I. Susurros
Puig catalogó el aviso como otro crimen de El monstruo. Al fin y al cabo, tenía antecedentes de sobra para pensarlo y el delincuente aún no había sido atrapado.
Los ataques comenzaron a mediados de mes cuando dos ancianas del pueblo denunciaron haber sido aterrorizadas por un hombre con un cuchillo mientras paseaban por el bosque. Y cuatro días más tarde otra mujer declaró lo mismo, arrastrando consigo las pruebas en las carnes. Después, los sucesos simplemente aumentaron como una infección maliciosa y las llamadas al cientodoce de gente que había sido asaltada por el criminal se convirtieron en el pan de cada día para la guardia civil de Sant Eloi, la ciudad más cercana al pueblo, y los vigilantes municipales de Vollruin. Puig pertenecía a estos últimos y junto a Moreno y Soler eran los únicos vigilantes en todo el vecindario. Lo que significaba que la mayoría de alarmas iban a parar a ellos, en especial si eran como la de Doña Amparo. La mujer vivía sola en las montañas y, según el comunicado de emergencias, había recibido la extraña visita de un hombre que ahora no dejaba de rondar por los alrededores de su masía. Al contrario que su compañera, Soler estaba convencido de que se trataba de okupas.
—Ca La Rosa es el lugar ideal, ¿no te parece? Lejos del pueblo, de la ley... Ahí tardarían en descubrirlos, desde luego.
—Puede ser —respondió Puig, aparcando frente al muro de piedra que protegía el terreno—. Pero yo de ti no bajaría la guardia. No sería la primera vez que la cosa se complica...
Y lo decía específicamente por lo de Pep Vidal. Días atrás se les había echado encima tras acudir a la llamada a emergencias de su mujer, quién informaba haber visto varias veces en la noche a un misterioso hombre dando vueltas bajo su balcón. Al llegar, Puig y Soler se encontraron a la señora Vidal inconsciente en el salón y a su marido cubierto de puñaladas que le habían partido las mejillas en equis. Debido a los hechos a los vigilantes no les sorprendió del todo su ataque psicótico, pero por poco acabaron con un mordisco en el cuello.
—Ten cuidado —le reafirmó Puig, desabrochándose el cinturón. Soler asintió con la aparente desgana que lo eclipsaba en aquellos tiempos, pues Ca La Rosa solo invitaba a sumar inquietudes en las que no quería reparar. Era una casa aislada de color sucio, repleta de hierbajos, madroños y ramas caídas de árboles tan viejos como la dueña. De vez en cuando llegaba hasta allí algún que otro gato callejero que, sin embargo, Puig no vio al bajarse del coche. En el camino de tierra, una señal de otros peligros les daba la bienvenida sustituyendo a Doña Amparo, ya que ella no estaba por ninguna parte.
—Lo más probable es que se haya encerrado en casa por el miedo —dedujo la vigilante—. Yo inspeccionaré los alrededores con precaución; tú llama a la puerta a ver si te abre. Estamos todos con los nervios a flor de piel...
Soler le dio la razón y se alejaron entre sí. El terreno estaba plagado de casetas con chatarra oxidada, leña y lonas grisáceas. La balsa cerca del muro llevaba demasiado tiempo sin limpiarse y a Puig le dio la sensación de que en cualquier momento iban a salir a flote los peces muertos. No obstante, lo más preocupante vino al acercarse al bosque: había un olor. El olor afrutado y repulsivo que emiten todos los cadáveres. Sus barreras vacilaron. Todavía soñaba con los cortes en las nalgas de Helena López o la especie de sonrisa de Glasgow sin dientes de Carlos Álvarez y Beatriz Sala. Doña Amparo era poca cosa en comparación al resto, una mujer amable y escuchimizada. Si le había pasado algo parecido o, peor, se había ido al otro barrio en semejantes circunstancias... Puig no sabía si podría soportar encontrársela tirada entre la hierba seca y se detuvo, tosiendo ligeramente. El aroma había proliferado hasta parecerse al azufre, y al prestar un poco más de atención le llegó el sonido crujiente que emite el césped cuando se camina sobre él. ¿Los gatos estarían allí? El grito de su compañero no le dio tiempo para averiguarlo.
Soler se había adentrado en las fauces de Ca La Rosa sin permiso. La puerta estaba abierta y al empujarla no encontró más que el silencio de su dueña, a la que, seguidamente, vio sobre la mesa del comedor: tenía la cara llena de arañazos vuelta hacia él y parecía desmayada o muerta. El nombre de Puig se le escapó como una sirena.
—¡Virginia! ¡Virginia, ven aquí!
La vigilante llegó hasta ellos trotando y, al instante, le recriminó a Soler estar mirando las musarañas y no comprobar el estado de la anciana. Lo hizo a un lado antes de que pudiera excusarse, pero tampoco la siguió. Se había entretenido observando al detalle la sala continúa, esperando no ver a El monstruo —o al okupa, como le dictaba su parte racional— escondido entre el cuadro de plantas podridas apoyado en el sofá, las sillas del revés y el viejo carrito de la compra por el que asomaban varios rollos de periódico. Doña Amparo no había descorrido ninguna de las cortinas y eso le daba a todo un aire desagradable, abarrotado de posibilidades nefastas. Por mucho que lo habían pedido, los vigilantes municipales no podían llevar armas. Si ya les costó reducir a Pep Vidal, ¿qué iban a hacer frente al verdadero monstruo? Sí es que en verdad era el auténtico...
—Hay que llamar a la policía —le ordenó Puig, tomando el pulso a la anciana—. ¡Qué envíen una ambulancia!
Soler obedeció, sacando el teléfono de uno de los bolsillos con cremallera de su uniforme. De los tres siempre había sido el más nervioso, y una vez pensado en el mal ya no podía quitárselo de la cabeza por muy hastiado que sonara. Mientras daba vueltas por el terreno, llamó a la comisaría de Sant Eloi con el hedor a fiambre alcanzándole por primera vez. Respondieron casi en seguida. Sí, mandarían una patrulla lo antes posible. Sí, la ambulancia iría de camino. Debían hacerle la reanimación hasta su llegada.
En el interior, Puig pasó los brazos bajo las axilas de Doña Amparo y la tumbó en el suelo. Sin embargo, en cuanto hizo la primera compresión, los ojos de la anciana la miraron desorbitados.
—¿Amparo? —De pronto, la vigilante se dio cuenta de que había más cosas preocupantes en ella aparte de las heridas en la cara y el miedo que transmitía. Tenía el abdomen hinchado, aunque ahora respiraba con normalidad. —Amparo, tranquila. Soy Virginia, ¿te acuerdas de mí? La hija de la Claudia.
Doña Amparo boqueó como los peces muertos que se había imaginado al ver la balsa, y susurró algo incomprensible.
—¿Qué ha pasado, Amparo? —prosiguió Puig— Hemos venido porque usted ha llamado a emergencias, ¿se acuerda?
La mujer volvió a murmurar y, con un «¿Qué?» ahogado, Puig se le acercó, pegando la oreja a sus labios cortados. Entonces lo comprendió, y abrió los ojos con el mismo terror que emitían los suyos.
En cuanto colgó, Soler la escuchó chillar y salió corriendo de vuelta a la masía. Allí, pasmado, vio lo que nunca podría haberse esperado.
—¿¡Virginia, qué haces!?
Su compañera de toda la vida se hundía las uñas en la cara vociferando a un lado de la anciana que, todavía en el suelo, la imitaba con ansia.
A la espera de su turno, Arnela leyó el nuevo artículo dedicado a El monstruo. El asunto había ocupado las primeras páginas de la revista local durante las últimas semanas, ¿pero quién iba a reprochárselo? Era lo más morboso que había sucedido en veinte años y las cosas no parecían ir a mejor. Según el título hubo otros tres ataques durante el día anterior. La noticia incluía fotografías de las víctimas que, por la costumbre, a Arnela ya no le cerraron el estómago. Aunque Margarita Jiménez, una de las afectadas, dio una descripción del sospechoso que le puso los pelos de punta.
—Se me acercó fuera de sí, como deambulando sin rumbo, y me miró con los ojos... ¿Hinchados? No sabría decir... Era como si no tuviera párpados o no pudiera parpadear... No lo vi parpadear en ningún momento, no. Además, era bajito y un poco jorobado. Yo soy muy alta, así que a mí me pareció bajito... También estaba gordo. Sí, como si estuviera embarazado. Pero ya se sabe, el que bebe mucho... Puede que estuviera borracho. ¡Olía fatal! La verdad es que tenía la cara de una persona normal: la barbilla redonda, la nariz recta... Lo único que me pareció antinatural fueron los ojos.
Arnela lo imaginó como una rana humanoide digna de un cómic de terror. No obstante, al seguir leyendo, la figura de El monstruo se desvaneció hasta el mismo lugar donde nació. Esta vez los redactores lograron contactar con algunos expertos que calificaban el caso de histeria colectiva. La teoría había cogido fuerza gracias al nuevo testimonio de una de las víctimas anteriores que, también, se narraba en el artículo.
—Me lo inventé todo —decía el desgraciado—. Tuve un ataque de ansiedad... No sé. Mi mujer dice que me lo hice yo, que yo me apuñalé y que por eso se desmayó... No sé lo que me pasó, pero lo siento mucho. Lo siento.
Habían mantenido anónimo el nombre del susodicho, pero incluso a Arnela se le hizo evidente que se trataba de Pep Vidal. En Vollruin casi todos se conocían y nunca era difícil averiguar quién había dicho qué de quién.
Los especialistas atraídos por el criminal terminaban la noticia con una profecía:
—Creemos que seguirán desestimándose los casos hasta que todo quede en una anécdota. Pero eso ya depende de las supuestas víctimas.
—¡Vaya tela! —soltó Arnela, cerrando la revista y ganándose una que otra mirada reprobatoria de la secretaria. Qué no hubiera nadie más en la sala no implicaba que no tuviera que comportarse como en cualquier otra consulta médica. —Perdón. —El hombre le sonrió de oreja a oreja, pero ella puso los ojos en blanco y siguió a lo suyo.
Arnela era mecánico a domicilio y se había roto el brazo izquierdo durante una chapuza en el garaje de Elías, su mejor amigo. Tras casi dos meses escayolado, era hora de saber el resultado. Antes de él había pasado Don Eustaqui, preocupado por las heridas que tenía en las manos y que, muy probablemente para el mecánico y la secretaria, se había hecho durmiendo. Ambos lo escucharon refunfuñar cuando, al cabo de un rato, el doctor Oliva le despachó sin demasiados aspavientos. Arnela notó que se rascaba las manos a medida que el doctor lo empujaba hacia la salida. Tal y como este lo veía, ni siquiera iba a hacer que pasara por secretaría.
—Te digo que a mí me está pasando algo...
—Pues créetelo. No son más que pesadillas, Eustaqui.
—¡Cómo al final me pase algo!
Súbitamente, la puerta de entrada le reventó la nariz cumpliendo con el mal augurio, pero el causante no se disculpó. Sudaba como un pollo a l'ast de los de El Faig y la Donga y por poco se echó a llorar en el pecho del médico, mientras intentaba arrastrarlo hacia el exterior. Era Jon Soler, uno de los vigilantes municipales del pueblo, y tartamudeando decía que su compañera, Virginia Puig, necesitaba ayuda con urgencia; que no había tiempo de llegar al hospital de Sant Eloi. La clínica de Vollruin no estaba preparada para avisos inesperados; era solo eso, una simple consulta cuadrada y celeste en el que te hacías la revisión cada tanto y cuyo mayor entretenimiento recaía en los carteles pidiendo silencio y los folletos sobre salud que ofrecían los soportes de plástico en las paredes. Arnela se había traído la revista de casa por una razón... Sin embargo, Soler siguió insistiendo al punto de rayar la locura. A su lado, Don Eustaqui inclinaba la cabeza hacia atrás entre quejas con tal de frenar la sangre, a pesar de que el doctor le insistía en que no lo hiciese. Al oír semejante escándalo, la enfermera Ada salió de una de las salas con el ceño fruncido.
—¿Qué pasa? —cuestionó la mujer, tan seria como siempre.
El doctor intentó responderle, pero Soler intervino, cogiéndola a ella de reemplazo y causando un pequeño revuelo. La enfermera mantuvo la compostura, no viéndose acorralada por su violencia.
—¿Qué ocurre, Jonathan? —volvió a preguntar, a medias acariciándole el antebrazo.
—No lo sé... No tengo ni idea —contestó Soler, tiñendo cada palabra de ansiedad—... ¡Virginia! Le pasa algo a Virginia... Pero no tengo ni idea del qué.
—¿Dónde está?
—En el coche. No se puede mover...
La enfemera no dudó en ponerse al mando de la situación. Dejó a Arnela a cargo provisional de Don Eustaqui y ordenó a la secretaria llamar a una ambulancia. Luego, el doctor, la enfermera y el vigilante se encaminaron hacia el supuesto mal con una camilla del almacén, dejando la puerta abierta y los quejidos del anciano de fondo.
Al regresar, la banda sonora cambió a sus propios gemidos asqueados. A la secretaria se le escapó un grito de horror cuando se vieron obligados a pasar frente a su mesa. Pero Arnela y Don Eustaqui no reaccionaron mucho mejor. Llevaban a Puig —o a la que intuían que era Puig— tumbada en la camilla como si fuera un globo a punto de reventar: había perdido cualquier rastro de su figura atlética y lo único que quedaba era aquel bulto irreconocible que esperaba la muerte. El rostro colorado de arañazos no ayudaba a que se viera menos repugnante y a la secretaria le entró el hipo cuando la tuvo delante.
Ignorando las muestras de pánico de los demás, el personal sanitario y su compañero se encerraron junto a ella en la sala más grande de la clínica. Ahí dentro, el doctor Oliva fue el primero en notar que Puig susurraba algo. Ada, colocándole el tensiómetro, le aclaró que estaba delirando. Tenía mucha fiebre. No obstante, al médico le pareció que lo que musitaba no era un sinsentido. Casi hipnotizado por ellos, acercó el oído a la boca seca de Puig.
Soler se masticaba las uñas en un rincón, preguntándose si en ese momento Doña Amparo ya se habría excavado toda la cara... Pero sus preocupaciones cambiaron de rumbo al ver como el doctor Oliva empezó a berrear.
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