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5. Hasta que la muerte nos separe

La primera vez que Rita escuchó aquella voz cavernosa saliendo de algún lugar en el interior de su casa, estaba tendida en el sofá de la sala, concentrada en la trama de la novela que veía.

—Los declaro marido y mujer, hasta que la muerte los separe.

Se incorporó, sorprendida pero no asustada, al menos, no todavía. Vivía sola en la gran casa, legado de su familia, desde el otoño anterior, cuando su esposo John había fallecido después de luchar tantos años contra el cáncer.

—Hasta que la muerte los separe —repitió la voz. Esta vez sí la hizo dar un respingo y ponerse en pie como impulsada por resortes.

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? —Solo respondió el tic tac del reloj de pared.

Frunció el ceño, pausó la televisión y se dispuso a recorrer la casa, realmente molesta al pensar que alguno de los hijos de sus vecinos le estuviera jugando alguna broma de mal gusto. Avanzó por el pasillo, abriendo habitaciones, comprobando que las ventanas estuviesen aseguradas y no hubiese nadie merodeando en los alrededores. Al llegar a la espaciosa cocina sin encontrar nada anómalo, comenzó a recriminarse por asustadiza, al tiempo que regresaba hasta la sala.

En ese momento, decidió no darle mayor importancia al asunto y olvidar el incidente.

Dos días después, a la vuelta de una larga jornada de trabajo, mientras dejaba las bolsas y se quitaba los zapatos, volvió a escuchar la misma frase.

—Nos declaran marido y mujer —una pausa y luego, en un tono más elevado— Hasta que la muerte nos separe.

Rita pegó un grito y salió disparada por la puerta, hasta llegar a lo que le pareció la relativa seguridad del jardín delantero. Le temblaba todo el cuerpo, incluso podía notar cómo sus dientes castañeaban; había reconocido la voz de su difunto esposo.

No, no, no. John está muerto y enterrado hace un año. Ha sido mi imaginación, no hay duda, se repetía en un esfuerzo por controlar los nervios.

Por un momento se sintió observada, ladeó el rostro y descubrió a Úrsula, su vecina, a quien siempre había considerado una vieja bastante metomentodo, sentada en una mecedora en el porche, sonriendo.

—Hola, Rita —su sonrisa se ensanchó— ¿Ocurre algo, querida? Te ves un poco pálida.

Sin prestar atención a la siniestra anciana, respiró profundo y volvió a entrar en la casa.

—Escúchame bien, Rita. —se dijo— Aquí no hay fantasmas. Los fantasmas no existen. No has escuchado nada más que el ruido de las cañerías en esta casa tan vieja.

Sin embargo, como queriendo burlarse de ella, se repitió aquel susurro que rodaba por las paredes como un dado enloquecido.

—Hasta que la muerte nos separe.

Esa noche le fue imposible conciliar el sueño. Las palabras, ahora más parecidas a una sentencia, la perseguían incluso tras la oscuridad de sus párpados. Por mucho que se repitiera que su situación se debía solo a una crisis de estrés, producto del luto que no lograba asimilar y la cantidad agobiante de trabajo, no lograba convencerse. Daba vueltas en la cama, evitando dirigir la vista hacia las sombras de la habitación, donde le parecía que encontraría sin duda a alguien observándola.

Como recurso final, se prometió que haría cita con un psiquiatra para la próxima semana e intentaría tratar el tema; aunque a la mañana siguiente su convicción de buscar un especialista había pasado.

Al correr de los días, la voz se fue haciendo más intensa, repitiendo constantemente la misma cantaleta: Los declaro marido y mujer, hasta que la muerte los separe. Rita vivía en un eterno sobresalto que ni las píldoras para la ansiedad podían calmar. Para el fin de semana, también se sentía observada y no se atrevía a comentar la situación con nadie.

La madrugada que precedía al domingo, día de su cuadragésimo cumpleaños, fue de las peores. El tono de las palabras repetidas se había tornado casi en gritos que retumbaban por las habitaciones; por momentos era la voz de su difunto John, en otras ocasiones era la del sacerdote que había presidido la ceremonia y a veces, ni siquiera lograba identificar su procedencia, aunque era igual de aterradora.

Cuando Rita estaba convencida que había enloquecido y se encontraba encerrada en el manicomio, presa de horribles alucinaciones, la voz enmudeció.

Su alivio no duró más de unos segundos, al comprobar que una figura encorvada la contemplaba desde la puerta de su recámara. Úrsula estaba de pie en el umbral, sosteniendo en sus callosas manos la corbata favorita de John, misma con que le habían enterrado.

—Mi preciosa Rita, te he traído un bonito regalo de cumpleaños, para que entiendas cuánto piensa en ti esta vieja metomentodo —comentó al tiempo que se apartaba para dar paso a una criatura que parecía extraída del peor de los cuentos de horror.

Su esposo avanzó dando tropezones hasta la cama, con ambos brazos extendidos en su dirección. Tenía la camisa hecha jirones, permitiendo ver con claridad los huesos descarnados de sus costillas, emanando un terrible olor a podredumbre imposible de respirarse. Pero lo peor era su rostro, torcido en algo que semejaba una sonrisa, dejando al descubierto una boca llena de gusanos; un ojo le colgaba sobre la mejilla, el otro había desaparecido.

—Ven, amor mío —susurraba aquella cosa— estemos juntos hasta que la muerte nos separe.

Rita comenzó a dar alaridos, al tiempo que se esforzaba, en vano, por alejarse de la criatura pesadillezca que se le echaba encima.

A la llegada de los oficiales de policía que habían convocado los vecinos tras escuchar los horribles gritos, encontraron la casa oscura y vacía, aunque un olor nauseabundo permanecía flotando en el aire del interior.

Entre todo el gentío reunido frente a la casa, que los policías se vieron en la necesidad de entrevistar buscando pistas, nadie se fijó en la anciana que, desde el porche de al lado, contemplaba la escena con rostro satisfecho.



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