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VI. Apocalipsis

Bajo el intenso sol de mayo, una parte de Vollruin se arremolinaba en aquel distrito: pálida, seca, con la nariz y los labios pintados de sangre. Los ciudadanos parecían haber vuelto de la peor de las batallas y estar haciendo una protesta silenciosa, acompañados de los gatos callejeros y los perros que tenían por mascotas. Algunas bestias hasta se habían puesto a dos patas con los pechos henchidos repletos de pequeños bultos y, como los que decían ser sus dueños, miraban hacia algunas casas de la zona con la esperanza de ver algún milagro. Elías fue el primero en darse cuenta de esto último, arrodillado frente al ventanal de la corredera. Había levantado lo justo de la persiana para confrontar lo que les alertó Lola, que volvía a fumar dando vueltas de un lado a otro. El abuelo, a su vez, intentaba que Timón saliera de debajo del sofá haciéndole carantoñas. Pero no debían de dársele demasiado bien porque el perro se enroscó más sobre sí mismo y lloró el doble de fuerte.

—No quiere salir...

—Pues, claro, papá. —Su hija hizo hincapié en lo evidente. Ella también estaba a punto de tener un ataque de nervios. ¿Qué narices estaba pasando en realidad? ¿Así es como acababa un humano invadido por la histeria? ¿O un animal? No se lo creía nadie. A no ser que fuese una variante desconocida o mutante...

«Así actúan los virus», pensó. «Se hacen más fuertes si no hay nada que los contrarreste».

La teoría de Nil cogía fuerza por instantes. ¿Y si realmente estaban enfocando aquel problema de forma errónea? Se acordó de un famoso caso medieval que Elías le contó durante su adolescencia, como el pomposo engreído que era entonces: la epidemia del baile. Las teorías modernas incluían la posible intoxicación alimentaria de los ciudadanos de Estrasburgo con cornezuelo, una especie de hongo que se usaba para los abortos o hemorragias uterinas después del parto. ¿Y si era eso lo que estaba pasando?

«En otoño, la gente se vuelve loca buscando castañas y setas por el bosque. Quizá alguien cogió alguna que no debía y... Aunque han pasado meses desde la temporada. ¿Podrían habérselas comido más tarde? Al menos, las viejas del pueblo lo hacían...».

De pronto, su hermano interrumpió sus pensamientos, apegándose todavía más al cristal.

—Dios, ¡están viniendo más!

Era la estampa de un absurdo infierno. Los veía llegar desde cada esquina, caminando con la ligereza de una araña de mar, y acomodarse en uno de los huecos que dejaban sus compañeros. En la casa de enfrente, las cortinas se cerraron en cuanto dos de ellos apoyaron el culo contra el final de la columna de la entrada, por poco colándose en el interior. Otros repetían el gesto en su hogar, estremeciéndolo: los ojos se les habían tornado opacos como los de los cadáveres.

—Esto... Esto es como el apocalipsis... —murmuró Elías.

La respuesta de Lola fue esconderse en la cocina. El teléfono de Vega seguía conectado al cargador, chupando energía que, de seguro, ya no necesitaba: se había quedado ahí toda la maldita noche. «Esta niña», pensó mientras lo desenchufaba y este alumbraba varias notificaciones junto a una fotografía de Plío en el fondo. La gran mayoría eran de Nil. Inevitablemente, pensó en los agapornis medio muertos que seguían en el porche —según Elías— y deslizó el pulgar por la pantalla. Ahora tenía suerte de ser una de esas madres secretamente entrometidas: sabía la contraseña. Un mal presentimiento le taladraba la nuca y, por el bien de su hija, esperaba que no fuese cierto.

Lo primero con lo que se toparon sus ojos al entrar al chat fue:


Nil

«Vega, mi madre está muy rara...» 20:27


Y exclamó por dentro un «Oh, no» mientras apretaba el cigarro con los dientes, viéndose venir la desgracia. Continuó leyendo, saltándose las partes en las que el novio de su hija se ponía más meloso de lo necesario, y confirmó sus nuevas sospechas. Si el panorama externo no era suficiente, solo cabía ver esos mensajes para darse cuenta de que, definitivamente, Vollruin jamás volvería a ser lo que era tras semejante incidente. Como siempre, Elías tenía razón en sus palabras: aquello era lo más parecido a un apocalipsis.


Nil

«Estábamos viendo la tele...» 20:27

«No parece que otros canales (y lugares) se hayan percatado de lo que está sucediendo (bueno, excepto CDC y ReiMuntTV) porque hay la programación de siempre. Seguimos siendo invisibles.» 20:38

«Íbamos cambiando de vez en cuando, para saber si decían algo nuevo y dejaban de lado esa tontería de las cámaras en vivo...» 20:39

«Pero entonces mi madre y yo hemos empezado a oír algo... algo raro, Vega...» 20:39

«Ella... Se ha acercado para escucharlo mejor y...» 20:41

«Vega, no sé que está pasando, pero creo que iba desencaminado en mi otra teoría» 20:41

«Mi madre... No sé que le pasa, está como esas personas de fuera...» 20:41

«Es mejor que no volváis a ver a ese canal.» 20:42

«Yo me he atrincherado en mi cuarto y creo que voy a quitarme el implante... Vega, creo que se transmite por el oído, llámame loco. No sé que narices está pasando... Ni creo que nadie lo sepa» 20:44

«Creo que mi madre sigue dando vueltas por la casa... Se pegaba tan fuerte que...» 20:46

«Tengo miedo. Sé que es egoísta, pero ojalá estuvieras aquí...» 20:46

«Conocerte ha sido...» 20:46

«Creo que mi madre se está chocando contra la puerta de mi cuarto...» 20:48

«Pase lo que pase, recuerda que te quiero, Vega.» 20:48


—¡Mira! —gritó entonces el abuelo, alarmando a los presentes por segunda vez— ¡Eso es lo que se oía anoche! Lo oyes, ¿verdad, hijo?

Aburrido de intentar sacar a Timón de su cobardía, acababa de encender el televisor y señalaba a la misma parte de las montañas que llevaba emitiéndose desde ayer por la noche. Elías corrió sus propias cortinas y se acercó a la pantalla, prestando atención.

—Sí que se escucha alguna cosa...

Lola apagó el cigarrillo en la encima de mármol y trotó hasta el salón con el teléfono móvil en la mano y las impresiones de Nil desbordándose por su mente. ¿A quién más podía creer si, tal y como había dicho el chico, nadie conocía la respuesta? ¿Y sí, de verdad, tenía razón?

Casi chilló el nombre de su hermano, «¡Elías!», pero antes de que pudiera hablar, su repentino grito de angustia la acalló de un plumazo. Desde detrás del sofá, Timón salió corriendo hacia las escaleras, dejándolos a ella y al abuelo paralizados de miedo al ver al hombre encorvarse sobre sí mismo, como si le hubiesen herido. El abuelo se tomó un momento más para reaccionar y extendió las manos hasta rozarle suavemente los hombros, a pesar de que su hija le rogó que se quedara quieto.

—Papá...

—Hijo —contestó él, al observar que Elías no se inmutaba con su toque. Pero, al tercer o cuarto «hijo», el infectado golpeó la barbilla del abuelo con el codo, rompiendo la ilusión y, un poco, el cristal de la corredera con la cabeza del mismo. Entonces, comenzó otro caos en Vollruin que llegó hasta los más jóvenes de la casa. A Rubén lo despertaron los ladridos de Timón en su nariz; luego, Lola puso la guinda del pastel llamándolo como la chiflada histérica que había sido siempre.

—¡Rubén, levanta! ¡Rubéeeeeeeeeeeeeeeeeen!

Mientras el muchacho bajaba las escaleras con la prisa de un muerto viviente, ni se percató de que Arnela volvía a estar en el cuarto de baño, dibujando en su cuaderno una casa cubierta de color negro, acompañado de sudores fríos y risas susurrantes.

La vista de su tía aplacando en el suelo a su padre espabiló del todo a Rubén. Elías, como los locos que había visto tanto en las calles como en la tele, luchaba por clavarse las uñas en el cuello berreando de dolor. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos se le salían de las órbitas. Lola combatía encima de él, intentando amarrarle las manos con la camiseta de manga corta que llevaba puesta desde hacía días. El abuelo, sentando en las baldosas, se tocaba un chichón en la calva.

—¿¡Pero qué le pasa!? —preguntó el chico, dando un par de zancadas hacia ellos.

Lola le ordenó que se quedara dónde estaba y gruñó:

—¡Tráeme tus puñeteras pastillas para dormir, coño!

Estaba acalorada: Elías no dejaba de moverse y, entre los muslos, sentía algo arrastrase por el abdomen de su hermano que lo inflaba y desinflaba a placer. Para calmarse, maldijo más en voz alta: «¡Qué asco!».

El bote continuaba abandonado en un rincón de la mesa. Llevado por el miedo y la presión, Rubén actuó rápidamente: se colocó varios comprimidos en la palma de la mano y, una vez arrodillado delante de su padre —a pesar de los disgustos de Lola—, se los metió en la garganta a la fuerza. El enfermo escupió unos cuantos, batallando con mordiscos al aire, incluso cuando su hijo intentó cerrarle la barbilla. Obligó al muchacho a seguir las enseñanzas de su tía: Rubén se quitó la camisa de tirantes para ponérsela en la boca e, inmediatamente después, la familia le escuchó tragar a palo seco. Lola, también, había logrado sujetarle las muñecas con el trozo de tela y, poco a poco, ante la mirada atónita de todos, Elías fue amansándose como un gatito. No dejaba de gemir, quizá incómodo, quizá molesto, y las piernas se le habían quedado tiesas debajo de su hermana. Timón apareció de nuevo, ladrando sin parar, y el abuelo empezó a llorar desconsoladamente al darse cuenta de cuál era la situación.

—Hijo... Mi hijo...

«No creo que aguante mucho...», quiso decir alguien. «Necesitamos cuerdas de verdad. ¡Hay que ir a la pérgola!». No obstante, nadie pudo hablar. Era duro reconocer que Elías había sido el primero en caer... Y peor, el tomar consciencia de que si un monstruo había conseguido nacer en su hogar de una manera tan inverosímil, fácilmente podrían ser ellos los siguientes. No existía ningún lugar seguro contra la histeria. Y ni siquiera era histeria, de eso estaban seguros.



Los chillidos lejanos desvelaron a Vega en su habitación, antes de que terminara todo. Para su asombro, la televisión del cuarto estaba encendida: mostraba el color azul que salía cuando no captaba la señal de la antena. Ella no recordaba haberla siquiera mirado al encerrarse... Esperaba que su madre hubiera respetado su deseo y no hubiera hecho la tontería de entrar a echarle un vistazo. Aunque, bueno, era su madre. ¿A quién respetaba ella?

Se levantó dando tumbos, todavía adormecida, y le dio al botón preguntándose que estaría pasando allí abajo.

«¿Qué son esos gritos...?». Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza y se abrazó a sí misma. ¿No hacía más frío de lo normal? «Suena como...».

La pantalla tornó a iluminarse, haciéndola sepultar su sueño al instante. La estática sonaba más fuerte de lo normal y deformaba el ruido hasta transformarlo en voces ininteligibles.

«¿Pero qué...?».

La apagó de nuevo, pero el sonido no se fue. Aunque se oía débil... De hecho, parecía provenir de la esquina entre el armario y la pared, la que Vega usaba para salvaguardar las cosas del instituto: la raqueta de tenis, los trabajos, deberes, libros y carpetas guardados en cajas de plástico. La cama de su abuela materna los separaba en horizontal, y al mirar de reojo Vega apretó la mandíbula: una sombra salía del rincón y se extendía por la cortina. Una cabeza que la observaba y un brazo oscuro como el carbón.

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