Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

El muchacho de jengibre

La primera vez que lo vi fue cuando tenía ocho años y estaba en el descanso de las clases de natación que hacía por la tarde.

Lo peor era que ni siquiera me gustaba ese deporte, pero allí estaba, por obligación del doctor y de mi madre, quienes se habían puesto de acuerdo con que tenía que hacerlo para bajar esos kilos de más que eran inconcebibles en un niño de mi edad.

De iluso, lo juzgué por su aspecto, y me prometí a mí mismo nunca dirigirle la palabra, sin saber en ese entonces que días después sería la primera persona de ese lugar que me trataría como un ser humano común y corriente, y no como una bola de grasa que conseguía sacar el agua de la piscina cada vez que entraba.

—Eres Ángel, ¿verdad? —escuché en cuanto salí a la superficie.

Durante los minutos del descanso, los demás chicos habían ido a merendar, por lo que pensé que podría dedicar un poco más de tiempo a practicar ese estilo mariposa, que, según mi madre, era el que más me ayudaría a bajar la barriga.

Me quité los lentes para poder ver mejor a la persona que me hablaba. Estaba sentado al borde de la piscina, justo en el carril donde practicaba, y me miraba con una sonrisa.

—Ajá —respondí sin muchas ganas.

—Estamos en descanso, ¿no preferirías salir del agua y merendar algo? Mi mamá me metió en la lonchera dos sánguches con mortadela y queso para compartirlo con mi nuevo amigo.

—¿Y por qué no lo haces con ese nuevo amigo?

—Porque le dije que eras tú —confesó, un tanto avergonzado. Lo miré con sorpresa y me acerqué al borde de la piscina para detallarlo.

Su cuerpo tan delgado me hizo plantearme la posibilidad de que tal vez, sí comía lo mismo que él, conseguiría perder peso y así convencería a mi madre de sacarme de este deporte de terror.

Esa decisión tonta y superficial de mi yo de hace diez años fue la que me llevó a comer ese sánguche con el que se convertiría en mi mejor amigo tiempo después.

Con meses de esfuerzo diario en esa piscina y una dieta muy restrictiva, conseguí llegar al peso correspondiente para mi edad y con ello, dejar la natación atrás. Aun así, mantuve contacto con mi nuevo mejor amigo, y no fue sino hasta que me salí de las clases que descubrimos que ambos vivíamos en el mismo conjunto residencial.

Por años, bromeamos diciendo que era el destino haciendo de las suyas, pero esa frase empezó a tener un sentido diferente cuando cumplimos los dieciséis, y mis sentimientos de amistad por él empezaron a transformarse y crecer con cada día que pasaba.

¿Acaso él se sentiría de la misma forma que yo lo hacía?

Quise pensar que así era, y que al igual que yo, se escondía detrás de la ilusión de que a ambos nos gustaban las chamas.

No tuve el valor suficiente de decírselo sino hasta dos años de sentimientos acumulados después, cuando escribí una carta donde confesaba lo que sentía por él, rezando por no equivocarme con las señales que creí ver este tiempo.

Miré la caja que contenía esa carta sobre la encimera de la cocina y me replanteé por octava vez en el día si estaba haciendo lo correcto al entregársela de esta forma. Un Santa Secreto no era la mejor opción para declarársele a alguien, pero ya no había marcha atrás.

El timbre del horno sonó para avisarme que las galletas estaban listas, y me puse el guante antes de sacar la bandeja y ver el resultado de una hora de esfuerzo siguiendo la receta que habíamos descubierto hace años.

Esperé unos minutos para que se enfriaran y las saqué con una espátula antes de ponerme a decorarlas con glaseado. Cuando la última estuvo lista frente a mí, pude decir con total seguridad que eran las mejores galletas de muñeco de jengibre que había hecho en mi vida.

A Diego le iban a encantar.

Envolví todo y lo metí en la caja antes de sellarla y correr a lavar todo lo que había ensuciado. Pobrecito de mí si llegaba a irme sin recoger el desastre antes.

—Así te quería ver, cachifeando antes de salir —bromeó mi hermana a mi espalda mientras fregaba, posiblemente con una sonrisa burlona.

—Quién le aguanta la lengua a nuestra mamá si no llego a hacerlo.

—¿No te sobraron unas galletitas para tu hermana favorita?

—Eres mi única hermana, Alejandra —repliqué, volteando los ojos. Ya veía por donde iban los tiros.

—¡Y con más razón! ¿Se las vas a dar todas a tu amigo secreto? Me parece una falta de respeto que... —su silencio a mitad de frase me hizo girarme para saber el motivo de su silencio. Estaba sosteniendo la caja del regalo—. ¿Todavía no le pones el destinatario? ¿Qué esperas?

—Deja de jurungar la caja que la vas a dañar —espeté, terminando de darme vuelta y señalándola con el dedo.

—Relájate, vale. Esa caja te quedó fue nene, tú termina de fregar y yo le voy poniendo el nombre.

—¿Y tú cómo sabes quién es, Alejandra?

—Pa' que tú veas. Deberías de darme una galleta como recompensa por ser tan buena hermana.

Apretó la caja contra su pecho y salió de la cocina dando saltitos para buscar un marcador.

Dejé que lo hiciera al ser consciente de que, si escribía su nombre en este momento con el pulso que tenía... iba a salir mal. Los nervios estaban volviendo a aparecer solo para molestar y conseguir que me entraran dudas.

Cuando terminé de limpiar todo y salí de la cocina, me conseguí con Ale, que dibujaba corazoncitos sinsentido en una hoja en blanco.

Tomé la caja y me apresuré a salir de la casa sin detenerme a pensar dos veces. Era mi momento. Antes de irme, le eché un último vistazo desde la puerta.

—Guardé algunas en el pote de helado que dice caraotas —dije, consiguiendo que ella me mirara con emoción y saltara de su silla.

—¡Eres el mejor! ¡Que te vaya bien!

Cerré la puerta y caminé calle abajo hasta la casa de Diego, donde nuestro grupo haría el intercambio de regalos.

El cielo nocturno ayudó a calmar los acelerados latidos de mi corazón junto con la suave brisa decembrina del valle de Caracas. A pesar de la oscuridad, fijé mi vista en el cerro que por muchos años había visto desde la ventana de mi cuarto, y me había brindado seguridad y confianza en mis días difíciles.

Era extraño de decir, pero, cuando me sentía en el punto más bajo, esa imponente montaña conseguía que recuperara la fe en mí mismo. Pensaba en que si ella había superado las mil y una, entonces yo también.

Escuché los remix de gaitas y música house un par de casas antes de llegar a mi destino, encontrándome con Diego y el resto del grupo sentados en las escaleras de entrada.

—¡Hasta que por fin, Angelito! —exclamó Carlos—. ¿Ese regalo es para mí? Ojalá, porque es bien grandote.

—Cónchale, Carlos, ¿cómo así? —preguntó Sabrina, con una mirada pícara.

Las risas no tardaron en llegar. Mis amigos eran de esos que les encantaba encontrar el doble sentido a todo, por lo que tenías que ir con cuidado al hablar. Eso si no querías que te chalequearan por veinte minutos, como hicieron con Carlos desde que llegué.

—Huele bien —mencionó Diego, señalando la caja que llevaba en las manos.

—Recién salidas del horno —respondí, esbozando una sonrisa.

—Tu Santa Secreto es muy afortunado, ¿hornearle galletas? Te pasaste de chupamedias.

—Muy gracioso, claro —reproché, sacando la lengua—. Iré a saludar a tu mamá y a dejar esto.

La señora me recibió en el interior de la casa y me indicó que dejara el regalo con los demás en la mesa del comedor antes de desaparecer en la cocina y dejarme solo.

Los muchachos entraron segundos después, así que escuchamos música y nos pusimos al día con los chismes de la zona mientras degustábamos un sabroso pan de jamón que Natalia había traído, cortesía de su mamá, que le gustaba la panadería.

Una vez que todos terminamos de engullir y mandarle nuestras felicitaciones a su mamá con una llamada, José pensó que sería una buena idea empezar con el intercambio de regalos antes de que se hiciera más tarde.

Nos sentamos en el suelo formando un círculo y por unos segundos, el silenció reinó en nuestro grupo. Un hallazgo increíble.

Miré a Diego, quien se había sentado junto a mí y le pregunté con la mirada si sabía qué sucedía. Él se encogió de hombros, igual de perdido que yo.

—Bueno —empezó Sabrina—. ¿Quién empieza?

—Giremos una botella —sugirió Carlos, quien por casualidad había dado su último trago a la polarcita que tenía en la mano—. Al que apunte tiene que darle el regalo a su Santa Secreto.

Todos estuvimos de acuerdo, así que sin más, giró la botella. Mi valentía estaba titubeando en ese momento de tensión, aun cuando para el resto era entretenido. La botella se detuvo y apuntó hacia...

Mí.

Ay, mi madre.

Los aplausos a modo de broma me animaron a ponerme de pie y buscar el regalo entre los del resto.

Traté de aclarar mi garganta para hablar en cuanto me detuve en medio del círculo, pero con mala suerte, conseguí ahogarme con mi propia saliva.

—Bebe un poco —dijo Diego, estirándose para pasarme su botella cerveza.

Di un trago rápido, con la esperanza de que eso me envalentonara, pero el frío amargo que pasó por mi garganta me hizo toser aún más. Le devolví la cerveza, avergonzado mientras los demás reían.

—¡Habla de una vez, Ángel, que no tenemos toda la noche! —se quejó Natalia, poniendo mala cara.

Lo cierto era que ella se había comportado de forma muy extraña hace un tiempo, mirándome mal cada dos por tres y dándome empujones sutiles para interponerse entre Diego y yo.

Y no podía culparla, en realidad. Ambos estábamos enamorados de la misma persona. Suerte que éramos lo suficientemente discretos como para que nadie más se enterara.

—Mi amigo secreto... —murmuré, intercalando miradas con todos. El corazón se me iba a salir por la boca, pero a pesar de eso, me obligué a continuar—. Lo conozco de hace muchos años, y aunque al principio fui un idiota, tuvo la paciencia suficiente para descubrir que detrás del niño acomplejado que lo repelía, se escondía una larga y duradera amistad.

—¡Ay, qué tierno! —chilló Sabrina, aplaudiendo. Los demás la obligaron a callarse para que pudiera continuar.

—Este regalo es para ti, amigo secreto, y espero que te guste —sin más que agregar, me detuve en Diego y extendí la caja hacia él. Se levantó del suelo y me abrazó antes de aceptarla.

—¡Que la abra, que la abra! —animaron, consiguiendo que mi valentía se esfumara y mis mejillas se tornaran rojas.

—Bueno, bueno, ya voy... —la miró rápidamente y se detuvo a leer la etiqueta del destinatario—. Ángel, esto no es para mí. Aquí dice Natalia.

—¿Y todo ese discurso, entonces? —preguntó José. Los demás lo secundaron.

—Debí equivocarme, es para... —traté de decir, rojo como nunca. Natalia, sin pensarlo dos veces, se puso de pie y le arrebató el regalo de las manos— ¡No!

—¿A qué le temes, Angelito? —preguntó ella—. Veamos el interior, y si algo de lo que hay dentro tiene su nombre, es suyo.

Entonces, abrió la caja y sacó la carta.

Sus ojos viajaron por el papel con rapidez, y yo me quedé paralizado como un completo idiota mientras ella leía mis más profundos honestos sentimientos hacia la persona que tenía a mi lado.

Después de unos segundos, se echó a reír.

Los demás la miraron con curiosidad, pero antes de que ninguno pudiese decir algo, ella habló.

—¿De verdad creíste que algo de esta basura podía ser correspondido, Ángel? ¿Acaso nunca te diste cuenta de que sólo serán amigos?

Tan sorprendido por la crudeza de sus palabras, no fui capaz de defenderme. Ella le tendió la carta al resto para que la leyeran, y realmente no sé de quien fue la idea de leerla en voz alta, pero eso hicieron.

Estaba tan avergonzado que no quería siquiera levantar la cabeza para mirarlo. Sabía que estaba escuchando cada palabra y que quería una explicación, pero no podía hacerlo.

Esto había sido un error.

No lo pensé dos veces y salí corriendo de allí sin mirar atrás, repitiéndome una y otra vez lo estúpida que había sido la idea de regalarle una carta así.

Tropecé con mis propios pies un par de veces, raspándome manos y rodillas, pero no me detuve. Quería llegar a mi casa y encerrarme en mi cuarto para poder gritar y llorar a mis anchas.

—¡Ángel, espera! —lo escuché gritar a mis espaldas, con la voz agitada. Había salido unos segundos después para perseguirme, pero no era capaz de detenerme y enfrentarlo.

Conseguí llegar a la puerta de mi casa, pero mis manos temblorosas no me hicieron el favor, y por ende, no conseguí meter la llave en la cerradura, consiguiendo que Diego me alcanzara. Me di la vuelta, con las espesas lágrimas nublando mi vista, para intentar mirarlo.

—Escucha, sé que fue un error y que tú nunca... —murmuré, mostrando mis palmas para que se detuviera.

—Ángel, por favor... —dio un paso al frente, tratando de tomar mis manos que, para este punto, estaban frías y sudadas.

—Entenderé si quieres dejar de hablarme y... —traté de seguir con mi bochornosa disculpa, pero dejé de hablar cuando sentí el calor de sus manos cubriendo mis mejillas.

Levanté la mirada, entre curioso y sorprendido, y me encontré con que sonreía a más no poder y sus ojos estaban aguados.

—Ya no quiero esconderme más —dicho eso, acortó la distancia entre nosotros y sus labios se estamparon contra los míos.

De todas las posibles vertientes, pensé en esta como la menos probable, pero aquí estábamos.

La urgencia y picardía del beso se convirtió en algo más dulce con el pasar de los segundos, y cuando pensé que mi corazón estaba a punto de salirse de mi pecho, Diego retrocedió un poco.

—¿Cómo es que...?

—Olí el jengibre en tu suéter y supe que el regalo era para mí, pero no esperaba la carta.

—Fue algo estúpido, no debí... —él me silenció con un beso corto en los labios.

—Fue perfecta, pero esos idiotas jamás van a entenderlo —bromeó, consiguiendo así que me sintiera un poco mejor.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté.

Él tomó una inspiración profunda y me tomó por los hombros del suéter.

—Bueno, muchacho de jengibre, propongo que tú y yo volvamos a ese Santa Secreto y les mostremos el mejor regalo que he recibido en mi vida.

Sonreí al escucharlo y asentí. Caminamos tomados de la mano, acompañados por la luna y el Ávila, de vuelta a su casa.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro