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Etapa 1 -Primer encuentro-

Una noche clara, de invierno, me encontraba en casa descansando luego de arriar los animales hasta sus respectivos corrales. Tenía puesto los auriculares, escuchaba música para relajarme. Sonaba una obra maestra de un grupo alemán de rock. La canción era hermosa, pero evocaba recuerdos tristes en mí. Hablaba sobre el amor e inmediatamente pensé en ella, un amor de la infancia de los que se recuerdan con una nostálgica tristeza. 

Un aullido recorrió el casco de la estancia, sabía de donde, o mejor dicho de quien, provenía. Los viejos hablaban de eso en los bares del pueblo, entre partidas de truco y vasos de caña. Era una leyenda local, bueno, quizás no tanto. Los rumores afirmaban que era una bestia mitad perro, mitad jabalí. 

Volví a ponerme los auriculares y me recosté en la cama. Me esperaba una larga jornada de arduo trabajo.

Al día siguiente, de camino a los corrales, me crucé con don Alfonso, el encargado del mantenimiento de la maquinaria agrícola.

—¿Escuchó al lobizón? —me preguntó con una amplia sonrisa en su rostro.

—No me diga que usted cree en esas cosas.

—Creer, no pero sí lo escuché y eso no era un perro. 

—Seguramente era un empleado gastandonos una broma —dije con una pizca de duda.

—Seguramente, seguramente —repitió y se alejó sacudiendo una llave inglesa a modo de saludo.

Los caballos estaban inquietos, algo los había alterado durante la noche. Ensillé un pintado que tenía fama de ser arisco y me dirigí hacia el monte a juntar las ovejas para cambiarlas de lote. Cuando llegué al potrero contemplé que varias yacían muertas sobre la hierba. Sus gargantas habían sido desgarradas por algún animal. Probablemente perros salvajes, un empleado aseguró ver una pequeña manada correteando entre los eucaliptos.  

Luego de encargarme de las ovejas que aún seguían con vida, emprendí mi regreso al casco para informar al capataz sobre la suerte de aquellas indefensas criaturas. 

El encargado del campo era un hombre petiso y regordete que respondía al apodo de "Carancho". Trabajaba en El Zorzal desde hacía diez años y conocía el lugar tan bien como nadie. Se encargaba de controlar a los peones, conseguir los insumos necesarios  y, además, era un hábil jinete. Cada vez que podía se unía al resto cuando se trataba de recuperar animales que se metían en terrenos ajenos. 

Realicé un par de tareas y, antes de darme cuenta, había caído la noche. El cielo estaba despejado y la luna llena se reflejaba sobre la tierra arada. Emprendí la vuelta y allí lo vi. Era enorme, superaba los dos metros de estatura. Lo cubría un espeso pelo negro que brillaba bajo las estrellas y sus ojos rojos desprendían un extraño resplandor que se asemejaba al de las llamas.

El caballo corcoveó dejándome tirado en el suelo, a merced de aquella bestia infernal.

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