En casa hay un monstruo. Cada noche, cuando el sol se oculta, el monstruo regresa. Da mucho miedo, y aunque soy pequeña, sé que es un monstruo.

Cuando llega, le pide comida a mamá, pero no lo hace con palabras amables; le grita y a veces le pega. Mamá llora en silencio, aunque yo siempre lo noto. El monstruo huele mal, un olor agrio y pesado que no se puede ignorar. Su aliento es aún peor. Me pregunto cómo puede mamá soportar tanto dolor, tanto miedo.

Cada vez que aparece, mamá me envía a mi habitación. Me susurra que no haga ruido, que el monstruo no debe verme. "Si te encuentra, te hará daño también", me dice. Así que me escondo, en un pequeño rincón entre la ropa y mi cama, cubriéndome con mi cobija, esperando que el tiempo pase rápido y que la tormenta termine. Escucho los gritos y me aprieto las manos contra los oídos, pero los sollozos de mamá siempre logran colarse en mi mente.

No siempre hubo un monstruo en nuestra vida. Él llegó después de que papá se fue. Mamá siempre dice que papá era bueno, pero no la amaba a ella. Se fue cuando descubrió que yo era una niña. Me pregunto si hubiera sido diferente si yo hubiera sido un niño. Pero mamá insiste en que no es mi culpa. Me dice que soy lo mejor que le ha pasado. A veces, cuando me abraza, siento sus lágrimas mojándome el cabello, y me duele no poder hacer nada para protegerla.

Al principio, el monstruo no era tan malo. Era amable con mamá y me traía dulces y juguetes. Yo pensé que tal vez lo quería, que tal vez podría ser un nuevo papá. Pero algo cambió. Como si una bruja lo hubiera maldecido, el monstruo se volvió cruel, y todo lo que tocaba se oscureció.

Hoy, como tantas otras veces, mamá está llorando por culpa del monstruo. Después de un rato, todo queda en silencio. Un silencio que pesa.

Decidí bajar para ver cómo estaba mamá, pero ella ya no estaba en la sala. Muchas veces he pensado en matar al monstruo, para que mamá deje de sufrir. Lo veo dormir en el sofá, como cada noche, con su pecho subiendo y bajando. Cuando bebe esa "agua de olor feo", el monstruo cae en un sueño profundo y nada lo despierta. A veces pienso que el monstruo no es él, sino esa botella que lo transforma.

Paso muy despacio junto a él, con miedo de que se despierte, aunque sé que no lo hará. Voy a la cocina en busca de agua y algo más, no necesito mucho. Regreso con lo que buscaba. Antes de volver a mi habitación, me doy cuenta de que ensucié mi ropa, y mamá no estará contenta, así que me cambio rápidamente.

Cuando regreso, veo al monstruo aún dormido en el sofá. Entonces escucho un ruido a mis espaldas. Es mamá, con unas maletas. Se lleva un dedo a los labios, pidiéndome silencio. Debe tener miedo de despertar al monstruo. Me hace señas para que me acerque. Me siento aliviada de haberme cambiado de ropa, así no la preocuparé. La veo más cansada que nunca, pero en sus ojos noto algo distinto, algo que no había visto antes: esperanza.

Mamá me toma de la mano, con fuerza. Caminamos hacia la salida mientras ella no deja de mirar al monstruo, que sigue dormido. Tiembla todo el camino hasta la puerta, y suelta un suspiro cuando finalmente estamos fuera. En ese momento, noto cómo su mano, que antes me apretaba tan fuerte, empieza a relajarse.

Ahora vivimos lejos del monstruo. Mamá y yo somos felices, o al menos eso parece. Mamá sonríe más y yo puedo dormir sin miedo. Pero a veces, cuando todo está en silencio, me pregunto qué pasó con él. ¿Seguirá allí, dormido en ese sofá? ¿O habrán encontrado su cuerpo apuñalado?

Ya no tengo miedo de los monstruos, pero he aprendido que no todos son fáciles de derrotar.