40. Oportunidad sin perdón
La llovizna caía suave y constante en cada calle que transitaban. Laila no la veía, pero sentía cómo le acariciaba las manos que mantenía firmes en los hombros de Nicolás. Iba con los ojos cerrados, clavando los dedos en la campera de su amigo y modulando un «por favor» que se repetía silencioso y suplicante en sus labios.
No estaba segura de haber hecho lo correcto al amenazar a su ex. No estaba segura de que él fuera a creerle, a temer por algo que ella pudiera cumplir. Llevaba días sin entrar al mar, sin descansar más de lo que conseguía dormitando por las tardes, y no creía encontrar al hermano de su ex para que lo convenciera de dejarla en paz. Tampoco se creía capaz de hacerle daño a propósito.
Se sentía frágil, volátil, indigna de confianza. Ni siquiera con el recuerdo del daño que él le había causado era capaz de disfrutar el miedo que lo asaltó durante algunos segundos.
«Pero eso me salvó», pensó. «No querer hacerle mal hizo que no perdiera lo que soy. Y no me perdí por Mateo, menos me voy a perder por este hijo de puta».
Nicolás tomaba las curvas con cautela y el corazón de Laila palpitaba tan fuerte que parecía dispuesto a acelerar la moto para llegar más rápido. No recordaba el trayecto al hospital cuando supo del accidente de Sol, aquella vez tenía los músculos tensos y los pensamientos entumecidos, pero ahora su cuerpo entero mantenía una alerta constante que era incapaz de ignorar. No podía evitar comparar ambas noches, como si reviviera la pérdida de su hermana como castigo, como si algo la obligara a sentir cada gota de angustia. Sin embargo, una voz en su interior le decía que no había perdido a Sol esa noche, que la perdió cuando no pudo entrar al mar. Que recuperarla había sido una oportunidad para perderla de nuevo, que su tiempo con Sol no se medía con la vara que usaban los demás. No la había perdido la noche del accidente. Ella no.
La moto frenó y Laila bajó antes de que Nicolás atinara a sacarse el casco. La ambulancia estaba en la calle, todavía con las puertas abiertas. Al otro lado del vehículo, apoyado contra una pared y bajo el resguardo de la sombra que producía el techo de lona de un kiosco, estaba él. Nicolás también lo vio.
—¿Qué querés que haga? —le preguntó.
Laila se sacó el casco antes de contestar.
—Andá a la guardia, fijate si llegó. Yo tengo algo que hacer.
Nicolás alcanzó a agarrarle un codo antes de que ella avanzara demasiado.
—¿Vas a ir sola? ¿No podés esperar a que estemos todos y veamos a Mateo? El tipo no se va a ir.
Ella sacudió la cabeza.
—Fijate si está acá, yo ya entro.
—Laila...
Se soltó con un movimiento brusco y se acercó a su ex con pasos rápidos, tan nerviosos como ella.
—¿Qué hacés acá?
—¿Cómo encontraste el depósito?
El pelo húmedo se le pegaba a la cara. Él, en cambio, parecía intocable por el clima de esa noche.
—No sé de qué...
—Sí sabés, no te hagas la boluda —la cortó. Dio un paso al frente, hacia ella—. Sí sabés y me vas a decir ahora quién más sabe.
Se obligó a no retroceder ni a buscar a Nicolás con la mirada. Podía decir la verdad hasta el cansancio, pero no le iba a creer.
—No le dije a nadie —mintió—. Y estoy dispuesta a quedarme callada si me dejás en paz.
—Te lo salvé y lo puse en una ambulancia. Con eso ya estamos a mano, princesa.
Laila sacudió la cabeza. Tenía tanto para perder que ni siquiera había considerado lo que él le podía quitar. El mar se había mantenido como la única amenaza durante sus últimos días y ella sabía que las únicas personas afectadas por la muerte eran ella y Sol. Y, quizá, Mateo. Con su ex, el alcance se extendía a cualquier persona por la que ella sintiera afecto.
—Nadie se entera y me dejás en paz, es un buen trato.
—Vos sabés que ese trato puede durar lo que tarde en encontrar otro lugar. No sos estúpida. No pienses que te puedo insultar así.
Lo hacía. De alguna manera que Laila no podía descifrar, la había acorralado.
—No me hiciste un favor.
—¿Y qué fue esto? —Señaló la ambulancia—. Si no me lo pedías, no iba a mover un pelo por ese inútil.
—No te lo pedí.
—¿Estás segura?
—Te lo ordené.
Él apoyó la cabeza contra la pared para reírse. La carcajada le atravesó la cara y llamó la atención de un camillero que había salido a fumar.
—Vos no me das órdenes, princesa.
—Puedo encontrar cualquier lugar en el que estés. Puedo buscar a tu hermano, hacer que lo sueñes, cagarles el tiempo que les queda.
Un rayo iluminó el cielo. Estaba pasando. Laila se animó a seguir cuando escucharon el trueno.
—Puedo hacer más cosas de las que te imaginás.
—Te prohíbo hablar de mi hermano.
—Yo me tendría que haber muerto, Tato. —Tenía los ojos húmedos—. Alguien me salvó y ahora soy un peligro. Hablo de tu hermano para que te acuerdes de mí cuando lo sueñes... y me dejes de romper las pelotas. ¿Pensás que no le puede pasar nada porque ya se murió?
—Callate...
Quiso acercarse para intimidarlo, pero apenas podía tenerlo a la distancia justa para hacerse escuchar sin gritarle. Le era imposible acortar el espacio entre ellos; su cuerpo lo rechazaba con pavor.
—Vos sabés que hay más en esto. ¿Con qué te ahogaste cuando hablabas conmigo? ¿Alguien más vio el ácido que vomitaste? —Esperó algunos segundos durante los que él se mantuvo en silencio—. No me hagas cumplir, no quiero hacerle mal a nadie. Ni siquiera a vos.
Tenía miedo. Durante el tiempo que estuvieron juntos, él le había hecho creer que ella era la única persona capaz de verlo en momentos de vulnerabilidad y había una cortina que no se cerraba cuando estaban juntos. Laila podía ver sus temores reflejados en sus palabras, en cómo escondía las manos, en el timbre distorsionado de su voz. Veía su preocupación, la alerta por un peligro que no era capaz de controlar ni prevenir, y en ese momento, con el auto de Luciano estacionando al otro lado de la calle, Laila agradeció que su ex no hubiera aprendido a crear una máscara para ella porque sus temores le daban tiempo. Y, por poco que fuera, ella necesitaba cada segundo.
Se despidió con una inclinación rápida de cabeza y entró a la guardia con sus amigos a pocos metros de distancia. Se permitió relajar los hombros en cuanto cerraron la puerta.
Nicolás estaba de brazos cruzados mientras un médico le explicaba la situación.
—... En cuanto venga el laboratorio, lo llevamos a rayos para descartar posibles fracturas. Ya avisamos a UTI para que tengan una cama lista, va a pasar la noche acá.
—¿Cuántas personas se pueden quedar con él? —preguntó Nicolás.
—Mientras esté en UTI, ninguna. Hay un horario de visita y van a poder verlo de a uno, pero nadie se puede quedar toda la noche con él.
Todos asintieron.
—¿Cómo es el nombre completo del paciente?
Luciano contestó de inmediato.
—Mateo Signetti.
—¿Alérgico a algún medicamento? ¿Está tomando alguna medicación?
—No, ahora no toma nada, que yo sepa. De chico tenía principio de asma y estaba con corticoides. Alergias no tiene. Estuvo en rehabilitación por consumo problemático hace unos años.
Laila no se había percatado de la angustia de su amigo. Le apretó un brazo despacio, desvió la mirada hacia la sala donde atendían a Mateo.
—Voy a necesitar algunos datos más para ingresarlo.
Luciano se adelantó y le indicó al médico que él se haría responsable. El hombre lo guio por el pasillo y entraron en un consultorio al mismo tiempo que dos mujeres aparecían con una caja de herramientas.
—Ahí viene el laboratorio —murmuró Lucía—. No la conozco, no conozco a nadie acá. ¿Te dijeron algo más?
Nicolás negó despacio con un movimiento suave de cabeza, pero su atención se había desviado a la zona de camas frías. Hizo un movimiento rápido con la mano, un saludo cargado de alivio acompañado de un «¡Caro!» que apenas se escuchó. Segundos después, una chica con ambo azul y bata blanca se acercó. Tenía el pelo suelto, lacio, las puntas le rozaban los hombros. Abrazó a Nicolás con disimulo.
—¿Qué hacés acá? ¿Qué pasó? —preguntó ella.
—Un amigo se accidentó, no sabemos bien. Nos avisaron que estaba acá. No sabía que estabas de guardia hoy.
A ella le brillaron los ojos cuando contestó.
—Era hoy o mañana. Y mañana almorzamos, no voy a faltar.
Laila se obligó a no mirar a Lucía. Sus sentidos estaban más pendientes de las voces que rodeaban a Mateo que de sus amigos. La chica se disculpó y entró a la sala donde no tenían permitido el ingreso.
—Caro es médica —explicó Nicolás—. Si está acá, estoy más tranquilo.
—¿Qué más te dijeron? —insistió Laila.
—Está inconsciente y no lo pueden despertar. Me preguntó si sabía cómo había pasado.
—¿Le dijiste que no tenemos idea?
Nicolás no contestó rápido. Alternó la mirada entre sus amigas y se acercó antes de hablar en un susurro.
—El paramédico me dijo que la moto estaba hecha mierda, pero Mateo tenía signos de pelea. No sabemos bien qué pasó, pero sí sabemos que no fue un accidente.
Se alejó a tiempo para ver cómo abrían la puerta de la habitación de urgencias. Apenas alcanzaron a verlo. Carolina se reunió con ellos.
—Pedí que me avisaran cuando estén el laboratorio y la placa. Te voy a tener al tanto cada vez que haya alguna novedad —agregó para Nicolás—. No hace falta que se queden todos, lo más probable es que no haya noticias hasta mañana una vez que lo ingresen.
Cuando les dio la espalda para seguir trabajando, Nicolás se acercó a ella y le susurró algo al oído.
Laila salió a la vereda, seguida por Lucía. Se sentó en el cordón, se abrazó las rodillas. Aunque nadie lo pronunciaba en voz alta, sabía que todos coincidían en que lo habían encontrado a tiempo.
—Este es uno de esos momentos en los que yo sé que no estás bien, pero no vas a decir nada porque pensás que yo estoy peor y lo mío se puede considerar más grave. Y como siempre estamos en una situación así, nunca te puedo escuchar.
—¿Por qué lo decís?
—Porque tuve que hablar con mi ex para encontrar a Mateo y no sabemos qué le hicieron, pero por eso no me vas a decir que te cayó mal lo de Nico y esa médica.
Lucía le regaló una sonrisa cansada.
—No sé quién es, pero si hoy cumple y nos mantiene al tanto... Nico me dijo que me iba a dejar de buscar. Si se tiene que meter con alguien para cumplirlo, es decisión de él. Y también es lo mejor.
—¿Estás segura?
Lucía no contestó. En lugar de eso, le tocó el codo con disimulo y le señaló un punto a su derecha.
—Te buscan.
Laila miró de reojo. Cuando distinguió a Gustavo a metros del hospital, se paró y trotó a su encuentro. Lucía no se movió de su lugar.
—¿Qué hacés acá?
Su papá le apretó un hombro con suavidad, ella no se lo impidió.
—¿Cómo estás? ¿Cómo está tu amigo?
—Te pregunté algo.
—Mecha me llamó cuando Lucho le avisó que venían para acá. Me preguntó si podía venir para estar pendiente por si necesitabas algo.
—No creo que puedas hacer nada ahora. Andá a dormir, yo estoy bien. O andá a acostarte con mi vieja, lo que te quede mejor.
Gustavo miró a su alrededor. No parecía dispuesto a irse.
—¿Podemos hablar en el auto?
—Podemos hablar acá.
—Preferiría no hablar de la intimidad de Mecha en la calle.
—También podés no hablar de su intimidad en ningún lado.
Lucía se acercó a ellos. Saludó a Gustavo y abrazó a Laila antes de avisarle que iba a entrar. Cuando estuvieron solos, ella suspiró.
—¿Dónde tenés el auto?
Caminaron media cuadra. Gustavo sacó la alarma y Laila se subió al asiento del copiloto antes de que su papá abriera la puerta del conductor.
Contaron un minuto entero en silencio.
—Tu mamá y yo fuimos al cementerio. Cuando volvíamos, me invitó a tomar unos mates y hablamos de Sol, de vos, de cómo ella estuvo sola estos meses.
—Estuve yo.
—Sabés que no, mi amor. Vos estabas más sola que tu mamá, más sola que yo. —Hizo una pausa—. Me contó que tuvo miedo, que más de una vez pensó que me tendría que haber perdonado apenas pasó todo para no haber lidiado con tanto sola.
—¿Y qué le dijiste?
—Que no pensaría en nada de eso si yo no hubiera hecho las cosas mal en un principio. Me perdonara antes o después, lo único que importa es que hubo algo que perdonar.
Laila cerró los ojos y apoyó la cabeza en el asiento. Días atrás, había deseado verlo y exigirle que no volviera a pisar su casa. Ahora, con Mateo inconsciente en el hospital y con menos horas de sueño de las que necesitaba para funcionar con normalidad, solo podía pensar en las nubes que no se habían ido y permanecían a la espera de un error.
—Si te quiere perdonar, que te perdone. Si quieren volver, vuelvan. A mí no me tienen que pedir permiso.
—No tenemos intenciones de volver —confesó él. En su voz se escondía una disculpa—. Tampoco vine a pedirte permiso.
—¿Entonces?
—Vine a pedirte perdón.
Laila entrecerró los ojos. No se atrevía a mirarlo. Gustavo, pendiente de cada uno de sus gestos, siguió hablando.
—Cuando hice lo que hice, no se lo hice solamente a Mecha. También las traicioné a ustedes. Mecha no me perdonó por años que me hubiera ido, pero ustedes no me perdonaron que estuve con alguien más. Bueno, Sol sí, pero le llevó un tiempo.
—Si te hubieras ido y no te hubieras metido con nadie en el camino, no nos habría molestado tanto.
—Si desaparecía y volvía después, de alguna forma me iban a justificar. Necesitaba arruinar todo, eso lo entendí bastante después. Necesitaba que, de alguna forma, entendieran que yo no me podía hacer cargo solo de ustedes. Que Mecha tenía que salir bien porque ustedes la necesitaban. —Se le quebró la voz—. Quería que me miraran y pensaran que era imposible que pudiera con todo. Quería que se dieran cuenta de que necesitaba... que la necesitaba. Tenía que salir bien de ahí porque yo no iba a poder sin ella.
Si una porción de sus pensamientos no hubiera quedado en el hospital, al lado de la puerta que la separaba de Mateo, Laila podría haber formulado mejor su incredulidad.
—¿La engañaste para obligarla a decirte qué hacer? ¿Para que te mandara a la mierda y se tuviera que hacer cargo sola de dos hijas estando ella en posoperatorio?
Gustavo prendió un cigarrillo, nervioso.
—Estuve mal. Como marido y como papá. No te puedo pedir que me perdones por lo que le hice a Mecha, eso lo tiene que perdonar ella si es lo que siente, pero sí te puedo pedir perdón por lo que te hice a vos.
Cerró los ojos. Le resultaba irónico que Gustavo se abriera con ella cuando lo último que le preocupaba era lo que él sentía.
—No te puedo contestar, no puedo pensar en esto ahora.
—¿Cómo está? ¿Cuál es el pronóstico de los médicos?
—Ni lo conocés.
—Si a vos te importa, a mí también.
Chasqueó la lengua. No terminaba de entender qué hacía su papá ahí.
—Está inconsciente, todavía le tienen que hacer estudios. Lucho se está haciendo cargo. —Gustavo parecía dispuesto a hablar cuando Laila lo interrumpió sin darse cuenta—. Están peleados. Dicen que no tengo nada que ver, pero yo sé que si no hubiera quedado al medio, las cosas entre ellos dos no habrían explotado así. No sé qué hice, pero siento que es mi culpa. Es mi culpa que Mateo esté así, es mi culpa que se haya peleado con Lucho, es mi culpa que Lucho no lo quiera ni ver. Es mi culpa que Lucho se sienta responsable porque le dije que hizo todo mal. Y la culpa también es tuya.
—No.
Laila lo miró. Los dos tenían los ojos brillantes, cansados. Los dos estaban cerca de un límite, aunque no pudieran definir cuál.
—Crecí pensando que me tenían que querer de determinada forma, que no valía la pena meterme con nadie que me quisiera menos de lo que vos querías a mi vieja. Cuando se separaron, me metí con el primer infeliz que encontré y me arruiné la vida y la cabeza. Si no nos hubieras cagado así, si yo hubiera estado bien, Lucho no habría hecho lo imposible para que Mateo y yo no nos conociéramos. Y yo lo podría haber ayudado. Lo podría haber conocido antes que la ex, lo habría acompañado...
—Y se habrían separado.
No fue consciente de lo que le había contado hasta que lo escuchó ser parte de la conversación.
—¿A qué te referís?
—Muy rara vez una persona se queda con quien la salvó. Le agradecemos de por vida, guardamos buenos recuerdos, le deseamos lo mejor, pero no dura. Cuando una pareja te tiene que sacar del pozo más profundo, se establece un acuerdo, una relación de cuidado en la que uno es responsable del otro. Y esa diferencia de poder, esa correspondencia de roles, hace que la persona que necesitó ayuda no se pueda sentir a la altura de la otra.
—¿Vos decís que por eso se peleó con Lucho?
—No, con amistades es diferente. Por más que Lucho se haga cargo de él, si a este chico le pasa algo, van a llamar a algún familiar. O a la pareja. Nunca a los amigos, salvo que no tenga a nadie más. Si vos fueras la novia, te llamarían a vos.
Laila repitió esas palabras en su mente, deteniéndose en cada sílaba.
—El entorno mismo da responsabilidades diferentes. Y esa responsabilidad es una carga.
—¿Para vos fue una carga la operación de mi vieja?
Gustavo tiró la ceniza del cigarrillo por la ventana antes de contestar.
—La carga fue pensar que podía salir mal.
Durante algunos segundos, no supo qué responder. La incertidumbre le pedía que volviera al hospital; su corazón cansado, que esperara. Sus preocupaciones habían corrido tan rápido que cada pensamiento llegaba agotado a su mente, como si le faltara convicción. Quiso creer que era un efecto del sueño, pero el miedo jugaba con ella casi tan bien como el mar podía manipularla.
—Mi vieja te va a perdonar, yo no sé si puedo.
—No hace falta que me perdones ahora. Lo único que te pido es que no me eches.
—¿En qué sentido?
—Dejame estar acá aunque no me perdones. Dejá que me lo gane, que no sume a la lista más momentos en los que no te pude apoyar.
Cuando se dispuso a abrir la puerta del auto, un pensamiento la frenó. Como si Sol estuviera con ella, como si le pidiera que lo considerara de nuevo, que esperara. Laila cerró los ojos, se permitió respirar.
—¿No te dio ansiedad saber que no ibas a ser la primera persona en saber cómo había salido la operación si te ibas?
—¿Querés ser la primera persona que sepa cuando este chico se despierte?
Asintió. La angustia encontró un espacio a través de su garganta y se convirtió en un sonido agudo, contenido, que obligó a Gustavo a tirar el cigarrillo por la ventana y abrazar a su hija. Laila, por primera vez en años, no lo rechazó.
—No es tu culpa cómo tus amigos resuelvan sus problemas. No es tu culpa que este chico esté acá ahora.
—Mateo.
—No es tu culpa lo que le pasó a Mateo.
—No sabés.
—Si fuéramos responsables por cada consecuencia indirecta que viene por cada acción que tomamos, todo sería nuestra culpa. Todo lo bueno y todo lo malo. No podés hacerte responsable por todo, mi amor.
—Hay cosas que sí son mi culpa.
—¿Como qué?
Tenía un nudo en la garganta y lágrimas en los ojos. Estaba tan cerca de llorar que se preguntó si el destino había guardado ese momento para que el quiebre fuera en los brazos de la persona ante la que se había mantenido más entera y firme durante ese tiempo. Si las grietas colapsarían ante quien quería mostrarse irrompible. Si su papá sería quien le secara las lágrimas.
Salió del auto sin darle tiempo a retenerla. Le ardían los ojos. Cruzó la calle sin mirar y se encontró con Lucía, que fumaba en la puerta de la guardia.
—En nuestra defensa, le avisamos a tu mamá por si no volvías a dormir, para que supiera que estabas con nosotros... ¿Estás bien? ¿Qué pasó?
Laila la abrazó con fuerza. Apenas podía respirar.
—Decime que se despertó —le pidió en un susurro.
Lucía le correspondió el abrazo durante un segundo y la alejó para mirarla a los ojos.
—Todavía no. Nico y Lucho están esperando adentro. Le quisieron avisar al padre, pero Lucho dice que duerme con el teléfono apagado.
El teléfono. Laila palpó el suyo en el bolsillo de su pantalón y se preguntó si sería capaz. Buscó el auto de Gustavo entre los vehículos de la cuadra. Se alejó de Lucía con la promesa de volver y corrió hacia su única salida.
A su papá no le importaba si no lo perdonaba esa vez, pero le había pedido ser parte. A Laila no le importaba si Mateo se despertaba odiándola por haber causado lo peor de esa noche siempre y cuando se despertara.
Golpeó el vidrio de la ventanilla con un nudillo. Le temblaban las manos. Gustavo abrió la puerta del copiloto.
—¿Puedo dormir un rato acá?
¡Hola! Nos queda tan poquito para terminar que siento que los capítulos no le hacen justicia a mi emoción por estar tan cerca del final.
¿Qué les pareció Caro? ¿Saben que ella también tiene historia?
¿Qué piensan de la postura de Gustavo? ¿Y de Laila?
¿Hasta qué punto creen que Laila es capaz de forzar la situación para que Mateo no salga herido por su culpa?
Ya casi, gente. Ya casi. Gracias por acompañarme, por acompañar a Laila, por seguir acá. ♥
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