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Cuestión de honor

Con cada nuevo paso, la arena penetraba más en el indómito cuerpo del Mensajero. El calor del desierto nunca era problema, pues él era inmune a las infernales temperaturas de los rincones más inhóspitos de la isla. Eso sí, no soportaba aquellos granitos invisibles, indoloros pero molestos, que, como si una mórbida curiosidad los moviese, decidían colarse en cada minúsculo agujero.

Pero en ese momento ni siquiera la arena lo estorbaba. Dafus tampoco parecía en exceso quejumbroso, pues las tormentas habían dejado de arreciar, cosa que le permitía tomar el sol en lo alto de la testa de su compañero. Fersérofas se encontraba en su hábitat natural. Ese sol, fulgurante e impío, devolvía el brillo a su escamada piel. Silbaba, feliz, sacando de quicio al sombrero gruñón. Y Cai, con su bastón como ayuda, caminaba ensimismado en aquellos dos pequeños papeles que debía entregar.

— Hay que ver qué mal escribe el que envió estas cartas. No entiendo nada, no sé a qué destinatarios van —comentó el Mensajero, al borde de la derrota.

— Pero si tú siempre sabes dónde y a quién entregarlas. Por algo estamos aquí, ¿no? —razonó Dafus.

— Sí, claro. Los destinatarios están por aquí. Pero tengo que saber pronunciar sus nombres. Todo buen cartero debe conocer a sus clientes.

— Es que Cai es un caballero educado, no como tú, Dufas —se añadió Ferse.

— Ey, que ahora había paz, maldita zorra. Ese comentario ha sido del todo gratuito —respondió el sombrero.

— ¡Es que estos paisajes y este magnífico clima me ponen de un pícaro que no te lo imaginas! —se excusó la sierpe, riendo con malicia.

Era el primer día de tranquilidad en una semana de viaje por aquellos parajes. Unas espesas tormentas los obligaron a viajar a ciegas durante seis largas jornadas. Ahora, por fin salía el sol.

Las Dunas de Apoclás eran conocidas por sus duras condiciones. Al este del Océano de Malamentis y al sur de la legendaria y milenaria urbe de Seelia, este páramo desértico y desierto se extendía hasta el horizonte. No tenía vegetación, ni oasis visibles que permitieran un descanso a los extenuados viajeros. Por suerte, casi como una cariñosa concesión, la sombra sí era abundante. Pues antaño, Apoclás era una sierra escarpada, devorada a lo largo de los siglos por las criaturas que la poblaban. Ahora, sólo medias montañas, gigantescas y puntiagudas placas o rampas de piedra que no llevaban a ninguna parte poblaban el paisaje. Pequeños y sombreados rincones en los que se agolpaban los peregrinos como moscas a la miel, persiguiendo con tesón el único descanso entre tanto calor.

En un clima de extremos, la vida también deriva hacia ellos. La fauna más variada de las Dunas de Apoclás se encontraba bajo tierra. Y nadie la conocía, pues excavar en ese lugar ignoto era adentrarse en lo desconocido. En la superficie, gigantescos colosos ocultaban el horizonte. Enormes tortugas hechas de arena, en las que se posaban pájaros blancos de exageradas dimensiones. Lagartos de piel dura como la roca, con larguísimos brazos que usaban para arrastrar enormes rocas con las que construir extrañas edificaciones. Sólo un pueblo humano había conseguido sobrevivir en ese ambiente. Los Sinros, valientes supervivientes de cultura ancestral y vida nómada hasta unos pocos siglos. Las Dunas parecían ser el único lugar merecedor de su audaz presencia.

Pero todo eso Cai ya lo sabía. Había cruzado ese desierto en innumerables ocasiones, incluso antes de que la encendida arena cubriera el paisaje y en su lugar las montañas se alzaran orgullosas. Seguía encerrado en sus cartas, intentando vislumbrar qué demonios estaba plasmado con aquella tinta negruzca.

Se detuvo. Caminar no ayudaba a la comprensión de las letras. Balbuceaba sin parar aquellos dos nombres y apellidos, intentando, como una súbita revelación, dar con la tecla correcta.

— Hey, ¿no oís algo? —notó Dafus.

— Pues ahora que lo dices sí. Como si algo se deslizara. Y cada vez se oye más —corroboró Ferse.

En efecto, un estruendo continuo parecía venir de ninguna parte y, al mismo tiempo, aumentar su intensidad a cada segundo. Empezó como simple movimiento de arena y rocas, confundidos con el viento, pero pronto se convirtió en un alboroto difícil de ignorar.

Pero Cai seguía en sus cartas. Nada iba a distraerlo.

— Creo que el ruido viene de esa cosa. Va a toda leche —dijo Dafus, tras localizar el origen del estruendo.

— ¡Vaya! Un ítalo descerebrado. Ya tardábamos en ver uno —informó Ferse, dando cuenta de su experiencia en la fauna de la zona.

— Pues cada vez está más cerca.

— Tranquilo. Va en paralelo a nosotros. No suelen girar bruscamente. Mientras no nos acerquemos a él o se voltee hacia Cai, no hay peligro.

— Eso espero.

El primer ítalo descerebrado que veían. Era el animal más común del desierto, y el principal culpable de su transformación a lo largo de los años.

También apodados como las ballenas de las Dunas, los ítalos descerebrados eran monstruos del tamaño de montañas. De rocosa piel marrón y con la forma de un triángulo tumbado, recorrían sin cesar aquellos parajes a una velocidad que desafiaba al vehículo más sofisticado. Con enorme cabeza y un cuerpo que iba disminuyendo hasta acabar en una enana cola, su cara la componía casi exclusivamente una gigantesca boca, protegida con una placa durísima que sólo se abría para engullir. Unos diminutos ojos a ambos lados les dificultaban la visión frontal, pero eso no les impedía viajar con celeridad mediante cuatro patas robustas, anchas, pero de altura deficiente. Una pequeña y corta cola perfilaba el enorme boquete que sus monstruosos cuerpos dejaban en la arena.

Las llamaban las ballenas por su forma de devorar. En cuanto abrían aquella inmensa obertura, de varios centenares de metros de altura, devoraban todo lo que se cruzara en su paso. Si el ítalo era lo suficientemente grande, no era extraño que fuera capaz de engullir una montaña entera. Todo lo digerían y todo les servía de alimento. Los seres que habitaban las Dunas eran conscientes de ello, y por eso, o bien habían trasladado su hábitat hasta lo más hondo de la tierra, o bien habían crecido a un tamaño necesario como para verlos a continentes de distancia. Pues difícil era escapar a tiempo de la inusitada velocidad de tales bestias. Su voracidad y sus infinitas carreras les habían hecho ganar el sobrenombre de «descerebrados».

Aquel ítalo viajaba a una distancia considerable del Mensajero, casi en su misma dirección si éste no se hubiera detenido.

— Hey, está girando... —comentó Dafus.

— Pues sí. Parece que se dirige... Hacia aquí.

— Sí, sí, viene hacia aquí. ¡No me jodas! ¡A la velocidad a la que va, en unos minutos nos aplasta!

— ¡Cai! ¡Apártate ya o vamos a acabar siendo uno con la arena!

Pero el Mensajero continuaba en su mundo, absorto en las letras. Había conseguido descifrar casi por completo ambos nombres. Pero faltaba un detalle. Un último toque.

Y mientras tanto, el ítalo cada vez se acercaba más.

— Me cago en todo, Cai. ¡Que ya está aquí! —gritó Dafus.

— Ay Dios mío, ¡que viene! ¡Adiós mundo cruel! —se despidió Fersérofas.

— ¡Los tengo! ¡Espartaco Capitoste y Lucio Antolón!

Pero ya era demasiado tarde.

Cuando el Mensajero alzó la cabeza para celebrar el desciframiento de ambos nombres, el ítalo se estrelló contra él.

El descomunal impacto levantó toda la arena de alrededor y un fuertísimo vendaval. Incluso los cuervos de los alrededores, a varios metros de distancia, se lanzaron al vuelo. El ítalo se detuvo en seco y empezó a inclinarse, levantándose su parte trasera. Como un vehículo chocando contra una roca inamovible, el animal flotó durante unos segundos y soltó un grave y grueso gruñido, confuso. Al poco tiempo, la gravedad lo hizo caer de nuevo, levantando una vez más el arenal bajo su abdomen. Tuvo que detenerse ante tal sacudida.

Y pese al colosal impacto, el Mensajero ni siquiera se movió de su sitio.

— ¿Estáis bien, chicos? —preguntó, casi sin inmutarse.

— La madre que te parió, chaval. Menudo susto. Suerte que nada puede contigo —respondió Dafus.

— Nunca en mi vida había visto detenerse a un ítalo descerebrado —replicó Ferse, admirada y sorprendida.

Cai sonrió. No sabía del todo bien cómo reaccionar. Se sentía algo extraño, pues no acababa de comprender qué había ocurrido. Se giró hacia el monstruo, que se recuperaba del susto. La enorme pared que formaban sus fauces no lo permitía contemplarlo en su plenitud.

— ¿Se puede saber qué ocurre ahí abajo? ¡Menuda sacudida!

Un vozarrón preguntó desde lo alto del ítalo. A Cai le sorprendió que alguien, a viva voz, pudiera hacerse oír desde la cabeza de tal criatura.

Era un joven de piel oscura, en manga corta y un pañuelo cubriéndole la cabeza. El pañuelo típico de los Sinros.

— ¡Busco a Espartaco Capitoste y a Lucio Antolón! —gritó Cai con la misma intensidad.

— ¡Aquí estamos! ¡Espera, te bajo la escalera!

— ¡No hace falta! ¡Ya puedo yo solo!

— ¡Ay no, otro salto no, por Dios! —suplicó Dafus, desesperado.

— ¡Ay sí, dale a esas piernas, precioso! —celebró Ferse, eufórica.

Las piernas del Mensajero se contorsionaron una vez más. La arena volvió a levantarse y un terremoto flotante sacudió el aire del lugar. En apenas un segundo, Cai ya estaba volando, sobrepasando la cabeza del monstruo. Calculó la intensidad de la caída y aterrizó en la rugosa coronilla del ítalo. Dafus suspiró, aliviado. Ferse silbó, cargada de adrenalina.

Lo esperaban dos chicos. El desconocido llevaba la misma ropa que su compañero gritón. Casi se confundían el uno al otro. Miraban a su invitado, petrificados.

— ¿Quién coño eres tú? —preguntó uno de ellos.

— Soy el Mensajero sin destino, traigo una carta para ambos.

La sorpresa de los muchachos se agudizó. Pero pronto supieron tranquilizarse.

— Eso lo explica todo... Supongo. Me cago en todo, ¿en serio eres el tío de la leyenda?

— Sí. ¿Quién es Espartaco y quién es Lucio?

Ambos se presentaron. Espartaco era el gritón, de ojos verdes. Lucio era su compañero, de ojos castaños. Cai se dispuso a darles las cartas, pero las rechazaron.

La sorpresa inundó al Mensajero. El ítalo pareció recuperarse, e inició una nueva y lenta carrera.

— No podemos aceptarlas ahora. Estábamos a punto de iniciar nuestro duelo honorable. Ya se la darás al que gane. Puedes quedarte a observar, si quieres —se explicó Espartaco.

Cai se fijó en el lugar. Dos sillas habían sido incrustadas en la piel del ítalo para soportar su velocidad. A su lado, un par de espadas reposaban, clavadas en aquel forro de roca.

El Mensajero entendió la escena. Los Sinros eran un pueblo noble y batallador. Era una tradición entre ellos el solucionar los problemas mediante duelos. Y cuando éste debía ser a muerte, la tradición exigía que debiera llevarse a cabo a lomos de un ítalo descerebrado.

— ¿Va a ser un duelo a muerte? —preguntó el Mensajero.

— En efecto —respondió Lucio.

«Pero si apenas llegan a los veinte. ¿En serio van a matarse? Vaya agallas», dijo Dafus.

«Podríamos quedarnos a verlo, ¿no?», añadió Ferse.

Sí, debían hacerlo. Al fin y al cabo, había una carta que entregar. Y Cai siempre disfrutaba de un buen combate celebrado con honor. Pero necesitaba saber más.

— ¿Puedo conocer el motivo de esta pugna?

— ¡Lo hacemos por amor! Somos amigos de la infancia, pero desde siempre hemos estado enamorados de la misma mujer, ¡una princesa débil y que necesita ser protegida por un hombre que lo merezca! Su nombre es Filia de Acrotema —explicó Espartaco.

— Dos hombres no pueden amar a la misma mujer, y ninguno de los dos podrá vivir sabiendo que otro la posee. Por esa razón, ¡no hay mejor forma de decidir quién merece quedarse con Filia que con un combate a muerte entre guerreros! —continuó Lucio.

— Ya hemos acordado con su padre que el que vuelva a Sinra con vida será quien despose a su hija. Y ya llevamos tres semanas en este desierto. ¡Preparándonos y entrenando para que sea un combate legendario! —volvió Espartaco.

«Bueno, entusiasmo no les falta. Y pese al resultado, parece que va a ser una lucha cargada de amistad. Pinta bien», comentó Dafus.

«Menudo par más entrañable», completó Ferse.

Al Mensajero no le gustaba ver morir a nadie delante de él. Y ni siquiera creía que esa razón justificara la muerte de uno de los dos. Pero no era nadie para juzgar. Ellos habían elegido su destino, y sólo por ello ya merecían el mayor de los respetos.

Cai se sentó en la silla y entregó las espadas a los dos combatientes, al mismo tiempo que el ítalo aumentaba la velocidad y el viento peinaba sus pañuelos.

Ambos se separaron, dejando una distancia equivalente entre ellos. Alzaron las espadas y se saludaron, como mandaba la tradición del pueblo de Sinra.

— Yo, Espartaco Capitoste, hijo de Ana Julia y Andraiko Capitoste, prometo luchar honorablemente por la bendición de Filia. Que los dioses te otorguen la mayor de las suertes, mi querido rival.

— Yo, Lucio Antolón, hijo de Mariok y Edero Antolón, prometo luchar honorablemente por la bendición de Filia. Que los dioses te otorguen la mayor de las suertes, mi estimado rival.

Y empezó el combate. Encabezó el ataque Espartaco, que con la espada en alto, agarrada con ambas manos, se lanzó contra su compañero. Lucio tenía una clara obertura en el abdomen de su rival. Pero no la aprovechó. Dirigió su tajo horizontal al metal del contrario. El choque entre las armas los hizo retroceder, y la vibración los impresionó.

Dufas soltó un suspiro de decepción.

«Pero por favor, si son dos chavales que ni siquiera saben envainar una espada. ¿Cómo van a llevar a cabo un combate a muerte?».

El Mensajero estuvo de acuerdo con él, pero decidió guardarse sus palabras. Aunque no fueran duchos en el manejo de las armas, no tenía derecho a interrumpir su combate. En el fondo deseaba hacerlo, pues no quería ver el final de tan patética lucha.

El combate se reanudó. Ambos atacaron a la vez, chocando una vez más sus espadas. Empezaron un intercambio de torpes golpes, como si en lugar de dos filos pelearan con dos garrotes. Espartaco parecía ceder a los movimientos de su rival, pero en un hábil reflejo, se apartó hacia un lado. Lucio cayó, pues en ese momento descendía su ataque. El fuerte viento y el agitado suelo no ayudaron.

Soltó su espada y se incorporó como pudo, sentándose. Espartaco le tendió la mano. Un noble gesto que el Mensajero agradeció haber visto.

De nuevo de pie, ambos volvieron a la batalla.

«Están temblando. Ambos tienen miedo. No saben lo que hacen», dijo Ferse, angustiada.

Cierto, verles pelear provocaba vergüenza ajena. Un cierto asco recorrió el cuerpo del Mensajero.

Lucio cambió la táctica. Adoptó un perfil bajo, soltando espadazos hacia el abdomen de su enemigo, que poco podía hacer para repelerlos. Proteger esa zona se le hacía incómodo por la falta de práctica. En un último golpe usando todo su cuerpo, Lucio soltó toda la fuerza. Espartaco, ágil, hizo un paso para atrás y, sin pensarlo atacó al ver vendida la espalda de su rival.

Un profundo corte en diagonal hizo caer de rodillas a Lucio. Gritó de dolor.

— Joder, tío. ¿Estás bien?

Espartaco se asustó y, preocupado, se acercó a su herido amigo.

«Pfff. Esto es ridículo», declaró Dafus.

Pero la hoja de Lucio se clavó en el hombro de su rival, sin éste esperarlo. Se había levantado sin avisar.

— ¿Ahora te preocupas? ¡Dijimos que esto era un combate a muerte! ¡No me deshonres! — exclamó Lucio.

Sacó la espada del cuerpo de Espartaco, que supo aguantar el dolor.

Volvieron a la batalla. Esta vez, los golpes se volvieron mucho más agresivos. No se daban tregua, intercambiaban espadazos a cada segundo. Parecían haber aprendido a esquivar mejor, pues la fluidez de ambos con sus respectivas armas parecía haber mejorado.

Empezaron las heridas, y con cada una de ellas, la batalla se tornaba más cruenta. El honor empezaba a quedar a un lado. La supervivencia era más importante.

Lucio preparó un nuevo ataque. Se alejó y, con la máxima potencia que le permitieron sus cortadas piernas, cargó de nuevo contra Espartaco. Éste preparó el contraataque.

El Mensajero los observaba con atención. La batalla había mejorado, pero podía vislumbrar el final.

«Éste será el último golpe», vaticinó Dafus.

Lucio se acercó cada vez más a Espartaco. Y finalmente, cuando ya estaba dispuesto a soltar su ataque, tropezó. Su cuerpo se inclinó, perdiendo el equilibro.

Espartaco, en un impulso, descendió su espada.

El filo atravesó en vertical el cuello de su amigo. La sangre empezó a borbotear de su herida, como un volcán en erupción. Sus ojos se enrojecieron, y un vómito rojo salió disparado de su boca.

Su garganta empezó a producir extraños ruidos, como si se ahogase. Su cuerpo enloqueció en espasmos, intentando salvarse de alguna forma. Agarró la espada enemiga, clavada a su vez en la piedra el ítalo, con el único resultado de más cortes en las manos. Lágrimas de sangre y dolor cayeron de sus ojos.

Y tras segundos de angustias, el silencio. Todo su cuerpo se derrumbó.

El Mensajero suspiró.

Espartaco se apartó, dejando a su amigo atravesado por el arma y ésta clavada e vertical. Su cuerpo todavía estaba agitado. Pero aun así, no pudo evitar reír. Gritó, como un loco.

— ¡He ganado! ¡He ganado! ¡Soy un guerrero honorable! ¡He vencido con honor y orgullo en mi primer combate a muerte! ¡Merezco la mano de Filia!

El Mensajero rompió la carta para Lucio en mil pedazos, que dejó volar. Se levantó.

— Toma tu carta, vencedor —dijo el Mensajero, serio.

El joven abrió la carta ansioso. Empezó a leer con los mismos nervios.

Pronto, su rostro devino en una mueca de horror.

— No puede ser. Filia... Ha muerto —afirmó, con una funesta mirada.

La curiosidad y la extrañeza pudieron con Cai. Espartaco siguió hablando a la nada, con la carta en sus manos, sacudiéndose con el viento que removía el ítalo en movimiento.

— Sabía que estaba enferma... Y por eso decidimos hacer este combate. Debíamos decidir quién iba a cuidarla... Pero ahora, ha muerto.

— Ha muerto, y tú has matado a tu amigo.

— Pero soy un guerrero honorable, ¿no? ¡He ganado con honor! ¡Puedo volver a casa orgulloso!

Su mirada continuaba estando vacía. Se auto engañaba. Acababa de romperse por dentro, y ese conato de arrogancia era lo único que mantenía intacta su cordura.

«Vámonos, Cai. No vale la pena seguir con esto», pidió Ferse.

El Mensajero se dirigió al abdomen del ítalo. Mientras se cruzaba con Espartaco, puso su mano momentáneamente en el hombro del chico.

— ¿De qué te sirven el honor y el orgullo si, al final, te has quedado solo?

Y sin más palabras, el Mensajero saltó de la enorme bestia.

Desde ese día, nada más se supo de Espartaco Capitoste. ¿Se suicidó, o inició un viaje para reflexionar y empezar una nueva vida?

Nadie lo sabe, y a pocos les importa.

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