El mudo ruiseñor
Esa rama es perfecta. Me estiro e intento alcanzarla, me esfuerzo pero mis manos no llegan… Intento con el pie.
—¡Deja de moverte!— me grita el sujeto de atrás.
Me importa una mierda lo que él diga, así que continúo con mi objetivo; me retuerzo y no me importa qué tanto jale o quién me grita. Un poco más y… ¡lo tengo!
Discretamente la guardo en mi manga del hediondo uniforme de rayas, momento preciso antes de que un soldado nos gritara:
—¡En marcha!
Al son del tintineo, me pongo de pie utilizando sólo mis pies. Y una vez más, emprendo el camino bloqueado por la inmensa bestia delante de mí.
Ayer escuché a uno de los soldados decir que llegaríamos a la base en seis días, sí la memoria no me falla, llegamos justo a tiempo para Navidad y no me importa cuántos años me ha defraudado Santa Claus, aún tengo la esperanza de que éste año llegue a mí.
En mi primera Navidad el malnacido no llegó porque mi hermano gemelo murió. Papá y mamá estaban tristes, podía escucharlos, aunque ellos creían que no entendía.
En la segunda Navidad, mamá se convirtió en una muñeca de porcelana; no se movía y estaba muy fría, con sus ojos y boca abiertos. Estaba tan inmóvil que no se había levantado al baño y se había echo encima oliendo muy mal. Seguramente el mal olor había ahuyentado al cobarde de rojo.
Un pie detrás del otro... Un pie detrás del otro... Un pie detrás del otro… Me hipnotizan. No importa qué tan sucios estén o sí sangran por pisar tanta mierda, la tierra en mis plantas me calma. Me encanta sentirla debajo de mí. Así el tiempo pasa más rápido y cuando menos me lo espero, escucho la orden de que pasaremos la noche en ese mismo lugar. Tan rápido como caigo en la húmeda tierra cierro mis ojos y me permito dormir.
Su pie en mi pantorrilla me despierta y tan pronto como abro los ojos, le pego una patada. Aunque sé que le duele, él no para y continúa retorciéndose hasta alcanzar mi cara.
Ojalá las cadenas fueran más largas, así podría echarme más para atrás y evitar que ésta sucia bestia me toque, pero no, me alcanza y me roza. Él tiene que turnarse entre masturbarse a sí mismo y masturbarme. Con cada día que pasa, sus manos se ensucian más y cada vez me da más asco.
—Date vuelta— me ordena y una vez más, me niego a obedecer.
Jala de mi parte noble causandome gran dolor. Me retuerzo y aunque las cadenas me duelen, no lo hacen tanto como el tirón, pero definitivamente duelen menos que tenerlo dentro de mí.
Me sacudo por el frenesí de la bestia y me ahogo en mis gritos mudos. No quiero llamar a los soldados, pues prefiero solamente quedarme con el dolor de la penetración y no aumentarle el dolor de la flagelación.
Al alba, mis ojos están ocupados buscando la siguiente rama; observo a detalle las que están a mi alrededor, pero ninguna es perfecta. Me arrastro lo más lejos que puedo y por fin la veo, recta, con la anchura y largo ideales pero el estúpido ardor de mis muñecas no me deja acercarme.
Lucho… lucho… Sí tan solo hubiera recolectado las ramas antes de que las ataduras abrieran mi piel, no sería tan difícil estirarme ahora. Ya casi…
Mágicamente la rama llega a mi mano… No, no es magia, ha sido un soldado… ¡Mierda!
—Toma, aquí tienes…— me dice con una sonrisa tonta en cara —¿Desde hace unos días que recolectas ramas, verdad?
¡Vaya! Entonces sí hacen su trabajo de vigilarnos.
—Guardalas bien. Qué no te las vean— me advierte antes de marcharse.
¿Cree que soy igual de idiota que él? Con ésta son cinco varas que llevo bien escondidas, todo va de acuerdo al plan, excepto él. ¿Qué clase de soldado imbécil es? ¿Por qué no me las quitó?
La tercera Navidad fue fría, mi papá nos sacó de paseo con enormes equipajes en nuestras espaldas y empezamos a caminar por las calles infestadas de humedad. Tenía tanto frío que mis lágrimas se congelaban en mis mejillas. Él nunca fue de buena memoria, creo que por eso se le olvidó dónde vivíamos porque nunca volvimos a casa. Y sin casa, no hay árbol y sin árbol no hay Santa Claus.
Aparte de olvidadizo, mi padre fue débil, porque a la cuarta Navidad sacó toda la sangre que había dentro de él sólo porque me tropecé y por error enterré un cuchillo en su pierna, desde eso, se convirtió en un muñeco igual que mamá. Tal vez a Santa le da miedo la sangre, patético, siendo que su traje es del mismo color.
Me concentro en medir mis pasos lo suficiente para que el metal no siga estrangulando mis tobillos. Uno, dos… Uno, dos… Uno, dos… Odio el tintineo de las cadenas. Espero que el trineo del señor Claus no suene igual.
Otra vez me jala y otra vez me doy vuelta. Odio que el líquido viscoso salga de mí, temo que eso me haga igual de idiota que a todos, pero admito que se siente de maravilla.
Estamos a dos días de llegar a la base y ya tengo todas las ramas que necesito, cuatro de ellas las conseguí gracias al soldado imbécil, pero qué importa, ya las tengo.
La quinta Navidad fue en el monasterio; una noche antes escuché a mi hermana llorar y gritar, me contó que el sacerdote había puesto su falo dentro de ella de la misma manera que había hecho conmigo. Y esa noche ella no aguantó el dolor. Tal vez a papá Noel no le gusta que los niños cuelguen del cuello porque tampoco apareció.
Estaba tan enojado que empujé al sacerdote por las escaleras y las putas monjas me entregaron a estos malditos soldados que desde hace meses me encadenaron detrás de la bestia que me hace lo mismo que ese enclenque orador, solo que él no me hace cantar el Ave María.
¡Tirin…! ¡tirin…! ¡tirin…!
¡Ya no lo soporto!
Agacho la cabeza a la altura de mis manos y con lo pegajosas por la sangre seca, cubro mis oídos. No es suficiente. Sigo escuchándolas. Pego mis manos a mis orejas como sí pudiera meterlas a mi cabeza. ¡No funciona! Entierro mis uñas en la base del cartílago y siento la sangre resbalar. ¡No me importa sí tengo que arrancarlas sí así dejo de escuchar las malditas cadenas!
Todavía el veinticuatro de diciembre seguimos marchando y aunque mi espalda arde como las llamas del infierno por los azotes que me dieron ayer por haber gritado tanto, me concentro en buscar las hojas que me faltan.
Al crepúsculo por fin llegamos. La base repleta de soldados con sus uniformes impecables nos miran desfilar a las celdas después de que nos liberaron de las tortuosas cadenas.
¡Aún estoy a tiempo!
Pongo mis manos a la obra, apilo las doce ramas; la más grande abajo y la más pequeña arriba, a todas les hago un agujero en el centro con el mayor de los cuidados, las atravieso con otra rama más delgada, y las acomodo para que pueda pararse mi pequeña pirámide.
Una vez que logro que se quede en pie. Trabajo con las hojas; las corto con mis dedos lo más circulares que me permiten, luego, las distribuyo por todas las ramas. Al final tomó la hoja amarilla y la corto en cinco picos; la pongo en lo más alto.
¡Perfecto!
Mi plan fue perfecto. ¡Lo tengo todo listo! Tengo un techo, un árbol de navidad, lavé mi sangre e intenté quitarme el mal olor con la taza de agua que me dieron al llegar, no hay nadie triste ni ningún niño colgando.
¡En mi sexta Navidad, Santa vendrá a verme!
Una luz me interrumpe.
—¿Qué tienes ahí?— es el mismo soldado imbécil que me ayudó a conseguir todas las varas —¡Un árbol! ¿Para eso querías las ramas? ¿Para construir un árbol?
¿Qué más podría ser, caraculo?
—Es bonito… y… oportuno, justamente venía a buscarte, hay alguien que quiere conocerte y estoy seguro que tú también quieres conocerlo… ¡Vamos! Apuesto a que Santa quedará encantado con tu carita…
¡¿De verdad?!
—Vamos a enseñarle tu árbol, seguro le gustará.
¡Funcionó! ¡Por fin lo conoceré!
Y no escuché ninguna campanilla, me alegra saber que su trineo no suena como las malditas cadenas.
El hombre me guía a una sala con varios soldados y en una silla está él mismo sentado, tiene su traje rojo y aunque no tiene barba, es sensacional.
—Es él, comandante— dice el soldado imbécil.
—¡El ruiseñor mudo!— exclama otro soldado que en su gorra lleva varias estrellas doradas, tal vez tome una de esas para ponerla en mi árbol.
—¿Es el niño corista que no habla?
—No ha dicho ni una sola palabra, las monjas que lo entregaron tampoco lo oyeron hablar.
—¿No habla, pero canta?
—¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! Ven acá, niño, y cántame una canción— me pide Santa.
Acudo corriendo y dejó mi debilucho árbol a sus pies para después treparme en sus piernas. Me abraza y allí entono lo que me pide.
¡Por fin soy feliz!
No puedo negarme a cantar sí Santa me lo pide. Poco a poco, el señor Claus me acaricia y aunque no me gusta que me toquen, me dejó rozar por su mano sin perder ninguna nota.
Con su mano libre arranca la camiseta del mal oliente uniforme de rayas de preso que llevo y acaricia mi torso. Me empuja al suelo y caigo de rodillas, a la par, él se pone de pie aplastando mi obra.
—Es verdad que eres muy lindo— me dice despojándose de su traje, se arrodilla detrás de mí y araña mi espalda lastimada —¿Por qué dejaste de cantar?
Al mismo tiempo que vuelvo a vocalizar, el dolor me invade al sentirlo entrar en mí.
¡Vaya canalla resultó ser Santa!
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