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VIII. Monstruos

En respuesta a aquel alboroto, Vega se desperezó, echa un manojo de nervios.

—¿Qué pasa?

—N-no... No sé... —dijo el mecánico, tan en alerta como ella.

El oscuro rincón la seguía mirando fijamente, como los ojos del gato de peluche que seguía al borde de la cama de la abuela. Si de verdad era ella, no había nada de lo que seguir preocupándose, en realidad. «Leí que la gente cambia en el más allá... La forma del espíritu no es compatible con nuestra dimensión. Se-seguro que le ha costado llegar hasta aquí...», suspiró, tanteando el terreno con pasos cortos y seguros.

«¿Y si en serio vuelve a asomarse?».

Los rugidos se intensificaron como un canto infernal, y eso, sumado a la curiosidad intrínseca que siempre había padecido por todo, le dio el empujón necesario para cruzar la habitación y pararse a un lado de dónde ya no había sombras a las que temer; sus cosas estaban intactas. Después, levantó la persiana del tirón. Afuera había unos cuerpos contorsionándose encima de otros; la carne muerta de Vollruin cubriendo el coche rancio de sus vecinos, a los que sacaban del pelo por el cristal delantero. El hombre apenas parecía vivo y a Vega se le escapó un chillido. Los gatos, los humanos, los perros... ¡Ahora todos eran monstruos!

El picor le retornó a la herida de la pierna. Rasca, rasca, rasca. Ese sería el final... ¿Cuánto tendría que esperar ella para tener la piel abierta, los ojos sin párpado y la barriga hinchada de manera imposible? ¿Quizá primero se arrancaría el pelo a tiras como parecían haber hecho algunos? ¿O, más bien, solo tenía que esperar a que los infectados fueran a por ellos en cuanto les apeteciera? Las hijas de sus vecinos se arremolinaron entre los asientos, intentando escapar de las bocas y las manos que perpetraban al interior del vehículo. Vega las oía pedir auxilio mientras los monstruos se pasaban los —creía que ahora sí— cadáveres de sus padres como si se trataran de pelotas de playa. Le castañearon los dientes y estuvo a punto de sujetarse la mandíbula para pararlos, pero el nombre de Elías en boca de su madre lo consiguió primero.

—¡Mamá! —Corrió hacia la puerta—. Arnela, ¿¡qué pasa!? ¡Arnela, no es el momento de quedarse callado! —agregó, pero de su parte no hubo nada más que ruidos extraños—. ¡Mierda! —acabó por exclamar, cogiendo la raqueta del rincón maldito sin abrir los ojos. Tragó saliva antes de «pasar de eso por el momento» y abrir la puerta. En el piso inferior, su madre no dejaba de gritar e ignoró el hecho de ver los pies de Arnela debajo de la mesa del pasillo, en la que colocaban todo lo que no cabía en el resto de cuartos. Con la raqueta en la mano, Vega descendió rápidamente por las escaleras.

—¡Ya voy, ya voy! ¿¡Qué pasa!?

En el comedor, Timón se le acercó pidiendo consuelo, a pesar de su pose defensiva. No obstante, fue todo lo demás lo que abarcó su atención por completo: la familia llorando, el ventanal roto y su tío por ninguna parte. Era desgarrador escuchar como su madre se mecía de rodillas sobre las baldosas, tapándose los sollozos con las manos como en un extraño espectáculo: la única vez que la había visto llorar fue cuando supo de la muerte de la abuela, ya en casa. Cerca de ella, Rubén se frotaba las costillas en un estado más sereno, pero no menos lacrimoso. Y el abuelo... ¿Por qué estaba la corredera destrozada? El horror de fuera se escuchaba desde la entrada.

—¿Qué pasa? —cuestionó, sin bajar el arma. Era un peligro estar allí— ¿Dónde está el tío?

—Oh, no, Vega —clamó Lola, alzándose para abrazarla—. Lo siento, cariño.

A Vega no le dio tiempo a continuar preguntando cuando su madre se apartó bruscamente de ella y, secándose las lágrimas, puso a todos, de nuevo, en marcha.

—Tenemos que irnos de aquí —dijo, recogiendo al cairn terrier en sus brazos y dándoselo a Vega—. Hay que subir al piso de arriba. Vega, coge tu móvil. Rubén, ayuda a papá e intentad poner muebles, o qué sé yo, delante de la corredera; como un fuerte. Yo... —La mujer se adentró en la cocina, tan rápida como lo pedía la situación—. Yo cogeré comida.

—Pero, ¿y el tío? —cuestionó su hija, siguiéndola.

—Coge tu teléfono móvil y vete arriba, Vega.

Le dirigió una mirada vacía, y Vega, de pronto más temblorosa de lo normal, obedeció sin más.


Lola fue la última en subir, encallando la puerta que daba pie al salón. Nunca había ido demasiado bien y ahora agradecía que ningún hombre en la casa le hubiese echado un poco de aceite como ella llevaba demandando desde siempre. Sin embargo, el mayor inconveniente recaía en el cristal de la misma: una pieza preciosa, teñida de flores, que abarcaba la mitad superior de la madera y que, con un poco de mala fe, podía ser atravesada por cualquiera de los infectados. Rubén y el abuelo cumplieron con su cometido —y se habían ofrecido a llevar la comida, de paso—, pero todos sabían que las garantías de supervivencia acababan de recortarse de manera drástica.

Al llegar a la mesa en la que se escondía Arnela, le pudieron las ganas de arrastrarlo por los tobillos y meterlo a la fuerza en el cuarto; sollozaba como un niño pequeño y al entrar se enroscó sobre el lápiz y la libreta de Rubén que había robado durante la noche anterior. Vega, también, se lamentaba abrazada al abuelo y su perro, todos subidos en la cama de Lola mientras Rubén observaba el exterior. La masacre había terminado y una parte de los monstruos remolcaban a sus vecinos por el asfalto hacia algún lugar desconocido. Otros simplemente regresaron a su estado anterior, clavando los ojos en los del muchacho. «Con el tiempo serán cada vez más», pensó. Elías estaba entre ellos, casi irreconocible: tenía una clapa enorme en la cabeza, y el esternón se le había hundido por culpa del tamaño antinatural de su abdomen.

—¿Y ahora qué? —susurró hacia nadie en concreto.

Lola, avergonzada y harta, decidió unirse a su familia y echarse a llorar, apoyando el culo en la blandísima cama de su madre. En su mente, ya estaban todos perdidos.



—Todo esto es culpa de El monstruo —dijo el abuelo, al cabo de un buen rato—. Todo esto empezó por él.

—Eso no lo sabemos, yayo —Su nieta le abrazó con más fuerza—. No sabemos nada...

—¡Aquí no había pasado ninguna cosa extraña en veinte años! Y va este hombre y... —Tornó a sollozar— ¿Quién es? ¿Por qué nadie lo ha atrapado antes? ¿Tan difícil era? ¿Por qué ha pasado todo esto? Mi hijo... Mi hijo...

Al igual que los demás habitantes de Vollruin, Vega conocía parte de la historia de la que hablaba el abuelo y que, entonces, había hecho saltar a la fama a Doña Amparo. Corría el año dos mil dos, cuando unos alumnos de l'escola Vollruin que estaban de excursión se toparon con una cueva oculta entre los ligeros barrancos que, a veces, presentaban las montañas del pueblo. Se habían alejado de su grupo cerca de Ca la Rosa por la razón que fuera, y no pensaron que adentrarse en ella los dejaría marcados para siempre. Los huesos, esparcidos alrededor de tierra quemada, aparecieron a un kilómetro y medio de la entrada, junto a anillos de origen medieval con inscripciones ilegibles, figuras talladas de una mujer con patas de araña y cabello de serpiente, y telas que podrían haber pertenecido a ropas del siglo XIX. En los periódicos y las revistas de Vollruin, los arqueólogos más conspiranoicos declararon que todos esos detalles les daban a entender que las personas halladas en la cueva pertenecían a una secta, y estaban haciendo una especie de invocación antes de su muerte. Hipotetizaron que, quizá bajo el influjo de una fuerte droga natural, podrían haberse asesinado entre ellos durante el ritual.

—Las muertes fueron violentas —explicó uno de ellos—. Encontramos una mandíbula que podría haber sido arrancada a la fuerza, y trozos de costillas que únicamente podrían haberse partido gracias a una enorme presión. Algunos huesos, incluso, tenían marcas de arañazos... Aunque esto último podría tratarse de animales que hayan consumido los cadáveres.

»Lo más curioso es que, a día de hoy, hemos encontrado trozos de piel humana y putrefacta entre los restos... Estamos tratando de descubrir si realmente pertenece a estos últimos o son parte de otro cuerpo más reciente.

Doña Amparo no tardó en unírseles a la teoría, traicionada por un periodista que grabó y transcribió lo siguiente:

—Un día escuché a hurtadillas hablar a mi padre de Rosa Homefosc, la matriarca que había guiado hasta aquí a nuestra familia. Era robusta y alta como un varón y todo lo que ella decía era la ley de esta masía. Estoy segura de que, ante esta noticia y si siguiera con vida, él hubiera pensado inmediatamente en los miembros de la familia que desaparecieron con ella un verano de mil ochocientos treinta y dos.

—Oh, ¿y qué les pasó? Si no es molestia, por supuesto... —cuestionó el entrevistador, interpretando su papel de chico de los recados.

—Yo no lo tengo muy claro. El boca a boca, aunque sea entre familiares, ya sabe usted... Esta historia se la explicó mi abuela, que a su vez se la contó su tío y a él nuestros tatarabuelos. Pero no he querido confirmarla nunca. Bastante me han hecho los libros de historia del pueblo y el ambiente de este lugar. Decían que Rosa estaba furiosa porque el resto de ciudadanos hubieran logrado mover el monolito; les maldecía a menudo o les amenazaba con maldecirlos gracias al poder de Dios.

—Entonces, ¿crees que lo del ritual es verdad? Yo lo veo muy de... ciencia ficción.

—¿Quién sabe? En esta vida no hay cosas imposibles.

Después de publicar esos artículos, Ca la Rosa y el pueblo se llenaron de curiosos que obligaron a la anciana a enterrar la herencia familiar en el lugar más recóndito de su alma, tratándola como una leyenda urbana. Sin embargo, no dejó de abrirle la puerta a los extraños. Tal y como lo abría hecho la abuela de Vega, según su marido, que se desmoronaba con la mejilla de la nieta en su corazón. Luego, el tiempo simplemente le puso un parche a esos asuntos, incluyendo al testimonio de los muchachos sobre muertos vivientes paseándose por la cueva. Al menos, hasta la llegada de El monstruo. Empezó a pensar en si el abuelo estaría en lo cierto, pues, repasando los hechos, no sería algo tan descabellado: unas trece personas confirmadas fueron víctimas del criminal y la histeria había comenzado en el único sitio en el que terminaron casi todos: la clínica del doctor Oliva. Más de la mitad del pueblo lo había visto rondando por sus casas, pero ningún policía o vigilante municipal logró dar con su paradero. Y ahora ya era demasiado tarde.

—Iba de camino a casa y... ¡zas! Me atacó sin piedad con un cuchillo —decían los agredidos en la revista del pueblo—. Yo solo pensaba en protegerme la cara. Tenía tanto miedo... Para mí era un hombre gigantesco. No obstante, era uno de esos días en que las farolas habían dejado de funcionar y... No sé por qué pasa eso tan a menudo. Solo recuerdo a un tipo oscuro como el carbón que apestaba de arriba abajo...

Reflexionando sobre ello, Vega recorrió la estancia con los ojos llorosos: la sombra continuaba sin aparecer.

—Yo haré la primera guardia —dijo, de pronto, Rubén.

Vega creyó que su madre respondería la primera; estaba tumbada entre las cestas y plásticos de la abuela, pero permaneció inmóvil.

—De... ¿De qué hablas? —contestó ella en su lugar, apenas despegándose del abuelo y Timón. Era incapaz de distinguir la expresión de Rubén en el cristal, y eso la ponía un tanto nerviosa.

—Como sospechábamos, están llegando más —siguió, obvio—. ¿Qué pasa si les da por tener otro brote y atacarnos en plena noche?

—Haz lo que quieras, Rubén —respondió, al fin, Lola, sin moverse—. Total, te has dejado las pastillas abajo, ¿no? Dudo que hoy puedas pegar ojo.

El muchacho tragó saliva, limitándose a asentir. «Entonces, decidido». No deseaba replicarle durante un momento tan delicado; menos, con los ojos inhumanos de su padre juzgándole desde la carretera. A él se le habían unido varios vecinos restantes del barrio: la pareja de ancianos de la caravana en la zona M, la esposa con obesidad mórbida de El Canuto, el pitbull manchado del árabe que trabajaba pintando carrocerías en Sant Eloi, el joven matrimonio que había estado presente en el accidente de la ambulancia... Aunque no había ni rastro de su bebé. Igual que ya no había ni rastro de Vollruin. Ahora, todo lo que quedaba del pueblo eran los monstruos.

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