20. La primera confesión
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• A D V E R T E N C I A D E C O N T E N I D O •
Este capítulo hace referencias a la drogadicción y al suicidio y detalla un encuentro sexual. Si preferís evitar estos temas, podés pasar al siguiente sin problemas; en los próximos dos capítulos se va a analizar todo lo que pasó en este sin demasiados detalles de lo feo (Laila y Mateo necesitan ordenar sus ideas y Lucho necesita el chisme completo). Si no tenés problema con estos temas o podés seguir leyendo, espero que te guste el capítulo. ♥
El aliento de Mateo era una mezcla de recién levantado y café negro. Laila lo atrapó a medio suspiro de sorpresa, cuando él separó los labios para pronunciar su nombre.
Le había mentido: sí sabía manejar que ella estuviera ahí. Sabía cómo rodear su cintura y afirmar los dedos sobre su espalda para acercarla a él, sabía cómo acariciarle el borde de la mandíbula con la punta de los dedos antes de hundirlos en su pelo suelto, a la altura de su nuca. Sabía cómo inclinarse para envolverla y quitarle las ganas de respirar, cómo rozarle el paladar con el piercing que tenía en la lengua y ella nunca había notado.
Sabía cómo hacer que le dejara de latir el corazón.
En su mente crecía la idea de que Mateo la había buscado a ciegas durante los años que supo de ella y que ahora la besaba como si la hubiera encontrado, como si no supiera que la necesitaba. Sentía el alivio en su respiración, la seguridad en su toque. Sentía su calma y cómo parecía tranquilo por primera vez en el día.
La guio hasta la pared más cercana y deslizó las manos por su espalda hasta afirmarse en sus muslos. Acomodó las piernas de Laila alrededor de su cadera, ella cruzó los tobillos detrás de él. Era lo más cerca que habían estado nunca, lo más pendientes que habían estado del otro.
Cuando Mateo desvió la cara para hablar, Laila sintió miedo. Si le pedía que se fuera, no iba a saber cómo responder.
—Te juro que me iba a contener —susurró él.
La miraba a los ojos, sin poner más distancia entre sus cuerpos.
—No quiero que te contengas.
—Yo no quiero que te arrepientas. —Le temblaba la voz.
Laila apenas murmuraba. Como si alguien los viera en ese momento de intimidad, mientras sus respiraciones se adaptaban a la situación, intentaban hablar lo más bajo posible. Lo único más elevado que sus voces eran los latidos de ambos corazones y cómo parecían a punto de escapar.
Laila se concentró en la garganta de Mateo. Tenía un tatuaje que nacía en su pecho y que ella nunca había visto completo. Detalló cada centímetro de su cuello, de su mandíbula, de sus facciones armoniosas y su mirada perdida. Lo tatuó en su memoria poro a poro, dispuesta a no olvidarse de esa noche. Él no era la misma persona que había visto horas antes en la cafetería. Ella tampoco.
—¿Estamos cagando a alguien?
Mateo no dudó.
—No.
—Entonces, no me voy a arrepentir.
Mateo desvió la mirada, desconfiando de su seguridad, pero todavía la sostenía, todavía tenía las piernas de Laila rodeándolo. Esa idea mantuvo en ella una nota de esperanza que se extinguió en cuanto sus pasos se alejaron de la pared.
—Recién era un hijo de puta, ahora me buscás. Te vas a terminar arrepintiendo.
Laila apoyó los pies en el suelo. Le costaba creer que sentía frío cada vez que se alejaba de él.
—Eso depende de mí, no de vos.
—Pensá para qué me buscaste ahora si decís que soy un hijo de puta.
Apoyó la cabeza en la pared, cerró los ojos. Laila también se preguntaba qué hacía ahí. Mateo imitó su posición.
—Me ignoraste a la tarde, pero contestaste cuando te escribí a la madrugada —empezó ella. No estaba segura de seguir la idea que empezaba a formarse en su mente—. Me esperaste cagado de frío porque te preocupaste. Me estás aguantando cuando se nota que tuviste un día de mierda y lo que menos necesitás es que yo te rompa las bolas. Fuiste un hijo de puta cuando te metiste con Sol, pero, por mucho que me pese, no estás siendo un hijo de puta esta noche.
Mateo tenía la mirada fija en el piso. La escasa luz que llegaba de la cocina permitía distinguir su expresión concentrada a pesar de la oscuridad.
—¿Qué pasó cuando volvieron? —preguntó ella en un susurro.
No esperaba una respuesta, había entendido que Mateo solo contestaba cuando tenía la intención de hacerlo y no esperaba que le preguntaran más de una vez. Sin embargo, él habló, y su voz fue una grieta en el silencio que habían instaurado en el departamento.
—Pensá en el peor momento de tu vida —dijo—. Pensá en esa vez que decepcionaste a todas las personas que te querían y que estuviste sola porque la alternativa era lastimarlos más. Pensá en una vez que sientas que tocaste fondo, que dejaste de ser vos.
Se le humedecieron los ojos. Escuchó a Lucía y el «pará, voy yo» que la despertó. Se tocó el pliegue del codo, se sintió el pulso. Si no inhalaba despacio, Mateo iba a notar el cambio en su respiración.
—Pensá que hay alguien que te hace volver a ese momento y te hace sentir que nunca vas a salir de ahí, que merecés estar ahí, y no le podés decir que no porque algo de razón tiene.
Laila habló en un susurro.
—¿Esa persona vino hoy?
Silencio.
—Sí.
¿De verdad pensaba generar una pelea insultándolo cuando sus palabras eran una caricia en comparación con lo que había recibido antes de su llegada? No había nada que pudiera decirle para hacerlo reaccionar de la forma que esperaba cuando se subió al taxi. Y, si lo pensaba mejor, ella se sentía igual.
Dio un paso hacia la puerta. No tenía sentido seguir ahí, mostrándose como la víctima de una noche donde no era la que más había perdido. Tenía un día entero para pensar en Sol y podía evitarla la noche siguiente si se iba a dormir tarde. Podía evitarla todas las noches que quisiera si estaba dispuesta a llevar las consecuencias.
—No soy un hijo de puta.
Laila se dio vuelta, buscó que la mirara a los ojos.
—Ya sé.
—Antes era una verga, pero ahora no. Te juro que no.
La luz de la cocina le alumbraba la cara de forma tal que, de existir, habría delatado a la más diminuta de las lágrimas. Laila le rozó la piel con la punta de los dedos para asegurarse; el tono de su voz gritaba una angustia que no podía no terminar en llanto. Pero Mateo no lloraba.
Se le podía partir el alma en dos, aun así, no lloraba.
—Ya sé. Te creo.
La envolvió con sus brazos como si sostenerla fuera su única manera de estar vivo. Respiró en su cuello, estremeciéndola con el calor de su aliento. Laila escondió la cara en su hombro y le clavó los dedos en la espalda. Si estuvieran al borde de un precipicio, caerían juntos.
Y, cuando los labios de Mateo rozaron la piel de su cuello, ambos se tiraron al vacío.
Había algo aterrador en el alivio de perderse, en la determinación de dejarse ir en un impulso contenido y dejar de resistirse ante lo inevitable, y Laila tenía una debilidad insana por ceder. Su voluntad valía hasta el punto en que se quebraba.
Levantó la cabeza despacio, lo justo para que Mateo no alejara los labios de su piel, y lo guio hacia sus clavículas. Él no dudó, tampoco se detuvo para preguntar qué buscaba. Besó el camino que ella había marcado y le sacó la campera mientras flexionaba las rodillas para estar a la altura que deseaba. Le sacó la remera sin abrir los ojos y, en un solo movimiento, le separó las piernas para alzarla y acorralarla contra la pared. Laila ahogó un gemido de sorpresa, pero se lo permitió. Le acomodó el pelo mientras él subía a su cuello una vez más, le acarició la nuca con delicadeza. Se sentía en un punto de no retorno.
Las manos de Mateo se anclaban a su espalda desnuda con firmeza, más cálidas de lo que esperaba. Le marcaban la cintura, trazaban el camino de sus vértebras, se guiaban por sus costillas hasta delimitar con suavidad el borde de sus pechos, como si pidiera permiso para avanzar. Laila le empujó la mandíbula hacia ella con un pulgar y lo besó.
Calló la voz en su cabeza que repetía que tenía que salir de ahí y no confiar en sus impulsos mientras sus labios ardían en un beso que los llevó hasta la puerta de la pieza de Mateo. El picaporte hizo demasiado ruido cuando lo giraron y Laila miró por instinto la puerta de Luciano. No había movimiento, no parecía haberse despertado, pero tampoco se escuchaban sus ronquidos suaves.
—Nos va a matar si se entera —susurró.
Mateo siguió la dirección de su mirada.
—A mí. A vos no te va a joder.
—¿Por qué lo decís?
Mateo dudó. Entró a la pieza y dejó a Laila sentada en el colchón. Se sacó la campera en la oscuridad.
—Porque nunca se enoja con vos. —Se sentó en la cama, detrás de ella. Le corrió el pelo despacio—. A vos te cuida, a mí me tiene cagando.
Laila cerró los ojos. El roce de los dedos de Mateo sobre sus hombros le producía escalofríos. Estaba ahí, semidesnuda y vulnerable en su pieza, prestándole atención como si de verdad hablara de algo importante por el puro placer de escuchar su voz.
—A vos también te cuida. Varias veces me dijo que estás con algo jodido y me pidió que baje un cambio.
Las manos de Mateo abandonaron su piel. Por el movimiento, Laila dedujo que se había sacado la remera.
—¿Cuánto te contó?
Volvió a sentir su roce cálido, abrasador. Dejó caer la cabeza hacia atrás, lo justo para que él la frenara con su pecho. Podía mentirse y decir que lo había buscado para perder la cordura y dejarse ir, pero lo cierto era que ambos necesitaban lo que ninguna otra persona podía darles. El contacto por el que Laila llevaba semanas implorando se convertía en cuidado en las manos de Mateo. Por primera vez en días, estaba bien.
—Nada —contestó. Su voz apenas era audible—. Lo menciona para que le pregunte, pero si es algo que querés que yo sepa, me tengo que enterar por vos.
Los rodeaba la penumbra. El viento golpeaba la ventana cerrada y el sonido les hacía sentir que, fuera del edificio, el mundo se caía a pedazos. Mateo deslizó las manos hacia su abdomen y subió por su piel con una lentitud tortuosa. Fuera, se desató la lluvia. Dentro de la pieza, él había dado con los piercings en punta que le atravesaban los pezones. Laila giró la cabeza hacia su cuello, le acarició la mandíbula con la punta de los dientes.
La luz de un relámpago se asomó por las rendijas de la persiana. El sonido hizo que Laila agradeciera haber salido de su casa para buscar a Mateo y no para terminar en cualquier otro lado. Abrió los ojos. Agradecía que fuera él.
—Vení —la llamó. Le desprendió el pantalón con una mano y la ayudó a deshacerse de la poca ropa que le quedaba. Se acostó en el centro de la cama y dejó a Laila encima de él, le trabó las piernas con sus rodillas—. Te prometo que te voy a contar, pero hoy no.
—Es una noche de mierda —coincidió ella.
Como si hubiera esperado esa respuesta, Mateo le dio un beso en la sien. Podía anticipar que él dudaba, que no estaba del todo seguro de cuánto avanzar. Laila entrelazó sus manos con las de él y rodeó su torso para que la abrazara. Se sentía expuesta, frágil, a merced del deseo ajeno, y, aun así, lo único que necesitaba era el contacto del que llevaba semanas privándose. Un roce que le indicara que su piel seguía viva, que ella misma vivía. Que lo etéreo le pertenecía a las almas del mar y que ella no tenía lugar en ese mundo. Una caricia que le dijera que no podía elegir entre sus realidades porque no dependía de ella.
Sol era propiedad del mar. Laila, de ella misma.
Mateo trazó el camino hacia sus muslos tan despacio que Laila no fue capaz de contener la respiración durante el trayecto. Deslizó una mano por la piel sensible de sus piernas hasta el borde de su vulva.
—¿Puedo?
Ninguno respiraba. El frío les erizaba la piel.
—Seguí —le pidió, y esa única palabra bastó para que Mateo dejara de contenerse.
Laila tenía los ojos abiertos a la oscuridad que los rodeaba. No podía verlo, pero lo sentía, y la suavidad de sus manos era perfecta para el contacto que buscaba. Él era perfecto para perderse con ella esa noche. Había creído que la penumbra sería una aliada para no pensar que era Mateo quien la acompañaba, pero lo cierto era que escuchaba su respiración y sabía que era él. Notaba las puntas de sus dedos acariciándole los labios húmedos de la vulva y sabía que era él. Cerraba los ojos y sabía que era él.
Se estremeció cuando Mateo humedeció el pulgar y lo dejó reposar en el único lugar donde Laila necesitaba que no estuviera quieto. Introdujo dos dedos al mismo tiempo que acercaba su rostro al de él con la mano libre para darle un beso en la sien. Le rozó el labio inferior con el dedo índice y ella abrió la boca. Tocó el dedo con la punta de la lengua, lo mordió con suavidad.
La sincronía que llevaban en la oscuridad le daba miedo. No había torpeza, no fallaban en las distancias. Con sus cuerpos pegados y sus respiraciones agitadas, medían la cercanía a través del tacto y del oído. Sentían cada escalofrío, cada roce, cada latido de sus corazones expectantes. Laila contuvo los gemidos concentrándose en su lengua, en un segundo dedo que Mateo había metido en su boca y en la succión que tenía el objetivo de una promesa. No supo cuándo sus caderas empezaron a mecerse, pero sí notó que cada uno de sus movimientos era acompañado sin tregua ni piedad. Abrió la boca para respirar; el aire que podía tomar por la nariz no alcanzaba. El oxígeno de esa pieza no era suficiente para los dos.
—No hagas ruido —le ordenó él en un susurro mientras sostenía la cara de Laila a milímetros de la suya.
Mantenía la boca entreabierta para respirar mejor. Sus labios se rozaban.
—No puedo —confesó con la voz entrecortada.
—Sí podés.
Sentía que la lluvia golpeaba la ventana al ritmo al que se movía su pelvis y que la noche se había sincronizado con él para romperla en un único gemido incontenible. Que, después del primero, ya no se podría callar. Agradeció que le hubiera trabado las piernas y que tolerara cómo ella le clavaba las uñas en los brazos. Agradeció que no parara, que supiera mantener el ritmo. Agradeció que fuera él.
Contrajo los pies en un acto reflejo. Mateo le puso el pulgar contra los labios mientras ella se deshacía en un orgasmo que no había buscado y que la hacía temblar. Él no paraba, su toque le producía ligeros espasmos de los que Laila no quería privarse. De a poco normalizaron sus respiraciones, se dejaron de mover. Mateo la acarició con su mano limpia.
—¿Estás bien?
Ella asintió despacio, sabiendo que podía sentirla. Aquel era su miedo: sentirse bien con él, saber que sus promesas no valían cuando estaba cerca de Mateo, protegidos en el corazón de una noche lo bastante oscura como para no ver las sombras de sus demonios danzar a su alrededor.
—¿Tenés un forro? —preguntó antes de pensarlo dos veces.
—¿Estás segura?
—Si no hacés que aparezca un forro por arte de magia, le pido a Lucho. —Su voz entrecortada por el cansancio no era una amenaza.
Mateo estiró una mano hacia la mesa de luz y abrió el cajón. Le puso el sobre en la palma de la mano, ella se levantó.
—Lo vas a tener que abrir vos —dijo, y se sacó el pantalón y el bóxer.
Laila le dio el preservativo y esperó. No dejaba de preguntarse cómo sabía que estaba listo si no podía verlo, si él no le indicaba cómo o cuándo seguir. Se sentó sobre él despacio, guiando la penetración. Cuando escuchó un suspiro grave, continuo, nacido desde la profundidad de su pecho, lo retó:
—No hagas ruido.
Mateo le puso el pelo a un costado y la atrajo hacia él, le recorrió la espalda con la punta de los dedos. No importaba cuánto tiempo llevara con él esa noche, su roce le seguía erizando la piel. Que la ayudara a moverse solo conseguía que sus piernas se agotaran más rápido por seguir el ritmo.
—¿No estás cansada para ir arriba?
La pregunta le hizo perder la sincronización. La realización la abrumó de un segundo a otro.
—Siempre voy arriba.
—¿Por algo en especial?
A pesar de que no lo veía, sabía que estaba pendiente de ella, de cada uno de sus movimientos.
—¿Laila?
Escondió la cabeza en su hombro, dejó de moverse.
—Así es más difícil que se saquen el forro sin que me dé cuenta —murmuró.
Esperaba que no hubiera entendido, que no le importaran las implicaciones de sus palabras.
—¿Confiás en mí? Podemos prender la luz si te querés asegurar.
Se enderezó. Nunca cedía ante aquel pedido, le resultaba sencillo mantenerse firme, pero esa noche lo pensó dos veces. Tenía miedo. Le había asegurado que no era el mismo de hacía unos años, pero Laila no tenía cómo saber quién era el Mateo de algunos años atrás, cuánto había dejado en el pasado y cuánto seguía con él. Tenía miedo de creerle, de arruinar la noche en la que había sido todo lo que necesitaba. Tenía frío, también.
Se levantó despacio, lo sacó de su interior con una lentitud agobiante. Se acostó en el espacio que él había dejado y lo envolvió con sus piernas.
—La luz está bien así. Vení.
Mateo debió notar el cambio en su voz.
—No te gusta un carajo esto —resolvió. No era una pregunta, tampoco una queja. Se sentó al borde de la cama.
—Perdón.
—¿Perdón por qué? No es cosa tuya.
Laila se sentó también. Apoyó la espalda contra la cabecera de la cama y se abrazó las rodillas.
—Por no haber sido más clara.
Podía definir cuándo Mateo dudaba por los cambios en su respiración, por cómo se acomodaba en la cama. La facilidad con la que lo leía esa noche le producía escalofríos.
—Cuando te dije que te creo si decís que ya no sos la basura que eras antes es porque sé algunas cosas de vos. Una chica que conozco me escribió después de que nos vio en el mismo grupo en una juntada para advertirme.
La voz de Mateo era un susurro apagado, quebrado en la oscuridad.
—¿Qué le hice?
—Le prometí que no iba a repetir lo que me dijo, pero me acordé por esto.
—Tiene que haber sido hace años.
—¿No querés saber quién era?
Mateo se levantó de la cama. La falta de su peso en el colchón hizo que Laila se sintiera sola de un segundo a otro.
—¿Para qué? Igual no me voy a acordar.
Buscó el interruptor regulable de la luz a un costado de la cama y se prendió el foco que había sobre la cabecera, tan tenue que apenas tuvieron que parpadear para acostumbrarse. Por primera vez vio el tatuaje que tenía en el pecho y, cuando se dio vuelta, le vio la espalda cubierta de tinta.
Mateo se sacó el preservativo y se puso el pantalón. Murmuró un «ya vengo» que se perdió en sus pasos acelerados mientras salía de la pieza y la dejaba sola.
Laila se tapó con la campera que él había dejado en una silla para buscar su remera y su mochila. Cuando volvió a la pieza, él salía del baño.
—Va a estar jodido que te lleve ahora con la lluvia. Podemos esperar si querés, o te quedás a dormir. Yo me voy al sillón.
No esperó una respuesta. Se metió en la pieza y ella fue al baño para limpiarse.
Sentía que se había despertado del ensueño que habían sido las últimas horas. En algún momento, desde que se cruzó con la mirada perdida de Mateo esperándola en la planta baja del edificio, sus palabras y movimientos empezaron a gritar lo perdidos y solos que estaban esa noche, lo necesitados que estaban de alguien que los entendiera.
Se miró al espejo. La luz del baño la encandilaba, apenas se reconocía.
Cuando volvió a la pieza, Mateo estaba sentado en una esquina de la cama. Dejó una remera negra al costado antes de levantar la mirada hacia ella.
—Si te quedás, ahí tenés algo para dormir.
Laila se sacó la campera y levantó la remera que le ofrecía. Lo único que decía era «Another brick in the wall» con letras blancas.
—No lo dije para hacerte sentir mal —aclaró. Se puso la remera mientras él no la miraba—. Yo sé que no lo ibas a hacer.
—¿Por qué estás tan segura?
Laila se arrodilló frente a él. No era capaz de precisar cuánto se odiaba en ese momento, pero, a juzgar por el cansancio de sus ojos, tenía que ser demasiado.
—Primero, por Lucho. No me harías esa conchudez con Lucho de por medio. —Mateo suspiró, ella levantó un dedo para callarlo—. Segundo, porque... No sé. Porque confío en vos. A veces me da miedo confiar así, a ciegas, pero no sé cómo frenarlo.
—Nunca me saqué un forro sin avisar —dijo. Su voz era una sentencia—. ¿Sabés por qué? —Laila negó despacio sin dejar de mirarlo a los ojos—. Más que nada, por miedo. Al principio, sí salía con cualquier piba que me pareciera linda. Era pendejo, me gustaba tener un garche diferente por mes. Lo normal. Pero vos no vas por la vida viendo si la gente con la que te acostás tiene algo, y yo sabía, por consejos de mi tía, que me tenía que cuidar más de eso que de un embarazo. Si esa mina salió conmigo en esa época, no hay forma de que yo me haya sacado el forro.
—No fue eso y fue hace unos cuatro años —le explicó, y vio cómo los ojos de Mateo empezaban a brillar.
—¿Qué le hice, Laila?
Empezó a considerar que la persona que lo había visitado cuando volvió de la cafetería no era nada comparado con el fantasma que ella parecía estar reviviendo en él.
—No te sacaste el forro, no la presionaste, no la forzaste a nada. Quedate tranquilo por eso.
—¿Qué es lo que sí hice?
—Te fuiste —susurró. Mateo entrecerró los ojos. No parecía tan grave como las alternativas—. Te fuiste y llegaron otros.
Se levantó tan rápido que Laila se sentó en el suelo para que no la pisara. Abrió la persiana, el vidrio apenas contenía la lluvia y el frío les congeló la piel. Laila vio con detalle la escena que tenía tatuada en la espalda. Se acercó a Mateo, le tocó un hombro con suavidad.
—Son unos hijos de puta —dijo él—. A veces me amenazaban con mi prima, me mandaban fotos del colegio y cosas así... ¿La chica está bien?
Laila apoyó la cabeza en la espalda de Mateo. Tenía la piel caliente, casi como si no estuvieran a las puertas del invierno.
—La salvó la mina que salía en esa época con el que dirigía todo —murmuró.
Notó el alivio de Mateo en la dureza de su espalda, en la caída de sus hombros. No supo cuánto le afectaba la incertidumbre que ella había sembrado hasta que pronunció esas palabras.
—El Tato era el que manejaba todo. Nadie le hacía frente, los dos o tres que conocían a la novia decían que no se le acercaban por miedo. Ese tipo es lo peor que puede haber.
—Y era incapaz de dejarse un forro puesto.
Mateo se dio vuelta y le sostuvo la cara para que lo mirara. Le descubrió los ojos llorosos, el temblor de los labios.
—Decime que no eras vos.
—Era yo. Y todo lo que hayas escuchado... también era yo. —Se le quebró la voz. Quiso pensar que, en aquella época, era demasiado chica, pero lo cierto era que no había pasado tanto tiempo.
Mateo cerró la persiana y llevó a Laila a la cama. Se sentó frente a ella, preocupado. Ninguno encontraba palabras. Se miraban con cautela, intentando leerse. Laila se preguntó si Mateo tendría el valor de enunciar la duda que gritaban sus ojos. No lo tuvo.
—No quería sacar este tema —confesó ella cuando el silencio se tornó insostenible—. Lo que pasó fue que me di cuenta de por qué siempre voy arriba y me acordé de esa época, y de esa chica, y de todo. No quise decir que vos lo ibas a hacer o que lo habías hecho. Fue una cadena de cosas que...
—Está bien, hicimos bien en parar.
Laila buscó la duda en su mirada. Solo encontró determinación.
—¿Vos querías parar?
—No, pero nos fuimos a la mierda. No quiero que te arrepientas, menos si te hago acordar de todo eso. Si hubiera sabido, ni siquiera te habría buscado. Lucho no me dijo nada.
—Lucho no sabe lo de esta chica. Sabe lo del Tato, nada más. Y la chica está bien. Al final, no pasó nada.
Mateo parecía más preocupado en ese momento que cuando la vio llegar, horas atrás. Se mordía el labio, inseguro, y detallaba cada milímetro de su cara en busca de una mentira.
—A ella puede que no le haya pasado nada. ¿Qué te pasó a vos?
—Me di cuenta de que tenía que salir de ahí —contestó—. No preguntes cómo hice.
Hubo un trueno. Ninguno se movió.
—¿De eso querías cuidar a tu hermana? ¿Por eso no querías ceder con lo que tu vieja te pidió?
Laila asintió. Era más fácil hablar de sus miedos y su culpa con alguien que entendiera el contexto.
—¿Por eso no fumás? —preguntó ella.
Mateo subió los pies a la cama. Seguía con el pantalón negro, pero su torso dejaba ver el tatuaje de un lobo con un águila sobre la cabeza y cómo las alas se continuaban hacia sus brazos. El detalle de las plumas era impresionante.
—Estuve en rehabilitación hace unos... tres años. Cuando digo que hago algo por ese tipo —señaló la pieza de Luciano—, quiero decir que le debo la vida y no se la voy a terminar de pagar nunca.
—No me contó eso.
Mateo desvió la mirada hacia la ventana. Tragó saliva antes de hablar.
—No vivía drogado, pero tuve unos meses que... No me acuerdo de muchas cosas, pero un par de veces me desperté tirado en la calle. Los tipos del Tato siempre me encontraban y me daban una mano, hasta que les dejé de comprar. Me fui de casa porque mi viejo no me quería dar la plata de la moto que le guardamos a Cliff y el Tato no me dejó quedarme con él. —Cerró los ojos. Laila notó cuánto le costaba seguir—. Mi tía no me quiso en su casa. Fue una semana del orto.
—¿Qué hiciste?
—Me quedé en la calle. Podía racionar lo que me quedaba o meterme todo de golpe.
Laila se acercó a él. Le movió la cara con una mano para atraer su mirada, él se dejó guiar. La oscuridad de sus ojos ya no era desconocida ni el abismo que representaban era uno que Laila no hubiera transitado.
—Y ya sabemos qué es lo más fácil —murmuró ella.
Mateo asintió.
—Lucho me encontró. Soy tan pelotudo que terminé cerca del camino por el que él volvía del club.
Laila no quiso decirlo en voz alta, pero pensaba que Mateo quería que lo encontraran, al igual que ella había dejado un único número de emergencias en la heladera para que solo llamaran al hospital donde trabajaba Lucía. Había un pedido de auxilio que solo se podía enunciar con un grito, y el grito siempre marcaba un antes y un después. Siempre cambiaba una vida. A veces, la terminaba.
—¿De qué lado dormís?
Mateo entrecerró los ojos, confundido.
—¿De qué lado de la cama dormís? —repitió ella, esta vez con énfasis—. Así me acomodo del otro. Hoy no vas a dormir en el sillón.
—Laila...
—Los dos estamos hechos mierda esta noche y no quiero dormir sola. Vos tampoco tendrías que dormir solo.
Deseó que aquel argumento fuera suficiente para convencerlo porque no quería ahondar en la culpa que le producía el haberlo relacionado con su peor experiencia y dejarlo al borde de una crisis. Mateo se sacó el pantalón y lo tiró sobre una silla. Se acostó del lado derecho y Laila se acomodó a su lado. No había dimensionado en un primer momento cómo de enlazadas estaban sus vidas ni cuánto podía afectarle el descubrir que ella había sido parte de su mundo y que también había pagado las consecuencias.
—¿La persona que vino hoy a verte es alguien que conozco? —preguntó en el susurro más bajo que había emitido esa noche.
Mateo la rodeó con un brazo para darle calor.
—No, no tiene nada que ver con eso. Es alguien que apareció después.
Recordó la descripción que le había dado y se preguntó qué podía ser peor que estar a punto de morir en la calle, solo, por una sobredosis. El perfil de Mateo, delimitado por la luz que apenas los alumbraba, tenía más sombras que revelaciones.
Apoyó una mano en su pecho, él apagó la luz antes de cubrir la mano de Laila con la suya y cerrar los ojos.
—¿Quién te hizo mierda? —preguntó ella en la oscuridad.
No esperaba que Mateo contestara.
—Yo solo. Ya no le doy ese poder a nadie.
¡Hola! ♥ ¿Estamos bien? Necesito todas sus impresiones de este capítulo urgente. No se imaginan el tiempo que llevo con esta escena en la cabeza y no la podía mostrar.
¿Qué piensan de las dudas de Mateo para ceder con Laila? ¿El pasado de los dos?
¿Luciano habrá podido dormir? ¿Le damos la razón para no haberlos presentado hace años?
¿Cómo piensan que va a seguir todo entre estos dos? ¿Cómo quieren que siga todo entre estos dos?
Este capítulo va dedicado a marthalilaa porque es gracias a ella que estos personajes no se hunden más. Si fuera por mí, serían insalvables.
Estoy viendo gente nueva en esta historia gracias a recomendaciones de gente bonita que la lee y no puedo estar más agradecida de que consideren que más gente debería conocer a Laila. Gracias. ♥ Si recomiendan esta historia en algún lado, amaría que me etiqueten para poder compartirlo.
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