42. Tan fácil como mentirse
Mateo recibió el alta en tres días. Luciano insistió para que volviera al departamento con la excusa de que vivir en el taller era más peligroso mientras estuviera enyesado. Laila no lo visitó en el hospital y esperó a que terminara la semana para ir al departamento. Esperaba que él le hablara para preguntar qué había pasado, pero no tuvo noticias. Sus amigos tampoco le sugirieron que debía verlo. La única que le preguntaba por él era Mercedes y Laila no sabía qué contestarle porque tampoco tenía respuestas para ella misma.
Le había dicho que la quería y ella lo había arrancado de la cueva de los sueños. Era casi como corresponderle.
Casi.
Tocó el timbre del departamento. La voz de Luciano la atendió al instante.
—¿Sí?
—Lucho, soy yo.
—Ah. Dale, ahora bajo.
Agradeció los minutos de espera que se sumaban a los que la separaban de enfrentar a Mateo. Sabía que estaba en casa, su amigo se lo había confirmado por teléfono, lo que no sabía era si él la esperaba ahí.
Luciano abrió la puerta, la entrega de su abrazo la abrumó.
—¿Qué pasó? ¿Estás bien?
Él no contestó. Laila le apretó la espalda con suavidad.
—¿Lucho?
—No te cruzaste con Jorge, ¿no?
Se separaron. Solo ahí ella intentó descifrar si su expresión desolada escondía algo de arrepentimiento o si podía entrever una cuota de alivio.
—No, no lo vi. ¿Qué pasó?
Luciano suspiró. Fue un suspiro cansado, cargado de hastío.
—Cortamos. Vino a reclamar cosas y... Tiene razón, pero ya no tengo cabeza para esto. Y él tampoco se merece que lo tenga con vueltas. —Forzó una sonrisa—. Subí. No le dije que venías. Yo voy a caminar un rato.
Lo despidió con un abrazo y la promesa de llamarlo a la noche si se iba antes de que él volviera. Subió al ascensor, buscó el número de Mateo en sus contactos. No le respondían los dedos para escribirle un mensaje, por lo que decidió que era mejor llamarlo. Cuando el contestó, las puertas del ascensor se abrieron.
—Laila.
—Estoy acá. ¿Me abrís?
No podía postergar más el aviso de su llegada, pero le parecía desconsiderado no darle la oportunidad de pedirle que no lo visitara.
Mateo le abrió. Tenía el yeso de un brazo envuelto en un pañuelo negro, a juego con sus ojos apagados que parecían haber consumido su vitalidad. Dejó la puerta abierta para que entrara, se dejó caer en el sillón intentando disimular el dolor.
—¿Querés tomar algo? —preguntó ella—. ¿Café, té, mate?
—Estoy bien. Hacete para vos si querés.
—¿Estás enojado?
—No sé cómo estar.
Laila se sentó frente a él. No esperaba que volviera a decirle que la quería, pero una parte de ella necesitaba que no rechazara su presencia.
—Lucho me contó lo de Jorge.
—Te salvaste. Si hubieras venido media hora antes, te comías todo el drama.
—¿Qué pasó?
No podía interpretar si la molestia en su expresión era por ella o por algo que no podía adivinar.
—Parece que Jorge fue al hospital y Lucho pensó que iba a controlar. Se pelearon en la calle, uno de seguridad les pidió que se fueran.
—No me enteré de nada.
—Ya te habías ido.
No podía determinar qué escondía el tono de su voz. Las ojeras contribuían al hastío de su mirada.
—¿Vino para arreglar las cosas?
—No, vino para cortar. Hace rato vienen mal. Lucho le escondía cosas para que no se pusiera celoso y Jorge le pedía que no lo dejara al margen porque era su forma de no ponerse mal. Lucho no quería que fuera al hospital, Jorge le dijo que fue para acompañarlo porque sabe que soy el mejor amigo y que estábamos peleados. Parece que todas las escenas de celos eran pedidos de Jorge para que Lucho no le escondiera cosas porque lo ponía peor.
—No quita que tenga un problema con los celos.
—No, más vale, pero cuando los escuchás discutir... Lucho quiere que lo celen, no quiere calmar los celos de la persona con la que está. Jorge le pedía perdón por ser así y el boludo no entendía que justo porque él es así Lucho le dio bola.
—Lucho usó lo nuestro para escaparse y no hacerse cargo de nada.
Deseó creer que Mateo había amenazado con sonreír ante la mención de «lo nuestro», pero lo cierto es que no se parecía en nada al chico que una semana atrás la había protegido.
—Jorge es un pelotudo, pero tampoco merece que lo descuiden así. —Sonrió—. Me trajo una etiqueta de puchos a escondidas. Por si Lucho no quiere bajar a comprar. Dijo que pensó que yo estaba peor por lo que le habían contado.
—La sacaste barata.
Por su mirada, entendió al instante que su expresión de enojo era por ella.
—¿Vos decís?
Laila se acomodó en el sillón, acercándose a él. Los separaba la mesa sobre la cual Mateo apoyó los pies para marcar más la distancia.
—Vine a hablar con vos de lo que pasó esa noche. Tengo mucho que explicarte.
—No estoy seguro de querer saber.
—¿Y si te digo que es sobre tu prima?
De nuevo la miró con esa molestia que no se parecía en nada a la que demostraba antes de que ella se subiera a su moto por primera vez. Ahora distinguía un dejo de incertidumbre.
—No sabés nada de Vero.
—De cuando ella vivía, no. Cuando murió... —Esperó alguna reacción. Nada—. Cuando murió, Sol y yo hicimos que soñaras con ella.
Mateo sacudió la cabeza.
—No sé si quiero...
—Sí querés porque es importante. Yo sé que es difícil de creer, pero desde que murió Sol... Bueno, desde unos días después, empecé a verla. Hay una especie de limbo, un lugar al que van las almas...
Él no la escuchaba. Se había tapado la cara con la mano libre y parecía a punto de irse y dejarla hablando sola.
—Vero no está, se murió. No tiene nada que ver en cualquier cosa que haya pasado o podido pasar entre vos y yo. Y no tiene nada que ver con lo que me pasó a mí la otra noche. Punto.
Laila fue a la cocina con la excusa de buscar agua. No había preparado qué decir creyendo que con contar todo desde el principio alcanzaría. No contaba con que Mateo podía no dejar que llegara a lo más importante, al motivo por el que no había aplazado más su visita.
Él la siguió. Abrió la heladera y sacó una botella de agua fría. Sirvió dos vasos.
—No la conociste.
—Viva —aclaró ella—. No la conocí viva.
—Cortala con eso.
—¿Cómo pensás que sé que soñabas conmigo? ¿Que soñabas que te morías en un accidente y que yo te veía? Estuve ahí. Vi ese sueño más de una vez. Es más, estuve en ese sueño de mierda la noche que te vine a buscar. Me desperté de golpe, y sé que vos también. Me ibas a hablar cuando te escribí.
—Te lo pudo haber contado Lucho.
Por la forma en que pronunció aquellas palabras, Laila no creía que Luciano supiera de sus sueños autodestructivos.
—Volviste a soñar con el bar cuando estabas en el hospital. Soñaste que me pedías perdón.
Mateo no la miraba. El reconocimiento en sus ojos la incitó a continuar.
—Soñaste que no te quería perdonar aunque ya te había dicho en la casa de Nico que te había perdonado.
—Y después apareciste.
—Sol me acompañó. Salimos del mar para entrar a tu sueño y sacarte de ahí.
Vació el vaso en un único sorbo lento y continuo. Laila lo contempló como si se encontraran a una palabra de que dejara de creerle y la echara.
—Estas noches soñaste con el mar —siguió ella. Suavizó la voz, se acercó más a él—. En la situación que estamos ahora, significa que fuiste al mar. Y vas a seguir yendo todas las noches de acá hasta que te mueras porque así nos castigaron.
—¿Quién se supone que nos castigó?
—La muerte. El mar. Es lo mismo. —Apoyó la cadera contra el borde de la mesada de la cocina—. Vos te escapaste del territorio de los sueños, yo... Bueno, yo me la mandé varias veces. Está bien que me castigue a mí. A vos no te tendría que tocar.
—No sé, no es tan creíble todo esto.
—¿No sentiste que eras consciente de una forma que no solés ser en sueños? ¿No te pareció que el entorno era tan nítido que parecía que estabas ahí de verdad? Llevo meses ahí, ya pasé ese momento de negación de no creer que estaba navegando la muerte.
—Es que no entiendo qué tiene que ver eso conmigo.
—Todo.
—Pero ¿por qué?
—Porque tiene que ver conmigo.
Mateo exhaló un suspiro de frustración. Se sirvió otro vaso de agua. Cuando le ofreció llenar su vaso, Laila se negó.
—Tu prima nos encontró en el mar y llevarla hasta vos fue... fue difícil. Me costaba mantener tu sueño de mierda y lo perdíamos. El mar me advirtió que no tenía que priorizar almas que recién llegaban, Sol y yo no la pasamos bien. Cuando pudiste soñar con tu prima fue cuando supe que el sueño era tuyo. Y Sol me preguntó qué pasaba entre vos y yo.
Como si ahora le resultara lógico, cerró los ojos y aceptó la revelación.
—Ahí te enteraste.
—Sí, ahí me contó.
—Pensé que había soñado con ella porque ya era la marcha y con eso iba a poder hablar del tema sin que me preguntaran si iba a ir o si quería que los demás fueran.
—No, soñaste con ella porque fue nuestro último intento. Pero tu accidente fue por mi culpa y Sol y yo te tuvimos que sacar.
Y le contó todo. O, al menos, lo que creía que era todo. Le habló de cómo la había paralizado el ver que sus sueños reflejaban la culpa, de cómo se sintió indigna de su vergüenza, de cómo su búsqueda de respuestas lo puso en el foco del mar. Esperó que su expresión se volviera más tosca a cada segundo, pero, contrario a lo que creía racional, los ojos de Mateo suavizaban la mirada con cada una de sus palabras.
Cuando terminó, permanecieron en silencio. Llevaban más de media hora parados en la cocina, sin percatarse de cuánto Laila había hablado en su intento por resumir su vínculo con la muerte y cómo lo involucraba a él, cuando Mateo hizo la única pregunta que parecía importarle.
—¿Vos estás diciendo que voy a seguir soñando con eso porque es lo que tengo que pagar por haber soñado con Vero, y que la Vero que soñé es la Vero de verdad?
—Eso es lo más leve. Lo complicado es que no vamos a morir... salvo que lo decidamos.
—No te entiendo.
—Si salís a la calle y te lleva puesto un colectivo, no te vas a morir. Si te desangrás, si no te queda ni una gota de sangre, no te vas a morir. No te vas a morir salvo que quieras morirte, porque el mar quiere que le pidamos permiso para entrar. Quiere que le pidamos que nos deje morir.
—Si es así, vale la pena.
—Entendiste lo que dije, ¿no?
—Sí, Laila.
Relajó los hombros, se permitió creer que su visita no había sido en vano. Tragó saliva, esperó algunos segundos para confirmar que él no tenía preguntas antes de revelar el verdadero motivo de su visita —el que se animaba a decir en voz alta, al menos—.
—¿Conocés a Abel? Es el chico que atiende el kiosco de la esquina.
Mateo entrecerró los ojos.
—Me suena, sí. Parece piola.
—Él te terminó de sacar del mar.
—¿Qué tiene que ver este pibe?
Le explicó a grandes rasgos la naturaleza de su relación, sin entrar en detalles, sin decir que él le había dado las pastillas que la llevaron a buscar a Mateo la noche que estuvieron juntos.
—El problema es que salió mal —siguió—. Iba a venir ayer, pero pasé por el kiosco a comprar puchos y Abel no me reconoció. Se lo notaba cansado, como si no estuviera bien. Un cansancio de días, continuo, sin ninguna noche de sueño en el medio. Anoche, cuando entré al mar, lo busqué. Y me dijo que nuestro castigo, el tuyo y el mío, no es el único. Que no somos los únicos que hicimos algo que no correspondía. Él nos ayudó y también lo pagó, pero de forma menos definitiva. Ya se había despedido, creemos que el hermano está bien.
—¿Y tu hermana?
Laila no contestó de inmediato. Desvió la mirada, buscó las palabras justas para no preocuparlo de más.
—Incumplieron algo más importante. Cuando un alma llega al mar, aparte del pacto que hace con respecto a ser el puente, hacen otro pacto para procurar el bien del entorno. Es algo que Sol nunca me mencionó. Ese castigo es más jodido que el de Abel, más jodido que el tuyo, más jodido que el mío.
—¿«Incumplieron»?
—Tu prima sacó el lugar de otras almas varias veces. Ella también está ahí.
—¿Ahí dónde?
—Es una cueva subterránea, donde llega el agua del mar. Una parte de muerte, una parte de sueños. Una parte de pesadillas. Cíclicas, eternas.
Mateo negó despacio sin mirarla a los ojos. Cuando fijó su atención en ella, Laila tragó saliva.
—Las tenemos que sacar de ahí.
Laila no se atrevía a acercarse. No podía asegurar si era miedo al rechazo o a que la aceptara sin pensar.
—Lo que tenemos ahora implica que vamos a tener oportunidades para morirnos porque el mar quiere que tengamos que pedirle.
—El mar se puede ir bien a la mierda.
—Pero, así y todo, el saber que podemos morir en algún momento es algo bueno. Si las buscamos, si nos metemos donde Abel cree que pueden estar...
—¿Qué?
—Perdemos lo que nos queda de mortalidad y pasamos a ser de ellos.
—¿Ellos quiénes?
—El mar, las cuevas. Le vamos a dar parte de nosotros a la muerte y de ahí no vamos a poder volver nunca.
Mateo iba a hablar, la decisión de su mirada parecía anticipar una respuesta que podía ser definitiva.
—Te cuento esto para que tomes unos días y lo pienses. Esto te pasó por mi culpa y, dentro de todo, la sacaste barata. Todavía podés elegir. Si vas a perder eso, que sea porque querés y no porque yo te metí en esto.
No contestó. Que no negara que era su responsabilidad solo profundizaba la convicción de que había arruinado todo.
—¿Cuándo vas a buscar a Sol?
Le sostuvo la mirada. No necesitó preguntar qué lo llevaba a pensar que había tomado una decisión porque era evidente para ambos que Laila estaba dispuesta a sacrificar cualquier aspecto de su existencia si aquello sugería la mínima posibilidad de que su hermana no pagara las consecuencias.
—Esta noche.
¡Hola! Hoy la nota es breve porque estoy terminando el próximo capítulo.
¿Cómo se sintieron en este capítulo? Siento que tengo que editar muchos diálogos de la historia porque pueden ser mejores, pero la esencia está y es lo que más me importa.
¿Luciano y Mateo viviendo juntos de nuevo? ¿Luciano y Jorge? ¿Les gustaría haber conocido a Jorge?
Ya casi estamos, gente. Ya casi termina. Les debo demasiado. ♥
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