Aquí, ahora, noto cómo brota dentro de mí una esperanza que, aunque todavía es débil, poco a poco va ganando fuerza. El destino no está escrito, la pluma que lo traza en las páginas de la vida le pertenece al que día a día crea su propio camino con decisiones. Quizá no sea dueño de lo pasado, pero sin duda voy a ser dueño del futuro.
Mientras sobrevuelo una densa capa de nubes amarillas, siento cómo la corriente de aire me golpea la piel y escucho cómo el silbido que produce me susurra al oído. Aun cargando al ser oscuro en el hombro, no noto que me pese el cuerpo. Una fuerza invisible nos sostiene y nos conduce hacia La Gladia. Nos lleva directos hacia el fin de la tiranía Ghuraki.
A la vez que el pelo baila movido por el aire, los pensamientos vuelan por los recuerdos de la breve estancia en el Erghukran. Las imágenes, los sonidos, las voces, las sensaciones; todo pasa a gran velocidad delante de mí.
El Caminante, Ghoemew, el bebé, la madre, el niño que la mató... ¿Quién era ese demonio que me engañó? ¿De qué me conocía? Y ¿quién será el ser al que llaman Él? ¿Tendrá algo que ver con esa familia que tanto nombran, esa a la que parece pertenecer el ser peludo?
Mientras las preguntas me golpean, oigo en mi mente:
«Vagalat...» aunque solo es un recuerdo, el escuchar a una voz familiar pronunciar mi nombre me aleja de los interrogantes.
«¿Dónde estás, Adalt? —pregunto, sabiendo que las palabras quedarán recluidas dentro de mí—. Ahora mismo necesito más que nunca tu fuerza, tu espíritu inquebrantable, tu amistad... —Fijo la mirada en las nubes amarillas y veo cómo mi sombra se mueve por la superficie—. Te llevarás bien con Mukrah, es un ser noble... es...» los pensamientos se enmudecen. El dolor de la posible muerte de mi hermano de guerra consigue que el silencio se apodere de mí.
«No, no. Mukrah está vivo y no morirá hoy... —Hago una pausa, respiro con fuerza y suelto el aire lentamente—. Adalt, no sé dónde estás, pero sé que estás vivo... ¿verdad, hermano?».
Pestañeo e intento alejarme de las dudas dolorosas. Giro la cabeza y observo cómo el amarillo se extiende por un horizonte que parece no tener fin.
«Adalt, hermano, estoy confuso. ¿Estaré condenado a vagar el resto de mis días sin conocerme...? —Recorro con los ojos la inmensidad del lugar—. No lo sé, pero sí sé que no puedo permitir que me atormente esa posibilidad. ¿Recuerdas? Somos lo que hacemos; y ahora lo único que quiero hacer es acabar con esa oscuridad que se está expandiendo como una plaga. Tengo un deber con mi mundo, con mis camaradas, con mis amigos, con mis hermanos; contigo. El mal ha escapado de Abismo, pero no permitiré que siga propagándose por los mundos de La Convergencia. Si hace falta los protegeré con mi vida. Aunque no te preocupes, no caeré hasta que Dhagul haya separado la cabeza del cuerpo de todos los seres de la oscuridad. —Cierro los ojos y me reafirmo—: Mi pasado, por muy oscuro que pueda ser, no debe inquietarme. —Abro los párpados y me digo con convicción—: Debo ser fuerte, Mukrah me necesita. —Sonrío, centro los pensamientos en Adalt y concluyo—: Pronto nos veremos, gigante malhumorado».
La capa de nubes que sobrevuelo se hace menos densa y me deja ver una gran ciudad en ruinas. Al contemplarla, me estremece la desolación. En las afueras de ese cúmulo de edificios destrozados hay montones de huesos. En lo alto de las construcciones, coronando ese macabro espectáculo, se hallan los cráneos de las víctimas.
Aunque no producen ningún sonido, percibo las súplicas de los muertos, oigo lo último que dijeron antes de ser brutalmente asesinados. Cuando siento el llanto de una niña, cuando escucho el sonido de la cabeza fracturándose al impactar contra un muro, me invade la rabia y se me humedecen los ojos. En momentos como este, me gustaría no tener las capacidades sobrehumanas que me permiten ser testigo de escenas invisibles para los demás.
Voy a expresar lo que siento en voz alta, pero, antes de que las palabras lleguen a atragantárseme por el dolor, las nubes vuelven a tapar las ruinas y me impiden seguir observando la ciudad destruida.
Centro la mirada al frente, veo relámpagos, escucho truenos, huelo a muerte y noto cómo me acaricia el tacto gélido de la niebla roja. A los segundos, la piel se moja con la sangre que cae en forma de lluvia.
Me cuesta, pero logro otear el portal que conecta este lugar con La Gladia. Poco antes de llegar a él, el cuerpo se endereza y me poso sobre un suelo que cruje al pisarlo.
—¿Dónde...? —pronuncia el ser con la voz quebrada.
Miro cómo tengo la piel del pecho teñida con el negro de su sangre y digo:
—Aguanta, estamos a punto de llegar. —Hago una pausa y recuerdo a los sanadores esclavizados en La Gladia—. Al otro lado hay gente que podrá curarte.
—¿Curarme? —Una risa ahogada precede a un fuerte tosido—. Nunca pensé que intentaría salvarme la vida quien me hiriera de muerte. Maldito destino. —Suelta una carcajada ronca.
Pienso en lo que ha dicho y en lo extraño que me resulta querer salvar a un ser nacido en la oscuridad. Mientras camino hacia el portal, lo miro y pienso:
«En estos tiempos nada es lo que parece. Espero no estar cometiendo una equivocación».
Cuando estoy a un par de metros del portal, escucho el ruido del combate, oigo el metal impactando contra el metal y percibo cómo el suelo vibra con las pisadas de los gigantes. Aprieto el puño, tenso las facciones de la cara y me adentro en La Gladia.
—¡Vamos, reagrupaos! —escucho gritar a Doscientas Vidas.
Lo primero que veo cuando salgo de la densa niebla es la maza de un gigante impactar contra varios compañeros de armas.
—No —mascullo.
Voy a correr a vengarlos, pero la voz del ser me lo impide:
—Espera, espera. Déjame ayudar. Detecto demasiados hijos de la oscuridad y quiero matar a algunos.
Piso con fuerza la arena y pregunto:
—¿Cómo vas a ayudarnos? Estás moribundo. Hasta que no te sanen no podrás...
—Escúchame —me interrumpe forzando la voz; se nota que la vida se escapa del cuerpo—. Debes hacer que mire a los ojos de mi otra mitad.
—¿Tu otra mitad...?
Durante un segundo, estoy confundido, pero luego creo entender lo quiere que haga. Alzo la cabeza y observo al prisionero envuelto en cadenas. Él me mira y asiente con la cabeza.
«Entiendo».
Dejo al ser oscuro en el suelo, le cojo el cuello y le dirijo la mirada hacia el acorazado, hacia la otra parte de su ser. Los ojos de ambos brillan y las cadenas empiezan a temblar.
—Gracias, estoy en deuda contigo —me dice, antes de transformarse en una neblina negra que se fusiona a gran velocidad con el acorazado.
Realmente no sé por qué lo hago, pero sonrío. La explosión de los eslabones consigue que se pause el combate entre los seres de las tinieblas y mis amigos. Tras el estruendo, casi todos miran cómo el ser de la coraza desciende despacio hacia la arena.
Artrakrak gira la cabeza, me ve y grita:
—¡Vagalat ha vuelto!
—¡¿Vagalat?! —brama Doscientas Vidas—. ¡¿Dónde demonios te habías metido?! ¡Te has perdido gran parte de la diversión! —Sonríe—. ¡Date prisa, o tendré que seguir matando a los engendros que te corresponden! —Me señala con el hacha y ríe. Después, mira al resto de compañeros y suelta eufórico—: ¡Demostrémosles de nuevo a estos monstruos feos y hediondos que nosotros no los tememos, ni a ellos, ni a La Moradora Oscura! —Alza las armas, grita y corre hacia el pie de un gigante.
—¡Venganza! —chillan Artrakrak y Hatgra.
—Venganza —susurro, mientras acelero el paso, manifiesto a Dhagul y me lanzo contra el ejército infernal—. ¡Venganza! —bramo, amputándole el brazo a un demonio.
—Vagalat, cariño, ¿dónde te habías metido? —me pregunta Essh'karish cuando paso cerca de ella y del grupo que lidera.
La miro a los ojos y observo cómo disfruta arrancándoles con las manos desnudas los órganos internos a los demonios.
—En el Erghukran. —Busco a Dharta entre sus filas, pero no la veo—. ¿No habías ordenado a tus tropas que acudieran? —Atravieso con Dhagul la garganta de un soldado infernal.
—Así es, aunque se han abierto otros portales por la ciudad y no puedo permitir que Haskhas se encuentre este lugar en ruinas. —Incrusta las uñas en la garganta de un demonio y le arranca la tráquea—. El rebaño humano, que vive en esta pocilga en medio del desierto, debe vivir un día más. Mañana tiene que lamerle los pies a su amo. —Sonríe y me guiña un ojo—. Pero no adelantemos acontecimientos, esta noche aún seré la dueña de Lardia y quiero pasarla disfrutando de ti. —Clava los dedos en los ojos de un soldado infernal y los hunde hasta matarlo. Me mira, sonríe y se los lame despacio.
«Monstruo...».
Cruzo la mirada con la de Etháro y siento cómo el odio que nace en el interior de la repugnante alma del ser etéreo me penetra a través de los ojos de energía.
—De aquí a esta noche pueden pasar muchas cosas. —La Ghuraki me observa extrañada—. Como por ejemplo, que Haskhas se adelante.
—Espero que no, sería una pena no poder montarte. —Gira la cabeza y sigue luchando.
Ignoro al ser etéreo y busco a Mukrah. Tras medio minuto, en el que tengo que asistir a cinco compañeros que han sido rodeados por veinte demonios, retrocedo, salgo de la última fila de la irregular formación y veo a mi hermano de guerra sentado en el suelo, apoyado contra una pared.
La mujer de tez oscura y ojos verdes, junto con el guerrero que carece de un ojo a causa de una antigua herida, lo custodian. Corro hacia ellos, miro al hombre de piedra y pregunto:
—¿Cómo está?
Durante unos segundos, solo obtengo silencio por respuesta. El hombre aprieta con fuerza la empuñadura de una pica. La mujer se acerca, me pone la mano en el hombro y contesta:
—Está mal. —Se gira y observa el rostro apagado de Mukrah—. Aguanta, pero ha perdido la lucidez. Su mente desvaría. —Centra la mirada en mí—. Lo siento, Vagalat... —Se separa, da un par de pasos al frente, silba para que su compañero la siga y regresan a la batalla.
—Mukrah... —Las lágrimas brotan de los ojos—. Hermano, no puedes morir —digo, observando cómo emerge un líquido negro y viscoso del agujero que le produjo la lanza—. Por favor, debes vivir... —Me arrodillo junto a él y contemplo la mirada perdida—. Por favor...
Balbucea algo que no entiendo. Tras unos instantes, en los que noto que lucha contra el veneno del arma, consigue hablar con más claridad:
—Vagalat... —Los ojos vuelven a conectar con este mundo—. He hablado con mi pueblo, con mi familia, me llaman, quieren que me reúna con ellos en La Primera Montaña. —Le cuesta, pero con gran esfuerzo eleva la mano y señala el cielo—. La he visto, está allí, en lo alto, alejada, más allá del alcance de los habitantes vivos de este mundo. —Una lágrima blanca algo ensuciada por el veneno negro le resbala por la mejilla—. Allí solo hay paz, no hay dolor, no hay... —Tose.
—Mukrah.
—Hermano, no está en tu mano salvarme. Estoy agradecido por haberte conocido, pero, aunque me gustaría caminar junto a ti por senderos cubiertos con cadáveres de Ghurakis, me temo que mi tiempo se agota. Soy como una estrella moribunda que gasta las fuerzas en brillar una última vez, antes de apagarse para siempre. —Los párpados se le cierran un poco—. No llores mi caída, lucha por mí y véngame. Véngame y venga a mi pueblo. Te observaré desde el pico de La Primera Montaña... y cuidaré de ti. —Los ojos terminan de cerrársele y la cabeza cae hacia adelante.
—Mukrah, Mukrah... ¡Mukrah! —Aprieto el puño, golpeo el muro y lo agrieto un poco sin llegar a ser del todo consciente—. ¡No! ¡No! ¡Malditos monstruos! ¡Pagaréis! —grito, poniéndome en pie.
Manifiesto a Dhagul, corro, chillo y el aura resplandece. Lanzo el arma contra el cuello de un gigante; la espada vuela y a pocos metros del monstruo crece hasta volverse descomunal.
«¡Muere maldito!».
Dhagul, con un corte limpio, separa la cabeza del tronco. Mientras el enorme cuerpo se desintegra, noto cómo las piedras azules de la arena se conectan a mí. Muevo la mano, las elevo, las arrojo contra los soldados infernales y creo una lluvia de diminutas rocas.
—Muerte —susurro, antes de que estallen desmembrando a algunos demonios.
—¿Cómo...? —pregunta Essh'karish, asustada.
—¡Tú! —Ya no tengo que fingir más—. Maldita zorra, por tu culpa mi hermano está muerto. —Camino hacia ella con el odio reflejado en el rostro.
—Estúpido gusano —suelta Etháro, poniéndose delante de la Ghuraki, lanzándome los filamentos con los que se alimenta de cuerpos y almas—. Solo eres ganado. —Las puntas se me clavan en la carne y me obligan a chillar—. Solo eres un necio más que...
Cuando escucha mi risa enajenada, se calla y empieza a temerme de verdad.
—¿Un necio? ¡¿Un necio?! —Doy un grito y se pulverizan los filamentos que están dentro de mí—. Atrás quedó tu oportunidad de matarme. Ahora solo eres una nube que habla y que tiene miedo. —Alzo la mano, lo señalo y, mientras siento parte del poder que en algún momento permaneció latente en mi interior, manifiesto a un animal sagrado del que he estado separado durante mucho tiempo.
Escucho el aullido de un lobo y lo miro sonriendo. Todavía no recuerdo el pasado, pero sí sé que este animal, que Whutren, forma parte de una zona de mi ser que estaba bloqueada.
—Ataca —le ordeno y salta sobre Etháro.
El pelaje negro se funde con el vapor del ser etéreo, los dientes muerden el alma del monstruo y los ojos rojos la secan.
—Maldi... —Etháro no es capaz de terminar de pronunciar la palabra.
Whutren acaba con él y vuelve hacia mí. Me arrodillo, lo acaricio, me lame la mano y muestra la alegría que siente de que volvamos a estar juntos.
—¿Qué... qué eres? —pregunta Essh'karish, atemorizada.
Whutren gruñe y ladra.
—Tranquilo pequeño, es mía —le digo y se sienta.
Camino hacia la Ghuraki con Dhagul en la mano.
—Prótecuas, proteger a vuestra ama —suelta mientras retrocede.
Los Hjamriams se ponen delante de ella.
—Vagalat, ¿me permites? —Me giro y veo al ser acorazado—. Hace mucho que no sacio el hambre y los demonios que he devorado antes de que acabaras con el ejército infernal no me han quitado el apetito.
Sonrío.
—Esos dos monstruos son tuyos. Ella es mía.
—Gracias. —Mueve la cabeza en señal de agradecimiento y avanza hacia los Hjamriams.
Los prótecuas corren y gritan. El acorazado espera hasta el último momento, manifiesta una alabarda de energía negra y les corta las cabezas. Tras un par de segundos, antes de que los cuerpos lleguen a tocar el suelo, los cadáveres se convierten en una niebla oscura que es absorbida por la armadura del ser.
—Bien hecho —digo mientras camino hacia la Ghuraki—. Ahora a vengar a Mukrah.
Las facciones de Essh'karish tiemblan de rabia; el miedo quedó atrás y ahora la posee la furia.
—Da igual el poder que tengas, o lo que seas, para mí y para los de mi especie siempre serás un esclavo. Siempre serás ganado.
Whutren gruñe y la intranquilidad vuelve a poseer a la Ghuraki.
—Soy un guardián de Abismo y tú eres un pedazo de oscuridad que debe ser arrojado al pozo sin fondo. —Veo cómo busca apoyo mirando a las guardias, a El Campeón, a sus súbditos—. ¿Crees que van a hacer algo por ti? ¿Tan tonta eres? Han visto de lo que soy capaz, de lo que son capaces mis hermanos y también de lo que es capaz él. —Señalo al acorazado.
—Cierto —dice el ser—. Noto el temor en sus corazones y también en el tuyo, Ghuraki. Cuando pises Abismo, corre la voz, di que Siderghat está libre y que tiene hambre. —Suelta un par de carcajadas roncas—. Tengo muchas ganas de encontrarme con viejos conocidos.
—Siderghat —suelta Doscientas Vidas mientras se aproxima con el resto del grupo—. Amigo, ¿quién te ha forjado esa alabarda? Eres afortunado de tener esa preciosidad.
El ser acorazado ríe, se aproxima a mí y dice:
—Vagalat, sé que ardes por dentro, pero debes pensar con la cabeza.
—¿Qué quieres decir? —pregunto, apuntando con la espada hacia la Ghuraki.
—La sangre de esta criatura no tiene el poder necesario para liberar a Ghoemew. Si empapas la arena de este lugar con ella, lo más seguro es que agotes la energía de los restos del creador de La Convergencia y perderás la oportunidad de despertarlo aquí. Tendrás que buscar otro de estos antros de corrupción.
Tiene sentido... Tranquilizo la respiración y digo:
—Maldita, no pienses que te librarás de morir sufriendo. Pagarás por la muerte de Mukrah.
El ser acorazado se adelanta, eleva una mano y un zarzal negro de ramas gruesas crece y aprisiona a Essh'karish. Siderghat se gira y me pregunta:
—¿El niareg?
—¿Qué? —suelto confundido.
—¿Qué si te refieres al niareg al decir que Mukrah está muerto?
—Sí.
—No, todavía no está muerto. No sé por qué, pero los de su especie son bastante resistentes a los poderes del Erghukran. —Durantes unos segundos, parece examinar al hombre de piedra—. Creo que hoy podré saldar la deuda contigo. —Camina hacia Mukrah.
Lo sigo en silencio. Cuando llegamos a la altura de mi hermano, pregunto:
—¿Puedes curarlo?
—El veneno que lo está matando es oscuridad en sí misma. Creo que puedo alimentarme de ella. —Se arrodilla y pone la mano sobre la herida.
Escucho alboroto, me giro y veo cómo las tropas de Essh'karish tiran las armas al suelo y se rinden ante mis compañeros. Nuestro número ha menguado a raíz del combate, pero, entre que todavía somos un buen grupo, que han visto de lo que soy capaz y de lo que es capaz Siderghat, los soldados de la Ghuraki han perdido la esperanza de poder vencer.
—Whutren. —El lobo sagrado corre y salta. A dos metros de mí se convierte en energía roja y se fusiona conmigo.
Escucho toser a Mukrah, lo miro y observo cómo expulsa parte del veneno. Antes de perder el conocimiento, sonríe y llega a pronunciar una frase:
—Mi familia nos vigilará desde lo alto de La Primera Montaña...
«Descansa, hermano» pienso aliviado.
El ser acorazado se levanta y me dice:
—Debéis llevarlo a un lugar donde pueda reposar. El cuerpo se ha desecho del veneno, pero aún pasarán unas horas hasta que los efectos desaparezcan.
—¿Debemos? ¿No te quedas? ¿No vas a luchar con nosotros?
—Me encantaría, Vagalat, pero cada uno tenemos nuestras propias guerras. Tú debes liberar a Ghoemew y limpiar este y otros mundos. Yo debo matar a mi creador. —Se da la vuelta, mueve la mano y crea un portal negro en el suelo—. Estoy seguro de que nos volveremos a ver.
—Siderghat. —Doy un paso—. Gracias.
—No me las des, me liberaste. Salvar a tu amigo es lo menos que podía hacer por ti. —Antes de ser absorbido por el pórtico, me advierte—: Vagalat, vigila tu oscuridad. Las nubes negras de tu interior liberan tu poder dormido, pero si no las controlas y las transformas en paz puedes acabar siendo su esclavo por toda la eternidad. Hoy has podido utilizarlas gracias a la energía de Ghoemew impregnada en la arena, pero no siempre tendrás factores del entorno que te ayuden.
Mientras veo cómo desaparece por ese portal en busca de su creador, con un escalofrío recorriéndome el cuerpo, pienso en las últimas palabras que ha pronunciado.
Lleno de confusión e incertidumbres, cierro los párpados y me digo:
«El niño que mató a su madre...».
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