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II. Caos

A las once de la mañana, Lola ya estaba sentada en el porche bebiéndose su segundo café. Había tenido tiempo de ir y volver del paseo con Timón, el único perro que les quedaba, sin incidentes. Elías y el abuelo se encargaban de lo otro. Daba gracias al cielo porque Vega hubiera decidido pasar unos días en casa de su novio después de lo de Plío. Aunque no sabía como iba a reaccionar Rubén... Lola le conoció de sopetón al volver y, por lo poco que había visto de él, tenía claro que no era alguien de emociones estables.

Rubén siempre era el último en despertarse. Plío a veces le metía el morro en el cuello para devolverlo al mundo de los vivos, pero ahora que él no estaba su sueño había empeorado significativamente. Dormía en la parte de abajo de la cama nido del abuelo y ni siquiera los tambaleos de este al levantarse lograban espabilarlo. Según Elías, el chico llevaba mucho tiempo sin descansar a pierna suelta. O al menos, eso le había dejado intuir. Todas las noches se tomaba media pastilla de un frasco de melatonina que llevaba consigo desde dónde hubiese venido. Con lo de Plío, había aumentado su dosis a una pastilla completa y, en su mayoría, nadie volvía a saber de él hasta pasadas las doce. Sin embargo, aquella mañana se levantó justo cuando las campanadas de la iglesia dieron y cuarto, se puso las gafas e inició su rutina confiando en que la normalidad seguía tal cual.

Hizo mal. Sobre todo por lo que encontró al salir.

—Buenos días —le saludó el abuelo, pegado a la valla metálica que cercaba el gallinero y parte del huerto. Rubén asintió por educación, pero no preguntó que había pasado hasta que vio a Elías dentro del recinto, hablando por teléfono al lado de dos enormes agujeros en la tierra.

—Alguien se ha llevado a los perros —respondió el abuelo, impasible.

—¿Cómo?

—Hemos encontrado las tumbas así esta mañana. Ni rastro de los cadáveres. Vete a saber qué desalmado... ¡Y encima con nosotros en casa!

Rubén le dio tal puñetazo a la verja que la hizo temblar junto al viejo. Elías apenas se sorprendió. De hecho, era lo que la familia estaba esperando. Oculta en el porche, Lola suspiró de alivio al escucharlo gritar de rabia. Luego, el chico regresó a la casa refunfuñando incoherencias y se hundió en el sofá del comedor, clavando la mirada en la revista que alguien había dejado al borde de la mesa. Una vez a la semana, la cartera dejaba un ejemplar ovillado en el buzón de todos. Las portadas variaban desde bosques otoñales hasta ferias anuales, pero con la aparición de El monstruo la única fotografía que mostraban ahora era la censura. La de hoy añadía, además, un título en carmesí que decía:


EL MONSTRUO ATACA DE NUEVO

Pero sigue sin haber pruebas concluyentes. ¿Caso real o histeria colectiva? Los expertos hablan.


«Menudo circo», pensó el muchacho antes de que un chirrido le hiciera volverse hacia el ventanal de la corredera. Entre la luz del sol y las cortinas, por poco no llegó a ver la furgoneta casi estrellada contra la entrada. Lola se alzó de un salto, chillando:

—¿¡Se puede saber qué haces, idiota!?

Pero el conductor la ignoró, llamando a Elías en cuanto se bajó del vehículo. Estaba pálido y sudoroso, con el pelo rubio pegado a las mejillas. Tampoco le habían quitado el yeso y, unido al hecho de que parecía estar a punto de vomitar, Arnela daba la sensación de haberse vuelto loco. Lola, de repente preocupada, se acercó a él abriéndole la puerta.

—¿Qué pasa, eh?

Arnela tartamudeó como nunca lo había hecho, preguntando por Elías una vez más. De vez en cuando se llevaba los dedos a la boca y los masticaba hasta hacerlos sangrar, aumentando la inquietud de Lola. Ella le puso una mano en el hombro, tratando de insuflarle cariño.

—Está atrás —contestó—. Pero, ¿qué pasa? ¿Por qué estás así? ¿Ha pasado algo en el médico?

Súbitamente, el mecánico gritó de espanto, abrazándose a sí mismo. Alarmada, la mujer llamó a Elías. Sin embargo, fue Rubén quién apareció primero.

—¿¡Qué le pasa!?

Lola no supo que responder y siguió llamando a su hermano. De fondo, se oía una sirena acompasada a los ruidos de su amigo.

Elías llegó en el mismo momento en el que Arnela se puso en cuclillas y rezó a Dios, interponiéndose entre los tres como un muro. El abuelo, que lo había seguido por inercia, permaneció en el porche observando los hechos. Si estaba tan histérico como parecía, ya había más gente de la necesaria. Advirtió a Rubén de ello, pero el chico no hizo ni caso, atento a todo.

—¿Qué te pasa, Gus? —cuestionó Elías esta vez, de pie. Arnela hablaba tan bajito que nadie alcanzaba a entenderle. —¿Cómo?

—P-p-asa algo —susurró el mecánico—... Ahí fu-fu-fue-ra p-pa-pasa algo...

Al girarse a mirarlos, su mejor amigo tuvo la impresión de que volvía a ver a aquel niño endeble al que los demás tildaban de cosas horribles: «August es un raro... ¿Será verdad que puede ver a los muertos?», «¡Profesora! August dice que hay demasiada gente, que hay que vaciar el mundo a cualquier precio», «El otro día, August amenazó a Beatriz Sala con unas tijeras». Elías entabló relación con él porque quería llevar la contraria a sus compañeros, empero, acabó ligado a Arnela de por vida. No tenía ninguna queja, debajo de su apariencia de esqueleto había un buen tipo que decía esas tonterías por soledad. Su amistad le salvó, según sus palabras. Pero una pequeña alarma se encendió en su cerebro al hundir los ojos en los de su amigo: el miedo era auténtico, y había borrado todo rastro del Arnela que conocían.

—Pero, explícate, hombre —carraspeó—. ¿Qué es lo que ha pasado ahí fuera?

Arnela dudó un momento, y repentinamente se puso a su altura con serenidad.

—Tenemos que irnos. —No tartamudeó.

—¿Qué?

—¿Pero qué dices, tío? —intervino Lola.

—Tenemos que irnos inmediatamente.

Los apartó y, decisivo, caminó hacia la parte de atrás de la casa murmurando sobre las maletas, lo necesario y el no cundir al pánico. Elías le siguió al trote, invocando su nombre como a un espíritu a la par de Lola que, igual al resto, no comprendía la verdadera magnitud de lo que estaba aconteciendo. Solo cuando el sonido de la ambulancia se estampó contra la furgoneta de Arnela empezó a preocuparse en serio. El vehículo arrastró al otro una casa más allá y, por un eterno segundo, la familia al completo se quedó inmóvil. El vecino de enfrente emergió con las manos en la cabeza mientras su hija pequeña llamaba al cientodoce, y una pareja que conducía un cochecito se asomó desde la esquina con el bebé llorando en brazos de su padre. Arnela ya había desaparecido para cuando la mayoría del barrio surgió en busca de ayudar. A Elías no le dio tiempo a atraparlo, buscándole heridas invisibles a Lola y a Rubén.

—¿¡Estás bien!? ¿¡Estáis bien!?

El primero que se acercó al desastre fue El Canuto. Iba fumado, así que no hizo caso de las advertencias. Dio un par de pasos hacia la ambulancia en el momento en que de esta salió uno de los paramédicos aullando, inflado cuál globo aerostático y tropezando con la cara en el asfalto. Por impulso, otros dos vecinos se unieron al Canuto para socorrerlo. Al acoplarse al herido, este torció su faz hacia uno de ellos que, turbado, aproximó el rostro varias veces al suyo intentando entender lo que susurraba. Tras un instante de asombro, comenzó a golpearse contra el suelo entre gritos terroríficos que pegó a la gente de Vollruin.

—Oh, Dios —exclamó Lola, viendo como el otro vecino intentaba auxiliarlo y repetía, sin querer, los hechos—... ¿¡Pero qué pasa!?

Cuando apareció otro paramédico con los mismos síntomas y El Canuto salió corriendo, Elías les metió prisa a empujones.

—Vamos. ¡Vamos a casa, vamos!

De igual forma, el abuelo se apegó a ellos. No obstante, de camino a la vivienda, se toparon con el mecánico en la puerta, observando el panorama completamente ido y con algunos neceseres en la mano.

—Ya es tarde. —Fue lo último que dijo.



—Deja de fumar, Lo —le pidió Elías, cansando de dar vueltas por la casa. Arnela había desordenado el ropero del abuelo y se entretuvo un buen rato en arreglarlo mientras su hermana intentaba no desesperarse de más. El abuelo y Rubén estaban sentados en el sofá, esperando alguna noticia de última hora, con Timón echándose una siesta a los pies del muchacho. El mecánico continuaba sumergido en su propia aflicción, encogido en el sillón de al lado. La voz de Uriel Ruiz, el presentador del programa de actualidad, calmaba un poco los agudos chillidos que sonaban fuera de vez en cuando. Había pasado una hora y Vega seguía sin coger el teléfono. Preferían pensar que, de nuevo, había acabado con su batería. La madre de Nil le informó por mensaje a Lola que seguramente en cinco minutos estaría en casa; no tenía ni idea de lo que pasaba. Antes de que bajaran las persianas, Rubén estuvo un buen rato pegado al ventanal, viendo como los paramédicos, algunos vecinos que se habían acercado a ellos y una señora mayor que, también, salió de la ambulancia convertida en un monstruo, gateaban por la carretera. Si te parabas a escucharlos, hasta parecía que pedían ayuda a medida que se alejaban.

—Lo —la avisó otra vez Elías, tendiéndole el cenicero.

—Vete a la mierda —replicó esta, cediendo.

—Seguro que está dando una vuelta por ahí.

—Ya. Y yo la mataré por eso y por tener el móvil muerto, que se lo he dicho mil veces. Aunque, bueno, todo dependerá de si puede llegar a entrar o no... ¿Has llamado a la policía? —añadió— Porque así no podemos seguir.

—Lo he hecho. Vendrán.

—¿Pero? Esa cara es de pero...

Elías exhaló. El operador casi le había dejado caer de improviso que todo tardaría el doble dadas las circunstancias en otras zonas de Vollruin. «Oh, ¿otra vez?», le oyó murmurar, mientras pretendía hacerle creer que pronto vendrían las patrullas y una nueva ambulancia. De reojo vio como Arnela, demente, se rascaba las heridas que se había hecho con los dientes. Estaba claro que no respondería tan fácilmente, y eso le hizo volver a suspirar.

—¿Qué te han dicho? —insistió Lola.

—Supongo que tendremos que seguir intentándolo.

La música que anunciaba las noticias interrumpió cualquier posible discusión que Lola quisiera comenzar. CDC era la única cadena que podría añadirle sentido a lo ocurrido, pues ninguna otra tenía consciencia de Vollruin. En la pantalla se mostró a la presentadora de siempre, sonriendo de oreja y oreja, que dijo:

—Buenos días. Interrumpimos este programa para retransmitir las terribles imágenes que nos llegan desde un pequeño pueblo de Cataluña...

—El pequeño pueblo tiene nombre.

—Calla, Rubén —le pidió su supuesto padre, acercándose.

La presentadora prosiguió, intercalándose con su voz los vídeos de las calles y las terrazas de Vollruin desde los que se mostraba el horror: gente con el pecho o el estómago abultado, perdidos en su propia locura; arrimándose a otros pidiendo socorro, autolesionándose con lo que pillaban... Jon Soler, uno de los vigilantes municipales, convulsionaba frente a la clínica.

—... en el que parece haber estallado una especie de histeria colectiva. El pueblo llevaba siendo asediado por ataques similares desde hace unas semanas, pero hasta hace poco no se barajaba la posibilidad de que fuera una afección nerviosa. Las llamadas a emergencias se han disparado y hay un muerto confirmado. Manuela, cuéntanos lo que ocurre. ¿Qué está pasando? ¿Por qué sucede esto?

La reportera apareció a un costado de la mujer, contrarrestando su sonrisa con una cara nerviosa. El cámara y ella estaban en la zona de pícnic que daba la bienvenida al pueblo, rodeados de bosque y mesas vacías.

—Así es, Cristina. Según nos ha informado la guardia civil, antes de obligarnos a permanecer aquí, el detonante parece provenir de la única clínica médica del pueblo, en la que se ha confirmado la muerte de una enfermera de cincuenta y cuatro años. La mujer parece haber recibido un golpe fatal en la cabeza por uno de los afectados, a los que se está intentando contener de la forma más rápida posible. La mayoría de habitantes se han encerrado en sus casas o en restaurantes y tiendas del lugar llevados por el pánico. Nadie sabe con certeza por qué está sucediendo esto, pero no parece nada fuera de lugar dentro de un caso de histeria común. Seguire... mos... informan...

La imagen de la reportera se petrificó, tembló y, finalmente, desapareció en la oscuridad. La presentadora, desconcertada, intentó salvar la situación fingiendo poner en orden los papeles de la mesa.

—Lo sentimos, hemos perdido la señal. Intentaremos contactar con nuestra compañera lo antes posible. Ahora les dejamos, de nuevo, con el apasionante programa de Uriel Ruiz: «Planta alta». Buenos días.

Y como en un visto y no visto, el telediario dejó paso al salón dónde Ruiz seguía entrevistando a un político retirado.

—¿Eso es todo? —se quejó Rubén, provocando que su supuesta tía se atragantara con una risa sarcástica. Entre ellos, la tensión por el desconocimiento aumentó, transformándose en un silencio sepulcral. ¿Qué más iban a decir?


Ya no se oían rezongos en la calle cuando alguien tocó el timbre. Se les cortó la respiración. Lola fue la primera en decir que podría tratarse de Vega, medio esperanzada, medio dudosa. Sin embargo, fue su hermano quién decidió ir a comprobarlo.

—No os mováis de aquí.

Elías se aproximó a la puerta y, haciendo de tripas corazón, la abrió con el recuerdo de la carita feliz de Vega cruzándose por su mente.

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