24. La necesidad de dejar ir
Laila estaba segura de que ya no importaba cuánto tiempo pasara sin dormir. No había entrado al mar en tres noches, confiada de que sufriría cada minuto de demora y que vomitaría desde que Sol se preguntara por qué tardaba en aparecer hasta que se terminara su tiempo para entrar. Una parte de ella deseaba que su hermana no la esperara para no dejarla plantada. La otra, que Sol la extrañara tanto que no fuera capaz de dejar pasar otro día sin llamarla.
También llevaba tres días alimentándose a base de líquidos. Todo sólido que intentaba ingerir conseguía que se le anudara el estómago y el tercer día, a la hora del almuerzo, escupió el mismo ácido negro al que comenzaba a acostumbrarse.
La primera noche no entró por cobardía. Lo que había pasado durante la madrugada ocupó su atención durante la tarde y las horas que siguieron, y más de una vez se descubrió evocando cómo Mateo era incapaz de hablar mientras la preocupación le consumía la mirada. La forma en que la había llevado a la cama y había intentado descifrar cuánto le dolía lo que acababa de confesar conseguía comprimirle la garganta en un nudo que no la dejaba respirar. El Mateo que la llevaba a su casa para que no volviera sola no coincidía con el Mateo sobre el que ella había escuchado, que se desentendía de cualquier situación que no hubiera generado él de forma directa. Laila podría haber confiado, estaba dispuesta a creer, pero la necesidad de alejarlo fue más fuerte que su entrega.
No podía cerrar los ojos y abandonarse a la fe ciega cuando temblaba del miedo. No podía caer por él. Sin embargo, estaba segura de haberlo dañado casi tanto como él a ella cuando habló de Sol. La imagen que había plantado en su mente lo iba a perseguir por días.
Durante ese día, Laila evitó encerrarse para no preocupar a Mercedes, como si la cordura de su mamá dependiera de su presencia, pero la alternativa era vagar por la casa sin un propósito fijo. Pensó en salir más de una vez. Visitar a Lucía, buscar a Jazmín, encontrarse con Abel, pero la ansiedad que la invadía era más fuerte que su necesidad de cambiar de aire. Por más que fuera libre para respirar, no lo era para sentir. No lo era para pensar, y Mateo aparecía como una puntada intermitente en cada una de sus ideas.
No era justo para ninguno de los dos que lo asociara con alguien que la había dañado como su ex lo había hecho. No era prudente, tampoco. Que Mateo tuviera su propia espina clavada y ella la hubiera tocado sin buscarla solo alimentaba el pensamiento de que estaban destinados a lastimarse, sin importar en qué situación se encontraran.
Se herían cuando peleaban, cuando susurraban en la noche, cuando se rozaban sin hablar. Podía ser que Luciano tuviera razón en no facilitar que se conocieran años atrás. Ahora, al menos, eran lo bastante conscientes para saber que tenían que evitar el dolor. Antes, lo habrían usado como excusa.
Antes.
Se acostó en el sillón, aprovechando que Mercedes se había levantado para calentar el agua para tomar mate. Se puso un almohadón en la cara, cerró los ojos. Se preguntó qué habría hecho Mateo, el Mateo que ella no conocía, si la hubiera visto cuando su ex le facilitaba pastillas con la lengua. Se preguntó si él, en su lugar, también lo habría hecho, si también habría insistido. Si también habría jurado que no había escuchado ninguna negativa cuando no le respondía el cuerpo. Si no tuviera el almohadón entre sus dedos y la cara, se estaría clavando las uñas en los pómulos.
Mateo no cuadraba en sus recuerdos, no el Mateo que conocía, y estaba segura de que el de esa época no podía estar demasiado lejos. Luciano no lo habría permitido, no habría dejado que Agustina se acercara a él. Y Agustina lo conocía.
Mercedes se sentó en el brazo del sillón y la invitó a destaparse la cara.
—No me vas a decir qué te pasa, ¿no?
—¿Me vas a obligar?
—¿Te puedo obligar a hacer algo? Mirá de lo que me vengo a enterar...
Laila se enderezó y le dejó lugar. Se acomodó el pelo, se puso las zapatillas.
—No me pasa nada —mintió—. Estoy cagada de sueño.
Mercedes le acomodó los mechones atrás de la oreja. Le acarició la frente despacio con el dorso de un dedo.
—La última vez que un tipo me dejó así... Bueno, saliste vos. No cuenta.
Laila apretó los labios para no sonreír. No soportaba a Gustavo cerca de su mamá, no era capaz de estar cómoda con la idea de que él siempre iba a ser un quiebre para Mercedes, pero, al mismo tiempo, una parte de ella deseaba llegar a esa edad y haber conocido a alguien imposible de reemplazar. Alguien que siempre iba a ser el roce más intenso, la caricia más viva. Le daba pena que siguiera respondiendo ante su recuerdo cuando llevaban años separados, como si la costumbre del cuerpo pudiera con la decepción.
—No es eso, no lo nombres.
—Entonces, sí es por eso.
Abrió los ojos. Deseó que su mirada expresara cuánto le había molestado lo acertado de ese comentario.
Se sentía ridícula. La última vez que se había dejado ver consumida después de estar con un chico, fue cuando entendió qué hacía con su ex. Sus relaciones siguientes fueron insignificantes, breves, efímeras como un suspiro. No le habían pegado tanto como decirle a Mateo que le recordaba a alguien con quien ya no podía compartir habitación.
No, no era por Mateo. Era por ella, por quien ella era cuando la vulnerabilidad los atrapaba. Era por el miedo visceral que la obligaba a poner distancia cuando la comodidad le resultaba tentadora y conocida.
Había perseguido durante años las secuelas en su cuerpo, buscando que sus dientes estuvieran impecables, que su piel no delatara cuánto tabaco consumía por semana, que su pelo pareciera más cuidado de lo que estaba en realidad, pero no había hecho nada por mejorar las secuelas de su mente. No pensaba hacerlo, tampoco. Estaba segura de que no lo necesitaba.
—¿Vos decís que soy un mal partido para alguien?
Mercedes la dejó de acariciar y esperó a que Laila la mirara antes de hablar.
—Dudo que seas mala opción para ese chico. Lo que me preocupa es que él sea una mala opción para vos.
—¿Qué sabés?
—Cuando me separé de tu papá, Lili venía todos los días.
Laila asintió despacio. La mamá de Luciano había sido el mayor soporte para Mercedes en el momento en que ella era incapaz de hablar con cualquier persona de su familia sin enojarse. Sol era el puente que las mantenía dentro de una convivencia funcional, pero nadie se ocupaba de la mujer a la que habían engañado. Nadie, salvo Liliana.
—No venía para acompañarme a mí —confesó—. Venía porque no aguantaba estar en la casa, porque no podía ver a Lucho de lo mal que estaba.
—¿Mal en qué sentido?
—Quería que Mateo se internara para rehabilitarse, pero Mateo no quería. Lili estaba destrozada. No me ayudó que ella me acompañara, me ayudó entender que lo mío se arreglaba mucho más fácil que lo suyo, que yo no había perdido demasiado. Ella tenía un hijo al límite por alguien a quien ella también quería. Todavía lo quiere.
—¿Por qué nunca me enteré de eso?
—Sol tampoco sabía. Las mantuve al margen tanto como pude.
—Entonces, según vos, ¿Mateo me puede hacer más mal a mí que yo a él porque se drogaba?
—No lo simplifiques. Sabés que no estoy diciendo eso.
—Explicate mejor si no querés que te entienda mal.
Mercedes entrecerró los ojos durante unos segundos. Asintió despacio cuando pareció encontrar las palabras justas.
—Si sale algo mal, se van a lastimar los dos, pero Lucho la va a pasar mal dos veces. Una por vos, otra por el amigo. Y vos te cortás una mano antes de hacerle mal a Lucho. —Le acarició una rodilla despacio—. Si sos capaz de separar las cosas, metele. Si vas a pensar todo el tiempo en cómo va a salir Lucho si no funciona, entonces, Mateo no es para vos.
La segunda noche, no entró al mar por pensar demasiado. Tenía la seguridad de que Sol no iba a ser la persona más receptiva cuando se encontraran, no después de haberla echado la última vez. Tenía miedo de entrar y que la chica diera con ellas, de no poder evitar que el sueño siguiera su curso y que lo repitieran hasta el cansancio.
Pensó durante todo el día en la secuencia, sintiendo que cada vez le dolía menos que la anterior. Llegaban, la Laila del sueño levantaba la cabeza, se escuchaba el motor. Su reflejo seguía la moto, la moto chocaba contra un árbol. Había unos segundos más entre el choque y el despertar, y Laila creía que la persona no moría de inmediato.
Soñaba, no solo que ella veía su muerte, sino también su agonía.
Buscó una hoja en blanco y una lapicera. Escribió: «Quién mierda sos?!» en el margen superior. Tenía la intención de escribir todos los nombres que se le ocurrieran y descartar en función de lo que lo que considerara válido, pero no pudo con el primero. Alcanzó a apoyar la punta en el papel y hacer un trazo ascendente. Soltó la lapicera. El corazón le latía tan fuerte que tuvo que inclinarse para disimular su preocupación. No lo podía escribir, no lo podía decir en voz alta. Tenía la seguridad hecha un nudo en el corazón y el miedo paralizándole las manos.
La tercera noche, no entró porque hizo cálculos. Seguía sin tener noticias de sus amigos, seguía sin conectarse a cualquiera de sus mundos. Seguía sin respuestas, pero tenía demasiadas preguntas.
Llamó a Abel poco antes de almorzar.
—Tres días —dijo él cuando contestó—. Te pedí que me hablaras apenas pudieras y tardaste tres días. ¿No te parece mucho?
Cerró la puerta de su pieza. Se sentó en el marco de la ventana y habló en un susurro.
—No sé dónde tenía la cabeza. Ahora puedo hablar.
Escuchaba ruido al otro lado. Por momentos parecía viento.
—Contame bien qué pasó. ¿Se volvió a cortar?
—Decime que tenés una solución porque no sé cómo resolverlo.
Abel tardó en contestar. Laila escuchó un «no, te agradezco» que no iba dirigido a ella.
—Hoy no, hoy no estoy. Voy a comer con mi vieja y paso el día allá. Vuelvo mañana a la mañana.
—¿Puedo ir mañana?
—Sí, andá al kiosco y hablamos bien. De paso, salís un rato de tu casa.
Laila escondió una sonrisa.
—¿Tanto se nota que estoy encerrada?
—No, me lo imaginé. Yo estaría igual o peor en tu lugar. Andá mañana y vemos qué podemos hacer.
Supo que no podía entrar al mar esa noche antes de cortar la llamada. Estaba segura de que la chica la encontraría y de que no podrían evitar el desastre. Decidió esperar.
Salió temprano a la mañana siguiente, segura de que había dejado su pieza en condiciones. El balde en el que vomitaba cada vez que el mar la llamaba estaba escondido y lo había vaciado y lavado antes de irse. Abel la esperaba en el kiosco, con un termo de agua caliente y saquitos de té. Le guiñó un ojo apenas la vio y la invitó a pasar al otro lado del mostrador. Le sirvió un té sin preguntarle si quería.
—Tilo —le dijo antes de que ella pudiera hablar—. Para que bajes un cambio.
Laila se sentó en un banco de madera y aceptó la taza.
—No sé qué hago acá.
—¿«Acá» conmigo? ¿O «acá» viva?
—Acá... en donde sea. Tendría que arreglar lo del sueño recurrente y lo que más estoy evitando es dormir.
—Es el miedo. —Se sirvió un té él también y se sentó de costado para ver si llegaban clientes.
—Es el cansancio —lo corrigió—. Estoy cansada de pasarla mal para... —Miró el cielo con disimulo—. Para verla. Estoy cansada de no poder resolver un sueño de mierda que cada vez se pone peor y me afecta más.
—¿Estás pudiendo dormir?
El malestar que sentía desde que lo había llamado el día anterior encontró una razón de ser como si lo hubiera buscado a propósito. Las pastillas de Abel la habían llevado a Mateo. No lo había visto de esa forma hasta ese instante. La advertencia en sus ojos tuvo que hacerse notoria.
—No, casi no duermo.
—Mientras menos o peor duermas, peor vas a dormir al otro día. Peores sueños vas a tener, menos vas a dormir. Es un ciclo. No uno bonito ni fácil de controlar, pero un ciclo, dentro de todo.
—¿Qué te hace pensar que lo quiero controlar?
Abel se inclinó hacia ella. Laila había perdido la cuenta de cuántas veces alguien la había mirado con tanta preocupación.
—Que estás acá, que me llamaste porque no sabías qué hacer, que llevás días sin dormir. ¿Me querés contar algo más o viniste para quejarte un rato y listo?
—Para quejarme un rato.
Abel se enderezó y apoyó la cabeza contra una estantería.
—Bueno, te escucho. Quejate.
—No seas tan comprador, ya dijiste que no me querías levantar.
—No, pero quién sabe. Por ahí, tengo suerte sin probar.
Laila contuvo el aire. Tragó saliva, separó los labios. Tenía dos caminos posibles para darle una negativa, pero no podía elegir ninguno.
—Es joda, boluda —aclaró él—. Después de esto, no me quiero meter con vos.
—¿Por algo en particular?
Dejó la taza en el mostrador para inclinarse hacia ella.
—Porque buscás algo serio. O, por lo menos, algo que dure. Y para eso necesitás algo que te una a la otra persona, algo que no sea fácil de olvidar. Y nos vamos a olvidar de esto.
—Si podemos hablar de esto sin que se note, podemos encontrar una forma para acordarnos de lo que pasó.
No consideró que insistía en la posibilidad de mantenerse cerca de Abel hasta que terminó de hablar. Deseaba que él no interpretara mal sus palabras, que no viera más allá de su necesidad de mantener un recuerdo de sus noches en el mar para saber que estuvo con Sol, que pudo despedirse, si es que lo hacía algún día.
—Cuando digamos «basta», nos vamos a olvidar y vamos a hacer como si nada. Nos va a doler, nos vamos a acordar de lo que dolió, de lo que nos costaba dormir, de que le debemos gran parte del descanso a algo más, pero no nos vamos a acordar de lo que soñamos. De nada de lo que soñamos.
—¿Estás seguro?
—¿Escuchaste algo de lo que te dijo cuando te lo propuso?
Laila negó despacio sin dejar de mirarlo. Abel era el recordatorio de que no había hecho lo suficiente en lo que empezaba a considerar la noche más importante de su vida. Nada la había preparado para ese momento que ni siquiera se sentía real.
—Pensé que era un sueño. No le di bola cuando hablaba, no la quería dejar de mirar. —Subió los pies al banco, se abrazó las piernas por debajo de las rodillas—. Me acuerdo de lo general... —Entrecerró los ojos para mirarlo y susurró—: ¿Qué tan seguro es que hablemos de esto?
Abel levantó la vista al techo antes de contestar. Se tomó algunos segundos.
—¿Tenés perro? ¿O tuviste un perro alguna vez?
—Tengo una gata.
—Bueno, sirve. Los gatos no dan bola, pero sirve. —Se inclinó hacia adelante para gesticular mejor—. Si llamás a un perro para pasear, no podés volver a decir «vamos» en ninguna oración porque siempre va a pensar que van a pasear. En casa no podíamos decir «¿qué vamos a comer?» porque el «vamos» era un detonante. El perro que teníamos en esa época se sentaba al lado de la correa y nos miraba, y no se movía de ahí hasta que lo sacábamos, por lo menos, al jardín. Empezamos a decir «¿qué comemos hoy?» y cosas así para que no escuchara la palabra prohibida.
Laila asintió despacio.
—¿Estás seguro?
—No hubo ningún problema estos días, ni una señal. Vamos bien, desconfiada.
Terminó el té en silencio, decidida a creer en él. No estaba segura de cuál era la manifestación que podía esperar, pero Abel sí. Abel estaba pendiente del entorno y Laila estaba dispuesta a dejar que se encargara de los detalles.
—¿Por qué pensás que no podés dejar de tener ese sueño? ¿Por qué no lo podés resolver?
Laila dejó la taza en un estante, abajo del mostrador. Se miró las manos antes de contestar, como si necesitara asegurarse de que seguía ahí, buscando la única ayuda que estaba dispuesta a aceptar. Tenía una mancha de tinta negra en la uña del anular. El día anterior había sido la última vez que había tocado una lapicera.
—Sueño conmigo —dijo después de un silencio que sintió eterno—. Y veo algo muy parecido a cómo se... fue... ella. —No habían definido cuáles eran las palabras que no podían usar, pero Laila estaba decidida a no nombrar a su hermana—. Me parte al medio. A las dos.
Abel se levantó de golpe y cerró la puerta del local. Dejó una nota que decía: «Vuelvo en 10'». Cuando volvió a su lugar, se inclinó hacia Laila, mirándola de frente. Toda su atención estaba en ella.
—¿Soñás con alguien que conocés?
—No sé, no quiero saber.
—¿Por qué no? Lo más normal es que sí quieras.
Separó los labios para contestar, pero no quería darle la razón cuando lo había refutado minutos atrás al decir que no tenía miedo, sino cansancio. No había notado antes que el reloj marcaba los segundos con un ritmo insoportable que se desfasaba son sus respiraciones y los latidos de su corazón.
—No es tan fácil —murmuró.
—Mirá... Sé varias cosas porque presté atención, pero sé otras más porque me tocaron situaciones puntuales. Cuando tuve un sueño recurrente, la primera vez no salió porque no había nada y no se podía hablar con nadie. Cuando lo tuve de nuevo, me explicó todo lo que tenía que ver con eso. Siempre tuvimos la idea de que es mejor saber para aprovechar el tiempo que nos queda. Hasta ahora, funciona.
—¿Nunca sentiste que estaba a punto de dejar de funcionar? ¿Que se podía romper todo en cualquier momento?
Abel estiró una mano hacia ella, le cubrió los dedos con los suyos. Laila lo miró a los ojos como si acabara de descubrirlo ese día. Apoyó la mandíbula en sus rodillas, esperó su respuesta pretendiendo que no se esforzaba para que no la delatara su respiración. Los segundos que tardaba Abel en hablar se llevaban la poca confianza en ella misma que le quedaba.
—Un par de veces. Lo importante es que vos decidís el momento. Cuando vos estés lista, dejás de soñar. Salvo que se arruine todo antes, pero no vamos a dejar que eso pase.
—¿«Vamos»? —Disimuló el fantasma de una sonrisa. Si Abel no quería que se sintiera sola, había elegido el mejor día para hacérselo saber.
—Para algo estoy acá. Por lo menos, mientras me acuerde de todo.
—¿Cuánto decís que te falta?
Abel alejó la mano.
—No creo que mucho.
Sin que él lo supiera, sus palabras activaron una cuenta regresiva que Laila no supo dimensionar. Sin un tiempo límite concreto, todo lo que tenía era la cercanía de un final que sentía como una brisa en su cuello, pero que no podía ver, del que no podía adivinar a cuánto de ella se encontraba. Volvió a su casa preguntándose si debía entrar al mar esa noche o si, para estar segura, podía esperar una noche más y permitirse pensar. Pero ¿pensar en qué? ¿En la identidad escondida bajo el casco? ¿En lo hermosa que se ve en el sueño de alguien que la castiga cada vez que duerme? ¿Tenía tiempo suficiente para prepararse en función del ánimo que podía tener Sol?
¿Tenía tiempo?
Cuando llegó, Mercedes estaba limpiando la cocina. Mencionó que no iba a tocar la pieza de Sol hasta que Laila estuviera lista, pero le pidió que ordenara su propia habitación para cambiar el aire de la casa. «Cambiar el aire». Así llamaba su mamá a deshacerse de la energía de la última persona que había ido. Laila no necesitó más explicaciones para asumir que Mercedes seguía respirando las acusaciones de Graciela y le prometió que iba a cumplir. Se encerró en su pieza, dejó el teléfono en su mesa de luz. No tenía noticias de ninguno de sus amigos.
Como si lo hubiera anticipado, su teléfono vibró.
Mili
Te puedo llamar ahora? Video
Laila se incorporó de golpe y escribió un «Sí» rápido y atento. Su prima no le escribía sin motivos.
Se acomodó el pelo con los dedos antes de aceptar la llamada. Se sentó en su cama, apoyó la espalda contra la pared. Atendió. Milagros tenía la sonrisa más cargada de culpa que Laila recordaba haber visto.
—Tengo un ratito para hablar antes de que venga Juli, pero te quería pedir perdón por no haber ido.
—¿Para qué ibas a venir? No vale la pena hacer ese viaje por un día.
—Para acompañarte a vos. Me podía quedar toda la semana si necesitabas.
Milagros era unos años más chica que ella, pero había crecido demasiado desde la separación de sus padres. «Como todos», se repetía Laila cada vez que comparaba sus realidades.
—No hace falta, tonta. Igual, llegan tarde esas disculpas.
Su prima también estaba en su pieza. Apretó los labios en una sonrisa antes de tirarse en la cama y acomodar el soporte que sostenía su teléfono para que no se le cansaran los brazos.
—No, eso era un pendiente. Te llamo porque me enteré de que estás poseída por el demonio de la perdición. Quería saber si necesitás sal o lo que sea que se use contra los demonios.
Laila dejó escapar una carcajada que le supo a victoria. Relajó los hombros, se tapó la sonrisa con una mano.
—Es bueno saber que tengo una tía que se preocupa tanto por mí que hace públicos todos mis males.
—No, a nosotras no nos habla. Llamó a Nahuel, se quejó todo el viaje de lo mal que estabas y él me llamó apenas cortó para ver si sabía algo de vos. No te hablé antes porque quería esperar a estar sola y Juli no se me despega.
El alivio no duró demasiado, pero su cuerpo notó la tensión que la acompañaba de manera constante y ahora estaba dispuesto a retomarla.
—¿Qué le pasa?
—Que perdió a una prima y no se quiere arrepentir de nada si pierde una hermana. Mirá... Necesito saber si estás bien.
—No tenés que darle tanta bola a tu vieja. Es tu vieja, no sabe la mitad de lo que dice.
Milagros sacudió la cabeza con fuerza. El pelo se le enredó en la almohada.
—Desde que supimos del accidente te lo quiero preguntar. Si me decís que querés que esté allá, saco pasaje y voy. Sos la única persona que pensó en nosotras cuando a todo el mundo le importaba más quién le había puesto los cuernos a quién.
—Mi vieja también pensó en ustedes.
—Pero nunca le hizo frente a la mía. Tu vieja prefiere dejarla hablando sola antes que hacerla callar. Menos mal que ahora reaccionó, ya si dejaba que te pasaran por encima a vos iba a ser mucho.
Laila suspiró. Intentó hacerlo en silencio, para no delatarse, pero contenía el aire cada vez que Milagros hablaba. Seguía sin entender por qué la había llamado.
—Estoy bien. En serio.
—No hay forma de que estés bien, no te creo.
Su expresión era transparente. Su mirada, delatora. La preocupación era imposible de disimular para alguien que había aprendido a confiar en ella desde que tuvo uso de razón.
—En serio, Mili. Estoy bien. La que no parece bien sos vos.
Su prima apretó los labios. Dio una mirada rápida fuera de cama, se limpió el borde del lagrimal con los dedos. Laila prestó atención a la pantalla.
—¿Me jurás que estás bien?
—Preguntá lo que querés preguntar.
Milagros tomó aire por la boca. Laila notó que abrazaba un almohadón de colores. La anticipación le revolvió el estómago; conocía su miedo antes de que lo pusiera en palabras.
—¿Se puede estar bien después de eso? —susurró—. De perder a una hermana.
Laila alcanzó a ver una lágrima. Milagros no se movió mientras esperaba una respuesta.
—Se puede.
—¿Y vos estás bien?
Sentía los ojos húmedos. Había protegido a sus primas con la fuerza que no tenía y ahora veía a la mayor desmoronarse en un miedo que no le correspondía por un dolor que no tenía que padecer a su edad. Sin embargo, ella, con dos años más, tenía ese dolor clavado en el pecho y había aprendido a respirar a su ritmo.
No alcanzó a contestar. Una voz se sumó a la llamada y Milagros se secó las lágrimas tan rápido como pudo antes de que su hermana la viera.
—¿Qué mirás? —preguntó Juliana.
Milagros señaló la pantalla.
—Estoy hablando con Laila.
Su prima menor saltó a la cama. Milagros se apuró a sostener el teléfono para que el soporte no lo perdiera mientras Juliana se acostaba a su lado sin ninguna delicadeza. Laila pensó que habían crecido demasiado.
—¡Lailaaaaa! —gritó Juliana.
Milagros cerró un ojo y alejó la cabeza de ella.
—Nos enteramos de que fuiste bendecida con un ángel en tu casa y las fuerzas que te corrompen hicieron que fuera... ¿Cómo dijo? —agregó en dirección a su hermana.
—Un hábitat hostil... Un espacio hostil... Algo así.
—Bueno, algo hostil.
Laila se obligó a sonreír. Ya no le daba gracia, no dejaba de mirar la forma en que sus primas juntaban sus cabezas para entrar en la pantalla y parecían acomodarse con la naturalidad de quienes llevan toda una vida viviendo juntas.
—Sí, son las consecuencias del demonio de la perdición. —Inventó una excusa para cortar la llamada y, antes de despedirse, sintió la necesidad repentina de hacer una única pregunta—. ¿Ustedes cómo están?
Sus primas se miraron antes de contestar. Se imaginó que no iban a mostrarse entusiastas por empatía, pero no parecía una mentira que se hubieran replanteado la presencia de la otra en su día a día.
Juliana fue quien contestó.
—Bien, creo. Estamos bien.
Después de la llamada, Laila cerró la ventana y no dejó ninguna luz prendida en la habitación. Dejó que las horas pasaran mientras ella se mantenía en silencio, encerrada, sintiendo que el reloj de Abel se fusionaba con uno cuya existencia Laila había negado hasta ese momento. Algún día tendría que dejar de navegar y la decisión sería suya. Algún día iba a terminar de quebrarse al medio para deshacerse del todo de su otra mitad. Algún día iba a perder a Sol y, con algo de suerte, podría confirmar si le había dicho la verdad a Milagros.
Si no resolvía el sueño del accidente esa noche, su camino hacia el incumplimiento sería más real que una despedida orgánica como la pactada. Laila había decidido no terminar con los sueños hasta que Sol estuviera lista, pero la posibilidad de que su trato se rompiera encendió una alarma que ella no había notado. Cada vez que repetían el sueño, perjudicaba a Sol y su estadía en el mar.
Su respiración se hizo pesada. No podía parpadear. El daño que le hacía a su hermana era peor del que imaginaba. Peor del que se hacía a sí misma.
Dejó el teléfono a un costado. Se sentía tan egoísta que apenas se reconocía. Sol podía pagar por sus descuidos en cualquier momento; ella, solo cuando entraba al mar.
La había dejado sola por tres noches que para Sol eran más que eso.
Tenía que volver cuanto antes.
¡Hola! ¿Pensaron que iba a hacer tanto revuelo con las primas de Laila y nunca se las iba a presentar?
¿Qué les va pareciendo la relación entre Laila y Abel? ¿Qué les auguran a futuro?
¿Algo bonito que quieran rescatar de este capítulo? Busquen algo lindo, lo van a necesitar para lo que viene.
Este capítulo va dedicado a Pamela1506, que cumple años hoy. Espero que hayas tenido un día hermoso, reina. ♥
Necesito agradecerles MUCHÍSIMO que sigan confiando en esta historia. Necesita una buena edición porque este es el primer borrador, pero me estoy obligando a avanzar sin pensar demasiado en lo que me gustaría tocarle para dejarla mejor.
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