Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

IX. Muerte

Las horas en aquella habitación transcurrieron como para quién espera la muerte: desesperantemente lentas y aburridas. Rubén había acabado por abrir la ventana de par en par y sentarse en su poyete, con una de las piernas colgando hacia las cabezas de los infectados. A ninguno pareció llamarle la atención, y tampoco nadie de la familia le regañó al respecto. El abuelo reposaba junto a una Vega absorta en sus pensamientos. El perro, de vez en cuando, le ponía las patas encima para echarse a jugar y la chica lo acariciaba, cavilando entre sí decir lo de la sombra o seguir sumida en los recuerdos de Nil hasta dormirse: sus besos en todas partes, su faz contraída, la timidez de su piel. «Qué buen recuerdo antes del fin mundo», intentó reírse. Hacía un tiempo que había leído sus mensajes y, a pesar de haberle escrito, él continuaba sin responder. Nil, que escribía el doble de rápido que ella con el teclado del teléfono y jamás dejaba un mensaje sin contestación final. Pensó en que ojalá su madre se lo hubiera dicho antes y la miró con cierto recelo inconsciente. Le daba la espalda, aún quieta; parecía una imitación barata de Arnela que, también, estaba manso en el suelo del cuarto, con el pelo pegado a su cara de haber chupado un limón.

—Vega —dijo, entonces, la susodicha—, noto tus reproches desde aquí. No era el momento de decírtelo. Así que entiéndelo y échate una siesta si el sol te deja.

—Eso pensaba hacer —respondió, ajustando su posición encima del viejo.

«Nil es sordo. Si está en lo cierto y se ha quitado el implante...».

Se quedó dormida antes de lo que hubiera creído, quizá cansada de tantas emociones. Sin embargo, el sueño que tuvo le produjo el doble de inquietud. Estaba de pie en medio de una caverna y, al fondo, escuchaba cánticos rabiosos iluminados por la luz del fuego que bailaba en las paredes. Un sudor frío le recorrió la frente antes de ponerse a andar en su dirección.

—La curiosidad mató al gato, nieta —susurró alguien con un vestido blanco, ocultándose en el techo. No obstante, ella continuó.

A medida que se fue acercando, observó que el enorme grupo de personas no eran capaces de verla: rodeaban las figuras de una diosa monstruosa colocadas alrededor de la fogata. Arnela se encontraba allí, también, acongojado. Vega le llamó, pero el mecánico ni siquiera le echó un vistazo cuando se puso a su lado. En las manos, continuaba aferrado a la libreta y el lápiz de su supuesto primo.

Una mujer altísima, aunque jorobada, parecía la encargada de dirigir el ritual: vestida de campesina, se había pintado largos escritos extraños en el rostro con sangre, mientras aporreaba la tierra con una lanza. El resto de los presentes simplemente seguían instrucciones. En un momento dado, todos levantaron la mano derecha y se cortaron la palma con el cuchillo que llevaban en la izquierda, vertiendo la sangre en las llamas. Fue entonces cuando Vega se dio cuenta del cadáver quemándose entre ellas. La mujer alta le clavó la lanza en el cuello, con furia, y predicó al techo de la caverna:

Beneshitachi no o bis, Mershâramis. Beneshitachi no o bis noroistra. Ne qui te ni suru mono o bassenaide impune. Poenata tuam no o bis mittesai.

Poenata tuam no o bis mittesai —repitieron los otros.

Sanguibito no o et lacryme no o pro et peccamida.

Sanguibito no o et lacryme no o pro et peccamida.

Para finalizar, los hombres empezaron a cantar una especie de himno que provocó en sus mujeres una convulsión de placer. Vega se quedó de piedra cuando estas comenzaron a flotar como verdaderas brujas entre ellos. La única que no siguió su camino fue la sacerdotisa que sonreía de oreja a oreja. El mecánico, a su vera, había empezado a dibujar frenéticamente en una hoja de papel, no sabía si llorando o sonriendo; casi le babeaba encima. Vega jadeó ante el mal presentimiento que le vino de golpe. Las mujeres del ritual, estupefactas, cayeron de un trompazo a la tierra, silenciado a los hombres y quitándole la mueca de felicidad a su líder. A algunos, el estómago les rugió como si una criatura se moviese ahí dentro y chillaron, asombrados.

—¡Tienes que salir de aquí, nieta! —le advirtió la mujer de blanco, apartándola de un empujón hacia dónde había venido. Vega echó a correr con los conocidos gritos de violencia a sus espaldas. Arnela se quedó allí, gimiendo con ellos. Sin embargo, al despertar, se dio cuenta de que eso no era parte de su sueño: el mecánico estaba luchando con Rubén. Ya era de noche.

—¿Quién te ha dado permiso para cogerla? ¡Es mía! —decía bajito el muchacho, tirando de la libreta. Arnela se negaba a soltarla—. ¡Para ya! ¡La estás arrugando!

—N-no... ¡No!

—¡Dios, Rubén! —exclamó Lola, por primera vez dándose la vuelta— Solo es una libreta, ¡déjalo!

—¡Y una mierda! —contestó este, rasgando varias hojas de papel en dos y al fin consiguiendo su objetivo. Se quedó un rato mirándola con rabia. Luego, le sacó la lengua a Arnela y regresó a apoyarse en la ventana abierta; soplaba una brisa fría que ponía la piel de gallina.

—Malditos locos —oyeron murmurar a Lola, pero Rubén no tardó en volver a acaparar todo el protagonismo. No se habían dado cuenta de que Vega estaba despierta (y agitada) y que Timón asomaba la cabecita encima de su muslo. El abuelo roncaba como un poseso, inerte.

—Tía, ven a ver esto. —El chico se bajó del poyete, sorprendido de veras. —¡Tía!

—Paso de moverme si no me dices lo que es...

—¡Están dormidos! —la interrumpió Rubén, señalando al exterior— Bueno... ¡Mira, lo parecen!

Frunciendo las pecas, Lola se izó hasta él. Por poco se tapó la boca al darse cuenta de que, aparentemente, era cierto: los monstruos de Vollruin dormitaban unos encima de otros, formando una montaña humana angustiante de ver. Una imitación poco exacta del monolito que había causado tantos problemas.

—Pero no han cerrado los ojos... —se preocupó en voz alta. Elías —o el que creía que lo era— entró en su campo de visión: estaba boca abajo contra el pavimento, soportando el peso de sus compañeros. ¿Tendría él sus ojitos de merluza cerrados?

—Podemos esperar un rato más —concluyó su sobrino—. Pero, si de verdad lo están...

—Esta es nuestra oportunidad —dedujo Lola. Vega se alzó en su lugar, confiada. Pero fue el sonido vibrante de su teléfono móvil en la mesita, que le indicaba que tenía un nuevo mensaje sin leer, el que acabó por hacerla saltar de alegría: Nil estaba vivo.


Nil

«Vega» 21:54

«Estoy bien, ¿estás bien?» 21:54

«No sé adónde ha ido mi madre... Pero no está aquí... No hay nadie en la calle, tampoco» 21:55

«Vega, sé que lees mis mensajes. Respóndeme, por favor. Me estoy volviendo loco» 21:55


A Vega le temblaron los dedos.


Vega

«No sabes lo que me alegra saber de ti. No lo sabes» 21:56

«Estoy bien. Mi tío, no» 21:56

«Creo que todos los infectados está aquí... Quizá tu madre...» 21:57

«¡Lo siento! ¡Lo siento tanto, Nil!» 21:57

«Mi tío...» 21:57

«Mi tío es uno de ellos, también» 21:57


Sus lloriqueos ante la realidad alertaron a los demás. Su madre se sentó a su lado, pasándole un brazo por los hombros.


Nil

«Vega, yo...» 21:59

«Creo que es el momento de escapar» 21:59

«No hay nadie aquí» 22:00

«Lo que no sé es como...» 22:00

«Iré a buscarte» 22:00


Vega

«¡Ni se te ocurra!» 22:00

«¿No has leído lo de que creo que están todos aquí?» 22:01

«¡Ni se te ocurra!» 22:01


—Dile que nosotros iremos a él —la azuzó Lola y eso escribió. No sabía si reír o llorar, y lo hacía todo al mismo tiempo.


Vega

«Nosotros, también, escaparemos» 22:03

«Espéranos en tu casa, por favor» 22:03


—No me lo creo, ¡de verdad están cerrando los ojos! —dijo Rubén, provocando que el animal soltara un ladrido.

Nil, que suponía que ya estaba preparando todo lo que necesitara en la mochila del instituto, accedió a sus demandas al cabo de un momento.


Nil

«Te quiero, Vega» 22:07


Vega

«Te quiero, Nil» 22:07


La chica besó la pantalla y, ruborizada, sintió como su corazón olvidaba el miedo y se inflaba de tonta esperanza. Al final, todo iba a salir bien, ¿verdad?



Arnela no quería venir. Los minutos siguientes habían consistido en una preparación ordinaria, pero lo suficientemente efectiva, como para que todos consiguieran salir sin ningún daño de aquel hogar. O, al menos, esa era la idea principal. Lola rebuscó en el ropero de su padre algunas mudas de más y las bolsas del gimnasio que utilizaron como maletas en algún viaje de su infancia. Vega había tomado el puesto de vigía y, en ocasiones, le echaba un ojo al mejor amigo de su tío; sentado a un costado, no dejaba de observar el rincón maldito mientras se mordía los dedos, negando la situación.

—N-no... Yo no m-me vo-o-oyy de aquíii... No...

Aquello la revolvía y reconfortaba por igual: estaba segura de que en el sueño, la mujer de blanco que la había salvado era su abuela. ¿Por qué no iba a serlo la sombra? «Aunque me sorprende... Las sombras son malas. Todo fan de lo paranormal, lo sabe», reflexionó, viendo como cada vez menos párpados permanecían abiertos. «Quizá... ¿Lo he mirado mal? ¿O era otra cosa?». Ese era el pensamiento que le pellizcaba la nuca, acompañado con imágenes de la pesadilla. «Así que un ritual que sale mal... ¿Qué salió mal, exactamente?».

—Arnela, haz el favor de moverte —anunció Lola, dejando sobre la cama las bolsas repletas de comida, ropa y tampones junto al abuelo—. Vega, ¿están todos dormidos?

—No lo sé —respondió, achicando la vista—... Supongo. Creo que sí.

—Si esto no sale bien, estamos muertos, lo sabes, ¿verdad? ¡Fíjate bien y estate segura de lo que dices!

A Rubén le tocó la peor parte: preparar las armas. Hacia un buen rato que había bajado al piso inferior para coger todo lo necesario: los cuchillos de cocina, la hachuela, el palo de la fregona... Pensó en pasar un segundo al comedor y salvar sus pastillas, pero el sonido de unos lametazos le hizo abandonar la idea. Estaba claro que ya había entrado alguno. De vuelta arriba, se lo advirtió a los demás.

—Son silenciosos cuando quieren —añadió.

—El plan era salir por atrás —dijo Lola—. ¡Maldita sea, sabía que ese fuerte de pacotilla no sería suficiente! ¿Cómo ha entrado sin hacer ningún ruido, exactamente?

—Podemos seguir saliendo por atrás —prosiguió Rubén—. El peligro de que, también, estén allí es más que factible. ¿O no te acuerdas de nuestra pequeña incursión? Pero hay que abandonar todo lo innecesario.

—¿Qué quieres decir?

—Podemos hacerlo como en las películas: atar un montón de ropa entre sí y hacer una especie de cuerda que tirar por la ventana del abuelo. Si tú y yo escuchamos las cosas con claridad, es posible que la valla que nos separa de nuestra queridísima vecina esté rota: podemos salir por la casa de al lado —concluyó.

—Ya, bueno, ¿y si ese bicho sigue por ahí y no se ha dormido como el resto? —se quejó su tía— Has dicho que en el comedor has escuchado como lametones, ¿no? ¡Eso es que aún queda alguno despierto! ¡Eso es lo peor que puede pasar porque no sabemos como van a reaccionar, joder! Además —agregó—, ¿quién te dice a ti que ese montón de carne humana se quedará quieta sin más?

—No hay garantías de nada, tía.

Ella suspiró, exasperada. A sus espaldas, Arnela empezó a dibujar en las hojas arrancadas que le habían quedado, con la sangre de sus dedos. Vega se fijó en que en una marcó borrosos bultos de sus huellas dactilares, y en otra, delineó la casa y una especie de mancha roja que se elevaba hacia los primeros. ¿Qué narices significaba aquello?

—¿Qué haces, Arnela? —cuestionó sin más, inclinándose hacia él.

Lola se alarmó al percatarse de sus heridas.

—¡Te has hecho sangre, zumbado!

—El orden está alterado —respondió el mecánico, de carrerilla, mientras la mujer iba a por papel higiénico. «Las gasas están abajo, así que tendrás que acostumbrarte», decía. —E-esto es... Bue-e-eno, esto es...

—Esa es nuestra casa, ¿no? —señaló Vega—. ¿Y estos puntos? ¿Y esta taca qué es?

—E-es, bueno... Es lo que tiene que ser. Ya sabes —continuó—... El monolito. Si no lo hubiesen movido, nada de-e e-esto habría pasado.

—¿Pero de qué hablas? —intervino Rubén.

La voz de Arnela se volvió más profunda, causándoles a todos un escalofrío mortal.

—Los objetos sagrados no se deben tocaaaar, claro que nooooo.

Justo cuando Lola cruzaba el umbral de la habitación, la pantalla del televisor parpadeó de azul.

—¿Pero qué...? —gritó alguien.

A Timón le fallaron las patas traseras y, con un impulso, corrió escaleras abajo a pesar de que el abuelo intentó impedírselo. Un par de cortes y píxeles después, la imagen mostró a la presentadora Cristina Sas despeinada y ojerosa, deseando transmitir la mayor tranquilidad a sus telespectadores.

—Hola, buenas noches —empezó, sin conseguirlo—. Como bien sabemos, el posible brote epidémico desatado en el pequeño pueblo catalán de Vollruin, y las ciudades de Sant Eloi y Santa Mapluja, está siendo controlado por las autoridades. Los lugares de infección han sido oficialmente sellados por el ejército y la policía en búsqueda de una explicación a estos hechos tan repentinos y proteger al resto de la población. Sin embargo, nos confirman que varios ciudadanos no contagiados permanecen a la espera de su propia evacuación y, algunos de ellos, incluso, han sido asesinados por las personas infectadas. Con nosotros, se encuentra uno de ellos.

La pantalla se partió en dos, tal y como lo había hecho con la desaparecida Manuela Valles, y la cara de El Canuto apareció mal enfocada desde su teléfono. A Rubén se le escapó una risa sarcástica.

—No se ha quitado ni el porro de la boca, el muy...

—Silencio, nieto —le amonestó el anciano.

—Buenas noches, Conrad —saludó la presentadora, por poco interrumpiendo el propio «Buenas noches» del invitado—. Cuéntanos, ¿cómo está la situación en Vollruin?

El Canuto resopló, casi divertido. Lola captó que tenía restos de lágrimas secas en las mejillas.

—Pos mu' mal, Cristina, ¿cómo va a estar? Esto es... Vamos, lo más raro que yo he visto nunca. ¡Y he visto mucho! —sollozó, tambaleando el poco ánimo de la mujer de las noticias.

—¿Crees que la situación es insostenible?

—¡Mi mujer la ha palmao', claro que es insostenible! ¡Y es culpa vuestra, además! —aclaró—. Se oía algo raro en los altavoces y nada más acercarse...

—Espera, Conrad...

—¡Ahora es un monstruo! —la interrumpió—. ¡Por vuestra culpa, cabrones!

—Me informan de que perdemos la señal, otra vez.

—¡Marionetas!

—Lo siento, Conrad. Intentaremos comunicarnos con usted más tarde, si así lo permite.

—¡Hija de la gran...!

Recortaron el rostro virulento del Canuto y, de nuevo, Cristina Sas quedó abandonada en el plató de CDC, pasándose las manos por las raíces del pelo. La luz de la pantalla se difuminaba con rayas intermitentes, deformando la figura de la presentadora en una sombra oscura que tenía nariz. Lola estuvo a punto apagarla, pero el sonido de cristal rompiéndose les causó otra conmoción.

—¡El perro! —graznó el abuelo, dirigiéndose afuera.

Timón había estado rascando el hueco de la puerta con la esperanza de ocultarse bajo el sofá. Era un animal escurridizo que se ponía en guardia por cualquier cosa, y poseía ya una avanzada edad. Retrocedió del susto cuando la bestia que se ocultaba al otro lado le olisqueó las uñas y acabó contoneándose pegada al vidrio. Del susto, no le había prestado mucha atención a ese peligro y se encogió, como un gato, en el pasillo. La criatura susurraba algo y lloriqueó con la esperanza de que alguien viniera a salvarlo. Pero, al final, la presión del monstruo reventó las flores y él volvió a trotar escaleras arriba. La personificación del terror estaba pasando hacia el interior.

—¡Timón! —lo llamó Vega, con Arnela sujetándole la muñeca.

El cairn terrier llegó al cuarto a toda prisa y se lanzó a su familia, seguido de cerca por la infectada: llevaba solo unos pantalones de franela y subía los escalones de manera ágil, como una araña humana. Asomó la cabeza despeluzada de rubio por los barrotes de la balaustrada y hundió la mirada en Lola, que era la que estaba más cerca de ella. Esta, sin dudarlo, agarró el palo de la fregona que Rubén había dejado entre las bolsas de comida y le empujó la cara con miedo. Eso, lejos de alejarla, la enfureció. Poniéndose a dos patas, se abalanzó sobre ellos, aullando de forma aguda y estridente. Lola la frenó con su estaca de plástico y ambas cayeron al suelo, tirando al abuelo y a Rubén en el proceso. Arnela atrajo a Vega hacia su cama, cogiéndola de cualquier parte, mientras ella clamaba por su madre; intentaba acercarse. Timón ya se había escondido debajo de dicha cama, ladrando al enemigo. La mujer iba a morder y apenas poniéndose derecho, Rubén, ni corto, ni perezoso, le clavó la hachuela en la nuca para frenarla, haciéndola caer muerta encima de su tía. Fue instantáneo, como hacérselo a una persona normal. Igual que los gritos que empezaron a sonar en la calle.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro