Extra. La cobardía de cada encuentro
Solo quedaban ellos dos para recibir la madrugada. Luciano cerró los ojos y acomodó la cabeza en su hombro. Laila, sin un ápice de sueño, lo empujó despacio.
—Ni se te ocurra dormirte —le advirtió.
—¿Queda algo sucio, así me distraigo?
—Lu terminó de lavar lo que quedaba antes de irse.
Él se sacó las zapatillas y subió los pies al sillón. Roma, anticipando que era hora de acostarse, se trepó a la falda de su dueña.
Ya no llovía, pero el frío de la tarde se había intensificado con la llegada de la noche y parecía particularmente desolador pasadas las doce. Su día había terminado. El día que siempre fue de las dos.
—¿Cómo la pasaste? —preguntó él.
—Mejor de lo que esperaba. Si te soy sincera, tampoco tenía expectativas.
Su amigo intentó sonreír. La abrazó despacio, aprovechando el movimiento para desperezarse, y dejó caer la cabeza contra la pared. Había sido el primero en llegar, con medialunas para el desayuno, y no se había ido de la casa ni siquiera para comprar comida. Fue incondicional, como en cada instante desde que se conocieron, como si no supiera ser de otra forma.
Volvió a cerrar los ojos.
—Te dije que durmieras siesta.
—Estoy bien.
—Bien trasnochado. Ya no tenés edad para estar toda la noche de joda y después aguantar todo el día despierto.
Luciano la soltó y la empujó despacio con el codo. Roma levantó la cabeza hacia él.
—Lo voy a llamar. Si le falta mucho, me tomo el palo.
—Te hubieras ido con él. Dejaban a Jaz y se iban al departamento.
—No te quería dejar sola.
Como si pudiera estarlo. Como si el mar no permaneciera calmo y expectante en su interior, como si la muerte no fuera parte de sus días y de sus noches.
Sin embargo, parecía que el pensamiento había sido compartido. Luciano la despertó bien temprano, Lucía llegó poco antes de almorzar. Nicolás tenía el asado de cada domingo, pero se hizo presente en cuanto se desocupó de sus compromisos familiares. Jazmín, que intentaba no faltar a ninguna reunión, fue puntual para la merienda. El último en aparecer fue el que menos esperaban ver ahí porque no había confirmado que iría.
Mateo tocó el timbre poco antes de la cena y trató de pasar desapercibido a pesar de que los ojos de Laila lo encontraban sin buscarlo. Y, si no hubieran sido sus ojos, lo habría hecho el mar que vivía en ella y se adueñaba de sus sentidos cada vez que lo reconocía. Aun así, no habían hablado en toda la noche. La amistad que mantenían era tan delicada que ninguno se atrevía a forzar los límites.
Para Laila, lo único que importaba era que Mateo se había quedado. Incluso cuando no esperaba ni su presencia ni su compañía.
—No iba a estar sola.
—También habría sido el cumpleaños de Sol —dijo él, como si el pensamiento no se hubiera anclado a Laila desde que abrió los ojos esa mañana—. ¿Vas a estar bien si nos vamos? No sé cuándo vuelve Mecha.
—Cuando tu vieja la suelte, no creo que sea temprano. Igual, no voy a estar sola. Roma me va a cuidar hasta que me duerma. —Le acarició la cabeza con la punta de los dedos.
Luciano apoyó la cabeza contra la pared.
—A veces no sé si me tomás por boludo para no contestar.
—No me tengo que esmerar mucho.
Sonrieron en el silencio que los rodeaba. Se sentía cómoda con él, compartiendo los últimos minutos que quedaban hasta que su amigo se tuviera que ir, pero no podía evitar creer que Luciano, al igual que el resto, esperaba más de ella.
Había cumplido sus metas para el año, su relación con Mercedes se había fortalecido, sus amigos no habían presenciado ninguna crisis. Aun así, sentía que no alcanzaba.
—¿Cómo ves a Mateo?
La pregunta la sorprendió.
—¿En qué sentido?
—No sé, en general. Está más abierto a hablar de algunas cosas, pero quería saber si con vos cambió algo o si sigue medio boludo.
—Se dio cuenta después de lo de Jaz. Y no creo que haya sido el único.
Luciano se enderezó. Estiró los brazos, se soltó el pelo. Él era uno de los que había entendido más de lo que esperaba.
—No me dijiste cómo lo ves.
Cuando se encontraban en reuniones, durante los primeros meses desde que Mateo aceptó quedarse, apenas se miraban. Él le servía primero a ella sin dirigirle la palabra cuando le tocaba cocinar, ella intentaba mantenerse en su radar el mayor tiempo posible para facilitarle cualquier intento de conversación. Por las noches, cuando se veían en el mar, se contemplaban a la distancia, incapaces de romper el hielo. Hablaron una única vez, cuando Cliff volvió al país y se encontraron los tres. Después de eso, volvieron al trato mínimo.
Laila lo extrañaba. Le costaba entender qué necesitaba de él hasta que recordaba la cercanía, su intención de no dañarla, la complicidad de sus silencios.
Y, como si la desgracia fuera la única fuerza capaz de mantenerlos cerca, empezaron a escribirse la noche que Laila probó que podía vivir después de un disparo. Hablaban en mensajes breves, casi siempre nocturnos. Sus conversaciones, sus secretos, como ellos mismos, pertenecían a la noche, al resguardo de los sueños.
La noche anterior a su cumpleaños, por primera vez desde que habían liberado a Sol y a Verónica, Mateo le habló en el mar. Horas después, llegó a su casa y la saludó con un beso en la sien que pasó desapercibido para el resto.
—No sé cuánto está resolviendo por su cuenta —contestó por fin—, pero creo que lo veo bien. Distante, pero bien.
—Está dejando el pucho de nuevo. Espero que esta vez le dure.
Como si lo hubieran llamado, la bocina del auto los interrumpió. Su amigo se levantó de golpe y abrió la puerta para avisar que ya salía. Luciano la abrazó antes de subir al auto e irse, sin darle oportunidad de saludar.
Laila cerró la puerta con llave sin despedirse de Mateo, apagó la luz. Le habría gustado darle las gracias por quedarse sin pedirle nada a cambio, incluso cuando él necesitaba reordenar su vida sin ella. Se lavó los dientes con la mirada fija en su reflejo, preguntándose si había sido egoísta al pedirle que no desapareciera. La duda volvía a ella una y otra vez, sin encontrar una respuesta clara. Por momentos se inclinaba a creer que él también deseaba quedarse, pero a veces se descubría luchando contra el impulso de liberarlo de su palabra por miedo a haberle pedido demasiado.
El timbre cortó la línea que seguían sus pensamientos.
Se acercó a la puerta de entrada con pasos lentos y la anticipación en sus venas. Roma caminó entre sus piernas, incitándola a avanzar. Cuando abrió, el ruido del motor le avisó que Luciano ya no estaba.
Mateo tenía las manos en los bolsillos y los ojos tan oscuros como cada noche que se atrevían a acercarse.
—Pensé que te habías ido.
Cuando él habló, lo hizo despacio, sin sugerir una décima parte del nerviosismo que ella pretendía esconder.
—Todavía no.
Lo invitó a pasar y cerró con llave. Mateo acarició a Roma antes de sentarse en un brazo del sillón.
—¿Cómo estás?
—Cansada de que todos me pregunten lo mismo.
—Es tu primer cumpleaños sin tu hermana.
—Hace un año ya había muerto. —Ella se sentó en el sillón individual.
—Pero la veías en el mar —enfatizó él—. Para los otros sí es tu segundo cumpleaños sin ella, pero vos y yo sabemos que es el primero.
No podía mentirle y decir que no lo había pensado.
—El único regalo que quiero es saber que está bien —dijo en voz baja. No lo miraba, no era capaz de encontrarse vulnerable frente a él.
—Que no las encontremos debería ser una buena señal.
—Pero no garantiza nada.
—No, no garantiza nada.
Permanecieron en silencio, evitando mirarse. En algún momento empezó a llover.
—Gracias por venir.
Él intentó formar una sonrisa.
—Me está costando mantenerme lejos. Por eso volví.
No sabía qué esperar. Respiró despacio, controlando el sonido de sus exhalaciones para que él no notara el miedo que le producía la incertidumbre.
—¿Querés tomar algo?
Él asintió.
—Un café puede ser.
Laila procuró no ser evidente cuando se refugió en la cocina. Apoyó ambas manos en la mesada, dejó caer la cabeza hacia delante. No habían estado solos desde que él puso a Abel como excusa para hablarle, y habían pasado meses desde ese momento. Seis, Laila los había contado. Y si bien estaban solos en el mar y por instantes compartían el espacio, no se habían dirigido la palabra en aquel entorno hasta la noche anterior. Tenía miedo de no saber cómo reaccionar a él, a la cercanía, a la intimidad de una conversación nocturna. Parte de su mejoría consistió en disfrazar su vulnerabilidad de autoconocimiento y obligarse a creer que admitir sus problemas haría que la dejaran en paz, cuando lo cierto era que solo conseguía que no la tomaran desprevenida. Y seguía sin encontrar soluciones.
Mateo apoyó un hombro contra la pared, tan cerca de ella que Laila no pudo disimular.
—¿Estás bien?
Se sobresaltó. Le dio la espalda unos segundos para evitar concentrarse en él, en la respuesta que esperaba de ella, en lo pendiente que estaba de su reacción. Consideró la opción de mentirle, pero se calló en cuanto lo escuchó acercarse. Seguía de espaldas, sin atreverse a mirarlo. Mateo le apretó los hombros con suavidad, le dio un beso suave en la cabeza.
—¿Qué hacés? —le preguntó ella en un susurro.
—¿Preferís que me vaya?
Se dio vuelta. Estaban tan cerca que apenas podía respirar. Laila negó despacio, sin dejar de centrar su atención en él.
—No —susurró.
—¿Querés que prepare yo el café?
Laila asintió. Dio un paso atrás y apoyó la cadera contra la mesada. Verlo en su cocina, en un espacio que le pertenecía, la llevó a preguntarse en qué situación estaban. Si era el momento de que cambiara. Si de verdad podía cambiar.
Decidió desviar el tema para preservar la calma del día que poco a poco dejaba de sentirse suyo.
—¿Cómo la viste? A Jaz.
Mateo lavó el filtro de la cafetera y no la miró mientras preparaba las tazas.
—No sería mala idea que hablaras con ella. Todavía le afecta.
—Le puedo repetir lo que ya le dije, pero nada más. No tengo forma de convencerla de que no me iba a pasar nada. No tiene idea. —Un instante de silencio, una incógnita compartida—. No es como si nosotros supiéramos todo. Sabemos algo más, pero...
—No sé si algo más —la interrumpió él—. Por ahí sabemos cosas diferentes, no más que el resto.
—¿Por qué lo decís?
Prendió la cafetera antes de contestar. Giró el cuerpo hacia ella, la miró a los ojos. El metro de distancia que los separaba parecía acortarse aunque no se movieran.
—Jaz me convenció de que volviera recién. Lucho no me preguntó para qué volví, pero seguro ya se lo imaginaba. Lu y Nico también saben algo.
Habló en un susurro, tan bajo que creyó que no le saldría la voz.
—Me estás dando la razón: no saben nada que vos y yo no sepamos.
Los segundos de silencio que se apoderaron del momento la hicieron más consciente de lo que pasaba en su interior. De los latidos del mar en sus oídos, del miedo visceral a equivocarse, de lo difícil que era controlar la respiración cuando una palabra de Mateo la podía cortar en menos de un segundo.
Y lo hizo, pero no con una palabra. Con una pregunta.
—¿Todavía estoy a tiempo?
«A tiempo». Como si pudiera llegar tarde, como si no hubiera esperado que fuera el primero en acercarse. Como si no anhelara el contacto tanto como él.
Se mordió la lengua, dio un paso atrás para liberarse de la calma que sentía con su cercanía. Le dio la espalda, salió de la cocina en silencio. Los temores de cada noche, los que renacían cada vez que lo veía en el mar, perdido en la distancia, se le anudaron en la garganta y le nublaron la vista.
Mateo la siguió, pero no se acercó demasiado. Tenía en los ojos la duda de haber hablado de más, el miedo de haber roto lo único que les quedaba.
—¿Lo pensaste bien?
—No tengo nada que pensar, pero si a vos no te pasa más nada...
—No, no es eso —lo cortó. Los latidos de su corazón entendieron antes que ella. Como siempre, su cuerpo asimilaba más rápido que sus pensamientos—. ¿Pensaste que en algún momento vamos a cortar si empezamos algo? ¿Empezarías algo sabiendo que se va a terminar?
—¿Cómo sabés que se va a terminar?
Laila se señaló el abdomen.
—No fue un juego para asustarnos: no nos vamos a morir. Te puedo creer que podemos no separarnos en años, en décadas, pero ¿nunca? Y yo sé que es un planteo estúpido... —No pudo seguir.
La atrajo despacio, la contuvo en un abrazo firme.
—No es estúpido, tenés razón. No sabemos qué va a pasar de acá a cien años, tampoco sabemos qué cabeza vamos a tener ni si nos va a doler lo mismo que nos dolería ahora.
—De acá a cien años podés ser lo único que me quede —intentó explicar—. En ese punto, perderte a vos sería lo mismo que perder todo.
—¿Tenés miedo a quedarte sola?
Laila asintió. Él la abrazó con más fuerza.
—Si te sirve de algo, no creo que alguna vez podamos dejar de hablar. Mirá lo que pasó con Cliff, en algún momento vamos a tener que trabajar juntos. Incluso si empezamos algo y cortamos. Por ahí estoy siendo ingenuo, pero no puedo ver un futuro de acá a cien años en el que no nos podamos ni ver.
No contestó. Cerró los ojos y se concentró en dos sonidos: el de la lluvia que acariciaba la ventana de la cocina y el de los latidos del corazón de Mateo, que se habían sincronizado con los suyos y marcaban el ritmo al que el mar navegaba en ella.
Agradecía que fuera incapaz de mentirle y prometerle que nunca la iba a dejar. Que no la engañara para convencerla solo reafirmaba que tenía que ser él. En ese momento, años después, cuando la incertidumbre se los permitiera o cuando lo perdieran todo, pero nadie más que él. Por un siglo o por un instante.
—Te dije que necesitaba tiempo para estar solo y acomodar la cabeza antes de buscarte y me lo diste. Te pedí que esperaras a que me acostumbrara solo al mar y asimilara lo que significa y lo hiciste. Decime qué tengo que hacer para que te sientas bien y lo hago.
—Necesito saber si pensaste que en algún momento vamos a terminar y si estás bien con la idea de empezar algo a pesar de eso.
—No, no lo había pensado —admitió él después de un silencio que para ambos fue eterno—. Pero, si me das a elegir entre buscarte ahora y buscarte en cien años, prefiero buscarte ahora.
—¿Porque no sabés si en cien años nos pasaría lo mismo?
—Porque mi viejo no va a estar vivo de acá a cien años y quiero que te conozca. —Se arrepintió al momento de pronunciar su respuesta—. ¿Preferís que hablemos mañana?
Laila supo que no había nada que pudiera agregar a esa noche para justificarse. Asintió sin mirarlo a los ojos mientras se alejaba con la intención de apagar la cafetera.
Mateo se asomó a la ventana.
—No llueve tanto, me tendría que ir ahora. —Por primera vez en la noche, pudo vislumbrar algo de culpa en él. Señaló la puerta de entrada—. ¿Me abrís?
Laila accedió sin cuestionarlo. A pesar de lo calmo de sus movimientos, existía una sombra de tristeza que no abandonaba su mirada. No parecía entero, aun así, conseguía camuflar la desilusión a niveles que habrían engañado a cualquiera que no tuviera la conexión que ellos compartían.
Apoyó la espalda contra el marco de la puerta y se concentró en el asfalto mojado, en las luces de la calle que se reflejaban en los charcos, en el brillo dorado que temblaba con cada gota que caía.
—No puedo dejar que te vayas pensando que no te quiero.
Mateo se acercó. No demasiado, no como antes. Lo justo para susurrar y que ella pudiera entender lo que decía.
—Pienso que un poco me querés, pero más querés que, si tenemos algo, salga bien. Y me parece razonable.
Laila buscó su mirada con una determinación que sentía urgente.
—No es «un poco». Llevo medio año tratando de no ilusionarme cada vez que nos vemos, tratando de no pensar que, si te tengo cerca, el mar me va a decir cómo te sentís conmigo. Te di el tiempo que me pediste pensando que íbamos a quedar como amigos, hasta me preparé para verte saliendo con alguien más. No te quiero «un poco». Todos los días me siento egoísta por haberte pedido que te quedaras porque no sé si te estoy obligando, si preferís poner más distancia, si necesitás que no hablemos para estar bien...
—No, Laila. No. Es justo al revés, estoy mejor desde que empezamos a hablar más. —Dio un paso hacia ella—. Necesitaba estar solo en términos de pareja y en el mar, pero en ningún momento quise que cortáramos todo vínculo. Lo hablamos mejor mañana, pero no pienses que sos egoísta. ¿Te parece?
Mateo se acercó para despedirse. La lluvia era una cortina que desenfocaba los árboles y las casas al otro lado de la calle, pero permitía caminar. Laila giró la cabeza hacia él cuando los separaban apenas unos centímetros y cerró los ojos. Le acarició el cuello con las uñas, escondió los dedos en su pelo desordenado. Él no frenó el impulso de envolverla en un abrazo firme cuando se inclinó hacia ella. La besó con ternura, con determinación, con la resignación de que aquel podía ser su último contacto en meses, incluso años. Ella lo besó sin pensar, decidida a entregarse, a confiar en la única persona ante la que podía mostrarse vulnerable sin arrepentirse.
El beso sabía a reencuentro y despedida, a certeza, al recuerdo de una noche donde habían sido solo ellos y sus pesadillas miserables. Laila se preguntó qué había de único en su forma de quererla, si era el anhelo altruista que conseguía ponerla a ella como el centro de su atención y que jamás había encontrado en otros. Pero, por encima del cuidado desinteresado y la devoción que envolvía cada caricia y cada roce, se desprendía una verdad absoluta que acabaría siendo la respuesta más evidente, en ese momento y en cualquier futuro que esperara por ellos: era único porque era él.
Se separó durante medio segundo, lo justo para formular una palabra que palpitaba en su interior cada vez que lo veía.
—Quedate.
Mateo apoyó su frente contra la de ella, todavía sin abrir los ojos.
—Me tengo que ir.
—Quedate a dormir acá. Conmigo.
Se alejó lo justo para mirarla. La confusión de sus ojos no acompañaba la seguridad de las manos que todavía la rodeaban con firmeza.
—Laila...
—Me odiaría si algún día empezamos a salir y Lucho no está para verlo. No puedo elegir algo que nos va a hacer mal ahora por evitar pasarla mal dentro de no sabemos cuánto.
—No dije lo de mi viejo para convencerte.
—Te creo, pero es algo en lo que no había pensado. Igual que vos no pensaste que algún día vamos a cortar. —Cerró los ojos, apoyó la cabeza en su pecho con suavidad—. ¿Sabés qué quiero?
—Decime.
—Que mi vieja te conozca mejor y te invite a comer. Quedarme en el departamento y que Lucho se vaya a dormir sin preguntarme si me tiene que traer a casa porque voy a estar con vos. Que nos vean bien. A veces pienso que hay momentos que preferiría vivir de otra forma.
—Yo también. —Su tono era suave, relajado.
Permanecieron en silencio, escuchando cómo la lluvia se volvía más intensa a cada segundo. Mateo no sugirió que era hora de irse, ninguno hizo el menor ademán de cortar el momento.
—Te sigo queriendo, Laila. Y no te voy a dejar de querer si decidimos esperar.
—Hace unos meses tenías miedo de que el mar condicionara cualquier relación que pudiéramos tener y lo único que necesito es saber que hiciste las paces con esa idea antes de decirte que sí.
Mateo la mantuvo cerca, buscó que lo mirara con atención.
—Cuando te dije eso, mi miedo era que te acercaras por culpa, para cuidarme, pero me diste el espacio que necesitaba para asimilar todo de a poco y dejaste que me fuera acostumbrando. Y me di cuenta de que tenías razón, cualquier tipo de relación que tuviéramos ya iba a estar condicionada por el mar porque mi vida ya está definida por esto. Lo estoy aceptando, Laila. Y me di cuenta de que no es algo que afecte solamente mi relación con vos. Antes podía imaginar que iba a perder a mi viejo, pero ahora sé que también se van a ir mis amigos, mi familia entera, los hijos de mis amigos... Todos, menos vos. Y no quiero esperar a que seamos los últimos vivos de nuestro círculo para preguntarte si todavía estoy a tiempo. Te quiero ahora. Y te quería antes, pero antes no estaba listo y necesitaba perdonar algunas cosas y pedir perdón por otras.
Laila apenas podía tragar saliva. Habló en un susurro, tampoco le salía la voz.
—Más vale que estás a tiempo.
—¿Aunque cortemos en cien años?
—En especial si cortamos en cien años. Quiero que podamos estar así, como ahora, sin pensar que las cosas se van a complicar la próxima vez que nos veamos. Quiero vivir como si tuviéramos el mismo reloj que los demás, aunque sea mentira, porque no quiero extrañar nada.
No lo diría en voz alta, no esa noche, pero tampoco quería extrañarlo de nuevo.
—¿Seguís queriendo que me quede a dormir? ¿Tu vieja no tiene problema?
—Mi vieja no vuelve esta noche. —Cerró la puerta despacio, dio una vuelta entera de llave—. Me avisó hace rato que ninguna de las dos está en condiciones de manejar.
Mateo entrecerró los ojos. La abrazó con suavidad, envolviéndola en un roce cómplice.
—Lucho me dijo otra cosa.
—Quería dormir.
—¿Para que el día se termine rápido?
—Para verte. —Cerró los ojos, dejó caer la cabeza contra su pecho.
Él no contestó de inmediato. Le acarició la espalda, la acercó más a él. La lluvia se intensificó en la calle, escucharon un trueno.
Laila se permitió relajarse, sentirse segura en sus brazos. Sentirse cuidada. Sentirse querida.
—A veces, yo también me duermo temprano para verte.
¡Hola! Hace mucho quiero traerles esta escena porque siento que merecen saber cómo siguió todo entre este par.
¿Qué les pareció la escena? ¿Cómo les parece que está Lucho? ¿Qué creen que le pasa a Jazmín?
Tengo más para contarles/mostrarles, pero este mes y el que viene van a ser particularmente pesados para mí y estoy trabajando en algo nuevo y bonito. Puede que sea la historia de Lucía, puede que sea la de Jazmín. ¿Qué dicen?
Extraño muchísimo escribir sobre Laila. Es la peor parte de terminar una historia. La mejor parte es que llegan ustedes.
Espero que hayan empezado un año hermoso. ♥
🌊🌙
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