Etapa 5 -La muerte del profeta-
Me dirigí a la casa de los Figueroa. Sabía que no llegaría a tiempo al casco de la estancia. Aquel espectro se deslizaba, a gran velocidad, detrás de mí.
Me apeé del caballo al llegar al puesto. Ramón me esperaba en la puerta, sabía que iría. O Gabriel lo sabía.
Cerró la puerta detrás de mí y suspiró aliviado. Un rayo de luz roja penetró entre los postigos, iluminando la acogedora cocina. Los cristales vibraron, al igual que la madera de las puertas y ventanas. Estas se abrieron violentamente y el espectro se presentó frente a nosotros.
—¿Qué hacemos? —le pregunté a Ramón—. Me siento agobiado y perdido en un laberinto sin salida. Busco una solución en mi cabeza pero aún no termino de entender esta locura.
—No hay nada que podamos hacer —me respondió. El terror se veía en su rostro—. La única forma de destruir a la luz mala es consagrando su tumba y, para eso, necesitamos un cura.
—¡Dejenlo entrar! —ordenó Gabriel desde su habitación.
Me adelanté al aparecido y entré a aquel cuarto mal iluminado. Los ojos negros de aquel ser se posaron sobre el niño, no parecía notar mi presencia.
Avanzó lentamente hacia Gabriel, me interpuse en su camino y este me atravesó sin prestarme atención. Mi cuerpo se debilitó de repente y caí de rodillas sobre el piso. Miré hacia la cama y sólo pude contemplar, impotente, como aquel espectro sujetaba al niño por el cuello.
Lentamente, la vida abandonó el cuerpo de Gabriel ante la atónita mirada de su padre y la mía. Aquel terrible ser se desvaneció, dejando detrás de sí un insoportable olor a muerte.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas y lloré de rabia, dolor y culpa. Yo había llevado aquel horror a la familia Figueroa.
¿Cómo reaccionaría la madre del niño cuando sepa la noticia?
Me disculpe con Ramón, por mi culpa había perdido a su hijo. Me dirigió una mirada comprensiva y me dijo:
—Él sabía que iba a morir y en ningún momento lo culpó a usted. Yo tampoco lo haré. El aparecido se dirigía hacia aquí, si usted no hubiera llegado el resultado sería el mismo. Gabriel estaba marcado y no puede culparse por eso.
Regresé al casco. Al día siguiente debía encontrar la tumba del difunto y conseguir que un sacerdote bendiga sus restos. No creía demasiado en dios, pero esos incidentes me llevaron a replantear mis creencias. No sabía si aquello serviría para aplacar la furia de aquel espíritu pero había que intentarlo.
El médico que examinó a Gabriel Figueroa sentenció que había muerto de causas naturales.
Los días posteriores al funeral del niño fueron los peores. Sus padres abandonaron El Zorzal y un silencio sepulcral se adueñó de la estancia. Los empleados se lanzaban miradas furtivas pero nadie mencionó una palabra sobre aquel trágico incidente.
Los días pasaron, una falsa sensación de seguridad reinaba sobre el campo. Era la calma que precede a la tormenta.
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