Etapa 7 -Confrontación-
La luna llena había regresado, como una moneda de plata iluminaba los sembradíos y los árboles con su reflejo. Esa noche le pondría un fin a todo. La pesadilla finalmente terminaría.
Estaba oculto en el monte, con el facón en la mano, esperando a que apareciera la bestia. Tenía miedo, me temblaban las piernas pero no era momento de retirarme. Había llegado muy lejos y ya no no podía dar marcha atrás.
Examiné mi cuchillo, la hoja era gruesa y relucía con un brillo casi sobrenatural. Tomé un manojo de pasto y probé su filo, estaba en perfectas condiciones. Me recosté sobre la hierba y esperé.
Pasaban las horas y nada sucedía. "Quizás no aparezca", pensé. Me disponía a regresar a la estancia cuando lo escuché. Su aullido resonó en el monte y los pájaros volaron asustados. Había llegado el momento.
Empuñé mi facón y caminé lentamente sobre la tierra arada. Allí sucedería todo, en el infinito vacío de aquel potrero que esperaba ser sembrado. La criatura se acercó hacia mí, conocía mis intenciones. Bajo la luz de la luna, su silueta era intimidante, dudé por un momento. Estaba asustado.
Arremetí contra él en un arrebato de furia. Esquivó mi estocada con gracia y habilidad. Volví a intentarlo sin resultados. Sus ojos brillaban y me pareció ver que esbozaba una sonrisa burlona.
Ahora él atacaba, lanzó un zarpazo que evadí con dificultad. Un hilo de sangre de deslizó por mi mejilla, me había alcanzado. Ataqué de nuevo, sólo necesitaba herirlo levemente para regresarlo a su forma humana.
Un tero surcó el cielo proyectando una distorsionada sombra sobre el terreno.
Los ojos de la criatura se clavaron en los suyos, por un momento, y aproveché su distracción para asestarle un golpe. Convulsionó y cayó sobre los montículos de tierra que delineaban los surcos.
Profirió un largo y desgarrador aullido mientras su cuerpo regresaba a su forma original.
No podía creer lo que veían mis ojos, allí, sobre el suelo, yacía don Alfonso, empapado por la sangre que brotaba de su herida. Me miró y sonrió alegremente. No lo entendía, quizás hacía tiempo que deseaba que alguien acabara con su maldición.
Soltó una carcajada ahogada por la sangre que llenaba sus pulmones y reptó, con una velocidad demencial, por debajo de mis piernas. Yo estaba muy confundido, no le encontraba sentido a su accionar. Supongo que nadie puede mantener la cordura cuando se está tan cerca de la muerte.
Otra carcajada, en sus ojos relucía la felicidad y la malicia.
—¡Estás maldito! ¡Estás maldito!—gritaba mientras la sangre caía como una cascada por la comisura de sus labios.
Me alejé en silencio, dejando a don Alfonso, en soledad, con su agonía.
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