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41. Robar a la muerte

Gustavo salió del auto con la excusa de fumar y dejó a Laila recostada en el asiento trasero, sola. Las luces de la calle le resultaban lejanas y tristes, abandonadas. Las ventanillas húmedas delataban que la lluvia podía regresar en cualquier momento. El mar podía volver a ella, pero ella no podía volver al mar.

Guardó el teléfono dentro de una de las mangas del buzo de Mateo y cerró los ojos. Nada garantizaba que esta vez lo consiguiera, pero había forzado cada límite que la noche le había impuesto y estaba dispuesta a intentar. Mateo necesitaba que no se rindiera.

Pensó en el mar, en la calma de las nubes que le impedían saber cómo era el cielo más allá de la tormenta. Pensó en Sol, en las noches que había pasado sin verla, en el tiempo que habrían representado esos días para ella.

«Esperame», murmuró en el silencio del auto.

Se llevó la mano libre a la altura del corazón, apretó el buzo de Mateo en un puño.

«Esperame», repitió. Y, todavía con los ojos cerrados, tragó el ácido que ascendía por su garganta como un claro mensaje del mar.

Tragó hasta quedarse sin saliva, hasta que le resultó difícil respirar sin abrir la boca. Tragó hasta sentir cómo el agua palpitaba con más y más fuerza en su interior y ella caía en un mareo que le resultaba desconocido. Un mareo. Un sueño. La línea que separaba el auto del bote era a cada segundo más difusa. Cuando fue incapaz de contener el ácido y vomitó, vio el piso de madera bajo sus pies.

Sol se arrodilló frente a ella.

—¿Qué hiciste? —preguntó en un susurro que delataba el miedo que sentía.

Laila se dejó caer. Cada emoción de la noche se concentró en ese instante, en su incapacidad para explicar lo que había hecho sin hablar del mundo de los vivos y perjudicar a su hermana. Pero ¿no la había condenado ya? ¿No sería ella quien pagara de ese lado por sus acciones fuera del mar? Sol estaba a merced de la muerte y Laila ya no podía protegerla. Nunca lo había hecho.

El agua a su alrededor no estaba calma como en casi todas sus noches. El viento mecía el bote con una advertencia que ambas gemelas podían leer.

—Laila, decime qué hiciste.

No podía hilar una oración. Tenía las palabras al borde de los labios y ninguna alcanzaba para explicar qué tan complicada era la situación en la que estaban gracias a ella.

Sol se acercó lo suficiente para que Laila pudiera escuchar su última pregunta, formulada en un susurro tan suave que podría pasar desapercibida.

—¿El abuelo?

Laila parpadeó una vez. Sol inhaló profundo, miró a los costados con un temor que solo su hermana era capaz de reconocer y, por primera vez desde que navegaban juntas, rompió una regla.

Acercó sus dedos a las manos temblorosas de Laila y la tocó.

Todo a su alrededor —mar, cielo, tierra— se desvaneció y solo quedó oscuridad. Y silencio. El sonido de sus respiraciones agitadas era lo único que hacía eco en sus oídos. Rozó las muñecas de Sol para asegurarse de que fuera real. La marea de pensamientos con la que entró esa noche se volvió difusa ante la sola realización del contacto que creía imposible.

—¿Me estás jodiendo?

—Es la única forma de hablar sin que el mar nos escuche, por eso no quiere que lo hagamos.

—Pensé que no se podía.

—Se puede, no deberíamos. ¿Me vas a contar qué pasó?

Se llevó las manos de Sol a los ojos, intentó respirar con calma. El control que el mar pretendía ejercer sobre ellas las había privado de lo único que deseó desde el accidente y la molestia no hacía más que crecer.

—No se despierta. Tuvo un accidente por mi culpa, está internado y no se despierta.

—¿Quién?

La angustia en su voz anticipó la respuesta antes de que ella la formulara.

—Mateo.

—¿Por qué decís que fue tu culpa?

—Porque le hablé del mar y lo vi vomitar ácido... Siento al mar cada vez que lo tengo cerca, como si me avisara que le va a pasar algo malo. No sé si es esto, no sé si puede ser peor.

—¿Le hablaste del mar antes o después de verlo en el sueño?

No quería pensar. No era capaz de enfocarse en los detalles.

—¡Laila! ¿Antes o después?

—Después. Después de saber lo del abuelo.

—No fue eso. No involucrás a otra persona hablando del mar.

—Pero ahí lo vi vomitar.

—Porque en ese momento el mar quiso que supieras, pero no se marca a alguien estando de ese lado.

—¿Y cómo se marca?

—Interfiriendo en un sueño.

«¿Quién me sueña así?».

Estuvo a punto de soltar a Sol, pero ella se lo impidió.

—Podemos hacer esto una sola vez. No lo pierdas.

Laila asintió. Confiaba en que Sol lo había notado aunque no pudiera verla.

—Necesito que se despierte. Necesito que el mar lo deje en paz.

—¿Por qué?

No pensó la respuesta. Ni siquiera dudó.

—Porque es Mateo. Porque no puedo dejar que le pase nada.

Quería decir más, confiarle a su hermana lo que no había sido capaz de pronunciar en voz alta horas atrás, pero Sol tenía la habilidad de leer cada uno de sus silencios.

—Sabés que, si lo buscamos, esto se termina del todo, ¿no?

Apretó las manos de su hermana con fervor, con incredulidad. Estaba ahí, tan corpórea como ella, y le decía que se iban a perder para siempre. Y Laila lo aceptaba.

—Está vivo. —Su voz era un hilo a punto de romperse—. No tendría que estar acá.

Sol dio un paso atrás y tiró de las manos de su hermana.

—Seguime —le indicó, y se adentraron en la oscuridad.

Caminaron a ciegas, reconociendo el piso irregular y frío con sus pies desnudos. Las paredes parecían cercanas, como si se cerraran en un camino definido. El aire, húmedo y denso, no le permitía respirar con normalidad.

—¿Dónde estamos?

—El mar es terreno de la muerte, pero las cuevas son túneles dentro de los sueños. La parte del mar que conocés es un espacio compartido, con las almas en el mar y los sueños en el cielo. Por eso acá no nos escucha, porque no es un espacio que le pertenezca.

—Y podemos entrar juntas porque formamos un puente.

Sol le apretó la mano despacio para confirmar su teoría.

—Si Mateo está vivo, no está en el mar. Si no se despierta, está soñando. Si lo tocó la muerte y sueña, tiene que estar por acá.

Los segundos acompañaban su avance y amenazaban con correr y dejarlas atrás. El corazón de Laila marcaba un ritmo que ninguna podía seguir.

Después de lo que sintió una eternidad, Sol frenó.

—Hasta acá llega mi camino. Las paredes se abren en función de lo que sueñes. Nos acerqué lo más que pude al escenario de su sueño, pero tenés que seguir vos. Vení, pasá adelante. Tocá la pared para guiarte, yo te sigo.

Laila rodeó a su hermana y reafirmó la mano que todavía sostenía la suya, la que las mantenía en ese laberinto. Tocó la pared y pensó en Mateo.

Recordó lo familiar de la música del bar de su sueño, la calma que tenía la versión de ella que Mateo evocaba y cómo se mantenía pendiente de la calle, a espera del choque. Pero esa no era Laila en realidad. La piedra bajo sus dedos se reacomodó para cambiar de dirección. Ella había desafiado al mar de los muertos y ahora transitaba el laberinto de los sueños para despertarlo. No era quien él creía. Al menos, no cuando soñó con aquel escenario por primera vez.

Una grieta en el techo aportó claridad. Laila se obligó a no mirar a su hermana hasta que llegaran; tenía miedo de arrepentirse. Con el pasar de los minutos, más espacios de luz se abrían para ellas y cada vez veían mejor el camino. El sueño de Mateo se sentía ajeno después de lo que habían vivido y evocarlo no la lastimaba como las primeras veces. Se preguntó si el motivo por el que Sol había tomado la iniciativa fue para protegerla de revivirlo y si le había pedido cambiar de posición porque todavía no podía enfrentarlo como pensaba.

Estaban en la calle. La lluvia caía torrencial, sin tocarlas, y no había ningún vehículo a la vista. La versión de Laila que pertenecía al sueño estaba ahí, hermosa e irreal, en la misma mesa de siempre, pero no estaba sola.

—Ese es él —le señaló Sol—. El Mateo de verdad. Lo tenés que despertar.

Se acercaron a la mesa, seguras de que no podían verlas a menos que interfirieran de forma directa.

Mateo parecía en un trance. Tenía las manos de Laila —la del sueño, la irreal— entre las suyas y las apretaba con tanta fuerza que los nudillos se veían blancos. Sin embargo, no era un sostén fijo; la acariciaba y entrelazaba sus dedos con el nerviosismo de quien puede perderlo todo, aunque, en el sueño, ese «todo» era ella. La miraba a los ojos —a la Laila del sueño— con los suyos tan oscuros que parecían tragar toda la luz del bar. Le pedía perdón en susurros que no llegaban a sus oídos —a los de la Laila ficticia, la que había creado su mente—.

Su versión onírica no respondía.

—Despertalo —le indicó Sol—. Mientras más esperes, más me va a costar mantenernos acá.

Laila lo llamó, pero él no parecía escucharla. Su voz se perdía en el aire que los rodeaba, en el sonido de la música que absorbía cada ruido. Se acercó a él, gritó su nombre. Nada. Le pidió que la escuchara, que la viera, que notara su presencia ahí. Liberó una mano del agarre de Sol y envolvió una muñeca de Mateo. Un relámpago iluminó la noche. Él encontró sus ojos.

—Vení conmigo.

Alternaba la mirada entre ella y su reflejo, entre su reflejo y ella, y el miedo en sus pupilas parecía crecer con la realización.

—Este no es el sueño de siempre —dijo él, y su voz fue más nítida.

—No, no es el de siempre.

—Pero es parecido.

—Sí. Es un sueño más tranquilo, un sueño en el que te podés quedar.

Mateo desvió la mirada hacia la ilusión que había creado. Los dedos de Sol entrelazados con los suyos perdieron fuerza.

—Vení conmigo —repitió—. Por favor, vení.

Él se inclinó hacia la Laila del sueño. La real le soltó la mano y le acarició la cabeza, lo obligó a mirarla. Mateo no pertenecía al sueño y ella era la única que podía liberarlo. Alguien tenía que ser capaz.

Laila tosió en dirección al suelo. Una arcada les hizo saber que el mar las había descubierto. Un relámpago iluminó el cielo y, durante un instante, se supo perdida. La lluvia se desató furiosa y amenazante sobre la calle y el bar. El techo los protegía del contacto directo con el agua, aun así, se mojaban. El corazón le latía tan fuerte que el mar podía descubrirla.

—No está acá —intentó tranquilizarla su hermana—. Quiere que volvamos, pero no está acá.

No podía estar segura. Intentó enfocar el suelo para pararse, pero al mar que colonizaba su cuerpo estaba decidido a dejarla inconsciente dentro del sueño. Se sostuvo de la mesa para incorporarse. Cuando buscó a Sol, la encontró de rodillas en el suelo, temblando.

—Vos sí estás allá —dijo Laila—. Vos seguís en el mar.

No respondió, no era necesario. Giró la cabeza hacia Laila. Dos lágrimas, tan negras y ácidas como el reclamo inconfundible del mar, nacían de sus ojos.

  El tiempo se reía de ella mientras escapaba. El sueño se tornaba borroso y frío, cada vez más lejano, a medida que los segundos corrían. Su corazón acelerado le gritaba que reaccionara. Sol lloraba lágrimas ácidas y Mateo se perdía en la ilusión de su perdón sin que Laila pudiera salvarlos. Y lo supo.

Ella los había llevado a ese punto y por ella no podrían salir.

Temblaba. Si prestaba atención, podía notar que Mateo también. Como si fuera un recordatorio de que eran los únicos reales —y vivos— de ese instante, como una confirmación de que no pertenecían a esa fantasía. Le acomodó el pelo a la altura de la nuca con suavidad, le susurró con voz firme.

—¿No querés venir conmigo? Lucho te está esperando. Yo te estoy esperando.

Mateo se alejó, rompiendo el contacto.

—Vero está acá.

—No, tu prima no está acá. Está en el mar, vos estás en una cueva. No están en el mismo lugar.

—¿Cómo sabés?

—Porque yo la traje. Sol y yo hicimos que hablaras con ella. Sol... —Dejó de hablar.

En el mundo de los vivos, habría creído que a Mateo le sangraba la nariz. Ahí, sabía que no era sangre.

Tenía miedo. Miedo de perder a su hermana, de perderlo a él, de perderse ella misma. Miedo de que los demás la perdieran. Miedo de que Mercedes la llorara y de que Gustavo la recordara incapaz de perdonarlo. Miedo de que alguien sufriera por ella.

Tenía miedo de descubrir gracias a la pérdida que importaba, miedo de que alguien asumiera la responsabilidad, de que alguien se adjudicara la culpa como ella había hecho con la muerte de Sol.

Tenía miedo del mar, de volver y enfrentar las consecuencias. Tenía miedo de escaparse de un sueño del que había entrado a la fuerza.

Tenía miedo de arrancar a Mateo de la fantasía y robárselo a la muerte.

Tenía miedo de ella misma, de las implicancias de sus decisiones, de cada herida que había provocado en el camino. Y tenía miedo, sobre todas las cosas, porque sabía que, si tenía que transitar el camino de su relación con la muerte desde el principio, repetiría cada paso que la había llevado hasta ese sueño, hasta esa mesa en un bar, hasta los ojos oscuros de Mateo, suplicantes en su negrura.

—Vení conmigo —susurró.

Creía que no la había escuchado, pero él soltó a la otra Laila —su reflejo, la imaginación que había creado para culparse— y le dio la mano a ella. A ella

—Soltame —pidió Sol.

Laila sacudió la cabeza. Tosió, se limpió el ácido de los labios con la manga del antebrazo.

—Ni en pedo.

—Si no me soltás, no podemos volver.

—No te quiero soltar. No te puedo soltar. —Apretó la mano de Sol y se la llevó al pecho—. Mirá si te suelto y...

—Vos lo dijiste hace un rato —la interrumpió. La suavidad de su voz le comprimía el corazón—. Mateo está vivo, lo tenemos que sacar de acá. Vos estás viva. Yo no, Laila. Yo tengo que seguir en el mar, vos te tenés que ir.

Sus dos manos, temblorosas en su rigidez, la anclaban a Sol y a Mateo. Él le rozó la cara con su mano libre, la invitó a mirarlo.

—¿Vamos?

Sentía las lágrimas en los ojos y la angustia anudada en la garganta. Sentía el grito que llevaba meses conteniendo, el vacío que se había negado a aceptar. Sol tenía razón, pero la lógica y sus emociones no habían nacido para ser compatibles.

Su hermana le sonrió con tristeza.

—Tenemos que volver —insistió.

Laila relajó la mano, sin soltarla todavía. Le acarició los nudillos con el pulgar, susurró un «Nos vemos en el mar» que tuvo el sabor de una promesa y la soltó.

La lluvia entró al bar. Rompió las ventanas, venció las vigas. Mateo la abrazó para protegerla de los vidrios, pero la cantidad de agua los sobrepasó y los levantó del suelo. Cuando Laila abrió los ojos, estaban en el bote.

Ella, Sol y el hilo brillante del alma de Mateo.

—El muelle —alcanzó a pronunciar en cuanto vio la tormenta que habían desatado—. El muelle donde nos despertamos la primera vez. ¿Dónde está?

Su hermana protegió el alma entre sus dedos y le señaló el camino. Laila avanzó. Los remos no vencían la furia del mar, decidida a mantenerlos lejos de cualquier costa, aun así, insistió. El bote se agitaba con violencia, las nubes se acercaban a ellas para limitarles la visión. Para acorralarlas.

Sol se arrodilló frente a ella.

—Si no ayudo desde abajo, no vamos a avanzar.

—Ni se te ocurra.

—Es la única forma. —Su voz suplicaba—. Dejame ayudarte.

Ya no veía; el ardor de sus ojos la cegaba. Se tapó la cara con las manos, negó despacio con la cabeza.

—Gracias por sacarme del mar y dejarme verte.

Dejó el alma de Mateo sobre las piernas de Laila y saltó al agua antes de que su hermana pudiera hablar. 

De repente, la quietud. Estaba sola. Separó sus dedos para ver que la tormenta se había calmado durante un instante. Tomó los remos con cautela, intentó avanzar. Mientras siguiera dormida, ni ella ni Mateo estaban a salvo. Su propulsión no conseguía vencer la fuerza del agua, sin embargo, se movían. Acompañó el último esfuerzo de su hermana mientras pedía en silencio, con el mayor de los fervores, que funcionara. No podía perderla en vano. No podía forzar su entrada al mar y no salvarlo.

La bravura del agua era demasiada para la fuerza de sus brazos, pero poco a poco también fue incontenible para Sol. El bote se agitaba cada vez más y Laila no se permitió tener esperanza hasta que la proa chocó con un pilar del muelle, escondido tras la niebla. Soltó los remos, se acercó al borde con el alma de Mateo entre sus manos temblorosas. El equilibrio le fallaba, apenas se podía mantener en eje. Golpeó la madera con una palma abierta y una mano se extendió ante sus ojos. El agua le tapaba los pies. Las olas se acercaban a ella. Apoyó los codos sobre el muelle y reveló el hilo que protegía entre sus dedos.

Abel lo tomó con cuidado y tiró de Laila para ayudarla a subir.

—¡Llevalo! —le pidió. El bote empezaba a hundirse, ella se apoyó en el último tablón del muelle—. ¡Yo estoy bien, sacalo de acá!

La madera crujió, pero Abel ya no estaba. Y, mientras su soporte se quebraba y caía al agua, Laila pidió que funcionara.

Su cuerpo se hundió en el mar. Mantuvo los ojos abiertos en su descenso, fijos en las almas que brillaban a su alrededor. No podía distinguir la de su hermana, si es que seguía ahí. No podía distinguir el bote destruido que abrazaba la profundidad con ella. La quietud que la envolvía se tornaba asfixiante y definitiva.

«Despertar. Vivir. Dormir sin soñar. Despertar. Vivir. Dormir sin soñar. Despertar. Vivir hasta llamarme. No soñar. Ni ahora ni nunca. No despertar. No vivir».

—No soñar. —El agua apagó sus palabras.

Había entendido. Se permitió cerrar los ojos.

• • •

La lluvia golpeaba la ventanilla del auto. Los músculos no le respondían, como cada vez que volvía del mar. Apenas respiraba. Contó los segundos que tardaba en recuperar el control de su cuerpo para distraerse de las lágrimas que no estaba segura de poder contener. En cuanto pudo moverse, le escribió un mensaje a Abel y se permitió suspirar cuando vio la confirmación de lectura. Estaba despierto, había salido del mar. Quería sonreír. Quería alegrarse por cada victoria para convencerse de que la suma de batallas ganadas superaba una única pérdida, pero no siempre le resultaba fácil mentirse.

Gustavo no estaba ahí. Lo reconoció en el interior de una cafetería, esperando. En ningún momento supo lo cerca que estuvo de despedirse de una hija más. O no despedirse en absoluto.

En la puerta de la guardia, Lucía atendió una llamada. Laila la miró a la distancia, incapaz de distinguir sus gestos. Guardó su teléfono en un bolsillo del pantalón y lo protegió con el buzo de Mateo. Abrió la puerta y salió. Su amiga corría hacia ella y, mientras la lluvia las reunía en el medio de la calle, Laila terminó de entender.

—Se despertó —gritó Lucía—. Nico me acaba de avisar. Todavía no lo pueden ver, pero...

Laila la abrazó. Clavó los dedos en la espalda de su amiga, escondió la cara en su cuello mojado. Cerró los ojos con fuerza y tragó saliva para deshacerse del nudo en la garganta que le impedía hablar. Le dolían los hombros, le dolían los huesos, le dolía el corazón. Y, si no creyera que el mar la había guardado en un lugar especial, también diría que le dolía el alma.

La angustia se expandió por su cuerpo en temblores que mentían y se justificaban con el frío. Las lágrimas le acariciaban la piel camuflándose con la lluvia. El dolor se reflejaba en cada expresión, en cada músculo, en cada suspiro.

Por primera vez desde el accidente de su hermana, Laila era capaz de llorar.

Lucía la sostuvo cuando las rodillas le fallaron. Laila la abrazaba con miedo a perderla, como si la lluvia pudiera llevarla al mar y arrastrarla para siempre.

—Mateo está bien, se despertó. Está consciente. La amiga de Nico dice que los médicos lo están evaluando para ver el nivel de daño, nos van a avisar cuando nos puedan decir algo más concreto. Pero se despertó, ya está. Ya pasó.

Tenía razón, ya había pasado. Ya no estaba ahí.

—Ya está —repitió para calmarla.

No podía hablar para darle la razón. Quería que dejara de repetirlo porque lo entendía, pero las palabras se ahogaban antes de salir de sus labios. Se ahogaban en las mismas lágrimas que ella, producto del mismo recuerdo.

Permanecieron en silencio, abrazadas bajo la lluvia. Lucía no la soltó, no preguntó qué pasaba. Tampoco le sugirió buscar un techo. En cuanto Laila pudo respirar sin sentir que la opresión en su garganta se lo impedía, pronunció las únicas palabras que diría hasta llegar a su casa, acompañada por un Gustavo dispuesto a respetar su silencio y a confiar en ella.

—Se murió, Lu. Sol se murió.

Lucía la abrazó con más fuerza.

¡Hola! Es posible que este sea uno de los capítulos que más me costó escribir. Y uno de los primeros que definí en la escaleta de la historia.

En realidad, creo que es la primera escena que se me ocurrió. Estaba escuchando la versión de Amanda Palmer de I Will Follow You into the Dark y me dije que tenía que escribir una historia sobre alguien que se adentraba en el territorio de la muerte para salvar a otra persona. Para seguirla, pero en mi cabeza sonaba mejor salvarla porque una parte de ambos personajes podía encontrar la salvación en la compañía, en saber que hay un otro que lo necesita cerca. La historia existe por este capítulo.

¿Cuánto de lo que sabemos del mar piensan que puede no ser como imaginamos?

¿Esperaban que Sol rompiera una regla principal para escuchar a Laila sin ponerla en peligro?

¿Qué creen que haría Mateo si supiera todo lo que hizo Laila para protegerlo en lo que llevamos de esta noche? 

Gracias por seguir acá. Este año fui menos constante actualizando por cuestiones personales, pero agradezco muchísimo que se hayan quedado, sea al ritmo que sea. Son lo mejor de lo mejor. ♥

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