó el portal al Erghukran. —Aumento los sentidos para examinar las cenizas a fondo—. Estaba impregnada con un poder diabólico. —Doscientas Vidas suelta un pequeño gruñido. Aunque no entro en su mente, veo con claridad la imagen que esta proyecta: la cara sonriente del ser peludo—. Geberdeth, te necesito sereno. Los restos aún contienen parte de ese poder. Antes, al tocar la ceniza, he escuchado la voz de... —Pienso en cómo acabar la frase y, tras unos segundos de duda, la finalizo—: Un pasado que no recuerdo. Solo rozándola he entrado un poco en una especie de mundo entre mundos.

Se queda pensativo y pregunta:

—¿Qué necesitas que haga?

—Tráeme de vuelta si es necesario.

—¿Cómo? No entiendo qué quieres decir.

—Voy a fundirme con esa magia, quiero ver dónde me lleva. Con suerte podremos obtener más información de porqué Jiatrhán está debilitando las puertas de Abismo.

—Es arriesgado...

—Lo es, pero debo aprovechar que aún queda suficiente poder en los restos calcinados. Es una gran oportunidad. Confía en mí. Si notas algo raro, cógeme y despégame de la ceniza.

—Aunque no me gusta, haré lo que me dices.

Asiento, me agacho y meto las manos en la ceniza. Al segundo, escucho millones de chillidos, de truenos, de explosiones, de llantos, de rugidos, de risas, de susurros. Siento frío y calor; paladeo algo dulce y amargo; huelo un perfume y un olor putrefacto.

Todo es muy confuso hasta que noto de nuevo las rodillas apoyándose sobre un suelo duro. Abro los ojos y lo veo de espaldas, hablando con una gran sombra que flota sobre un acantilado.

—¡Jiatrhán! —bramo.

—¿Vagalat? —pregunta mientras se gira—. Vagalat, se te ve bien, pero no entiendo por qué estás aquí en vez de en el fondo de Abismo.

—Maldito monstruo. —No quiero hablar con él, solo quiero matarlo—. Voy a hacer que te arrepientas de lo que me hiciste a mí y a tantos inocentes —suelto, señalándolo con el dedo índice.

—Ya. Y, cuéntame, ¿cómo piensas hacerlo? Solo eres un juguete roto. —La lengua baila en el aire.

Mientras las facciones me tiemblan, noto cómo me ruge el alma, noto cómo dentro de ella resuena con fuerza un chillido clamando venganza.

—Jiatrhán, no sabía que habías invitado a un condenado a nuestro encuentro —escucho cómo la voz proviene de la sombra.

—Y yo no sabía que permitiste que no se hundiera en el fondo de Abismo —dice, sin darse la vuelta, sin perderme de vista—. Dime, ¿por qué este juguete roto no está en lo más profundo de Abismo? ¿No quedó claro que debías llevarlo ante Él?

Quien sea el que hay tras esa forma negra parece dudar. Aunque tras unos instantes contesta:

—Este caído pasó el último umbral.

El ser peludo pregunta confundido:

—¿Llegó al centro de Abismo? —Guarda silencio unos instantes, me mira y añade—: No eres más que una sombra de lo que fuiste, ¿cómo has podido escapar de las garras de Él?

—¡No sé de qué estás hablando! —grito, corriendo con Dhagul en la mano.

—¿Otra vez quieres que pasemos por esto? —Ríe—. Es ridículo. Eres ridículo. Volveré a derrotarte sin tener que esforzarme.

—Whutren, ahora.

El nombre del lobo y la aparición del animal sagrado lo cogen por sorpresa. La cara le cambia cuando Whutren salta hacia él y le muerde un brazo.

—Maldito animal. —Lo agarra del cuello, lo obliga a que lo suelte, aprieta la mano y el lobo chilla.

Aunque por un segundo la rabia se quiere apoderar de mí, en la lejanía, flotando, veo a El Caminante y escucho cómo pronuncia una palabra en mi mente:

«Silencio».

«¿Silencio? —me pregunto, antes de afirmar—: El silencio del mundo».

Dejo la mente en blanco y susurro antes de atacar a Jiatrhán:

—El mundo está en silencio.

El ser peludo, al verme acercarme con la espada en la mano, desprendiendo mucho más poder que en nuestro último encuentro, suelta a Whutren, lo golpea en el estómago y se prepara para defenderse.

—Nunca superaste lo de tu madre, ¿verdad? —Ríe.

De algún modo, ha captado una de las cosas que más me duelen, la incertidumbre de si maté a mi madre. Sin embargo, eso no me perturba; ahora no. Ahora soy uno con el silencio. No escucho la voz de la angustia, del dolor, de la incertidumbre. Los sentimientos están mudos. En este momento solo existe una cosa: el silencio del mundo.

Aprieta los párpados cuando se da cuenta de que su frase no logra desconcertarme.

—No debiste venir a mi mundo y convertirme en piedra —digo, esquivando la garra, clavándole la espada en el vientre. Me yergo y añado—: Tú has hecho que empiece a despertar y recuperar el poder. Eres el culpable de tu derrota.

Se mira la barriga, ve cómo la sangre le surge de la herida y dice:

—Tienes razón. Por algún motivo que desconozco, el plan no salió como esperaba y has empezado a recuperar tu antiguo poder. Te felicito por ello. —Ríe—. Aunque sigues siendo débil. —Coge la hoja de Dhagul, la saca de las entrañas, me golpea en la cara y salgo volando unos metros.

Me duele mucho la mandíbula, el cuerpo me pesa y me cuesta ponerme en pie.

—No... —las palabras pesan y apenas puedo pronunciar una. Aun así, me esfuerzo y continúo—: No voy a dejar que me venzas otra vez.

Ríe y dice:

—Vivos y muertos; cuerpos sin sangre viviendo una vida durmiendo; ¿quién luce en las sombras cuando el ciego sin ojos clava una mirada inexistente?; ¿quién...?

—Hermano, cansas cuando te pones a pronunciar frases envueltas en enigmas sin sentido. —Ladeo la cabeza y veo quién ha interrumpido al ser peludo; observo cómo sonríe el adolescente extravagante de la cara pintada—. Estaba cerca de esta encrucijada de caminos y me dije: "¿por qué no entro en ella y le aguo la fiesta a uno de mis hermanos?". —Con el cetro dorado, se golpea la palma con suavidad—. Dime que te alegras de verme. ¿Me quieres? ¿Soy tu ejemplo a seguir? ¿Te gustaría que me hiciera un retrato desnudo y te lo regalara?

—¿Qué haces aquí? —en las palabras del ser peludo se nota que no le agrada la visita de su hermano.

—Hermano, hermanito, nunca te importaron las complejas reglas que rigen La Convergencia y Abismo. —Antes de que Jiatrhán pueda interrumpirle, prosigue—: Lo sé, no te importan. Por eso quieres destruirlas rompiendo el equilibrio. Aunque hasta que lo logres debes respetarlas.

El ser peludo mueve las garras y se aproxima hacia mí. Quiero defenderme, pero apenas puedo sostener a Dhagul.

—Cuéntame lo que quieras de esas malditas reglas cuando haya destripado a este miserable juguete roto.

—No, no. —En un segundo, el adolescente se ha puesto delante de mí, encarándose con el ser peludo—. No vas a destripar a este peculiar sujeto que sufre un interesante ligero trastorno de memoria. —Niega con el dedo índice.

—Me pones de los nervios. ¡¿Por qué lo proteges?!

—Te protejo a ti.

—¿A mí? Vagalat está casi muerto, no es rival para mi poder.

—Sí, sé que todavía no es un rival digno para ti, pero tú no lo eres para ellos.

—¿De quiénes hablas? —El ser peludo alza la cabeza. Atónito, observa descender del cielo a unos hombres que portan armaduras plateadas—. Entrometidos —masculla.

Uno de los recién aparecidos se aproxima a Jiatrhán y le dice:

—Esta encrucijada es y seguirá siendo propiedad de Los Ancianos Caminantes. En su nombre, La Guardia Perfecta os informa de que no sois bienvenido a este reino y de que debéis abandonarlo inmediatamente.

—Ahora esos necios se muestran bravucones —suelta el ser peludo.

Otro de los aparecidos, le advierte:

—Vigila tu lengua, sucio miembro de una familia que no merece más que castigo. A partir de ahora, cuando quieras seguir maquinando contra el equilibrio, búscate otro sitio para hacerlo.

—¿Por qué? ¿Por qué intervienen esos malditos vejestorios? ¿No se han declarado siempre neutrales en las crisis y guerras?

—No es de tu incumbencia —contesta el primero—. Abandona la encrucijada o prepárate para sufrir el castigo de Los Ancianos Caminantes.

Jiatrhán me mira y sentencia:

—Vagalat, la próxima vez no tendrás tanta suerte.

Tras hablar, se desvanece y también lo hace la sombra sobre el acantilado. Los Perfectos que han descendido del cielo miran al adolescente extravagante y uno de ellos le dice:

—El Caminante te agradece tu colaboración y te concede un par de minutos. Después debes abandonar el lugar, nadie de tu familia es bien recibido aquí, ni siquiera tú.

—Lo sé. —Sonríe—. Será una lástima perderme la compañía de los yonguis. —Los Perfectos lo miran extrañados—. Sí, los yonguis, esos animalitos pequeños y barrigones que en mi imaginación habitan la encrucijada. Los yonguis, los minguis, los estingos, los glangus, ¿sigo? —pregunta, meneando el cetro en el aire.

—Dos minutos —responde el que le habló antes.

Los Perfectos se elevan y nos dejan solos.

—Por fin, la mayoría de Perfectos carecen de humor. Y los que seleccionaron Los Ancianos Caminantes hace eones desde luego no tienen un ápice. —Me mira a los ojos—. En fin, ¿tú que tal? ¿En serio? ¿De verdad? ¿El Erghukran? ¿Ghoemew? ¿Siderghat? ¿Sí? ¿Ha salido de la prisión? ¡Es fantástico! ¿Qué más? ¡Has derrotado a la Ghuraki y eres el dueño de La Gladia! ¡Maravilloso!

Intuyo que, para sacarme de este lugar, me va a golpear con el cetro como la otra vez y le digo antes de que lo haga:

—Gracias.

La cara muestra sorpresa, diría que hasta satisfacción.

—De nada, Vagalat, de nada. —Sonríe—. Tú libera a Ghoemew y no tardes en recuperar la memoria. —Chasquea los dedos, Whutren se transforma en energía roja y se une a mí—. Nos volveremos a ver, hasta entonces, cuídate. —Me golpea con el cetro y me envía de vuelta a La Gladia.


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