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Un cuento saboteado

Arrastrada por la apagada brisa, una hoja anaranjada navegaba entre los haces de luz crepuscular que se colaba, buscando el más mínimo agujero, por la vegetación del bosque. El destino la hizo caer encima del sombrero del Mensajero. Y allí se mantuvo, en silencio.

Hasta que un dramático estornudo y su consiguiente reacción la devolvieron a los cielos.

— Joder, Dafus, ¡menudo susto! ¡Me ha temblado toda la cabeza y casi me rompes los tímpanos! —exclamó Cai.

— Es que es poco elegante incluso para estornudar —señaló Ferse.

— Una hoja estaba haciéndome cosquillas. ¿Qué demonios quieres? No fui yo quien pidió estar en tu cabeza —se excusó Dafus, ofendido ante tanta acusación.

— No cuesta nada controlarte y no hacer tanto ruido —aconsejó la sierpe.

— Ah ya, igual que tú cuando tienes alergia, ¿verdad, discreta princesita?

— Ahí ha dado en el clavo, Ferse —señaló el Mensajero, respaldando al dios.

Ferse refunfuñó, sabiéndose derrotada.

No era raro ver tantas hojas caer en la Segunda Arboleda de la antigua Erigae. De hecho, eran una buena señal para los viajeros. La Primera Arboleda, de terreno empinado y poblada de árboles altísimos, a su vez responsables de ocultar aquellos bosques tan singulares, era ardua y poco agradecida. Poca luz llegaba al suelo, y la espesa vegetación impedía el paso. Carecía de fauna terrestre, pues se había acostumbrado a vivir en las copas de aquellos troncos de varias decenas de metros.

Después de horas caminando por la angosta Primera Arboleda, ver las pequeñas hojas anaranjadas llegar, empujadas por el viento, siempre traía júbilo a los forasteros. La Segunda Arboleda, encerrada en un eterno otoño, era un lugar cálido y acogedor.

El terreno por fin se allanaba, y los árboles pantagruélicos daban lugar a unos de medidas más naturales. Sus hojas, así como la ligera hierba del suelo, conservaban todo el año el naranja otoñal. La luz del Sol, ahora libre de obstáculos, se filtraba atravesando la vegetación y adoptaba su mismo color. Los pájaros, cuya variada tonalidad contrastaba con tanto naranja y desaparecidos en la arboleda anterior, por fin pisaban un suelo repleto de hojarasca. La docilidad impregnaba todo el bosque, y hasta los jabalíes de la Segunda Arboleda eran conocidos por, sin miramientos ni complejos, acompañar a los viajeros durante sus largas caminatas.

Cruzar la Segunda Arboleda de Erigae era un placer para el Mensajero. El muchacho ya conocía su destino cuando se adentraba en aquellos bosques, pero en cuanto salía de la Primera solía enlentecer el paso. Disfrutar de aquella luz otoñal antes de llegar al templo lo revitalizaba.

— Cai, ¿qué es eso?

Fersérofas interrumpió el baño de luz del Mensajero, así como sus pensamientos. Fijó su mirada al frente, y le costó encontrar lo que la sierpe señalaba. No era raro que ocurriese, ni siquiera para un ser como Cai: a las Arboledas de Erigae se las conocía por carecer de referencias o camino alguno. Eran temidas y poco transitadas, pues perderse resultaba sumamente fácil.

Pero por fin lo vislumbró. Un cuerpo oscuro en mitad de tanto naranja. Aceleró sus pasos, y la figura fue aumentando en nitidez.

Una muchacha tendida en el suelo. Su cabello castaño, largo, se esparcía por el suelo como un líquido derramado. Su ropa, formada por una camisa y unos pantalones negros, eran lo que debía haber visto Fersérofas. Parecía inconsciente.

El Mensajero corrió a socorrerla. La levantó, sujetándola por detrás de los hombros, y comprobó que, aunque con dificultad, seguía respirando. No parecía tener heridas.

— ¿Estás bien, qué te ha pasado? —preguntó Cai, acuciado por el frágil estado de la joven.

— Ten cuidado... Por ahí...

Y con un hilo de voz, la desconocida señaló en dirección al bosque. El Mensajero intentó localizar lo que fuera a lo que la chica se refería.

Pero no encontró nada. Así que volvió su mirada hacia ella. Un rápido e inesperado movimiento cogió desprevenido al Mensajero y una mano



































































































































































































































cayeron de su boca, por fin.

— ¡Cai, ya vuelves a estar aquí! ¡Menos mal! —exclamó Fersérofas, aliviada.

— No había forma de que nos escuchases, chaval. ¿Todo bien? —dijo Dafus.

Pero no, nada iba bien. El Mensajero recogió los objetos que acababan de caer de su rostro. Dos cintas adhesivas negras.

Se las había pegado la muchacha. Ella le distrajo al señalar con el dedo y, al voltear la cabeza, aprovechó el desconcierto de Cai y le pegó en la boca y en los ojos cada una de aquellas mordazas.

Y así, el Mensajero se quedó mudo y ciego. Dio vueltas por el bosque sin cesar, intentando quitarse, sin éxito, aquellos dos obstáculos. Y mientras lo hacía, una risa taladrante no dejaba de atacarle.

Ahora por fin podía detenerse y pensar. Las dos cintas habían caído por sí solas tras casi dos horas. El Sol ya se ocultaba entre las montañas. Y la chica había desaparecido.

— ¿Qué embrujo habrá usado esa zorra? —preguntó Dafus.

— Dafus, Ferse, ¿qué pasó con ella después de que me pusiera esto en la cara? —pidió el Mensajero, con tono serio.

— Desapareció, sin más. Te levantaste y, en cuanto miramos, ya no estaba. Estoy con Dufas en que ha usado algún conjuro —explicó Fersérofas.

La risa, una vez más, sonó detrás del Mensajero. Y en ese momento lo comprendió todo.

— No, no ha sido ninguna bruja. Has sido tú.

Cai se giró. Y allí estaba, con su sonrisa maquiavélica, su cuerpo menudo de negro azabache, su larga y erizada cabellera recogida en una inmensa cola, y sus ojos de encendidísimo amarillo, sentada en la rama de uno de los árboles.

— ¡Pues sí! ¡Yo he sido! ¡Decamerón, bromista por vocación!

Se recolocó, cruzando las piernas, y empezó a mirar a sus víctimas con actitud chulesca. Se lo estaba pasando en grande.

— Qué, ¿cómo te sientes cuando te sabotean un cuento? A ver, espera que las cuento... Una... Dos... Tres... ¡Nueve! ¡Nueves páginas de silencio! ¿Qué aburrido, no?

El Mensajero apretó los puños. Y otra vez, no sabía qué hacer frente a ella. Mostrar su enfado y liberar su violencia no serviría. Decamerón ya había ganado, y en un combate resultaba impredecible. Lo único que podía hacer era reprochar.

— ¿Cuántas bromas tengo que sufrir hasta que te canses de molestarme? —preguntó Cai, frunciendo el ceño del enfado.

— ¡Ay, Mensajero! ¡Es que tengo un trabajo muy aburrido! ¡Ésta mi vía de escape! Me aburro mucho y muy fácilmente, además. Fíjate si lo hago, que lo de hablar en verso me parecía buena idea en mi primer cuento pero ya lo he mandado a la mierda. No veas lo duro que es rimar todas las frases. ¡Y encima rimarlas mal! Mucha faena para mi coño —respondió Decamerón, haciendo uso de aquellos gestos tan exagerados y típicos de ella.

— Claro, porque tu pobre coño debe de sudar mucho con las responsabilidades que tienes, ¿verdad, querida? ¡Tan dura es tu vida que te la pasas molestando a los demás! —le recriminó Fersérofas.

— Vaya con la serpiente, ¡qué engreída se ha puesto! No te triggerees, compañera. Te reconozco que mi coño no suda tanto como el tuyo. Al fin y al cabo, tu único trabajo consiste en soltar hijos por la almeja. Si supieras fregar y cocinar, ¡serías la esposa ideal!

El Mensajero se agarró ambos brazos con fuerza, conteniendo las cintas que los envolvían. Habían empezado a rugir como nunca.

— Suéltame, Cai. ¡Pienso hacerle tragar la Arboleda entera! —ordenó la diosa.

— Cálmate, Ferse. Enfadarte es lo que quiere —respondió el muchacho con sabiduría.

— Eso es. Sujétale bien fuerte la correa. ¡Porque cualquier día de estos se te hace feminista y se te acaba el chollo, Mensajero! ¿Te imaginas que la diosa de la fertilidad se vuelve feminazi? ¡Apañadas estamos!

Decamerón continuaba chinchando y sacando conceptos que Cai no comprendía ni comprendería jamás. Eran palabras inventadas, creadas en la perturbada mente de ese personaje.

Decamerón sacó un extraño aparato rectangular de alguna parte de su cuerpo, de no más tamaño que el de la palma de su mano. Lo miró con detenimiento. Una luz proveniente del objeto iluminó su cara.

— Bueno, queridas, me voy. Que ha empezado una discusión sobre racismo en redes y tengo que estar ahí poniendo a parir a todo negro y mujer que vea. ¡Praise Kek!

Y se esfumó, junto con las últimas luces del ocaso. Fersérofas empezó a tranquilizarse. Lo mismo ocurrió con el Mensajero. Sólo podían dejarla marchar, y esperar a que tardara en volver a aburrirse de su trabajo.

— Fersérofas, te propongo algo —dijo Dafus, con bastante más tranquilidad que sus dos compañeros.

— ¿Qué?

— Aprender a fregar, tal y como ha dicho. Para que así podamos barrer el continente entero con su maldita cara.

— La mejor idea que has tenido nunca, Dufas —concluyó la sierpe.

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