35. El corazón en la garganta
Los ojos de Melisa brillaban con tal claridad que reflejaban las luces de los autos que atravesaban la avenida. Seguía callada, con la mirada perdida en algún punto de la noche y la conciencia de él en la suela de sus zapatillas, pisoteada sin intención.
—Soy una estúpida —murmuró en un suspiro.
Mateo le rozó la cara con la punta de los dedos para invitarla a fijar su tristeza en él. Verla sufrir por algo que ambos habían anticipado le pegaba más de lo que se animaba a admitir.
—No, Meli, yo soy un gil. Me tendría que haber aguantado las ganas, hacer las cosas bien.
—Con la mina que te vuelve loco hace meses, dale. Los dos sabíamos que esto iba a pasar.
—Yo no —se atrevió a afirmar—. Pensé que Laila me iba a dar vuelta la cara, que no me iba a querer hablar cuando supiera lo de la hermana.
—Pero no se lo dijiste nunca.
—Porque soy un pelotudo.
Melisa intentó sonreír.
—Cuando me pediste más tiempo para contestar... Pensé en todas las posibilidades que se te podían ocurrir, menos esta. No sé por qué, pero en todo momento pensé que la duda era si acercarte a ella o no. Pensé que estabas decidiendo si proponerle empezar a salir, sabiendo que yo te dije que no me molestaba, o si dejar de verla y hacer de cuenta que no te pasa nada. Y fue lo más tonto que hice, porque te tendría que haber entendido mejor. —Parpadeó rápido, desvió la mirada lejos de él. En los meses que llevaban juntos, nunca le había permitido verla llorar.
—Me entendiste mejor que nadie, pero ni vos ni yo lo queríamos decir.
El ruido de la noche volvía su conversación más íntima, más privada. Más de ellos. La gente que pasaba lo bastante cerca como para escucharlos parecía abstraída en su propio mundo, los autos no permanecían más de un minuto en su campo visual, ni siquiera los perros que vagaban por las calles parecían prestarles atención. Su angustia y la amargura de ese encuentro, incluso en la multitud, era visible solo para ellos.
El silencio duró algunos minutos. Mateo había dicho todo lo que llevaba días repasando y su mente volvía a los momentos en los que preparó aquella escena, buscando posibles frases pendientes. Lo único que no había planificado era qué hacer con su cuerpo, cómo comportarse cuando la persona con la que había compartido los últimos meses parecía a un roce de quebrarse.
—Sos una mina increíble.
—No hace falta que...
—No, dejame hablar. —Eligió no mirarla, consciente de que ella evitaba su campo visual—. Sabías que yo venía con todo lo de Marisol reciente y que cada tanto reaparecía, y no te importó. Le hiciste frente cuando te empezó a romper las pelotas y te preocupó más cómo estaba yo que reclamarme por mi ex. Tuviste la idea de tener una relación abierta cuando te dije que no me sentía cómodo para empezar un compromiso de nuevo. Me empezaste a convencer de que no soy tan verga como pensaba cuando estoy con alguien.
Melisa intentó esconder una sonrisa y por fin lo miró. Mateo se fijó en sus ojos húmedos, en el semáforo que se reflejaba en ellos y estaba en rojo.
—Sos un buen tipo. Y sos mejor de lo que pensás, mejor de lo que esa infeliz te hizo creer.
—La primera vez que te hablé de Laila, cuando te conté que la había conocido, pensé que te ibas a dar cuenta.
—¿De qué? ¿De que te había gustado? Más vale que me di cuenta.
—No dijiste nada.
—Porque ahí vos te ibas a dar cuenta de que te pasaba algo. No te quería avivar antes de saber si me molestaba porque no te iba a poder contestar cuando sacaras el tema. —Desvió la mirada al piso y escondió una sonrisa fugaz, casi irónica, antes de agregar—: Uno de los dos tenía que tener la cabeza fría.
Separó los labios para decirle que él se había dado cuenta desde el principio, pero la tranquilidad de haber tomado las decisiones correctas era lo único que había mantenido a Melisa en paz durante las últimas semanas, y no iba a ser él quien se lo quitara. Sin embargo, había algo que sí necesitaba saber.
—Si tenías miedo de que se volviera algo más, ¿por qué me decías que no te iba a molestar si pasaba algo? —Se enderezó. Inclinó la cabeza hacia ella. Los ojos de Melisa nunca le parecieron tan honestos como esa noche—. ¿Por qué me dijiste que tenía luz verde para lo que quisiera hacer?
—Porque no pensé que iba a terminar así, ella no te podía ni ver. Cuando me contaste que casi se besan... Esa vez tuve algo de miedo. Todavía me cuesta. Nunca sentí celos de ella, pero el miedo a que prefieras a alguien más...
Mateo la abrazó con delicadeza. La acercó a él, apoyó la espalda contra el respaldo del banco en el que se habían sentado a conversar. Le acarició el pelo despacio, al ritmo de su respiración.
—No puedo preferir a nadie más que a vos porque nadie puede hacer lo que vos hacés. Nadie más me convenció de que me merezco estar bien, nadie más me hizo querer estar bien. Nadie más me creyó lo de Marisol sin pruebas antes, salvo los que estuvieron cuando pasó.
—Hay que ser boludo para no creerte viendo cómo te cuesta hablar del tema. Y lo de estar bien... No hay forma de volver a convencerte desde lo de tu prima. Creo que ni yo te puedo sacar de ahí.
Dejó de acariciarle el pelo para invitarla a levantar la cabeza y mirarlo a los ojos. Se abrazaban en la noche, con el frío congelándoles las manos.
—Me seguís convenciendo. Pienso todos los días en vos, en lo que me dijiste esa vez, apenas me levanto. Empiezo el día seguro, después se pierde todo. Las noches son una mierda, ya no las aguanto. Me despierto a cualquier hora, sueño todo el tiempo, casi no puedo dormir. Carburo toda la tarde y me acuesto como el culo. Pero al otro día pienso en esa charla que tuvimos y me doy cuenta de que tuve suerte. Con vos tuve suerte.
Alcanzó a ver el brillo de una lágrima entre sus pestañas antes de que ella se la limpiara con un nudillo.
—¿Sabés qué agradezco de todo esto?
Mateo negó despacio sin dejar de mirarla.
—Que siempre hayas sido sincero. Que me hayas contado todo lo que pasó desde el principio, que hayas confiado en que no me lo iba a tomar mal. No sé por qué pensé que con ella iba a ser como con Lorena, que salieron menos de dos semanas y no volvieron a hablar. Pensé todo, te juro, menos lo más obvio.
—No sé si era lo más obvio. Tardé en darme cuenta.
—Porque no sos tan rápido como pensás.
La empujó despacio con el hombro y le robó una sonrisa que duró lo mismo que la luz amarilla del semáforo que seguía funcionando mientras ellos sentían que su mundo estaba en pausa. A su alrededor, nadie hacía el esfuerzo de esperarlos.
—Voy a necesitar poner distancia en serio —resolvió ella—. Si querés una pausa, podemos seguir hablando. Pero si querés terminar... —La frase murió en un susurro.
Mateo se fijó en el semáforo, en el cambio de luces, como si esperara su autorización para hablar. O, quizá, necesitaba dejar pasar el tiempo.
—Siento que te engañé. Ya sé que me diste permiso, pero me tendría que haber dado cuenta de cómo te hacía sentir.
—No me molesta lo que haya pasado, me molesta no haber visto que te iba a importar tanto como para dejarme. No haber visto que querías estar exclusivamente con ella y no con ella y conmigo.
—¿Habrías hecho algo diferente?
—No me habría encariñado tanto con vos. O sí, pero sin esperar cosas que nunca nos prometimos. —Giró el cuerpo hacia él, permaneció de frente hasta que consiguió su atención—. Quiero que eso te quede claro: lo que me molesta dependió de mí, no de vos. Vos fuiste más sincero de lo que te imaginás y eso me deja tranquila. —Sonrió, y la picardía de su sonrisa hizo que la noche brillara un poco más—. El único tipo que no me engañó y se acostó con dos minas estando conmigo.
Mateo se permitió reír en voz baja.
—La única mina que no me odió y estuvo con un tipo diferente cada dos meses mientras salía conmigo.
—Bueno, pero me duraban menos. Nunca hablé con alguno por más de tres días y después se borraban porque, en el fondo, ninguno me creía que vos sabías. Con Lorena saliste más de medio mes y a Laila la buscaste cuando la conociste.
—Porque me equivoqué. Si hubiera sabido, no habría intentado nada.
—¿Ves que sos medio lento?
Verla sonreír era un premio robado, un logro ajeno que se había metido en el bolsillo porque su sola existencia le daba paz. Sabía que, cuando la dejara en su casa, no podría hacer nada más para convencerla de que no tenía la intención de reemplazarla.
Melisa se paró y se acomodó la campera de cuero.
—Asumo que me llevás a casa, ¿no?
—Más vale. —Se levantó del banco y respiró el aire frío de esa noche de invierno.
Cuando estuvieron frente a la moto, Melisa dudó.
—¿Es mucho si te pido que pasemos por la tuya antes? Así busco el buzo que dejé el otro día. Si hubiera sabido que nos juntábamos para esto, te habría pedido que me lo trajeras.
—Te lo puedo alcanzar en la semana.
—Prefiero que no.
Mateo tendió un casco hacia ella y no lo soltó cuando Melisa intentó agarrarlo.
—No estoy eligiendo a nadie —le aseguró—. No es una situación de una mina u otra.
—¿Entonces?
—Quiero estar solo. No quiero buscar a Laila porque demasiado le mentí y no quiero estar con vos porque, por más que sepas lo que me pasa, siento que te miento. Lo que sí estoy eligiendo es no hacerte mal y es lo único que se me ocurre para priorizarte a vos. Y también me parece lo mejor.
Melisa le quitó el casco con un movimiento suave, pero, antes de que se lo pusiera, Mateo alcanzó a ver el principio de una sonrisa que conocía mejor que nadie. Era la calma de haber recibido lo que necesitaba, aunque no fuera lo que quería. La muestra de que una ilusión no era algo a lo que aferrarse, la seguridad de confirmar que siempre serían importantes para el otro. Cuando Mateo puso la moto en marcha, Melisa se sostuvo de sus hombros para no abrazarlo.
Cuando llegaron al departamento, Mateo dejó la moto en la vereda. Esperaron el ascensor en aquel silencio que se sentía una confirmación y subieron hasta su piso aún sin hablar. Ninguno se sentía incómodo, pero habían llegado a la conclusión, sin decirlo en voz alta, de que todo lo que pudieran agregar sería ruido.
La luz estaba prendida. Mateo miró la pantalla de su teléfono para confirmar que eran casi las cuatro de la madrugada antes de abrir la puerta. Cuando lo hizo, encontró a Luciano sentado en el sillón con ropa de calle y una campera abrigada a un costado, a mano. Parecía hablar por teléfono, pero bastó un cruce de miradas para que Mateo entendiera que no había nadie al otro lado de la línea.
Luciano sacudió la cabeza sin dejar de mirarlo. Tenía los ojos enrojecidos, hinchados. Mateo cruzó la distancia que los separaba en tres pasos decididos.
—No contesta.
—¿Quién? ¿Qué pasó?
Melisa cerró la puerta de entrada y caminó rápido hacia la cocina. Cuando volvió, dejó un vaso con agua en la mesa baja, se sentó al lado de Luciano y le apretó un hombro con suavidad.
—Laila vino, comimos, arreglamos todo y la dejé en la casa —empezó—. Eso fue cerca de medianoche. Hace un rato me llamó Mecha para decirme que hay botellas de vino rotas, que Laila no está y que desaparecieron pastillas. Y no nos contesta el teléfono.
Melisa habló antes de que Mateo pudiera encontrar palabras.
—¿Saben con quién puede estar? ¿Algún lugar donde pueda haber ido?
Luciano sacudió la cabeza.
—No, pero sabemos que sigue teniendo el teléfono porque nos rechaza las llamadas. Si lo tuviera alguien más, lo habría apagado.
Mateo dio un paso discreto hacia el pilar que separaba la sala de la cocina y apoyó la espalda sin llamar la atención. Apenas sentía las piernas, creía que las rodillas lo iban a traicionar. Las llamadas de madrugada se habían convertido en un temor al que todavía no sabía enfrentarse.
Se miró las zapatillas, algo sucias por la tierra mojada que había pisado horas atrás. La última noche que vio a Laila se había mirado los pies descalzos, entumecidos sobre el piso de granito del recibidor, mientras intentaba calmarse en lo que ella tardaba en llegar al edificio. Pensó en el pánico de su mirada cuando le dijo que no podía volver, en el miedo que sintió al darse cuenta de que él era, en esa noche helada y oscura, su mejor alternativa.
Melisa chasqueó los dedos para encontrar su atención.
—Llamala vos.
Mateo se concentró en no demostrar su descompostura mientras caminaba hacia uno de los sillones de un cuerpo. Se dejó caer, encorvó el torso hacia delante.
—¿Qué te hace pensar que me va a atender?
Luciano dejó el teléfono en la mesa, se sacó el pelo de la cara con un movimiento brusco de ambas manos. Tenía un rodete improvisado que había perdido forma con el paso de los minutos y acabó por convertirse en un marco para la desesperación de sus ojos.
—Se fue de acá diciendo que no te quería volver a hablar, dudo que te atienda. Lucía tampoco se puede comunicar, Nico salió a buscarla en la moto.
—También dijiste que se fue de acá bien —insistió Melisa—. Algo tiene que haber pasado que no sabemos.
No supo con exactitud qué aceleró más su corazón, pero tardó menos de un segundo en pararse y ofrecerle el teléfono a su amigo.
—Probá.
Una parte de él tenía miedo mientras Luciano marcaba. Si Laila no contestaba, no sabía qué más hacer. Si lo hacía, era prueba de que él podía cambiar la situación, lo que significaba, de manera irrefutable, que la podría haber evitado. Que ese momento de incertidumbre era su culpa.
Luciano cortó.
—Contestador. Es la primera vez que no rechaza la llamada antes del segundo tono.
—Llamá de nuevo —insistió Melisa.
Luciano obedeció casi sin pensarlo. Mateo le dio la espalda para evitar el peso de su mirada sobre él. Cuando lo escuchó hablar, contuvo la respiración.
—No, soy yo. ¿Dónde...?
Se dio vuelta. Luciano estaba de pie, le brillaban los ojos.
—Sí, está acá. —Le devolvió el teléfono. En un susurro le advirtió que quería hablar con él.
Se aclaró la garganta antes de contestar. Se preparó para escuchar lo peor, para recibir lo peor.
—Laila.
Nadie hablaba, ni en el departamento ni en el aparato. Se escuchaba música de fondo y voces de chicas gritando y riendo, como si él no tuviera el corazón en una mano y el teléfono en la otra.
—No me puedo dormir —murmuró ella. Arrastraba las palabras como si no terminara de despertarse, como si no supiera que estaba hablando.
—¿Dónde estás?
—Ya sé lo de Sol y ya sé lo de tu prima.
Las voces se oían más cercanas. Alguien le hablaba, una chica. Puede que fueran dos.
—¿En serio querés hablar de eso ahora? —Fue hacia la cocina, necesitaba mover las piernas. Por más que intentara mantenerse en calma, sentía que colgaba de un precipicio—. ¿No me podés decir dónde estás?
—Sol dice que está bien.
Dejó de caminar. Buscó la mirada de Luciano, más preocupado que antes.
—Hagamos una cosa. Hablemos de esto si querés, pero decime dónde estás. Te voy a buscar y hablamos.
—Sol te vio.
El frío que le recorría la piel no tenía relación con el invierno que le calaba los huesos. Vio que Melisa también se ponía de pie y daba un paso en su dirección. Ambos estaban lejos de él, pero intentaban descifrar cada gesto, por imperceptible que fuera.
Le temblaban las manos. Fue consciente de las agujas del reloj de la cocina marcando los segundos mientras nadie hablaba.
—Decime dónde estás. Laila, por favor... Por favor. Por favor. Decime dónde estás.
Silencio. Después, como si hubiera alejado el teléfono, ella volvió a hablar.
—¿Dónde estoy?
Mateo esperó. Consideró una victoria que ella lo hubiera escuchado y se permitió tener una esperanza.
Una voz desconocida reemplazó a la de Laila. Una voz de mujer.
—¿Hola? ¿Quién habla?
—Mateo. ¿Quién sos?
Ella ignoró su pregunta.
—Mis amigas y yo la encontramos en el baño. ¿La podés buscar? Te mandamos la ubicación y te esperamos afuera con ella.
—Por favor, sí. Gracias.
La llamada se cortó. Mateo permaneció estático, con la mirada fija en el piso y el teléfono todavía presionado contra la cara. Melisa se acercó a él y le tocó un hombro.
—¿Qué pasó?
El teléfono vibró. Tenía un mensaje con una ubicación en pleno centro.
—Ya sé dónde está.
Luciano buscó la llave del auto y abrió la puerta. Mateo entró rápido a su pieza y buscó el buzo de Melisa.
—Vamos —la llamó.
—¿Voy con ustedes? ¿Vos querés que Laila me vea?
—No te va a ver.
Melisa salió al pasillo, recibió el buzo que le tendía. Él la siguió y cerró la puerta con llave.
Mientras esperaban el ascensor, Luciano llamó a Mercedes. Mateo escuchó la conversación, pero no era capaz de repetir lo que su amigo había dicho; tenía la mente perdida en algún punto entre el miedo y la desesperación.
Una vez en el auto, Mateo sintió en la garganta el nudo que conoció cuando la tormenta había parado y Verónica seguía sin llegar del gimnasio. El mismo nudo que le humedecía los ojos y le provocaba arcadas. La diferencia era que había escuchado a Laila, sabía que estaba consciente y que podía encontrarla. Aun así, tenía miedo.
El teléfono volvió a vibrar por un mensaje. Era de Melisa. Cuando lo abrió, vio un número de contacto.
Meli
La hermana de una amiga se atendió con ella y la recomienda, dice mi amiga que la ayudó mucho
Meli
Para Laila
Mateo no contestó. Estiró una mano hacia ella y, cuando Melisa la tomó, le dio un apretón suave y rápido. Estaba seguro de que ella había notado cómo temblaba.
Llamó a Nicolás. Le sorprendía estar pendiente de los detalles en un momento en el que su cabeza no le respondía, pero se permitió pensar que era mejor ocuparse de lo que tuviera al alcance que bloquearse porque no podían ir más rápido sin asegurar un accidente.
Nicolás no contestó. Cuando iba a llamarlo de nuevo, vio que su amigo se había adelantado.
—¿Lucho te dijo? —le preguntó antes de que Mateo pudiera hablar.
—Sí, ya hablamos con ella, estamos yendo a buscarla. ¿Me harías un favor? Estamos con Meli, ¿la podés llevar a la casa?
No necesitó explicarse para que Nicolás entendiera y le preguntara dónde encontrarlos. Eligió un cruce lo más cercano a su trayectoria, considerando que su amigo no estaba lejos y tenía la ventaja de la velocidad, y Luciano frenó sin estacionar en cuanto vieron la moto. Melisa le dio un beso rápido en la sien antes de bajar y pedirles que la tuvieran al tanto, y se puso el casco de Nicolás mientras le indicaba qué camino debían tomar.
Cuando estuvieron solos y la moto se perdió en una esquina, Mateo se tapó la cara con las manos y se venció contra el asiento.
Luciano lo miró de reojo.
—Si Meli no se dio cuenta ahora, no se da cuenta más.
—Ya sabe todo, cortamos antes de venir. Disimulé lo que pude para que no se sintiera peor.
—Tampoco es como si pudieras disimular demasiado. —Hizo una pausa, Mateo supo qué iba a preguntar antes de que tomara aire para hablar—. ¿Qué te dijo Laila?
—Que sabe lo de Sol y lo de Vero. Ya sé que esta noche no hice nada para que se fuera todo a la mierda entre que te vio a vos y que se fue de la casa, pero si esto llega a ser mi culpa...
—No fue tu culpa. —La convicción de su voz lo tranquilizó—. Mecha piensa que fue por algo de ella y el padre.
—Pero algo tiene que haber pasado para que solamente atendiera si la llamo yo.
Luciano apretó los labios y Mateo supo que no iba a saber más. En cierto modo, lo agradeció. Desde su última discusión, cualquier comentario sobre Laila recibía una mirada hostil y un silencio que no se rompía si no era con otro tema de conversación.
—Ya le expliqué a mi viejo lo de Marisol y por qué no la quiero ver, ya hablé con mi tía y la acompañé al cementerio. Estoy teniendo todas las charlas incómodas que vengo evitando hace rato. Quería arreglar varias cosas antes de hablar con Laila, cortar con Meli era una de las últimas.
—¿Y la última antes de Laila?
—Hablar con vos.
Estaban en zona de boliches en horario de vida nocturna. Encontrar a Laila a simple vista no habría sido fácil si no le hubieran dado la intersección de calles en la que esperarían por él.
—Hacé las cosas bien y no va a hacer falta que hables conmigo.
Luciano estacionó el auto a mitad de cuadra; habían llegado. Mateo lo vio bajar y correr hacia la ubicación que les habían enviado y, cuando supo que estaba solo, intentó respirar. Apoyó la frente contra la guantera, murmuró un «por favor» que no salió de sus labios. La tensión de los últimos minutos se concentró en su garganta y le impidió tragar saliva.
Cuando salió del auto, cerró la puerta con suavidad. Caminó con las manos en los bolsillos, cuidando sus pisadas, como si pudiera mantenerse más silencioso en el caos de gente que había a su alrededor. Revisó las indicaciones hasta que identificó unos metros más adelante el local que le habían señalado. Luciano ya no estaba en su campo visual, lo único que tenía eran referencias concretas y la esperanza de que no se hubieran movido de ahí.
Se acercó con los pies pesados y los pasos más errantes que recordaba desde que Luciano lo había encontrado aquella noche.
Se acercó con el corazón en la garganta, palpitante de miedo, paralizado de culpa.
Se acercó en silencio, sintiendo que la noche había decidido por él.
Se los digo rápido y sin anestesia: en diez capítulos se termina la historia.
¡Hola! Ya necesitábamos que Mateo viniera a resolver ALGO de todo el desastre que dejó la última vez que apareció, ¿no?
¿Qué piensan de Meli? ¿Creen que se llegó a enamorar de Mateo?
¿Esperaban que todo siguiera tenso entre Mateo y Lucho? ¿Esa última frase de Lucho?
¿Cómo creen que reaccionaría Mateo si ve a Laila? ¿Qué les gustaría que pase?
Este capítulo va dedicado a miaromeroaz668, que suele ser una de las primeras en votar y los primeros votos siempre me dejan tranquila porque sé que el capítulo llegó y alguien lo está leyendo o lo va a leer pronto. Es como decir algo y saber que alguien escuchó. Gracias por estar pendiente. ♥
Les quiero contar algo.
Una vez que termine esta historia, voy a seguir con la de Cliff (Para que te perdones, está en mi perfil y tiene siete capítulos) porque pasa unos meses después de que termine la de Laila y hay personajes de acá que aparecen allá. No es una secuela, pero hay cositas compartidas que yo sé que van a disfrutar. La historia de Cliff también habla del duelo, por eso tiene cierta conexión con la de Laila, pero está centrada en la depresión y en el arrepentimiento.
Tengo muchas cosas en la cabeza sobre qué hacer cuando termine esta historia (editarla, intentar publicarla, probar suerte en los Wattys), pero tengo una ensalada de ideas en el cerebro y lo único que puedo hacer es agradecerles por seguir leyendo y haciendo que la quiera compartir. Gracias por siempre estar. ♥
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