4. La cacería nocturna
Según las normas de La Cacería que habían hecho circular los mayores en la ciudadela, debían regresar antes del amanecer, por lo que tenían toda la noche por delante para su ritual de iniciación. No lo hacían por deporte, a pesar de lo mucho que disfrutaban de ello; sino, más bien, para probarse que eran capaces de llevar alimento y sustento a los suyos. Iban, por supuesto, muy bien armados. No se corrían riesgos en una actividad que se había vuelto rutina entre los jóvenes; por descontado, nadie estaba dispuesto a que aquel se convirtiese en el último día de sus vidas, que en realidad, apenas estaban iniciando.
Y aunque las opciones de caza que quedaban no eran tan variadas como antaño, había peligros acechando en cada rincón de la selva. Convirtiendo la jornada en algo peligroso, a la vez que entretenido.
Eran seis tripulantes. A Dario le gustaba hablar hasta por los codos, contar anécdotas y chistes a los que solo él les encontraba la gracia. Era su mejor manera de hacer pasar el tiempo y no aburrirse, a la espera de alguna presa. Desde que habitaban este planeta, se habían convertido en la especie dominante, no existían rivales que pudieran hacerles frente y ellos tenían un poderoso arsenal, además de una increíble capacidad para adaptarse a las circunstancias.
La nave en la que ahora se desplazaban era un modelo reciente, ligera y por consiguiente, bastante rápida. El nivel tecnológico alcanzado en los últimos años, después de la invasión, les facilitaba cosas que en otros tiempos habrían sido casi imposibles, pero en el caso de la cacería, tenían prohibido usar el vehículo para llegar al punto exacto donde se encontraban las presas, dado que era en la espesa selva y la forma como cada uno se desenvolviera para llegar hasta allí, marcaría luego su lugar en las castas.
Después del descenso, se dividieron en dúos y comenzaron su exploración. Pasadas unas millas, Dario alzó una mano para indicar a su compañero que debían detenerse y preguntó:
—¿Es tu primera cacería? —aunque también era la suya, sonrió con aires de experto en el tema— Tranquilo, estoy seguro que no hay de qué preocuparse.
—Este es un buen lugar para esperar, deberíamos quedarnos aquí —comentó el otro, ignorando el tono de Dario mientras daba una mirada alrededor. Y sin aguardar respuesta, se sentó cómodamente para la tediosa espera.
En realidad, solo existía una presa que de verdad les interesaba. La más cotizaba por todos, ya que tenía excelentes propiedades nutritivas y sabía magnífica en estofado; pero sobre todo, por el extraño líquido que emanaba de sus cuerpos; cuando lo bebían, era capaz de darles una energía especial, que nada tenía que ver con la proporcionada por otros alimentos.
—A ver cuándo aparecen esos dichosos bichos —aguzó la mirada entre la espesura— ¿Ya has visto alguno? Me han dicho que se debe tener cuidado con ellos, porque pueden sorprenderte. Son animales, pero muy listos, suponiendo que eso sea posible.
Su compañero le miraba algo asustado, los ojos saltando en sus cuencas con cada sonido procedente de la selva.
—¿Tienes miedo? —Dario cuadró los hombros para demostrar que no era su caso— No te preocupes. Escuchaste a los mayores, son criaturas inofensivas y en cualquier caso, si la situación se vuelve peligrosa, les disparamos con nuestros cañones de rayos y listo, asunto resuelto.
—¿De verdad disfrutas esto?
—¿Acaso tú no?
El otro le contempló algo asqueado. Sabía que en la ciudadela había algunos habitantes que se negaban a matar por placer e incluso, a veces, ni siquiera por supervivencia o para alimentarse, esos pertenecían a las castas más bajas y eran vistos con desagrado por sus semejantes. Aun así, el ritual de la caza era obligatorio para todos los jóvenes; la ley es la ley, era imperioso cumplirla.
—¡Vamos, no me mires de esa forma! —exclamó Dario— No es que me de placer, pero es una cuestión biológica, mi amigo. Sobrevivir y cuidar a la familia es algo instintivo, es para eso que se nos prepara. No se pueden tener remordimientos por comer.
Absortos en el debate, no se percataron que ya habían transcurrido varias horas sin que ocurriera nada. Pronto llegaría el amanecer y tendrían que regresar, sin presas, a esperar hasta la siguiente noche.
Comenzaban a dar la jornada por perdida, disponiéndose a recoger sus bártulos para marcharse al punto de recogida, cuando un chasquido de las hojas diseminadas en el suelo llamó su atención. Ahí estaba el trofeo que tanto esperaban.
El animal arañaba entre la maleza en busca de alimento, con movimientos cautos e intentando ver a su alrededor para localizar el peligro acechante. Dario alzó el arma, recorriendo a la presa a través de la mirilla, esa vista que sentenciaba qué o quién podría ser destruido en un instante. Primero las patas peludas, algo macizas de la criatura; el tronco ancho, de piel paliducha; el hocico tan poco desarrollado y los ojos, que ahora le miraban.
Perplejo, el joven cazador bajó el arma y su mirada chocó con la del aterrado animal. Parecía saber lo que le esperaba, conocer la presencia de ellos desde el inicio. Pero no, eran puras imaginaciones pensar que una bestia como esa pudiese ser racional. A pesar de saberlo, vaciló unos segundos; segundos preciosos en los que la presa podría habérsele escapado, de no estar tan asustada.
No era tiempo para esas tonterías. Volvió a alzar el arma, afincando las manos, su ojo en la mira y sin pensarlo de nuevo, disparó. Después del estallido, un silencio lúgubre cubrió el sitio por un instante.
—Tranquilo, tranquilo. Esto es a lo que hemos venido —no estaba seguro si sus palabras eran un intento de calmar a su compañero o a sí mismo. Levantó la vista del cadáver, al tiempo que maldecía— ¡Estúpido humano! Me estaba mirando a los ojos, tratando de hacerme sentir culpable. Es cierto lo que decían, hay que dispararles sin apuntar.
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