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Prólogo


prólogo de la historia

Londres, 1920  

La niebla otoñal se arrastraba por las calles empedradas de Londres como un manto fantasmal, envolviendo la ciudad en un aura de misterio. Las farolas de gas parpadeaban débilmente, luchando contra la oscuridad que se cernía sobre la metrópolis. En el corazón de la urbe, en el número 221C de Oxford Street, una tenue luz se filtraba por las rendijas de las ventanas de una casa aparentemente común. Era el hogar de los Leclair, una familia con un secreto que guardaban celosamente de generación en generación: el poder de viajar en el tiempo.

En el interior de la casa, en una habitación repleta de libros antiguos y artefactos curiosos, Alphonse Leclair se encontraba absorto en la lectura de un viejo tomo encuadernado en piel. Su mirada incisiva recorría las páginas amarillentas con avidez, mientras su mente inquieta procesaba cada palabra con rapidez. A su lado, sobre una mesa de caoba, descansaba un reloj de bolsillo de aspecto antiguo. No era un reloj común; en su esfera brillaba un símbolo arcano, la llave que abría las puertas del tiempo.

Alphonse levantó la vista del libro, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda. Algo en el aire, en la atmósfera de la ciudad, le decía que estaba a punto de ocurrir algo importante. Londres, en apariencia tranquila, vibraba con una energía inusual. Los susurros en los callejones hablaban de un asesinato sin resolver, un crimen que desafiaba toda lógica y que atormentaba a la policía.

El joven se levantó de su asiento, la determinación grabada en su rostro. Se acercó a la ventana y observó la calle desierta, iluminada solo por la luz mortecina de las farolas. En la distancia, el Big Ben dio las doce campanadas de la medianoche.

— Es hora — murmuró para sí mismo.

Alphonse se volvió hacia la mesa y tomó el reloj de bolsillo. Lo sostuvo en su mano por un momento, sintiendo su peso y la responsabilidad que conllevaba. Luego, con un movimiento preciso, activó el mecanismo oculto.

Un aura luminosa comenzó a envolverlo, primero tenue, luego cada vez más brillante. El aire a su alrededor pareció vibrar, como si el tejido mismo de la realidad se estuviera distorsionando. En un instante, Alphonse Leclair se desvaneció de la habitación, dejando tras de sí solo el eco de su presencia.

Su destino: la escena del crimen, una mansión en las afueras de Londres. Su misión: sacar a la luz el misterio que envolvía la muerte de un hombre prominente y, en el proceso, descubrir el verdadero alcance de su legado como un viajero del tiempo.

La fría noche londinense se intensificó cuando Alphonse se materializó en un callejón estrecho, a escasos metros de la imponente mansión victoriana. La niebla se enroscaba alrededor de las farolas, proyectando sombras alargadas y fantasmales que parecían cobrar vida propia. Un silencio sepulcral reinaba, roto solo por el lejano aullido de un perro callejero y el ocasional traqueteo de un carruaje en la distancia.

Alphonse, cauteloso, estudió su entorno. Se encontraba oculto tras un carruaje abandonado, sus ojos fijos en las ventanas iluminadas de la mansión. Desde su posición, podía ver siluetas moviéndose afanosamente en el interior, sirvientes con rostros conmocionados que cuchicheaban entre sí. El ambiente cargado de tensión confirmaba sus sospechas: algo terrible había ocurrido dentro de esas paredes.

Con un movimiento ágil, Alphonse se deslizó de su escondite y comenzó a acercarse a la casa, pegado a las sombras. Su paso silencioso lo llevaba hacia una ventana abierta en la planta baja, desde donde emanaba un tenue resplandor. Al llegar, se asomó con precaución, conteniendo la respiración ante la escena que se desplegaba ante sus ojos.

La habitación parecía un museo macabro. Libros antiguos yacían apilados desordenadamente sobre mesas y sillas, sus páginas manchadas de un rojo oscuro que Alphonse reconoció inmediatamente como sangre. Estatuas inglesas, otrora elegantes, se encontraban decapitadas, sus cabezas dispersas por el suelo como testigos mudos de la violencia desatada. Y allí, en el centro del caos, yacía la víctima: el señor Aldrich, un acaudalado empresario conocido por su excentricidad y su fascinación por lo oculto.

El cuerpo de Aldrich estaba tendido sobre una alfombra persa, su traje de tweed empapado en sangre. Su rostro, antes vivaz y curioso, ahora mostraba una expresión de sorpresa congelada en el tiempo. Pero lo más perturbador era su mirada: un único ojo abierto, de un azul gélido, que parecía contener un secreto insondable.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de Alphonse. La violencia del acto era palpable, pero había algo más. Una sensación de desasosiego, de algo antinatural, como si el tiempo mismo se hubiera desviado en aquella habitación.

En ese momento, un sonido lo sobresaltó. Pasos acercándose. Alphonse se agachó rápidamente, ocultándose bajo el alféizar de la ventana. Por el rabillo del ojo, vio entrar a un hombre corpulento con uniforme de policía, seguido por un inspector de mirada aguda y cejas pobladas.

— Inspector Davies — dijo el oficial con voz grave —, no hemos encontrado signos de forzamiento ni robo. Parece un asesinato premeditado, pero el motivo...

— Silencio, agente Lewis — lo interrumpió Davies con un tono severo —. Esto no es un caso ordinario. Hay algo extraño en este lugar, lo presiento.

Alphonse agudizó el oído, absorbiendo cada palabra. Las sospechas del inspector resonaban con su propia inquietud. Este asesinato no solo desafiaba las leyes de la ciudad, sino también las del tiempo. Y solo él, con su misterioso reloj de bolsillo y su secreto ancestral, podía revelar la verdad.

El inspector Davies comenzó a inspeccionar la habitación con minuciosidad, su ceño fruncido trazando líneas profundas en su frente. Alphonse, aún oculto tras la ventana, se tensó ante la mirada inquisitiva del detective. Aunque lo separaran unos metros y una pared, sentía como si el inspector pudiera ver a través de las sombras, descubriendo su presencia.

De pronto, Davies se detuvo abruptamente, su atención captada por algo en el suelo. Se agachó para recoger un pequeño objeto que brillaba tenuemente bajo la luz de las lámparas. Alphonse contuvo la respiración, estirando el cuello para ver mejor.

— Agente Lewis — dijo Davies, su voz resonando con urgencia —, mire esto.

El inspector sostenía un pequeño disco metálico, del tamaño de una moneda. Incluso desde su posición, Alphonse pudo distinguir unos símbolos extraños grabados en su superficie. El disco brillaba con un tenue resplandor azul, similar al del ojo del muerto.

— ¿Qué es eso, señor? — preguntó Lewis, acercándose para examinar el objeto.

— No estoy seguro — respondió Davies, girando el disco entre sus dedos —. Pero tengo la sensación de que es importante. Registre toda la habitación en busca de objetos similares. Y asegúrese de que nadie abandone la mansión. Quien sea que haya cometido este crimen, puede que aún esté cerca.

Lewis asintió y se puso manos a la obra, mientras Davies continuaba examinando el disco con fascinación. Alphonse sintió un nudo formarse en su estómago. Aquel objeto era sospechosamente similar a ciertos artefactos que había visto en los libros de su familia. ¿Podría ser la clave del misterio? Pero su presencia también planteaba un peligro: ¿y si alguien lo relacionaba con el extraño dispositivo que él mismo poseía?

En ese momento, la puerta de la habitación se abrió y entró un hombre de aspecto adusto, vestido con un elegante traje negro. Su mirada fría recorrió la escena con aparente indiferencia, deteniéndose finalmente en el inspector Davies.

— Inspector — dijo el recién llegado con voz arrogante —, ¿ya tienen alguna pista sobre el culpable de este lamentable suceso?

Davies levantó la vista del disco, estudiando al hombre con cautela.

— La investigación apenas comienza, señor Churchill — respondió con tono medido —. Pero ya hemos encontrado algunas... peculiaridades interesantes.

Churchill, a quien Alphonse reconoció como el abogado del difunto señor Aldrich, se inclinó para ver el disco que sostenía el inspector. Por un instante, su rostro, antes imperturbable, se tornó pálido.

— No toquen eso — dijo con un tono brusco que delataba su nerviosismo —. Ese objeto... no tiene importancia en la investigación.

Davies lo miró con recelo. La reacción del abogado era sospechosa, y el inspector no era hombre que pasara por alto tales detalles.

— Con todo respeto, señor Churchill — replicó fríamente —, tengo la autoridad para investigar todos los indicios relacionados con este crimen. Y este disco, sea lo que sea, es claramente un indicio.

Churchill apretó los labios en un gesto autoritario, pero el brillo nervioso en sus ojos delataba su inquietud. Alphonse, intuyendo que el abogado sabía más de lo que decía, decidió permanecer atento a cada palabra y movimiento.

Davies giró el objeto en su mano, examinando con curiosidad los intrincados símbolos. Una sensación familiar recorrió a Alphonse, un eco de conocimiento ancestral despertando en su interior. Reconocía esos símbolos, aunque no podía situarlos exactamente. Eran fragmentos de un lenguaje olvidado, un portal a un conocimiento prohibido.

Mientras se debatía entre revelarse y permanecer oculto, un grito repentino lo sobresaltó. Provenía de una habitación contigua. Sin pensarlo dos veces, Alphonse se movió con la agilidad de un felino, desapareciendo del marco de la ventana antes de que nadie lo notara.

Adentrándose en la mansión sigilosamente, guiado por el sonido, llegó a una antecámara con puertas dobles. Las voces entrecortadas desde el interior aumentaron su curiosidad. Un criado desconsolado hablaba con una mujer histérica, que Alphonse supuso era la viuda del señor Aldrich.

— ¡Lo encontraron en su estudio! — sollozaba la mujer —. ¡Muerto! Tenía el... el mismo símbolo en su mano. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué significa todo esto?

Alphonse se quedó helado. Su corazón latía con fuerza. Aquel símbolo en la mano del difunto confirmaba sus sospechas. El asesinato estaba conectado con lo sobrenatural, con los saltos en el tiempo. Pero si la viuda lo sabía, ¿qué otros secretos encerraba aquella casa?

De pronto, las puertas de la antecámara se abrieron abruptamente. El inspector Davies y el señor Churchill aparecieron, sus rostros severos. Al descubrir la presencia de Alphonse, se sorprendieron.

— ¿Quién eres tú? — preguntó Davies con voz firme, su mano instintivamente moviéndose hacia su arma.

Alphonse sabía que mentir en esa situación solo aumentaría las sospechas. Pero revelar su secreto lo pondría en peligro. Su mente corrió buscando una salida.

— Me... me perdí — balbuceó, intentando sonar lo más inocente posible —. Escuché los gritos y...

Antes de que pudiera terminar la frase, el inspector lo interrumpió.

— Lewis, registra al joven inmediatamente. Puede ser un cómplice.

Lewis, el agente de policía, se acercó a Alphonse con expresión severa, palpando sus bolsillos con manos rápidas. Su mirada inquisitiva recorrió al joven, notando la inquietud en sus ojos. Alphonse mantuvo la compostura, fingiendo nerviosismo por el interrogatorio.

— Señor inspector — intervino Churchill, su tono condescendiente contrastando con la actitud brusca del agente —, creo que un simple malentendido ha causado esta confusión. El joven probablemente solo se asustó al escuchar los gritos.

Davies dudó por un momento, estudiando los rostros de ambos. La insistencia de Churchill en defender al desconocido era inusual. Un destello de sospecha apareció en sus ojos.

— Tal vez tenga razón, señor Churchill — dijo finalmente —, pero aún así me gustaría hacerle algunas preguntas al joven.

Alphonse tragó saliva con dificultad. Sabía que las interrogaciones podían revelar secretos que no podía compartir. Debía inventar una historia creíble, algo que no lo delatara pero lo mantuviera fuera de sospecha.

— Soy estudiante de historia — mintió, forzando una sonrisa nerviosa —. Estaba dando un paseo por la noche cuando oí la conmoción y entré a ver qué pasaba.

El inspector lo miraba fijamente, su mirada intensa buscando indicios de falsedad. Alphonse aguantó la respiración, orando para que su historia pareciera convincente.

— Muy bien — dijo Davies por fin, aunque la duda persistía en su voz —. Lo tendré en cuenta. Pero no se aleje, puede que necesite hablar con usted nuevamente.

Alphonse asintió con alivio, su corazón aún acelerado por la tensión. Aunque había logrado engañar al inspector por el momento, sabía que su tiempo era limitado. Debía conseguir información sin levantar sospechas, descubrir el papel de Churchill y el significado del símbolo antes de que las autoridades le cerraran el paso.

La viuda, en otro rincón de la habitación, continuaba llorando desconsoladamente. Su estado vulnerable despertó la compasión de Alphonse. Tal vez ella, víctima también de la tragedia, pudiera ofrecer alguna pista, un fragmento de la verdad oculta.

Siguiendo su intuición, se acercó a la mujer con cautela.

— Señora Aldrich — empezó Alphonse con voz suave —, entiendo que esto debe ser muy doloroso para usted. Pero quizá si me contara... un poco más sobre su esposo, podríamos entender lo que sucedió.

La mujer levantó la vista lentamente, sus ojos hinchados por el llanto se clavaron en Alphonse con una mezcla de curiosidad y desesperación. Por un instante, pareció que había encontrado un rayo de esperanza en medio de la oscuridad que la envolvía.

— Mi esposo... — comenzó a hablar con voz temblorosa, cada palabra parecía costarle un esfuerzo sobrehumano — Era un hombre brillante, ¿sabe? Un genio incomprendido.

Alphonse asintió con empatía, animándola a continuar. La señora Aldrich tomó aire, como si se preparara para sumergirse en aguas profundas y turbulentas.

— Todo empezó como un pasatiempo inofensivo — continuó, su mirada perdida en algún punto del pasado —. Libros antiguos, símbolos extraños, teorías sobre el tiempo y el espacio. Al principio, me parecía fascinante. Escuchaba sus teorías durante horas, maravillada por su pasión y su conocimiento.

Se detuvo un momento, sus manos arrugando nerviosamente el pañuelo que sostenía. Alphonse esperó pacientemente, consciente de que cada palabra que la mujer pronunciaba podría ser crucial para resolver el misterio.

— Pero luego... — prosiguió la señora Aldrich, su voz quebrándose — su búsqueda se volvió cada vez más intensa, más peligrosa. Ya no era el hombre que yo conocía. Se encerraba días enteros en su estudio, rodeado de libros y artefactos extraños. Hablaba de viajes en el tiempo, de símbolos ancestrales y de fuerzas ocultas que gobernaban el destino.

Alphonse sintió un escalofrío recorrer su espalda. Las palabras de la viuda resonaban con una familiaridad inquietante. Su propio secreto, el reloj de bolsillo que le permitía viajar a través de un tiempo limitado, parecía de repente más pesado en su bolsillo.

— ¿Qué más le decía, señora Aldrich? — preguntó, intentando mantener un tono neutral a pesar de su creciente ansiedad.

La mujer cerró los ojos, como si intentara recordar palabras exactas.

— Decía que había encontrado la forma de abrir puertas en el tiempo — susurró —. Un poder ancestral que cambiaría el mundo. Hablaba de un símbolo, un disco... y de una profecía.

Alphonse contuvo la respiración. ¿Podría ser que el señor Aldrich y él estuvieran buscando lo mismo? ¿Acaso el fallecido había descubierto algo sobre el poder que él mismo poseía?

De repente, la puerta de la habitación se abrió de golpe, sobresaltando a ambos. El inspector Davies irrumpió en la estancia, su imponente figura llenando el marco de la puerta. Su rostro, normalmente impasible, mostraba una mezcla de emoción y preocupación.

— He encontrado algo significativo — anunció con voz fuerte, sosteniendo en alto un objeto.

En su mano había un libro antiguo, sus páginas amarillentas desprendiendo un olor a polvo y tiempo. La portada estaba adornada con un símbolo intrincado, una combinación de círculos y líneas que Alphonse reconoció al instante: era el mismo símbolo que había visto en el disco encontrado junto al cuerpo y en la palma de la mano del difunto.

— ¿Qué es eso? — preguntó la viuda con un sobresalto, incorporándose ligeramente en su asiento.

— El diario del señor Aldrich — explicó Davies, acercándose a ellos con pasos medidos —. Y me temo que contiene información que confirma sus... intereses poco convencionales.

Alphonse se acercó lentamente al inspector, su corazón latiendo con fuerza. Podía sentir la energía emanando del libro, como si el objeto mismo estuviera vivo, pulsando con secretos ancestrales.

— Puedo ayudar a descifrarlo — se ofreció, consciente de que estaba caminando sobre una fina línea —. Estudié historia antigua y símbolos arcanos en la universidad.

Davies lo miró con una mezcla de recelo y curiosidad. Aunque algo en los ojos del joven le inspiraba cierta confianza, sus años de experiencia le habían enseñado a desconfiar de cualquiera que se involucrara voluntariamente en asuntos tan extraños.

— Veremos, joven — replicó, su voz cargada de advertencia —. Si lo que dice es cierto, su ayuda podría ser valiosa. Pero tenga cuidado — añadió, su tono volviéndose sombrío —, en estas investigaciones suelen ocultarse secretos mortales.

Alphonse asintió, comprendiendo perfectamente el peligro que corría. Pero sabía que no podía retroceder. Tenía que descifrar el misterio, no solo para resolver el caso, sino para proteger su propio secreto y, quizás, descubrir la verdad oculta tras el poder del tiempo.

El inspector colocó el diario sobre una mesa cercana y lo abrió con cuidado. Las páginas crujieron, liberando una nube de polvo que danzó en la luz del atardecer. Alphonse se inclinó sobre el libro, sus ojos recorriendo ávidamente las líneas de texto apretado y los diagramas complejos que llenaban las páginas.

— Es... fascinante — murmuró, más para sí mismo que para los demás.

La señora Aldrich se acercó tímidamente, sus ojos aún húmedos por las lágrimas.

— ¿Puede entender algo? — preguntó con voz temblorosa.

Alphonse asintió lentamente, su mente trabajando a toda velocidad para procesar la información que tenía ante sus ojos.

— El señor Aldrich estaba investigando una teoría sobre... la naturaleza cíclica del tiempo — explicó, eligiendo cuidadosamente sus palabras —. Creía que existían puntos de convergencia, momentos en los que el pasado, el presente y el futuro se entrelazaban.

Davies frunció el ceño, claramente escéptico.

— Eso suena a pura fantasía — gruñó.

— Tal vez — concedió Alphonse —, pero el señor Aldrich parecía tener pruebas. Miren esto.

Señaló un diagrama complejo en una de las páginas. Era una serie de círculos concéntricos, atravesados por líneas que formaban una intrincada red.

— Este símbolo — continuó — aparece repetidamente en sus notas. Lo llama La Rueda del Tiempo. Según sus cálculos, representaba los puntos de convergencia temporal.

La señora Aldrich dejó escapar un sollozo ahogado.

— Es el mismo símbolo que llevaba grabado en su anillo — susurró —. El que encontraron... en su mano.

Alphonse sintió que se le helaba la sangre. Todo empezaba a encajar de una manera aterradora.

— Señora Aldrich — dijo, volviéndose hacia la viuda —, ¿su esposo mencionó alguna vez una fecha específica? ¿Un momento en el que creía que ocurriría esta... convergencia?

La mujer cerró los ojos, esforzándose por recordar.

— Sí — dijo finalmente —. Hablaba constantemente de la próxima luna llena. Decía que era cuando 'el velo sería más fino'.

Davies intervino, su voz cargada de urgencia.

— La próxima luna llena es en tres días — dijo —. Y coincide con el equinoccio de otoño.

Un silencio pesado cayó sobre la habitación. Alphonse sintió que el tiempo mismo parecía detenerse, como si el universo contuviera la respiración ante la inminencia de un evento cósmico.

— Tenemos que actuar rápido — dijo finalmente, cerrando el diario con decisión —. Si el señor Aldrich estaba en lo cierto, lo que sea que descubrió podría tener consecuencias más allá de nuestra comprensión.

Davies lo miró fijamente, como si intentara descifrar un enigma.

— ¿Qué propone, señor...?

— Leclair — completó Alphonse —. Alphonse Leclair. Y propongo que sigamos las pistas que el señor Aldrich dejó en su diario. Creo que nos llevarán al lugar donde planeaba realizar su experimento.

La señora Aldrich se puso de pie, una nueva determinación brillando en sus ojos.

— Iré con ustedes — declaró —. Mi esposo puede haber muerto, pero sus descubrimientos siguen vivos. Necesito saber la verdad.

Davies pareció querer protestar, pero algo en la mirada de la mujer lo detuvo.

— Muy bien — accedió finalmente —. Pero esto queda bajo mi jurisdicción. Cualquier cosa que descubramos, cualquier evidencia que encontremos, pasa por mí primero. ¿Entendido?

Alphonse y la señora Aldrich asintieron.

Mientras salían de la habitación, Alphonse no pudo evitar llevar su mano al bolsillo donde guardaba su reloj. Sentía el peso de la responsabilidad sobre sus hombros. No solo tenía que resolver el misterio de la muerte del señor Aldrich, sino que ahora se enfrentaba a la posibilidad de que su propio secreto, el poder de viajar en el tiempo, estuviera conectado con algo mucho más grande y peligroso de lo que jamás había imaginado.

La noche caía sobre la ciudad, y con ella, la sensación de que se acercaban a un punto de regresar. En tres días, durante la luna llena del equinoccio, descubrirían si las teorías del señor Aldrich eran ciertas. Y si lo eran, el destino del tiempo mismo podría estar en sus manos.

Alphonse miró hacia el cielo oscurecido, donde las primeras estrellas comenzaban a brillar. El tictac de su reloj de bolsillo parecía resonar con el pulso del universo, como si el tiempo mismo contara los segundos hacia un destino inevitable. Con una mezcla de temor y determinación, se preparó para el desafío que tenía por delante.

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