28. Volver a casa
Algo en la casa había muerto. Laila no sabía si era la ilusión de creer que sus vidas seguían a pesar de la pérdida o si se trataba de la mentira que se acababa de romper entre Mercedes y ella. También podía ser la esperanza. Quizá lo que sentía bajo tierra era su necesidad de pretender que estaba bien.
Laila acomodó el televisor y lo acercó a la pared. Su mamá tiró la radio a la basura, junto con la salsa que se había quemado y ninguna se animaba a probar. Calentaron agua para un té y prepararon tostadas con queso. Aunque no tenían apetito, no querían ir a la cama sin comer antes. La monotonía con la que masticaban era el reflejo de lo lejos que estaban sus mentes de ese instante de rendición.
El día que creían bajo control no les pertenecía, tampoco la noche. No eran dueñas de ningún momento que pudieran vivir. Habían llevado a la cena todo lo vivido en las últimas horas y Laila creía que más: todavía cargaba con el humo en la fiesta de Nicolás, la frescura en la moto de Mateo, la asfixia de su cama. El aire que la rodeaba era la sumatoria de todo lo que había respirado. Y exudaba arrepentimiento.
Lavó las tazas para ganar tiempo. Dejó que Mercedes usara el baño y fuera a dormir antes que ella, ansiosa por tener unos minutos de soledad. Apagó todas las luces, excepto la de la cocina. Se sentó en el sillón. Estaba rodeada de sombras.
—Si me puede controlar acá cuando estoy allá... —empezó a murmurar. Roma maulló—. Vos sabés a dónde voy, ¿no? Más vale que sí. Ustedes, los gatos, saben todo.
Le acarició el espacio entre las orejas con la punta de los dedos y se dejó reconfortar con el ronroneo. Roma levantó la cabeza, buscando intensificar el contacto, y Laila sonrió. No pudo evitar preguntarse cuántas veces había sonreído en los últimos días. Ni siquiera podía recordar si alguien la había hecho sonreír de verdad. Estaba sola con un secreto al que le daba el poder de arrastrarla consigo y nada en su entorno le daba motivos para sentirse mejor. Sus amigos tenían sus propios desastres personales, su familia tenía una pérdida. De no haber aprendido de su última caída, Laila habría buscado una falsa promesa si le permitía creer que, por algunos minutos, se iba a poder reír de verdad. Pero había aprendido, se lo repetía tanto como creía que lo necesitaba.
Había aprendido.
¿Cuánto estaba aprendiendo en ese momento?
Apagó la luz de la cocina y cruzó el pasillo a oscuras, con Roma entre sus piernas. Golpeó la puerta de la pieza de Mercedes despacio, esperando que no se hubiera dormido, y pasó cuando escuchó la invitación.
—¿Hay lugar para dos?
Su mamá apretó los labios, pero cedió con un suspiro.
—Está bien, se lo ganó.
Laila ocupó el espacio que Mercedes le había dejado, al lado del único velador prendido, y llamó a Roma con un golpe suave en el colchón. La gata se acomodó contra su abdomen, en el medio de las dos mujeres, y empezó a ronronear.
—Si hacés cosas dormida, vamos a tener que tomar precauciones. —El tono de Mercedes, a pesar de ser suave, no invitaba a discutir—. Cerrar el baño con llave, esconder todo lo que pueda ser peligroso...
—¿Vas a cambiar todo lo que pueda usar para matarme?
—No hables así.
—¿Y cómo querés que hable? No hay forma suave de decirlo.
Mercedes estiró las piernas, se puso de costado. Ninguna había levantado la voz. Laila pudo ver en su mirada que lo había pensado hasta que se convenció de que hablar en sus términos era la mejor idea.
—Sí, Laila. Te quiero mantener viva. ¿Qué tengo que hacer?
Sus dedos se deslizaron entre el pelaje de Roma en un acto reflejo.
—Empezá a dormir con la puerta abierta. Yo tampoco la voy a cerrar. Si empiezo a hacer cosas dormida, Roma va a saber.
—La gata no es infalible.
—Vos tampoco. Tus ideas tampoco. Por lo menos, ella te demostró que sabe cuándo necesito una mano urgente.
Mercedes asintió con pesar. Acercó una mano a Roma y le pidió permiso para acariciarla. El animal se levantó y se acostó apenas unos centímetros más cerca de ella. Laila sonrió con alivio, como si una porción microscópica de su mundo se hubiera arreglado.
—Descansá, ma. Lu viene a la tarde, le voy a contar lo que pasó.
Mercedes le corrió el pelo de la cara y le pidió que durmiera. Cerró los ojos sin cambiar de posición y Laila supo que los abriría las veces que considerara necesarias para asegurarse de que ella seguía ahí antes de rendirse ante el sueño.
Apagó la luz del velador y acarició a Roma una última vez antes de meter la mano bajo la sábana. Tenía frío, se le habían congelado los dedos por lavar con agua helada y la esperaba un mar poco dispuesto a darle calor.
Se dejó llevar por el cansancio, confiada de que la transición hacia su hermana sería más calma de esa manera. Intentó limpiar de su mente todas las preocupaciones de la última semana que no se relacionaran con Sol, que no dependieran de ella. Por primera vez en días, se preparó para descansar.
El aire de aquel mar era inconfundible para Laila. El frío le erizaba la piel del cuello y condensaba sus exhalaciones. Se preguntó si también en ese espacio fuera del mundo era invierno y si la túnica que vestía sería suficiente para que no se le congelaran los huesos. Abrió los ojos despacio, fijó la mirada en su hermana. Sol se tapaba la boca con una mano y mantenía la otra hecha un puño que escondía en el abdomen. Había una línea fina entre sus cejas, la que se le marcaba cada vez que contenía el llanto.
Laila se acercó en un paso y se arrodilló frente a ella. Intentó acomodar un mechón de pelo rebelde que se había escapado de la capucha, pero recordó que no la podría tocar. Suspiró. Inhaló despacio, profundo, hasta que se invadió de la tranquilidad justa para hablar.
—¿Qué pasó?
Sol sacudió la cabeza, incapaz de hablar. Laila chasqueó los dedos frente a ella para llamar su atención sin tocarla, sin recordarle que, incluso cuando más se necesitaban, estaban solas.
—¿Cuánto tiempo pasó desde que nos vimos?
Había sido la noche anterior, pero Laila no estaba segura de si su entrada diurna al mar alteraba la secuencia temporal de ese mundo. No estaba segura de nada, en realidad.
—Un mes, un poco más.
Laila dio un paso atrás y se sentó en la tabla desde la que dirigía el bote cada noche. Un mes. Ella había tenido una noche para digerir lo que había descubierto y Sol había pasado un mes sin hablarle, sin saber cómo se sentía. Le había ofrecido cortar la noche por una revelación y ganó un mes para pensar, para especular sobre las consecuencias. Laila no lo habría soportado. Laila habría perdido la cordura creyendo que su hermana la detestaba si hubiera estado en su lugar.
—¿Me sentiste entrar esta tarde?
Sol asintió. La mano que se pegaba a su abdomen se hundió un poco más en la tela.
—¿Me escuchaste? Te hablé cuando te sentí.
—No.
Evitó recuperar el recuerdo de esa tarde, enterrado bajo capas de negación familiar. Evitó que su expresión delatara el miedo que sentía.
—Te llamé porque a mí también me advirtió. Salió todo mal y tenía miedo de no poder hablar con vos de nuevo. No quiero que me odies.
Laila negó despacio. Apoyo los codos en las rodillas; la sien, sobre la punta de los dedos. Miró el suelo oscuro del bote de madera.
—Si pensás que puedo tener un problema con vos por Mateo... Ni siquiera puedo tener un problema con él por vos. No, tonta. No lo conocía cuando pasó.
—Pero te importa que haya pasado.
No le podía mentir. No cuando la mirada de su hermana era capaz de develar sus intenciones.
—Me jode que no me lo haya dicho, nada más. Y otras cosas que no tienen nada que ver con vos y que me molestaban de antes.
Sol cerró los ojos, asintió en un movimiento rápido. Le temblaba la voz.
—No es asunto mío y no me tengo que meter, ¿no?
—Preferiría que no.
Cuadrar a Mateo y a Sol en una misma imagen era una tarea que su mente había catalogado como imposible. Podía trazar el camino de las intenciones de su hermana, imaginar cómo se sentía cuando lo conoció basándose en los mensajes que Laila recibía. Podía pretender que entendía el ánimo de Mateo si consideraba lo poco que sabía sobre su ex, visualizarlo reflexivo en la barra de un bar, sentir curiosidad por su presencia. Podía descifrar las razones que los habían llevado a conocerse, pero, aun así, no podía unir las dos imágenes en su mente y hablar con Sol sobre Mateo. No cuando una parte de ella quería mentirse y creer que la preocupación de Mateo era genuina y que ella marcaba una diferencia.
Su último pensamiento antes de que el mar la forzara a entrar fue reafirmar que seguiría navegando todas las noches para no perder a su hermana. En ese momento, mientras Sol mantenía la distancia y le permitía controlar el entorno, supo que no sería capaz de dejarla ir hasta que fueran capaces de hablar de aquella noche, incluso cuando sentía que, si no lo hacían ahí mismo, era por ella. Por primera vez desde que tenía memoria, Laila era la cobarde que prefería evitar el dolor de una conversación que las podía lastimar.
Se acercó a su hermana de rodillas, guiando el balanceo del bote. Sol levantó la mirada, lo justo para que Laila viera el brillo húmedo de sus ojos.
—No estoy enojada con vos. Grabate eso.
—Pero te molesta —contestó Sol en la voz más suave que Laila podía recordar—. Sueña con vos, le importa no haberte contado de mí. Y te afecta ese sueño, te pega la culpa que tiene. Sé cuándo sos indiferente y cuándo no, y con esto...
—No tiene nada que ver con vos —repitió.
—Está pasando por mí.
Se mordió la lengua antes de contestar que, aunque hubiera sido parte del puntapié, Sol no era parte del problema porque no era parte de ese mundo. Que las palabras se formaran con naturalidad en su mente hizo que el tiempo, para ella, se detuviera.
Sol ya no estaba en su mundo. Laila la había escindido de su realidad. Buscó su mirada una vez más con una disculpa en los ojos y el vestigio de lo que su hermana habría sentido como un ataque en los labios.
—No hablemos de Mateo —alcanzó a pedir, y tomó su posición para seguir con su tarea de cada noche.
Sol se recompuso. Por momentos, sus gestos eran los que Laila conocía, los que le permitían imaginar que no la había perdido y que tenía todo el tiempo del mundo para estar con su hermana. Y esa misma cercanía le recordaba que habían agotado sus horas juntas en el que era su lugar compartido en el mundo.
Reencontrarse con un espacio al que se pertenece no es visitar, es volver a casa, y Laila supo, con el dolor de una revelación, que su hermana ya no era su hogar.
El mar las había esperado, estaba atento a sus movimientos esa noche. Laila lo sintió en la fluidez con la que les permitía avanzar, en la suavidad con la que los remos se abrían paso a través del agua. Les había advertido por igual —no, no por igual— y ahora las acompañaba como una presencia que seguía cada uno de sus movimientos.
—Te quiero pedir algo —murmuró Sol.
Laila, en silencio, dejó de remar. El frío le rozaba el cuello con delicadeza y las nubes grises le pesaban en el ánimo.
Cuando su hermana habló, Laila supo que llevaba días —sus días— considerándolo.
—No puedo... No quiero dejar de pensar en vos. No me sale, menos con todo esto encima.
—Es mi problema, no tuyo.
—Por eso. Es un problema que te afecta a vos, no me puedo ir como si no me importara lo que te pase. Mientras piense en vos, mientras haya algo que me haga querer verte, vamos a seguir atadas. Es parte de estar lista.
Durante algunos segundos, Laila no respiró.
—¿A qué querés llegar?
—A que no estoy lista, pero tengo miedo de que no tengamos la oportunidad de... —Suspiró. Desvió la mirada al cielo y Laila se preguntó si podía hacer algo por borrar el dolor de su hermana—. Tengo miedo de no ir al único sueño que quiero tener. Saber que habías entrado a la fuerza me hizo pensar que esto se puede terminar si hacemos algo que no deberíamos.
—No se va a terminar hasta que lo decidamos —aseguró Laila—. No pienso poner el sueño de nadie por encima de lo que prometí. No voy a dejar que la pases mal otra vez.
Sol la miraba con tristeza, como si pudiera leer en sus palabras que no decía la verdad, incluso aunque creyera que lo hacía. Se cuestionó si habría elegido tomar los sueños de Verónica de haber descubierto que era importante para Mateo, de haber sabido que sus vidas se tocaban de forma colateral.
—Quiero tener mi sueño ahora. —Su voz, suave y apagada, sonó determinante en la soledad que las envolvía—. Me quiero asegurar de que no lo voy a perder.
—¿Cómo influye eso en dejar de vernos? ¿Cuánto tiempo...?
—No hay un tiempo. Se supone que yo elijo mis sueños cuando estoy lista, y después navegamos hasta que vos lo estés. Vos vas a elegir cuándo terminar.
Laila leyó en sus palabras el pedido tácito y accedió. Las nubes descendieron con una calma que reflejaba la tranquilidad de su hermana. Imaginó la agitación que sentiría el alma de Sol, el hilo de luz que se mantenía en contacto con el mar, y fijó la mirada en el brillo de los ojos que la contemplaban con agradecimiento. Todo lo que tenía era una imagen. Todo lo que daba era dolor.
No reconocía el lugar. El sol brillaba en un cielo despejado y el pasto verde era tan suave para sus pies desnudos que Laila sintió el impulso de preguntar dónde estaban. No había ningún campo en sus recuerdos. A un costado, un cantero bordeaba un desnivel de la tierra, delimitado por piedras y tablas de madera cortadas a serrucho, y estaba cubierto de flores. A lo lejos, si seguían un camino de tierra, se veía una casa que no parecía demasiado grande. Laila calculó que tendría una habitación y una cocina. Por instinto supo que el baño era el cuarto que se erguía solitario a unos cien metros de la construcción.
La mezcla de olores que recibían no le permitía definir si era agradable. La cercanía con las flores no compensaba que estuvieran paradas al costado de un camino por el que, a juzgar por el crecimiento del pasto y las moscas, pasaban vacas y caballos. Al otro lado del camino había un duraznero, en el duraznero había un panal. A lo lejos escuchaban un río.
Quiso preguntar dónde estaban, pero la visión de Sol hizo que no pudiera hablar. No llevaba la túnica con la que vestía en el mar, sino que tenía un vestido de verano, blanco y corto, y sandalias marrones de cuero. Su pelo rubio brillaba con el sol y sus ojos buscaban inquietos el eje del escenario. Cruzó el camino hasta el duraznero. Solo en ese momento Laila fue capaz de ver que había una mujer sentada al otro lado, con la espalda apoyada sobre el tronco. No podía verla, pero la había reconocido.
Sol avanzó hacia su mamá con la seguridad de que sería la última vez que se verían. Laila caminó en puntas de pie hacia el árbol y se mantuvo a una distancia prudencial para que pudieran tocarse sin dejar de verlas. Para ella también sería una despedida.
Mercedes se acariciaba el abdomen con una sonrisa. Las ramas del árbol la protegían del rayo directo del sol y generaban la temperatura justa para soportar el calor. Su hermana se sentó con ella, del lado más lejano al panal.
La voz de Mercedes hizo que Laila sintiera un vacío en el pecho.
—¿Les conté que tu abuelo tenía un campo cuando yo era chica? Iba poco, pero me llevaba cada tanto.
—¿Te trajo cuando estabas embarazada?
La distorsión temporal del sueño no parecía perturbar a Mercedes. Tener a su hija adulta a un costado al mismo tiempo que la contenía en su vientre se veía lógico y natural en los entresijos de su ilusión. La Sol que no había nacido y la Sol que había muerto, juntas.
Laila se clavó las uñas en las palmas.
—Fue el primero en saber. Me dijo que tenía que pasar un día rodeada de cosas hermosas para sacar fuerzas cuando fuera todo difícil.
—Ahora es difícil, ¿no?
Mercedes sostuvo una mano de Sol mientras mantenía la otra en su abdomen. Por momentos, el embarazo no se notaba. Por momentos, parecía de siete meses.
—A veces pienso que el día más feliz de mi vida fue cuando las tuve. Gustavo estaba feliz. Íbamos a explotar de felicidad. Después me doy cuenta de que era feliz antes. De que el único momento al que siempre quiero volver es ese día que supe que existían y mi papá me trajo al campo donde fui feliz de chica. Era yo, con todos los recuerdos de una infancia hermosa, con mi papá, con ustedes. Eso soy cuando soy feliz.
—¿Y ahora? ¿Qué pasa ahora, ma?
—Ahora me faltan dos.
Sol apoyó la cabeza en el hombro de Mercedes. Laila fue consciente de que no sería capaz de decidir el momento justo para cortar aquel sueño.
—¿Te hice feliz? Como mamá.
Sol le sonrió durante un instante en el que Laila sintió cómo el día se volvía más cálido, cómo los colores brillaban a juego con la emoción de Mercedes.
—Estás en todos mis recuerdos felices. En todos, ma.
A pesar de que su hermana podía verla, ignoraba su presencia a un costado. Aquel era su sueño, la única despedida que había elegido, y Laila se sentía fuera de lugar.
Mercedes abrazó a Sol de costado con su mano libre. Su hermana apoyó una mano en el vientre de su mamá. Se quedaron así, sentadas bajo un duraznero lleno de abejas, escuchando el río que corría cerca de la casa. Se quedaron en silencio, entendiendo que era una despedida y eligiendo vivirla con la certeza de que habían sido felices juntas.
Se quedaron abrazadas, con los ojos brillantes a punto de llorar y una sonrisa de paz que agradecía aquel último instante.
Laila desvió la mirada. No era su despedida, ella no había perdido a ninguna de las dos. Todavía veía a Sol todas las noches y a Mercedes durante el día. Todavía podía decirles cuánto le importaban.
«Todavía».
Sol le guiñó un ojo y asintió una sola vez para indicar que era el momento. Laila miró al cielo despejado.
Cuando volvieron al mar, Sol lloraba en silencio. Se tapaba la cara con las manos, las ondas que el mar imprimía en su piel se veían a través de los mechones de pelo que se escapaban, desordenados, cuando inclinaba la cabeza. Le temblaban los brazos, los hombros se movían, agitados. Laila se acercó a su hermana y se arrodilló tan cerca de ella como pudo.
—No me quería morir —sollozó—. No les quería hacer esto.
Laila se corrió el pelo de la cara, se raspó el cuero cabelludo con las uñas. Desde su primera noche en el mar, no recordaba ningún momento en el que hubiera deseado tanto poder abrazar a su hermana y consolarla con su compañía. La impotencia que sentía le marcaba, una vez más, que no pertenecía a ese mundo.
—No es como si hubieras podido elegir —susurró Laila despacio.
Sol corrió algunos dedos para mirarla. Deslizó despacio las manos por su cara y Laila sintió que algo en su interior pedía ayuda.
—El sueño de despedida es uno solo, no tenemos que ir a ningún otro por hoy.
—¿Querés que me quede o que te deje sola?
—¿Vos estás bien?
Iba a decir un «siempre estoy bien» que sonaba a ella, pero no era momento de mentir.
—Sí.
—Entonces, andá a dormir.
—Pero vos...
—Y abrazala. Abrazala fuerte.
No pudo discutir. Cuando vivía y necesitaba su espacio, Sol se apuraba para cumplir lo que tenía pendiente en el momento, saludaba y se encerraba en su pieza. En ese momento, con Laila compartiendo el bote, no tenía cómo estar sola sin echarla. No dejó que se lo pidiera dos veces, no cuando era una actitud tan suya que Laila se permitió creer que su hermana, la que ella conocía y sentía como su otra mitad, seguía ahí, presa en ese mundo.
Abrió los ojos. La oscuridad no le permitía distinguir las figuras a su alrededor, pero notaba el cuerpo de Mercedes temblando a un costado y a Roma despierta, parada al lado de la almohada. Estiró una mano con cuidado.
—¿Ma? ¿Estás bien?
Mercedes encontró su mano y la besó. Se la llevó al pecho. Laila se acercó como pudo.
—Me faltan tres —alcanzó a murmurar.
—¿Tres qué?
—Perdimos el campo.
Su papá, su infancia en el campo, sus hijas. Mercedes había perdido casi todo lo que la había hecho feliz.
Laila soltó la mano de su agarre endeble y la abrazó. No pensó en Sol mientras lo hacía, no sentía que fuera un favor. Abrazó a Mercedes y le apretó un hombro para contener los espasmos ligeros que los agitaban. Abrazó a su mamá y apoyó la cabeza contra la suya. Cerró los ojos con fuerza, esperando que ninguna lágrima la traicionara y acabara delatando que también se rompía un poco cada vez que su único pilar se derrumbaba.
—No soy mucho, pero todavía me tenés a mí.
Se sintió estúpida cuando terminó de hablar. Ella no compensaba la ausencia de su abuelo, la pérdida del lugar donde Mercedes había crecido, la falta de Sol. Ni siquiera compensaba un solo espacio de aquellos vacíos, pero, aun así, su mamá le dio un beso en la frente y se acercó a ella.
—¿Cómo que no sos mucho? Sos todo, Laila. Todo.
Todo. Y, sin embargo, sentía que era lo menos importante que había tocado su vida y la de cualquier persona que la conociera.
Todo, pero vivía a merced de un pacto con la muerte y ni su cuerpo ni sus promesas le pertenecían.
Todo, pero Mercedes podía perderla tan fácil como podía parpadear.
«Todavía me tenés a mí».
«Todavía».
¡Hola! Llevaba mucho sin actualizar por cuestiones académicas y laborales, pero acá estoy de nuevo.
Párrafo para decir cómo se sienten con este capítulo. No voy a hacer preguntas, quiero saber lo que piensan.
¿Cómo vienen notando los últimos capítulos? ¿La progresión se siente de alguna forma en especial? Sean libres de interpretar estas preguntas como les parezca, quiero sus percepciones.
Este capítulo va dedicado a GenesisDeSousa, que cumplió años. Gen impulsó muchísimo esta historia y gracias a ella llegaron lectoras geniales. También hizo que tuviéramos una ilustración bellísima de Laila y Mateo que les voy a mostrar más adelante. Espero que tengas el día hermoso que te merecés y que la semana no haga otra cosa más que mejorar. Te lo merecés. ♥
Miren esta ilustración hermosísima que comisionó sofialehf de Laila y Mercedes. ¿No son hermosas? ¿No se les hace una piedrita el corazón viendolas? ♥
Nos quedan doce capítulos más y un epílogo. Y bastantes malas decisiones en el medio. Gracias por seguir leyendo este desastre emocional. ♥
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