III. La suerte de Vega
La cama de Nil era la más cómoda que había probado. Estaba mullida al punto justo y, cuando te tumbabas encima, te estiraba las vértebras hasta ponerlas en su sitio bajo una colcha que representaba el arca de Noé y un mar de sábanas suaves teñidas de flores blancas. Además, cabían los dos. Por mucho que a Vega le gustara abrazarse a él cuál koala a un eucalipto. Seguía con una pierna desnuda encima de sus genitales, y a Nil le estaba costando moverse para detener la alarma de su teléfono que vibraba debajo de la almohada. Sabía que sonaba su canción favorita: Voyager, pero hasta que no se pusiera el implante el sonido no era menos que una vibración en la nuca. Había nacido con cofosis, y el silencio total que llegaba cada noche no dejaba de recordárselo. Sin malicia, eso sí. Mamá se lo explicó de manera sensata a los ocho años, cuando el asunto le puso verdaderamente ansioso tras las hipocresías de unas niñas de su clase:
—Un sordo es como un alcohólico: en realidad, por mucho que oiga o no beba, nunca deja de serlo. Es un obstáculo al que tendrás que acostumbrarte. Porque eres sordo, hijo, pero no tonto.
Y eso hizo. Mamá era la persona más sabia que había conocido nunca. Pero, también, la más irritable por las mañanas. Intentó quitarse de encima a Vega por enésima vez; si su madre los descubría así iba a pasar la vergüenza de su vida... Sin embargo, fue Vega, al despertarse, la que terminó colando su mano bajo el cojín y parando Voyager. A Nil le subió un escalofrío al sentir sus labios en el cuello.
—Hola —le dijo con la mano, como un cadete.
—Hola —respondió él igualmente.
—Dios, qué raro esto... —Su sonrisa vibró contra su piel, haciéndole enrojecer, antes de ponerle la boca a unos centímetros de los ojos. No quería hablar en lengua de signos para algo tan largo y continuó, despacio: —¿Cómo se habla con tu pareja después de perder la virginidad?
—¿Te gustó? —preguntó el chico en señas después de reírse.
Vega asintió, besándole la mejilla y levantándose de la cama. Nunca le había importado pasearse desnuda delante de la ventana sin cortinas de su habitación. Al final, era una versión más joven de su propia madre que le enseñó «Al que le moleste que no mire». Aunque no solo se parecían en eso. Cuando llegaron al barrio, casi de improviso, Nil creyó que eran hermanas hasta que su madre se lo desmintió, alegando a que era imposible porque todos en Vollruin conocían la historia de Lola con el pintor. Fue Vega, todavía sin tener mucha relación, la que le contó que el divorcio había sido traumático y que a falta de un sitio donde hospedarse, su madre se tragó su orgullo y volvió a casa del abuelo.
Mientras la vio ponerse las bragas y los pantalones cortos, pensó en la ilusión que le había hecho estar rodeada de perros desde que pisó esa casa por primera vez. La muerte de Plío la devastó. No obstante, y en palabras de ella misma, tendría que habituarse como él lo hizo a su condición. Al fin y al cabo, los recuerdos de Plío seguirían ahí, igual que su tumba.
«No está bien olvidar a los muertos».
Una vez vestida, Vega le acercó el implante con una sonrisa y Nil tuvo que disimular su nostalgia. Parecía un poco incómoda a la hora de andar, pero el chico sabía que sería otra cosa que no debía mencionar o los dos acabarían más rojos de lo que estaban. Caritativa, le ayudó a ponérselo tras besarle la frente.
—Creo que voy a volver —le dijo una vez que el ruido ya no era una simple ilusión.
—Está bien —contestó él, aplastándole los mofletes—. ¿Quieres que te acompañe?
—No. Pero si quiero desayunar.
A Nil se le volvió a escapar una carcajada que su madre, sin saberlo ninguno despierta, escuchó desde el salón.
—De acuerdo, mi reina.
Vollruin está dividido en distritos de la A a la T. Nil y su madre viven a dos zonas de la de Vega, en una casa llena de jaulas con agapornis y plantas del dinero que se han convertido en enredaderas de la pared que da a la calle y la hace ver más imponente de lo que es. Comparado a otros barrios, este es uno húmedo en el que los peores ruidos vienen de las obras o los perros de los vecinos. Bueno, si no contaban la ambulancia que hoy había pasado a toda pastilla... La cuestión es que cuando dan las once, Vega se despide de ellos sin que nadie sospeche nada, con su madre escribiéndole a la de Nil momentos más tarde sobre accidentes a los que es mejor no acercarse.
La calle de camino a la zona N es como todas las de allí: llena de bajadas, curvas y subidas, algunas más empinadas que otras, que van al son de la montaña dónde construyeron el pueblo a principios del siglo XX. Según tenían entendido sus habitantes, por los libros y profesores de historia, lo habían formado dos familias de agricultores y ganaderos que, de tanto mezclarse entre sí, ya no sabían quién no era familia directa de quién. Hasta entonces no había habido ningún rastro de vida humana en el pueblo más que el monolito, y, luego, simplemente se corrió la voz de lo buenas que eran las tierras y el lugar se llenó de desconocidos que pusieron recelosos a sus residentes. En especial, después de que uno de ellos consiguiera el permiso para mover la piedra gigantesca y así ampliar sus cultivos. El abuelo de Vega solía contarles que, posteriormente a eso, las familias se retiraron a una masía lejana a la que llamaron Ca la Rosa, por la matriarca, y que lo único que quedaba en vida de ellos era Doña Amparo, a la que nunca le había gustado rememorar esa parte de su herencia. Ni siquiera cuando encontraron aquellos restos óseos en una cueva cercana y la prensa se interesó por ella.
—Han pasado veinte años —murmuraba el abuelo cuando hablaba del tema— y si no fuera por El monstruo la gente seguiría empeñada en aquello. Saltaron muchas conspiranoias... Qué no se te vaya la cabeza con esto, ¿eh, nieta? Qué sé como eres...
Vega no conocía en persona a Doña Amparo, pero era una friki. Así que cada vez que veía a una anciana, como la que se topó a pocos metros de su casa, se aferraba a la posibilidad de que fuera ella y de que le cayera lo suficientemente bien como para darle más detalles de lo sucedido. Rubén estaba harto de escucharla gimotear sobre lo mal que la trataban algunas en consecuencia. Al menos aquella mujer parecía simpática. La abuela arrastraba del collar a un airedale terrier de color canela acompañada de sus dos nietos. El animal estaba inflamado en extremo y a Vega no le faltó impulso para acercarse saludando. Dejando de lado que la viejecita pudiera ser Doña Amparo —que no lo era porque no tenía ni hijos, ni nietos—, no iba a ser ella la que no prestara ayuda a un perro en tal estado.
—¿Qué ocurre, señora? —Lo dijo como si la conociera de toda la vida y la anciana se arrugó, conmocionada. Los niños, en cambio, la miraron de arriba abajo.
—Eres la hija de Lola, ¿no? —respondió tras un silencio incómodo—. Pues, mira, que tenemos a la perrita mala y la llevamos al veterinario a pata porque mi hijo y mi cuñada están en Elroc por negocios. Se escapó hace unos días —añadió— y hoy ha vuelto así. Espero que no haya comido nada venenoso...
—Nana, ¡mala! —soltó el más pequeño, acariciando la cabeza de la bestia; no levantaba ni un palmo del suelo.
—Mi abuelo dice que lo único venenoso que hay aquí son ortigas y serpientes. —Vega se agachó, mimando los carrillos del animal. Sin embargo, apartó las manos enseguida cuando estos comenzaron a temblarle: Nana bufaba una y otra vez sin remedio con los ojos muertos clavados en ella. A la abuela se le retorció la cara de disgusto.
—Madre de Dios.
Los niños, de nuevo, la contradijeron poniéndose a llorar.
—Señora —se alzó Vega—, estoy segura de que si vamos a mi casa mi tío la puede llevar hasta el veterinario sin problemas. Está aquí cerca; es la primera casa al bajar, la de la esquina.
—No, si lo sé. —La anciana dudó un momento, mirando a la perra: seguía resoplando con la nariz pegada al muslo de la chica, buscando su cariño. Estaba segura de que en cuanto pusieran un pie en el veterinario tendrían que sacrificarla... Pero llevarla era siempre mejor que nada. Y sus nietos podían quedarse tranquilos esperando en su casa. —Mira, hija —contestó, al fin—, aunque se digan muchas cosas me haríais un favor tremendo.
—Entonces no perdamos más tiempo.
Vega intercambió puestos con ella, cogiendo al animal del collar por el mismo sitio donde lo tenía la vieja. No obstante, Nana no quiso moverse más que hacia ella, llorando de pronto.
—¿Qué te pasa, bonita? —preguntó la adolescente, inclinándose— ¿Qué te pasa, eh? ¿Te duele? Ahora te curan en...
—¡Nana quiere que la lleve yo!
El niño se interpuso entre ambas, estrechando a la bestia por el cuello con la fuerza de un melodrama. El morro del animal le quedó pegado a la oreja, alarmando a su hermana mayor.
—Ricard, ¡no te la acerques así! ¡Seguro que te pega lo que tiene!
Y, por desgracia, tenía toda la razón.
Cuando Elías la vio detrás de la puerta se le escapó un jadeo de alivio. Vega estaba allí, compungida y a salvo. Tenía un arañazo en la rodilla y con el móvil en la mano le dijo:
—Lo siento, anoche gasté la batería porque me acosté con Nil y quería hacerlo con música para que su madre no nos oyera.
Su tío tiró de ella en un abrazo que le dio la oportunidad de mirar más atentamente el exterior: no había ni rastro de los paramédicos, ni de sus vecinos. ¿A dónde narices habían podido ir en ese estado? Notó unos ojos brillantes debajo del scirocco de la familia de enfrente que lo pusieron nervioso, y sin decir una palabra aguardó a Vega en el interior. Lola apareció casi al segundo, tan llorosa como su hija, y se abalanzó sobre ella repitiendo con besos: «¿Dónde coño estabas?». Al desligarse, le metió un tortazo en el hombro.
—Lo siento.
—Más te vale, imbécil. Pero, ¿tú estás bien? —prosiguió— ¿Te has topado con la gente de fuera?
Vega se sorbió los mocos antes de hablar.
—¿Qué gente?
—No hay nadie ahora, Lo —aclaró Elías, tan serio que daba miedo.
—¿Me tomas el pelo? —Lola frunció el ceño— ¿Has mirado bien?
—No, pero tal y como estaban dudo que pudieran correr como gacelas a esconderse debajo de los coches...
—Vale, ya lo pillo. No te pongas cínico.
Vega estuvo a punto de contarles lo que había sucedido: como el niño había empezado a gritar de forma torturada: «¡Me quemo, yaya! ¡Me quemo, me quemo, me quemo, me quemo!» hasta quedarse sin voz y se había puesto histérico alrededor de ellas, pegando arañazos al aire y, después, a sí mismo. Como la abuela y la hermana le habían intentado tranquilizar mientras el animal se marchaba calle arriba, lento pero seguro, y habían acabado por pedirle ayuda a ella entre susurros, autolesionándose en el borde de la acera. Sin embargo, justo cuando el abuelo se asomó también a recibirla, Rubén les instigó a regresar al comedor y la oportunidad pasó.
—¡Eh, las noticias!
Cristina Sas volvía a la televisión con su mueca kilométrica que no tranquilizaba a nadie. Probablemente, porque ella misma no parecía relajada del todo... Rubén y Lola pensaron a la vez que se trataba del botox. Y lo confirmaron cuando al reiterar en sus saludos casi trastabilló, por poco haciéndolos reír. Después, la presentadora continuó con la noticia que empezaba a llevarlos de cabeza.
—Lamentamos la interrupción, pero hemos logrado volver a contactar con nuestra compañera, Manuela Valles, y la situación en Vollruin parece estar encauzándose al fin. Cuéntanos, Manuela, ¿qué sucede? Nos informan de que varios pacientes han sido trasladados a los hospitales más cercanos. Aunque siguen aumentando los casos, la policía y paramédicos de alrededor parecen tenerlo, al fin, todo controlado.
La carretera húmeda dónde vivían Nil y su madre apareció de espaldas a la reportera, llamando la atención de Vega. Seguía con el teléfono muerto en la mano, y lo miró con el deseo de escribirle. ¿Habría visto él a Nana paseándose frente a su casa? ¿O a los que la acompañaban? Sin prestar más atención de la necesaria a la noticia, buscó el cargador en uno de los potes de plástico de la cocina y lo enchufó allí mismo. Nil no le había escrito en todo ese rato; su madre sí. Le advertía de que la suya estaba muy preocupada.
—Pues sí, Cristina, parece que, al fin, este pueblo puede respirar. Nos hemos venido a una de sus zonas para que veáis la tranquilidad que hay en el lugar normalmente... ¡Oh!
—Pobre, bestia —soltó el abuelo al ver a un airedale terrier acercarse a la periodista. Gozaba de un torso abultado y gimoteaba pidiendo amor—. Creo que es la perra de los nietos de la Puri... Se escapa mucho ese animal.
Al oír ese comentario, Vega abandonó el móvil y salió de su escondrijo. La cámara apuntaba directamente a Nana; no daba la sensación de ser menos que una perra enferma. Quizá los nervios le habían jugado una mala pasada a su familia. No obstante, cuando Manuela Valles dejó que el animal se le colocara en el cuello y el informativo se convirtió en una pesadilla que hizo chillar a Arnela, pensó en la suerte que tuvo entonces.
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