Etapa 2 -La bestia-
Aquella criatura se acercó a mí. Olfateó mi rostro con su hocico azabache mientras hilos de saliva se deslizaban por sus fauces abiertas. Estaba aterrorizado, los caninos inferiores de aquel monstruo estaban a escasos centímetros de mi cuello y sólo le bastaba un movimiento para acabar con mi vida. No valía la pena y la bestia parecía no tener conciencia de ello. Cuando se dio cuenta ya era muy tarde, se rindió luego de desgarrar mi camisa con sus amarillentos dientes.
El animal retrocedió, dio un profundo y prolongado aullido y se internó entre los eucaliptos del monte. Me quedé en silencio, sentado sobre la tierra arada, tratando de recuperar la calma. Cuando el miedo se disipó, emprendí el largo camino de vuelta. El día siguiente sería bastante intenso, se acercaba la época de vacunar el ganado y tenía que encontrar el caballo que había escapado.
Ensillé la yegua y salí a recorrer los alrededores del monte en busca del pintado. En el extremo norte, junto a las acacias, encontré al desafortunado caballo. Gran parte de su pescuezo había sido devorado, dejando un enorme charco de sangre sobre las hojas ocres que formaban un colchón natural.
Aquella situación estaba fuera de control y aún faltaban dos noches para que cambie la luna. La sensación de inseguridad y terror recorría el casco como una niebla, internándose en los lugares más recónditos del alma humana. Nadie había sido herido por el lobizón, pero eso no nos brindaba seguridad alguna.
Tarde o temprano alguien intentaría cazarlo por el bien de la estancia y eso desencadenaría un baño de sangre. No sé si el resto de los empleados lo sabe, pero, según la leyenda, sólo se lo puede herir con un arma blanca. Sin duda la caza de aquella bestia suponía una empresa arriesgada, la mejor forma de acabar con ella era averiguando la identidad del aterrador animal.
Conocer a la persona detrás de los ataques del lobizón parecía casi imposible. En la estancia, eramos diez empleados, dos de los cuales tenían esposa e hijos. También cabía la posibilidad de que trabajara en un campo vecino, en La Urraca o en La Torcaza. Dos días no eran suficientes para desenmascarar al maldito.
Mientras tanto, debía volver a mis actividades regulares esperando no volver a encontrar más animales muertos.
Recorría una parcela situada al borde del alambrado que marcaba el final del campo cuando escuché un grito a mis espaldas.
—¡Hey, venga! —Era un empleado de la estancia que no conocía. Vivía en un puesto alejado, bastante bonito para la apariencia general del campo—. Mi hijo lo está esperando. Necesita hablar con usted.
Me apeé del caballo y me dirigí en silencio hacia aquella modesta casa blanqueada con cal.
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