VII. Furia
Retrocedió hasta tocar el pomo con las manos.
«¡No puedo salir!», pensó, a su vez, hundiéndose en el otro rincón del cuarto. El frío invisible le había puesto la piel de gallina, y no podía apartar la mirada del ente: no tenía boca, nariz u ojos; tampoco pelo. Era un cuellilargo con cabeza de chupachups que dirigía a ella su atención sin necesidad de moverse. La única extremidad visible se aferraba a las cortinas, con dedos rechonchos, sin uñas, y los murmullos no habían hecho más que aumentar desde su aparición, obligándola a taparse las orejas. Todavía no entendía nada de lo que estaba diciendo... ¿O es que alguien era capaz de hablar sin boca?
Abajo, los gritos se habían convertido en sollozos que le llegaban como interferencias, «¿Estarán viendo una película?», y golpeó la puerta varias veces con el puño para ver si alguien acudía en su ayuda. «Aunque sea darme consejos desde fuera, yo qué sé...».
—¡Mamá! —llamó—. ¡Tío!
Esperó escuchar las pisadas acercarse a la habitación, pero ni de lejos. La voz suave y ruidosa le daba repelús, así que intentó que los sollozos abarcaran todo su interés a pesar del miedo. Entre ellos fue cuando le vino ese pensamiento: la entidad casi parecía una imagen clavada en su sitio, ¿y sí estaba exagerando y aquello era una simple sombra?
—¡Mamá! —voceó una vez más, antes de ceder a su ataque de valentía. Cogió uno de los peluches sobre el televisor —el del gato malcarado— y se lo lanzó con la duda de sí desaparecería al instante.
Para su asombro, ocurrió. Aunque no de la forma que una persona corriente hubiera esperado: la sombra reculó hasta la esquina de dónde había salido, dejando al animal chocarse contra las cortinas. Lo hizo como si estuviera viva y a Vega se le escapó un chillido infantil. Los murmullos comenzaron a difuminarse. Entonces, los sustituyó los mismos golpes en la puerta que ella había producido. Al fin vino alguien.
—¿Mamá? —La adolescente colocó una palma sobre la madera, esperanzada.
—O-oye —le dijo Arnela, bajito. Estaba agachado al otro lado de la entrada, con el bloc de Rubén aprisionado entre los muslos—, ¿es-es-estáaaas bieen?
No era lo que esperaba, pero se recompuso rápidamente.
—¿Do-dónde está mi madre?
Arnela tardó un segundo en responder, como afligido porque ella no lo prefiriese.
—Si... Si quieeeerees tee pueeedo ayuda-a-ar yo... ¿Qué... Qué pa-pasa?
—No, por favor —suspiró Vega, cada vez más apegada a la puerta—. Llama a mi madre. —El mecánico volvió a quedarse callado, lo que la perturbó. —¿Arnela? Llama a mi madre.
—Es por el hombre oscuro, ¿verdad? —contestó finalmente. A la chica se le hizo un nudo en la garganta: era la primera vez que no había tartamudeado desde su aparición. Continuó diciendo—: Ya se lo dije... Ya se lo dije, pero no me creyó. ¿Está ahí ahora mismo? Lo siento en el cogote...
Poco a poco, Vega fue virando la cabeza hasta que sus ojos regresaron al punto de partida. Para su alivio, solo estaba lo normal: las cortinas y el animal de peluche, que tiró en defensa propia, sobre la cama de la abuela; no había ni rastro del ente.
—No, no está.
—¿Eestáas segu-u-ura?
Volvió a mirar, pero, de nuevo, nada. La posibilidad de que estuviera esperándola en la esquina que cubría el armario era más que factible. No obstante, no iba a ser ella quién lo comprobase.
—Sí —alegó.
—Quée raro... Se habrá vuelto a esconder.
Ante otro silencio, a Vega casi le salió la pregunta con agobio.
—¿Qué... Qué es el hombre oscuro?
Arnela apoyó la espalda en la madera y regresó a sus dibujos mientras hablaba.
—Noo lo sé. Si lo supiera, te lo diría. Pero —agregó—, es-estoy convencidoo que lleva aquí desde ayer. De-deberí-aas salir... No es bueno. Auuun-que si no quieres, yo... Yo me quedaré contigo e-en este mismo si-si-sitio.
Vega sopesó la oferta, sin dejar de observar el lugar donde se había desatado la pesadilla. Ni siquiera se le pasaba por la cabeza exponer a su familia al peligro, pero, ¿regresaría aquella cosa en el momento menos esperado? Era una probabilidad como cualquiera, sin embargo, no es que, entonces, hubiera hecho algo aterrador: al igual que los fantasmas de las películas, la sombra se presentó allí sin más. No la había atacado; no había hecho nada más que verla a pesar de su falta. ¿Sería, en realidad, un espíritu? Cuando su madre regresó a la casa de sus padres junto a ella, hacía mucho que su propia madre había partido a causa de un infarto cardiovascular, cinco meses después de cumplir los sesenta. En mayo, precisamente. Vega jamás la había conocido y al desviar la mirada por sus cosas en el colchón, pensó en si se trataría de su abuela y no de un hombre como creía Arnela. «Quizá, ¿un mensaje divino que llega en la peor situación como en esos vídeos de internet?».
—Oye, ¿tú le has oído hablar como yo? —cuestionó al mecánico, de repente animada. Abajo, los gimoteos parecían haber llegado a su fin. —¿Sabes qué decía? ¿Arnela?
Arnela no respondió. Y cuando Lola subió las escaleras y cruzó delante de sí hacia el cuarto del abuelo, tuvo todavía menos cosas que decir: estaba medio desnuda y al hombre se le enrojecieron las orejas.
—¿Qué haces ahí, eh? —le soltó una vez fuera de la habitación, con una de las camisetas de Rubén puestas. —¿No has escuchado nada de lo que ha pasado o qué?
—Mamá, ¿qué ha pasado? —replicó Vega en un eco, provocando que se zafara el puente de la nariz. «Maldita sea». — He oído gritos...
—Nada grave, hija. El perro que se ha hecho pis en el pasillo y no hay manera de que alguien arregle el desastre si no soy yo, ¿sabes? Tú no salgas del cuarto, ¿de acuerdo? El zumbado este se queda aquí haciéndote compañía, ¿a qué sí? —añadió, mirando a Arnela como si fuera a patearle la cara en cualquier despiste. Él asintió, abrazándose al cuaderno: era impactante ver lágrimas contenidas en los ojos de aquella mujer. —Sobre todo, no salgas, ¿eh? Yo... Yo voy a ver qué hago.
—¡Espera! —la interrumpió su hija al escucharla marcharse— Mamá, he...
—Ahora no, nena.
—Pues, al menos, dime si Nil me ha escrito. Me he dejado el móvil en...
—No, no lo ha hecho. Ahora estate tranquila un rato, ¿eh? —prosiguió, alejándose cada vez más—. En seguida vuelvo a verte.
Era increíble que todos los hombres presentes hubieran sorteado la meada como en una carrera de obstáculos. Lola se había hecho un favor en los pies con el paquete de toallitas que llevaba en el bolso, pero después de alejarse de su hermano, parar la dichosa tele e ir en busca de algo que ponerse: ¡Bum! ¡En plena entrada! Un charco amarillento y repugnante. No obstante, a lo mejor, tendría que agradecerles: así tenía una tarea que, por un rato, no la obligase a centrar los ojos en Elías.
Antes de poner un pie en el primer escalón, ya había dejado la fregona apoyada en la pared.
Sin embargo, en el salón, el abuelo y su nieto se negaban a ignorar en lo que Elías se estaba transformando. Rubén pensó que no le había dado tiempo a considerarle su hijo, que todo había quedado entre roles supuestos, y eso le hizo fruncir las facciones del rostro a medida que el cain terrier se ajustaba en su regazo: a pesar de que cada vibra de su desgreñado cuerpecito le estaba clamando escapar o luchar, no quería abandonar al chico en su tristeza. De vez en cuando estiraba el cuello hacia el anciano, solo para comprobar que este continuaba negando lo visible: su hijo era un bulto de carne seca que aullaba como él lo había hecho bajo el sofá. Aunque la ropa de Rubén cubría gran parte de lo que este murmuraba. Se la había hundido a conciencia, guiado por el desconcierto. Asimismo, hacía unos minutos que no parpadeaba y, en ocasiones, intentaba desligarse las manos sin demasiado ímpetu. Con todas esas características parecía un pez fuera del agua y no un ser humano.
Lola pasó veloz por el pasillo, armada con la fregona.
—Sé que no soy la única que está pensando en que hay que ir a la pérgola a por cuerdas de verdad —dijo, escurriéndola en su cubo de la cocina—. Las que usáis para las cañas podrían servir, ¿no, Rubén?
En respuesta, este se mordisqueó el labio, sonriendo con crueldad. No había parado de llorar.
—¿Qué pasa? ¿Qué quieres enviarme a mí?
—No. —Lola estaba más serena que de costumbre, incluso si se la oía sorberse los mocos desde allí—. Pero tú sabes dónde están, ¿cierto? Dímelo e iré yo.
Rubén rio ásperamente, obligando al perro a bajarse.
—Ni de coña. —Se puso en pie—. Ese sitio es un caos, te cabrearás nada más entrar. Además, tal y como están las cosas, es mucho más sencillo que vaya un extraño.
—Aunque no me gustes, eres un crío: no voy a ponerte en peligro —aclaró ella, depositando la fregona en su sitio—. ¿Y si los infectados están, también, en la parte de atrás y no nos hemos enterado? Eso, de por sí, nos pondría en peligro a todos. Ya has visto como... —Le echó un rápido vistazo a lo que quedaba de su hermano—. ¿Y si son peores que... esto?
—¿De qué narices hablas?
El muchacho se cruzó de brazos, verdaderamente confundido, y a Lola le dieron ganas de darse un sopapo mental: Rubén no se había enterado del espectáculo de afuera. Como ofreciéndole paso, la mujer le señaló el ventanal junto al sillón. Rubén apartó al abuelo, respetuoso, y al doblarse y correr las cortinas no pudo evitar un jadeo: una mujer con los mismos síntomas de enfermedad se había colado en el porche y, agachada, lo miraba con la cabeza de lado. La mitad del pueblo —incluyendo las mascotas, por lo que pudo observar— hacía lo mismo en la calle de la zona N, derechos e inflados como una burbuja de piel rajada. «No me jodas», susurró en su mente.
—¿Ves lo que te digo? —insistió su tía— Esto no es histeria; escapa a nuestro conocimiento...
—¿Llevan ahí todo el tiempo?
—Por lo que dicen, creo que ahora hay más.
—Pero son muchos, podrían habernos atacado hace rato. ¿Por qué quedarse plantados al sol?
—Él lo ha intentado.
Rubén se giró a verlo, sin dejar de apretarse el labio inferior: su padre convulsionaba de manera casi imperceptible y, de pronto, le vino la imagen de Jon Soler haciendo lo mismo delante de la clínica del doctor Oliva: el posible origen de todo, según las noticias. Después, regresó la vista al exterior, pensando en si estaría ese por aquí, entre tanto desgraciado. A él le parecían todos iguales, incluso mirándolos con detenimiento. «Son como zombis».
—¿Tú crees que existirá una cura? —le dijo a la nada, pero contestó Lola.
—Por lo que decía... Para la histeria la única cura es el paso del miedo. Pero como esto no lo es, ojalá. Pero si no es seguro ni ver la televisión, poco sabremos al respecto. Tendremos que tomar las precauciones necesarias, Rubén —añadió—. Así que dime dónde están las cuerdas para las cañas, por favor.
—Iré yo —perseveró él, alzándose. El abuelo no les prestaba ni un mínimo de atención y Timó volvía a ladrar con terror—. Lo haré más deprisa. Pero sí que necesitaré tu ayuda.
Lola se encargaría de la persiana. Comprobarían desde adentro, a través del cristal, si algún infectado había logrado infiltrarse como la mujer del porche. Si era así, lo único que cabría hacer era volver a bajarla y rezar para que no intentara nada que no hubiesen visto ya. El problema venía con la posibilidad de que alguno estuviera presente en el camino de piedras o en la parte de arriba del huerto, aquella que el abuelo y Elías usaban para las patatas y las uvas. La gigantesca caseta de la luz que conectaba con el resto del distrito era la mejor tapadera para cualquier bicho que quisiera entrar. Por eso, Rubén iba armado con un cuchillo, vestido con el abrigo y los guantes de cuero que su tía guardaba en el ropero del abuelo —y que al ir a buscarlos había provocado alguna que otra pregunta de Vega, que seguía custodiada por Arnela. «Qué oído más fino tiene esta niña cuando quiere».—, y la decisión en la mirada.
—Joder, si lo hubiese sabido me habría subido el casco y las rodilleras de Vega de cuando estaba enganchada al patinaje —se quejó esta, al fin preparada.
—Eso ahora ya da igual —respondió Rubén.
Al instante, Lola cumplió su misión y gruñó al darse cuenta de que tocaría ir de precavidos, como bien habían temido. Rubén, sin amedrentarse por fuera, abrió la corredera despacio y asomó el arma, para después hacer lo mismo con su cabeza. De momento, no parecía haber nadie más que el calor, y sacó el resto del cuerpo. Corrió hacia la caseta unida a la pérgola, enfrente del camino de piedra, y vio que allí tampoco había ningún intruso, solo las tumbas abiertas y el cacareo de las gallinas dentro de la valla. Se apresuró a entrar en la caseta, encerrarse gracias al destornillador que usaban como cierre, y coger las cuerdas entre pequeños rayos de sol que se colaban por las esquinas mal tapadas. Las tenían colgadas en una especie de viga, acompañadas de los arneses y las correas de los perros. No se entretuvo en el mal de corazón que le provocaba aquello y, de nuevo, salió al exterior, cerrándola con cuidado. Enseguida, percibió que algo se movía al otro lado de la verja que separaba su casa de la de la vecina, una mujer rica que no paraba por Vollruin más que en julio y agosto y que se había librado de aquel apocalipsis, quizá, sin saberlo.
Cuando cuatro dedos esqueléticos se aferraron a los tallos secos y Rubén vislumbró un cráneo despeinado intentando mostrarse, dejó de dudar y volvió al interior de la casa de un salto.
—¡Ciérrala! —ordenó a Lola. Esta obedeció a toda prisa, ocultando el ruido de la paja al romperse y la imagen espantosa de lo que pudiera haber entrado. —Creo que ya no podremos salir por ahí —dijo Rubén, al cabo de unos segundos—... Pero tengo las cuerdas.
—Bien hecho.
El típico chirrido que producía el coche viejo de los vecinos, al impulsarse por la subida de su garaje, les sacó de la victoria. El abuelo, incluso, viró hacia el cristal al oír como el vehículo chocaba contra el culo del scirocco y se llevaba por delante a varios habitantes, introduciéndose en su propio garaje. Tía y sobrino se acercaron inmediatamente, con la boca abierta por la osadía de su vecino, a quién observaban retroceder con dificultad por culpa de los cuerpos atrapados bajo las ruedas.
—Dios mío —dijo Lola.
El sol los deslumbraba de vez en cuando, pero eran capaces de ver a su esposa en el asiento del copiloto y las piernas de sus hijas en la parte de atrás. Era una huida a la desesperada. El hombre pisó el acelerador por enésima vez, haciendo crujir las vértebras de las personas y esparciendo los intestinos de algún que otro gato callejero que dejó su maullido en el aire. Entonces, el resto de criaturas chillaron al automóvil, retorciéndose, y se abalanzaron sobre él. Elías, hasta ese momento casi imperturbable, hizo exactamente lo mismo, deshaciéndose de sus ataduras y obligando a su familia el volver a intervenir con uñas y dientes. Agarró a su hermana y le arañó la nuca, mientras Rubén se posicionaba detrás, rodeándole el cuello con las cuerdas; pero, de repente, el ser —que parecía haber desarrollado más fuerza de la necesaria— le metió un codazo entre las costillas que le hizo caer de rodillas. Timón se estaba quedando afónico de tanto ladrar.
—¡Hijo, hijo! —exclamó el abuelo, intentando detenerle con amabilidad. Sin embargo, el infectado lo esquivó y salió despedido por el ventanal, gracias a su impulso. La persiana, rota, había logrado frenarlo un poco.
—¡Elíaaaaas! —gritó su hermana, queriendo agarrarle. Pero Elías, llevado por la furia, saltó desde la barandilla del porche y se perdió entre la manada de carne que ansiaba asesinar a una familia entera.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro