34. Una decisión imposible
Laila se despertó con el peso de Roma sobre su pecho y una duda punzante como un alfiler entre los ojos. Tenía una molestia en el corazón, una inquietud que sentía ajena, premonitoria.
Acarició el espacio entre las orejas de su gata para no perder contacto con ella. Roma bostezó.
—Buen día —le susurró—. ¿Me podés dejar de aplastar?
Giró despacio mientras la acomodaba con su mano libre y dejó que apoyara la cabeza contra su cuerpo. Cualquier excusa que la retuviera unos minutos más en la cama era más válida que poner en marcha su día.
Su mente se había adelantado doce horas, al momento en el que hablaría con Luciano, mientras que su corazón se había estancado seis horas atrás, en el sueño que le descubrió una verdad en la que había creído desde el principio. No sabía a qué prestarle más atención.
Su última (y única) pelea con Luciano no había sido por algo relacionado con ellos dos. En su momento, Laila se preguntó si no había exagerado al enojarse por algo que no tenía que ver con ella, pero el tiempo le hizo entender que sus motivos importaban. Aquello en lo que creía importaba. Sin embargo, aunque podía verbalizar qué le había molestado esta vez, no era capaz de explicar la profundidad de su enojo. No sin hablar de su ex y reconocer que, en un nivel que no se había permitido aceptar, Nicolás tenía razón.
Laila había protegido a Mateo antes de entender que él no la quiso y ahora tenía que admitirlo en voz alta. Se sentía ridícula.
Su abuelo la había salvado para que se convirtiera en un chiste.
Se levantó a desayunar para evitar darle vueltas a un asunto que prefería enfrentar cuando llegara el día. Esa noche tenía que hablar con Luciano, no con Mateo. Sobre Mateo ya había tomado una decisión.
Mercedes había ocupado la mesa de la cocina para ponerse al día con el trabajo. Las carpetas abiertas casi no dejaban espacio para nada más. Laila prendió la cafetera y le pidió que hiciera lugar.
Ninguna habló mientras desayunaban. El mutismo reflexivo en el que Laila se había sumido desde que tomó el primer sorbo de café amargo solo hizo que su mamá se preocupara.
—Si seguís enojada por lo de anoche... —empezó, pero Laila sacudió la cabeza antes de que terminara de formular su duda.
—Es por Lucho. Tuvimos una pelea fea y hace días que no hablamos.
Mercedes cambió el tono de su voz. En lugar de justificar a Gustavo, como parecía ser su intención inicial, buscó acercarse a su hija, y Laila leyó en esa preocupación que no estaba sola. Incluso si perdía a sus amigos, su mamá siempre la iba a querer, al igual que seguiría queriendo a Sol. Incluso si se alejaba de quienes ella misma le había pedido mantener cerca.
—¿Pelea por qué? Si puedo saber.
—Por Mateo.
Mercedes no supo esconder la sorpresa.
—¿A Lucho...?
Laila se contuvo de sonreír.
—No, eso no. —No tenía intención de contarle la verdad y se mordió la lengua al notar que lo seguía protegiendo—. Me enteré de algunas cosas que Lucho sabía y me tendría que haber dicho antes de dejar todo servido para que pasara algo entre el amigo y yo. Me enojé, lo mandé a la mierda y esta noche nos vemos para hablar.
Consideró elaborar un argumento donde ella no sabía de la existencia de la novia de Mateo y que ambos se lo habían escondido para que Mercedes no creyera que no confiaba en ella para contarle detalles, pero no pudo mentir.
—¿Fue algo grave?
Podía contarle que Luciano nunca les dijo que tenían un pasado en común. Lo descartó en el instante de pensarlo; no podía anticipar la reacción de su mamá. De nuevo lo protegía.
—En ese momento, sí. Ahora me doy cuenta de que era una boludez.
—No creo que lo haya hecho a propósito.
—Eso no quita que me haya hecho mal.
Mercedes le guiñó un ojo.
—Si las cosas se tienen que arreglar, se arreglan cuando les llega el momento. Si los dos necesitaban estos días para pensar hasta qué punto la amistad está por encima de todo, bienvenidos sean.
Laila le dio la razón y, por un segundo, sintió que sus vidas en ese mundo empezaban a encontrar su lugar. Ellas, sin Sol, empezaban a encontrar un lugar.
El pasar de las horas le anudó el estómago y le cerró el apetito. La proximidad a su encuentro la obligaba a sentarse y respirar cuando pensaba que, esta vez, el motivo de la discusión les pertenecía. Esta vez podían no solucionarlo. En cada oportunidad, Mercedes la abrazó con suavidad y le prometió que iba a salir todo bien. Roma la seguía por la casa, atenta a su nerviosismo, y Laila evitó pensar que había un motivo para que su gata se mantuviera pendiente.
Tardó tanto como pudo en llegar al departamento. El colectivo iba vacío, apenas había gente en las calles. El pavimento mojado le recordó la última vez que fue a ese edificio y cerró los ojos para no pensar. No quería contar cuántos días habían pasado, cuánto llevaba sin ver a Mateo desde que le había acariciado la espalda antes de dejarla y desaparecer. Sin embargo, terminó evocando esa noche y su mente repitió, no por primera vez, las miradas destinadas a perecer al ritmo de su memoria.
Aprovechó que una vecina salía del edificio para entrar y subió al ascensor sin avisarle a Luciano. Cuando llegó a su puerta, tocó el timbre. Le abrió en cuestión de segundos.
—Pensé que ibas a poner una excusa para no venir.
Laila dejó su abrigo en el respaldo de un sillón antes de contestar.
—Soy pelotuda, no cagona.
Luciano volvió a la cocina y revisó que todo estuviera en orden. Laila apoyó los codos contra la barra que usaban para desayunar y le preguntó qué iban a comer. Había decidido no sacar el tema principal hasta que hubieran cenado.
—Entrecot con puré y salsa de hongos —contestó él.
—¿En unos días le agarraste el gusto a cocinar?
Vio cómo la culpa lo llevaba a dudar de su respuesta.
—Hace un rato llegué de ver a mi vieja, no hice tiempo de preparar algo rápido. Mateo nos dejó esto. Si no te convence, podemos pedir hamburguesas o...
—No hay drama —lo cortó—. No le tengo bronca, no me va a matar el orgullo comer algo que haya cocinado él.
—¿Estás segura?
—Volvé a preguntar y te hago tragar los dos platos.
Lejos de molestarse, Luciano tomó el comentario como una prueba de que mantenían la confianza y preparó la mesa.
—Hay vino en la heladera, compré esta mañana.
Laila encontró una botella de cabernet y entendió que, si Luciano estaba dispuesto a tomar un vino que nunca había sido de sus preferidos solo porque era el favorito de ella, estaba dispuesto a terminar bien esa noche. Lo abrió y sirvió dos copas, convencida de que una iba a durar demasiado sin vaciarse.
—No entiendo por qué te enojaste conmigo y no con él —soltó Luciano mientras se sentaba a comer.
—¿Quién dijo que no me enojé con él?
—Nico.
Recordó aquella conversación y se preguntó cuánto había dejado de ser privado.
—Porque él no me debe nada, vos sos mi mejor amigo. ¿Podemos hablar después de comer?
Luciano asintió, Laila probó el primer bocado. Agradeció que Mateo no estuviera ahí para verla.
—¿Cómo sabe en qué punto me gusta la carne? ¿Vos le dijiste?
—Él me preguntó, yo ni sabía qué pensaba cocinar. Le puedo decir que no te gustó.
Lo pensó durante algunos segundos, probó el vino. Cualquier respuesta mordaz que acudía a su mente era cambiada por un «pedile que me desbloquee» que no estaba dispuesta a pronunciar.
—No hace falta que le digas nada. No es tan boludo, sabe que cocina rico.
—«Tan».
Ninguno volvió a hablar de Mateo mientras comían. Se permitieron creer que habían vuelto a la normalidad conversando sobre trabajo, sobre la discusión entre Lucía y Nicolás, sobre lo distante que sentían a Jazmín. Vaciaron los platos, terminaron la botella de vino. La sensación del tema pendiente se intensificaba con los segundos. Laila preparó café mientras Luciano lavaba la vajilla.
Se sentaron en el sillón grande. Laila cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared.
—¿Por qué no me contaste? —le preguntó—. Ya sé que lo ideal era que lo supiera por él, pero cuando nos acostamos ya era tarde, ¿importaba ahí quién me lo decía?
—Porque hablamos esa tarde, cuando volvió. Me dijo que no te iba a buscar más y que te iba a contar lo de Sol la próxima vez que se vieran. Me prometió que te iba a llamar cuando pasara lo de la marcha y se calmara un poco el tema en la familia. No quería ir y la tía medio que se enojó, los días previos estaba con eso. Quedamos en que te iba a invitar al departamento al otro día y yo me iba a ir. Me llamaste la noche anterior. No te conté porque ya sabía cuándo iban a hablar.
Sostuvo el café entre las manos. Una parte de ella no quería que nadie más lo defendiera, pero que todas las versiones coincidieran le daba algo de paz.
—¿Por qué no apareció cuando supo que ya me había enterado? A vos te mandé a la mierda, a él no.
—Después de que me llamaras, fui y lo desperté. Le dije que te habías enterado y peleamos toda la noche. Se hizo de día, seguíamos peleando, se cambió y se fue al taller. Durmió un par de veces ahí, está haciendo más encargos para no estar al pedo acá y verme.
—¿Siguen peleados?
Luciano fue a la cocina y volvió con la azucarera. Se sacó las zapatillas y subió los pies al sillón. Se tomó algunos segundos para contestar.
—No hablamos de vos. Y, como cualquier tema hace que terminemos hablando de vos, ya no hablamos de nada. Por eso no le quise rechazar que se ofreciera a dejar la comida lista. Es su forma de decir que quiere que esté todo bien. Y no creo que no te hayas enojado con él en algún momento.
Laila puso música en el televisor para ganar algunos segundos. No podía decirle que, a pesar de su molestia, era incapaz de buscarlo para discutir después de haber estado en su sueño.
—Al principio, sí. Me habías dicho que estaba hasta las manos conmigo, que se había enganchado. Más vale que me enojé cuando lo primero que pensé fue que le gusté porque soy idéntica a Sol. Ahí me di cuenta de que ni vos sabías qué le pasaba.
—No fue así.
—Después me di cuenta de que Sol tampoco le había importado. No te puedo explicar cómo llegué a cada conclusión porque es muy complicado...
—Pensando de más, así llegaste —la interrumpió—. ¿Cómo te voy a mentir con algo que, encima, le podría dar problemas con Meli?
—Pasan los días y todavía me tiene bloqueada. Si le importara un poco, me diría algo como: «che, tengo un par de cosas que arreglar, termino con esto y hablamos».
—Tenías razón hace un rato. Sos una pelotuda. —Terminó el café y dejó la taza sobre la mesa. Usó el silencio de Laila para encontrar las palabras más adecuadas—. No te habla porque piensa que no querés ni saber que existe. No te bloqueó para no le escribas, lo que no quiere es escribirte él. Meli le importa, más vale, pero nunca la engañó con vos porque ella siempre supo y aceptó que se acostaran. —Suspiró—. Lo que Meli no sabe es que le importás.
Laila terminó su café en silencio, sin saber qué contestar mientras esquivaba su mirada. Era cierto que ella misma se había convencido, pero la paz que había encontrado en aquella idea era su espacio seguro en días que no se sentían suyos.
—Esa noche que pasé acá... —No supo cómo seguir. Miró a su amigo, bajó la voz con la esperanza de encontrar las palabras justas—. ¿Te acordás de lo que te dije al otro día? Que me había sentido cuidada, que hasta podía pensar que me había sentido querida. Tuve pánico. Cuando supe lo de Sol, de alguna forma me di cuenta de que no había sido cariño; fue todo culpa. Y me enojé, sí, pero sentí algo de alivio porque significaba que lo podía perdonar y con eso iba a desaparecer todo. Después, cuando llegué a la conclusión de que no me quería, de que no había querido a Sol... Me sentí bien.
—De Sol sí te puedo confirmar que no hubo cariño ahí, pero con vos fue otra cosa. A ella la vio una sola noche. Con vos comparte demasiado. ¿Tan malo es que le importes?
—Tiene novia.
—No es eso. No tenés esa cara de terror por Meli. ¿De qué tenés miedo? ¿De que sea un hijo de puta como tu ex?
Sentía los ojos húmedos. Luciano le envolvió una mano con las suyas.
—No quiero que le pase nada. No me da miedo equivocarme de nuevo y elegir mal. Mi miedo es que le pase algo a alguien por salir conmigo. Si supo del accidente de Sol, si supo dónde la íbamos a cremar, me imagino que está pendiente de todo y que no se le escapa qué hago o dejo de hacer. Ya debe saber que conozco a Mateo. —Sentía un nudo en la garganta.
Luciano la acercó a él. Ella estaba a nada de romperse.
—Vos decime qué es lo mejor para vos y lo hacemos.
—Lo mejor es que no le pase nada conmigo y que seamos indiferentes los dos. —Se separó de él y respiró para componerse—. En serio, Lucho, lo mejor es que no pase más nada.
—En algún momento va a querer arreglar las cosas.
Laila se acomodó cerca de él, apoyó la cabeza en su hombro.
—¿Te cuento un secreto?
—Dos.
—Yo también quiero arreglar las cosas.
Luciano la abrazó. Lo había extrañado. Por momentos, la idea de que había exagerado al enojarse con él por haber mantenido un secreto que no le correspondía revelar hacía que le diera vergüenza escribirle, pero ahí, mientras su amigo la sostenía contra su pecho, se permitió creer que Mercedes tenía razón. Que necesitaban esos días y que estaban listos para seguir.
—¿Vos pensás que soy como mi vieja? —le preguntó en un susurro.
—¿En qué sentido?
—Con mi viejo. Se enganchó cuando él la convenció de que valía la pena enamorarse de ella y ahora no lo puede dejar de querer. Con todo lo que le hizo, no lo deja de querer.
Luciano no contestó de inmediato.
—Pienso que querer no depende de que te quieran primero. Mateo y vos no se hablan, pero se cuidan de formas que el resto no tenemos idea. Y no creo que Mecha quiera a Gustavo solamente porque él la podía querer. Tuvieron hijas, perdieron embarazos, él se hizo una vasectomía apenas supo que ella no podía tener más hijos porque no quería hijos de nadie más...
—Y la gorreó cuando le estaban sacando el útero y ella acababa de perder al padre. Cuánto amor.
Él asintió en silencio. Laila pudo ver que se cuestionaba si hablar o dejar morir el tema.
—¿Qué?
—Nada, que haber hecho las cosas mal no invalida que la quiera. Se merece que Mecha lo haya dejado, más vale, pero no cuestiono ni por un segundo que le haya dolido lo que él mismo hizo. Mucha gente quiere y hace todo como el culo.
Laila lo miró, entrecerró apenas los ojos.
—Perdonás demasiado. Por eso te va como te va.
—Si lo pensás, tiene sentido —se defendió—. Yo quería a Agus como nunca quise a otra pareja en la vida, y le hice mal igual.
—No se lo hiciste a ella directamente.
—No, se lo hice a la prima de Mateo.
Laila se incorporó de golpe y abrió los ojos. Intentó buscar una mentira en los suyos, pero su amigo decía la verdad.
—¿Me estás diciendo que la única vez que peleamos antes de esta fue por la prima de Mateo?
—Te dije que comparten demasiado. —Se levantó y llevó las tazas a la cocina—. Y Mateo sabe que la defendiste.
Laila lo siguió y apoyó el hombro contra la pared.
—¿Eso tiene algo que ver con lo que pasó? ¿Lo de la remera y lo de esa noche en general?
—No, pero sí hizo que se sintiera peor por no decirte lo de Sol.
—¿Y eso tampoco me lo podías decir antes?
Luciano terminó de lavar las tazas y se apoyó en la mesada. Se cruzó de brazos.
—Le prometí que no te iba a contar. A nadie que viéramos seguido, no solamente a vos. No quería que le preguntaran nada o le hicieran comentarios. Ahora te lo cuento porque ya sabés lo más importante y porque me di cuenta de que ser neutral no es fingir que no sé nada. Y tampoco puedo ser neutral cuando él la caga y vos la pasás mal por cuidarlo de tu ex.
Recordó que Mateo le había dicho que con él se enojaba, pero a ella la protegía, y supo que tenía razón. La idea de que la hostilidad entre ellos perdurara le dio culpa.
Luciano la llevó a su casa. Recorrieron el trayecto en un silencio cómodo, confiado, en el que no tenían que aclarar que lo peor había pasado para sentir que volvían a estar bien. Cuando estacionó el auto frente a su casa, Laila entrecerró los ojos y fijó la mirada unos metros más adelante.
—¿Qué pasa?
—Nada, vi mal. —Una idea empezaba a cobrar forma en su mente. Giró la cabeza hacia su amigo—. Gracias por traerme. Y gracias por no obligarme a hablar antes.
Luciano la abrazó por toda respuesta. Laila entró a su casa cuidando de no hacer ruido y esperó a que el auto se fuera. Respiró despacio, dejó la luz apagada. Nadie la había esperado esa noche.
Los latidos de su corazón retumbaban en la oscuridad de su casa y le recordaban que algo no estaba en su lugar. Que tener miedo era lo más adecuado. Todavía no eran las dos de la madrugada, hacía tiempo de entrar al mar.
Prendió la luz de la cocina para tomar agua. Luciano había terminado una sola copa de vino y el resto de la botella fue de Laila. Si sumaba el café y que no había tomado ni comido nada más durante la tarde, estaba deshidratada. Cuando pudo ver la mesada, supo que no se había equivocado antes: conocía el auto que había estacionado en la cuadra. Había una botella de vino vacía y dos más en la heladera, dos copas sucias en la mesa y dos platos sin lavar.
Se le humedecieron los ojos. El cuerpo apenas le respondía. Se sacó las zapatillas y caminó descalza hasta la habitación de Mercedes, pidiendo estar equivocada. La puerta entreabierta le dejó ver cómo Gustavo la abrazaba mientras dormían. Laila entró a su pieza y se acostó sobre la cama tendida. No sabía cómo reaccionar.
Tenía la respiración agitada. Se preguntó si valía la pena levantarse temprano o si era mejor asegurarse antes de que él se hubiera ido. ¿Por qué ninguno cuidó que ella no se enterara si ya se habían tomado la molestia de no dejar el auto en la puerta? ¿Por qué Mercedes no le avisó que lo vería esa noche también? Cerró los ojos, intentó calmarse. Pensó en Abel, en el té de tilo que le había ofrecido cuando Sol la echó del mar.
Abrazó la almohada. ¿Quién era para juzgar a su mamá? ¿Qué autoridad tenía para aconsejarle que dejara morir su vínculo con Gustavo, si ella misma venía de reconocer que lo único que le impedía hablar con Mateo era la posibilidad de que corriera peligro por su culpa? Era una hipócrita. Se mintió diciendo que a él le daba lo mismo y encontró su zona segura en el engaño. Ahora, con los ojos abiertos, solo veía callejones sin salida y le era imposible dormir.
Se levantó sin hacer ruido y fue a la cocina. No había té de tilo. Caminaba nerviosa de un lado a otro, sin saber qué hacer. Dos menos cuarto de la madrugada. Estaba cerca del límite.
La primera arcada llegó cuando Roma le maulló desde la ventana que daba al patio. Laila prendió la luz y abrió una botella de vino. Se sirvió con torpeza, con el corazón latiendo en cada centímetro de su cuerpo y la garganta lista para vomitar. Empezó a tomar despacio, pensando que se podía ahogar, pero decidida a consumir hasta quedarse dormida en cualquier lugar de la casa. Se le revolvió el estómago. Cayó de rodillas al suelo y la copa se rompió contra la mesada. Su último pensamiento antes de escupir un hilo de ácido negro sobre las baldosas fue que era una estúpida. Se castigaba creyendo que podía dañar a alguien por su pasado cuando era su trato con la muerte la condena más peligrosa y definitiva a la que se había sometido.
Había hecho un trato con la muerte. La realización la golpeó como no lo había hecho antes, cuando fue su momento de decidir.
La imagen de Sol mientras esperaba una respuesta la asaltó. No se movía, pero los cuerpos de ambas acompañaban el vaivén del bote, al ritmo del mar. Todas sus acciones desde ese momento se habían dado al ritmo del mar.
No creía que la muerte no supiera cuando tomaban un alma que no correspondía, no veía el límite de tres repeticiones como la única situación capaz de exponer su fracaso. Vomitó. El ácido que se había prometido evitar le quemaba el esófago en su ascenso. Quería dormir, necesitaba llorar. Se apoyó en la mesada para ponerse de pie y abrió la canilla.
—Basta —susurró con los dientes apretados—. Basta, basta, ¡basta!
La cerró. Cuando agarró la botella para servirse una vez más, se le resbaló y cayó sobre la copa sana. La botella dio con el borde de mármol y también se rompió. Roma arañaba la puerta. Laila se asomó al pasillo para asegurarse de que Mercedes y Gustavo seguían durmiendo y sollozó. Ahora que tenía motivos, sentía los ojos secos.
Sol era una mentira. La figura con la que navegaba todas las noches era una mentira. Pensó en el hilo brillante de su alma, anclado al otro lado del bote, mientras el mar recreaba su cuerpo para que Laila se venciera. El mar había conseguido su palabra, su fuerza y su voluntad, y le había dado espejos de colores para hacerle creer que era un trato justo.
Vomitó otra vez. Una capa fina y espesa se mantenía pegada a su lengua, incapaz de abandonarla por más que la raspara con los dientes. Le dio asco. Consiguió incorporarse a pesar del temblor de sus piernas y levantó la vista. Las llaves de Gustavo colgaban junto a la puerta. Necesitaba entrar al mar para frenar el llamado, pero no podía tolerar que la siguiera usando para mantener un equilibrio que podía solucionar sin ellas. Sol no estaba, ya no existía. Sus amigas la recordaban y sus papás la lloraban, era lo que tenía que ser. Era lo que ella no había aceptado.
Le dolía el pecho, le costaba respirar. Vio las zapatillas que se había sacado junto al sillón y no lo pensó dos veces. Sol había muerto y el mar era quien le daba forma a su dolor con la cara de su hermana todas las noches. Tomó aire para calmar la tensión de su espalda y salió.
Caminó hasta el auto de Gustavo apoyándose en la pared. No había tomado demasiado, todavía era capaz de pensar, pero tenía el cuerpo entumecido y el llamado no había terminado. En su interior sentía el movimiento calmo del bote, como si el mar se meciera en sus venas. Abrió la puerta del copiloto, buscó la bolsa con medicación y se guardó la caja en un bolsillo.
Tenía que dormir mientras se lo permitiera. Tenía que cumplir con lo que había pactado. Y, después, tenía que irse cuanto antes del mar.
Le había dicho a Luciano que tenía miedo de lo que su ex pudiera hacer con Mateo, pero no era Mateo quien estaba en peligro. Era ella.
Ella, que era capaz de pedirle un favor para proteger a alguien que apenas conocía.
Ella, que había hecho un pacto con la muerte para entregarse a una ilusión.
Ella, que había visto el mar cuando no era su momento.
Dejó de caminar. Miró a los costados para encontrar que había llegado a la avenida y se apoyó en la columna de un semáforo. Levantó la cabeza, se detuvo en el rojo que brillaba determinante, definitivo, y lo supo.
Ahora que Sol no estaba, ella también podía morir.
¡Hola! ¿Estamos bien? ¿Cuánto dicen que pueden esperar para el próximo capítulo? 👀
¿Mercedes considerando que a Lucho le podía gustar Mateo les pegó tanto como a mí?
¿Creen que Mateo va a volver a cocinar para Laila en algún momento? ¿Qué se imaginan que haría?
Quiero preguntarles demasiado, así que voy a dejar este párrafo para lo que quieran decir.
Este capítulo es para GigiDisastro, que llevo tiempo queriendo dedicarle uno y tenía reservados los anteriores cuando llegó a la historia. Gracias por darle cariño a Laila, siempre que comentabas algo en Twitter pensaba cuánto faltaba para llegar a esta parte y que tuvieras tu merecidísimo lugar en las dedicatorias. Sos un sol. ♥
Este capítulo me costó muchísimo porque, por más claro que lo tuviera, no me salía escribirlo, pero no lo podía dilatar más. Ustedes lo tenían que leer cuanto antes porque lo que se viene es oro.
En el próximo conocemos a Meli.
Ahora sí, ¿cuánto dicen que pueden esperar?
Gracias por seguir acá, con Laila y conmigo. Son lo más. ♥
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