19. La fragilidad de estar vivo
Mateo la esperaba en la planta baja. Caminaba de un lado a otro del pasillo como si las paredes lo encerraran. Había algo que era demasiado grande para que su cuerpo lo pudiera contener. No era furia, no era molestia. Su inquietud escondía un pensamiento que no tenía relación con ella y que traspasaba la superficialidad de su pedido.
Mateo podía esperarla, como le había pedido, pero ella no era la causa de su insomnio.
No la vio bajar del taxi. Laila se acercó despacio, preguntándose cómo había llegado a ese punto, qué la había llevado a buscar medio gramo de emoción una madrugada de otoño. Lo vio caminar, ajeno a su presencia, y sacó las manos de los bolsillos mientras avanzaba. Mateo iba descalzo y solo tenía un pantalón negro de deporte y una remera de mangas cortas. No llevaba campera, no se había puesto un buzo. Ni siquiera se había calzado. La urgencia de bajar pudo más que el frío.
Laila golpeó el vidrio con la punta de un dedo. Los ojos de Mateo, tan oscuros como los recordaba, se clavaron en ella. La miró durante algunos segundos antes de acercarse y abrirle.
—¿Qué pasa? —preguntó en un susurro cuando ella entró.
—Pasa que sos un hijo de puta.
Esperaba que él suspirara, cansado de sus insultos, y que desestimara su enojo. Sin embargo, Mateo apoyó la espalda contra la pared y se cruzó de brazos.
—Sí.
—¿No vas a decir nada más?
—¿Qué querés que diga? Sí, Laila, soy un hijo de puta. Sí, fui una mierda con un montón de gente y me arrepiento de muy poco. Sí, soy una mierda con vos. Sería una mierda con cualquiera que me rompa un poco las pelotas. No descubriste nada nuevo.
Se acercó a él. Los separaban treinta centímetros de furia y cansancio.
—Si sabés que sos una mierda conmigo, ¿por qué seguís? ¿Por qué me hacés quedar como una exagerada cuando hablo de Jaz si vos ves lo mismo? ¿Por qué usás a mi hermana para probar un punto si después vas y hacés como si yo siempre hubiera tenido razón? ¿Por qué me buscás, si sabés que no querés nada?
—No sé si es algo para hablar ahora...
—Sí, es para hablar ahora porque la otra noche me hiciste sentir como el culo y hoy me diste la razón. Jaz no está bien con Martín y sí tenemos que intervenir.
—No, no tenemos que intervenir —la corrigió—. Tenemos que apoyarla, no meternos. No es lo mismo.
—¿Y qué sabés vos? ¿Por qué, de la nada, sabés más de Jaz que el resto del grupo?
Esta vez sí suspiró. Dejó escapar el aire despacio mientras miraba el suelo. Laila siguió su mirada. Ni siquiera tenía medias en los pies.
Los segundos de silencio que se extendieron entre ellos le erizaban la piel. Mateo no contestaba, no era capaz de reaccionar. Laila dio un paso hacia él.
—¿Qué sabés que yo no sepa? —preguntó en voz baja.
Mateo volvió a suspirar despacio.
—Sé cómo trabaja la cabeza de Martín y, con más motivo, sé cómo trabaja la cabeza de Jaz ahora. No sirve que le digamos que el tipo es un peligro.
—¿Y ayudarla a escaparse cuando sale todo mal sí sirve?
—Sí. Es lo único que sirve porque le demostramos que respetamos lo que elige y que somos su lugar seguro si las cosas salen mal. Si no le decimos nada, no se siente juzgada. Cuando nos necesite, sabe que vamos a estar. Si la jodemos con el tema, no nos va a buscar porque va a tener miedo de que le digamos que ya se lo habíamos advertido. Lo que pasó esta tarde le dio vuelta la cabeza, creeme.
—¿Hablaste con ella?
—No, pero estoy seguro.
Laila se apoyó a su lado. Era incapaz de mirarlo si él la esquivaba, si su expresión de cansancio la incitaba a arrepentirse de haberlo buscado esa madrugada.
—¿A qué viniste?
No estaba segura. El enojo le brotaba de la piel cuando salió de su casa, pero el camino lo había amortiguado y la imagen de Mateo perdido, esperándola, amenazaba con extinguirlo.
—A que me pidas perdón.
—No te puedo pedir perdón. Ya te lo dije.
Se inclinó hacia delante para que él no tuviera más remedio que devolverle la mirada.
—No te creo. No puede ser que no te arrepientas. Usaste el accidente de mi hermana para decir que no tenía razón sobre Jaz y después fuiste y actuaste como si siempre hubieras pensado como yo.
—No te confundas, sí pienso que Martín es lo peor que le puede pasar a Jaz. Lo que no comparto es lo que querés hacer.
Laila desvió la mirada hacia la calle. En algún momento había llovido; el asfalto estaba húmedo y las luces de la vereda se reflejaban con un dorado que le parecía precioso. Los árboles no se movían, las hojas parecían tan frías como el aire. La noche estaba muerta fuera del edificio. Ellos, un poco, también.
—Si viniste a pelear, dejá que busque las llaves del auto y te lleve a tu casa. —Separó la espalda de la pared.
Laila le sostuvo la muñeca antes de que diera un paso.
—Si no es por Jaz, pedime perdón por lo otro.
—¿Por hablar de tu hermana? Las dos cosas van de la mano.
—Pedime perdón por lo de anoche.
Mateo entrecerró los ojos. Así, con la luz de la calle apenas alcanzando su piel y las pupilas ensombrecidas, tenía la mirada más negra que Laila había visto en su vida. Se preguntó si estaba recordando, si había pensado en la noche anterior en algún momento del día. Si la había repetido en su mente tantas veces como ella.
—Te dije que no iba a pasar nada.
—¿Por qué? ¿Porque salís con alguien? No me jode que no lleguemos a nada, me jode que me busques sabiendo que va a quedar ahí.
—No lo hago a propósito —se defendió—. No te quiero buscar, siempre es cosa del momento.
Se acercó a él. Sus narices estaban a menos de cinco centímetros. Si Mateo separaba los labios, Laila podría respirar su aliento.
—Lo hacés porque querés demostrar que te tengo ganas, porque te dolió que te mandara a la mierda cuando nos conocimos y no querés quedar como el único que quería algo. Aunque no lo hagas de manera consciente, eso es lo que te pasa.
Mateo negó despacio, sin dejar de mirarla a los ojos. Apoyó una mano en su cintura, rozó su mandíbula con la otra.
—No, Laila. Te busco porque es el primer impulso que tengo cuando estamos cerca y me voy porque no puede pasar nada entre vos y yo.
—No voy a ceder hasta que me pidas perdón.
—Y yo no te voy a buscar más, estamos a mano.
Sin embargo, no la soltaba. Laila trazó el camino hasta los hombros de Mateo con la punta de sus dedos.
—Sos un hijo de puta.
Mateo apoyó su frente en la de ella. Cerró los ojos.
—¿A qué viniste? —preguntó por segunda vez.
«A sentirme viva», quiso contestar, pero ya no encontraba en su interior el atisbo de violencia que la había guiado hasta él. ¿Cómo despertar su furia si Mateo aceptaba cada uno de sus ataques, si él mismo parecía odiarse tanto como ella esa noche?
Mateo dio un paso al costado. Dejó de tocarla, se alejó de su agarre. En un segundo sus cuerpos dejaron de estar conectados y Laila sintió un escalofrío.
—Voy a buscar las llaves del auto, dame un minuto.
—No puedo volver a casa ahora.
La prisa con la que habló consiguió que en Mateo se viera la primera expresión de la noche. Antes de ese momento, no había notado que todo parecía darle lo mismo.
No hizo falta que hablara para que su mirada preguntara qué había pasado.
—Mi vieja piensa que me quiero matar.
Pronunciar aquellas palabras las volvió algo real. El dolor de Mercedes tenía más fundamento del que se permitía creer.
—¿Y te querés matar?
Lo preguntó con una naturalidad que le produjo alivio. Que Mateo hablara del tema sin pinzas consiguió que deseara poder llorar por primera vez en semanas.
—No me puedo morir. Todavía no.
Si dejaba el mundo de los vivos, no vería a Sol. Sería un alma más navegando a ciegas, atraída por sueños aleatorios, desconectada del universo. Sol se vería forzada a despedirse. Mercedes perdería todo. Su mortalidad era una desventaja a la hora de enfrentar la muerte de su hermana.
Laila, por mucho que lo deseara, no era tan inhumana como esperaba ser algún día. Si lo fuera, podría estar con Sol cada vez que quisiera. Como el ser mortal que era, estaba condenada a la quietud y a perecer, a no ver a Sol en la vastedad del mar que navegaba. A perderse.
Estaba condenada a no sentirse viva.
Como Mateo.
—¿Querés tomar un café? O un té, no sé qué te gusta. Podemos hablar de lo hijo de puta que soy hasta que te canses y quieras volver a tu casa.
—¿No tenés sueño?
Era hipócrita solo por preguntarlo, cuando ella dormía solo por compromiso. ¿Cómo podía estar pendiente de sus propios descansos cuando vivía para ver a Sol cada noche? ¿Cómo podía fingir que seguía viva si su vida dependía del sueño del que se privaba de manera constante una y otra vez? ¿Cómo podía descansar si tenía una incógnita en sus pesadillas y si cada vez se sentía más vacía, más inútil, más inalcanzable?
—Prefiero pasar de largo antes que dormirme de nuevo.
Asintió despacio y caminó hasta el ascensor, con Mateo siguiéndola. La luz los obligó a parpadear y el silencio los invadió. Lo vio apoyarse contra el espejo y cerrar los ojos. Parecía vulnerable, tan perdido como ella.
—¿También te pegó lo de Jaz?
Mateo miró la luz que llegaba desde el techo del ascensor.
—¿Por qué preguntás?
—Estás hecho mierda.
Él intentó sonreír. Que tuviera que esforzarse para conseguirlo la alertó.
—Lo de Jaz fue una cagada, pero después tuve que arreglar algo cuando llegué acá.
—¿Algo grave?
—No importa, ya está.
El ascensor frenó en el quinto piso. Mateo abrió la puerta y caminó rápido hasta su departamento, seguido por ella. Cuando entraron, solo prendieron la luz de la cocina. El resto del lugar quedó a oscuras.
—Con un café estoy bien —aclaró antes de sentarse en una de las banquetas de la barra.
Mateo prendió la cafetera sin pronunciar palabra y salió de la cocina. Cuando volvió, tenía las zapatillas sin atar y una campera fina.
—¿Te estabas cagando de frío?
—En el momento no se sentía. Acá arriba está helado.
—¿Por qué bajaste así?
Mateo dudó. Apoyó los codos en la barra, junto a ella, sin mirarla.
—¿Querés la verdad o que te dé motivos para seguir pensando que soy una mierda?
—La verdad.
—Pensé que te había pasado algo.
No se equivocaba. Había arruinado un sueño y había alertado al mar de su incapacidad de mantenerse al margen de las emociones de las almas. Había conseguido que Sol la echara del mar. Había hecho llorar a Mercedes.
—¿Algo como qué? —preguntó en un susurro.
—No sé. Me mandaste un mensaje a la madrugada y parecía urgente. Lo más normal es que piense que es algo malo.
Olía el café preparándose. Fue consciente de la hora, de que Luciano dormía a una pared de distancia. De las ojeras de Mateo y el cansancio de su cuerpo. Él se alejó para servir las tazas. Cuando volvió y se sentó a su lado, Laila supo que no servía mentir.
—Vine porque necesito reaccionar —confesó—. Me dormí pensando en lo de Jaz, tuve miedo, pensé en lo que dijiste de Sol. Odio que me hagas reaccionar como no me gusta, pero necesito pegarle a alguien, romper algo...
—Querías que dijera alguna estupidez para meterme una piña, ¿no?
—No necesitaba que dijeras nada, ya te la merecías. Te la merecés.
Ninguno buscó azúcar. Tomaron el primer sorbo tan amargo como sentían que lo necesitaban, tan caliente que apenas podían sostener las tazas.
—No podías hacer nada por tu hermana —empezó él en voz baja—. Hasta donde sé, se metió con un tipo que le gustó y tomó un par de malas decisiones. No era tu responsabilidad.
—No tenés idea.
—No, no tengo idea. Pero estoy seguro de que no la obligaste a irse con ese chabón. No sos así.
Laila quiso reírse.
—No tenés idea de cómo soy.
Desvió la mirada para descubrir que él tenía los ojos fijos en ella. No sonreía, la tensión no abandonaba sus gestos, pero parecía más tranquilo que minutos atrás.
—Lucho hablaba demasiado de vos. Bueno, a mí me hablaba de vos. Sé varias cosas de vos porque llevo años escuchando que sos la mejor mina del mundo.
—¿Qué te decía?
Mateo giró el torso hacia ella. Laila lo imitó. Era la primera vez que compartían un momento sin tensión, como si fueran amigos y se llevaran bien. Era la primera vez, también, que lo escuchaba hablar de ella con la sombra de una sonrisa en los labios.
—Me contó de esa vez que entraste tarde a un recital porque te demoraste en el baño por ayudar a una mina que tenía un ataque de pánico. Me hizo escuchar como veinte veces el audio de cuando sacaste Grace en la guitarra. Me recitó tus motivos para convencerlo de que no se metiera con Agustina como si a mí me importara lo que hacía o dejaba de hacer con sus parejas.
—¿Qué más?
—¿Cuando te perdiste en una caminata y todos te buscaban como locos? ¿Que te encontraron y estabas tomando sol? También me enteré de eso. Y de cuando se trepaban por el techo para escaparse.
Laila sonrió. Luciano tenía los mejores recuerdos con ella.
—Sé que tenés culpa por lo de tu hermana porque sé lo suficiente de vos como para pensar que te mueve la culpa, por más que no te conozca hace mucho y que no hayamos hablado casi nada.
—No sabés lo que pasó para que me sienta así —contestó ella. Le quedaba la mitad del café y eran casi las cuatro—. No tenés idea.
—¿Me querés contar?
Se tapó la cara con las manos. El reloj le recordaba que la noche no sería eterna, que moriría igual que ella y que la esperaba un llamado de atención. Que, posiblemente, Sol hubiera recibido uno por su causa.
—Depende. ¿Vas a decir alguna pelotudez? —Buscó en sus ojos la confirmación de que no mentía.
—Hoy no. Es una noche de mierda, Laila. No la volvamos peor.
Algo en su expresión le revolvía el estómago. Quiso acercarse, preguntarle si estaba bien. Pedirle que le cuente qué había pasado. Ser su amiga.
—Sol tuvo una especie de quiebre. El novio la dejó y, no me preguntes cómo, ella llegó a la conclusión de que tenía que empezar a divertirse más. —Tragó saliva. Mateo estaba pendiente de cada una de sus palabras—. Me pidió que le presente algún chico y me empezó a pedir ropa prestada. Al final le presenté a unos amigos de Lu. Mi vieja vio el cambio y me pidió que hablara con Sol, que le dijera que no tenía que dejar las cosas que le gustaban por cambiar por un tipo, que se iba a arrepentir... Cuando lo digo, suena a que tenía razón, pero las palabras que eligió... Parecía que quería que le dijera a Sol que yo me arrepentía de ser como soy. Que me arrepentía de no tener pareja estable y de otras cosas que no te voy a contar. ¿Sabés qué le contesté? ¿Sabés qué le dije a mi vieja?
Mateo sacudió la cabeza sin dejar de mirarla.
—Que Sol era grande, que sabía lo que hacía. Que tenía derecho a probar todo lo que quisiera. Que ella podía elegir. Después estuvo con alguien que no conocía por una noche porque yo la animé a que se acostara con alguien sin compromiso, y a la semana se metió con el tipo que la mató. Iba con la idea de pasar un buen rato y se enganchó, porque ella era de engancharse cuando le gustaba alguien, y yo ya no podía intervenir. Si decía que no se metiera con él, iba a ser como decir que me arrepentía. No sé cómo explicarlo y que se entienda a lo que me refiero...
—Te entiendo.
—... pero mi vieja convirtió toda la situación en un «que Sol no sea como Laila». En algún punto, Sol y yo creíamos que ella, como era la más consciente de las dos, no se iba a meter en cosas en las que yo me metí. Pensamos que iba a salir más fácil, que tenía mi experiencia de prueba, pero Sol era de engancharse y nunca veía los defectos de entrada. Siempre pensaba lo mejor, se ilusionaba y lloraba por gente que no valía la pena. Pensó que podía cambiar. Yo pensé que las dos podíamos cambiar.
—Sigue sin ser tu culpa.
—La dejé hacer lo que quería.
—Confiaste en ella. No es tu culpa, Laila.
—¿Vas a decir que es culpa de ella?
Mateo asintió, incapaz de pronunciarlo en voz alta, y Laila supo que nada había cambiado en él. Pensaba igual que días atrás y lo seguiría haciendo con el paso del tiempo.
—A veces no podemos salvar a la gente que nos importa —murmuró. Que se le quebrara la voz solo consiguió que Laila sintiera una opresión en el pecho—. Tu hermana, donde sea que esté, no te reclama que no la hayas salvado. Donde sea que esté, sabe que vos confiabas en ella y querías que le pasara lo mejor.
Terminaron el café. Los rodeaba una comodidad inquietante en el silencio que habían sembrado. No pensaban de la misma manera, pero ambos preferían la compañía del otro a estar solos y despiertos esa noche.
—¿Qué te pasó a vos? Esta tarde, digo. Cuando volvieron.
Mateo levantó las tazas y le dio la espalda mientras las llevaba a la pileta. Una parte de Laila creía que le sería más sencillo contestar así, sin mirarla.
—Apareció alguien que no quiero ver nunca más en la vida.
—¿Tan mal?
—No quiero hablar de eso.
Laila se apoyó en la mesada, a su lado. Miró cómo lavaba las tazas despacio, como si quisiera que el tiempo pasara más lento antes de llevarla a su casa, o como si sintiera vergüenza por no ser capaz de confiar en ella después de lo que Laila le había contado. No podía saberlo. Le molestaba no leerlo con la facilidad con la que él lo hacía con ella.
—Lucho nunca me habló de vos —confesó—. Supe que tenía un amigo que se llamaba Mateo porque Agustina me lo contó, pero nada más. No sé por qué te hablaba tanto de mí si a mí no me contaba nada de vos.
—¿No se te ocurre nada? —Cuando ella negó, le dio la respuesta—. Para que yo supiera que sos intocable porque sos como la hermana, y las hermanas de los amigos no se tocan.
—Pero Agustina...
—Sí, Lucho no cumple lo que predica, pero a mí me generó la idea de que con vos no se jode. Y pienso que, si te metías con lo peor que encontrabas, por ahí no te hablaba de mí para que no me quisieras conocer. Yo no te quería conocer con todo lo que escuchaba.
—Me ibas a buscar igual que ahora.
—Seguro. Pero no te voy a buscar de nuevo.
—¿Me lo prometés?
Mateo entrecerró los ojos. Parecía notar la ilusión en su voz, la necesidad de mantenerse a salvo de él. Cerró la canilla y se apoyó en la mesada también. Casi parecía que esquivaba mirarla.
—¿Qué querés, Laila?
Perderse. Cerrar los ojos y entregarse a la incertidumbre de saber que no era ella quien elegía su destino. Que el viento le partiera la cara y la velocidad le hiciera vibrar los pies. Dejar de sentir que le habían arrancado las manos y la sonrisa. Alguien que se quedara. Volver a confiar.
La voz de Mateo sonó profunda e inquietante en el silencio de la cocina.
—Está bien. Te lo prometo.
Necesitaba un cigarrillo. Miró su mochila, abandonada en una banqueta, cuando pensó que tendría que ir sola al balcón.
—¿Hace cuánto dejaste de fumar?
Mateo relajó los hombros con el cambio de tema.
—Dos años, casi tres.
—¿Cómo hiciste?
No contestó. Se acercó a la puerta de entrada y descolgó las llaves del auto. Se las mostró. Ahí, al resguardo de la luz de la cocina, Laila podía ver en lo transparente de su expresión que no era feliz.
—¿Te jode que esté acá?
—Me jode no saber manejar que estés acá cuando los dos dormimos como el culo.
Había buscado un descargo y que le sangraran las manos, y había conseguido un café y una promesa. En parte, sentía que le gustaba demasiado, que le iba a costar no buscarla si se veían todas las semanas, pero la distancia era el mejor resguardo para sus impulsos, para mantener su palabra. El quiebre era esperable; la caída, inminente.
Necesitaba mantenerse lejos de Mateo, del vacío de su mirada perdida y de la calma que sentía en su presencia.
Caminó más rápido de lo que deseaba. Podía parecer que estaba ofendida o enojada, cuando lo cierto era que entendía. ¿Cómo podía esperar que quisiera que se quedara y le hiciera compañía el resto de la noche si acababa de pedirle que no la buscara y el ánimo de cada uno les pedía a gritos que permanecieran cerca, cuidándose de un impulso que, para ella, era autodestructivo? ¿Cómo podía preguntarle qué generaba en él si parte de que no la buscara incluía que no le diera motivos para pensar en ella?
Se colgó la mochila de un hombro y se acercó a la puerta. No pensaba, no veía los ojos brillantes de Mateo, pendientes de ella desde la oscuridad. No lo miró cuando pasó frente a él. No mencionó que estaba lista para volver a su casa. De haberlo dicho, habría mentido.
Abrió la puerta, distraída. Mateó la cerró de golpe.
—Pará, no te vayas.
Laila contuvo el aire. Se dio vuelta para enfrentarlo.
—Casi me agarrás la mano, infeliz.
La prisa se había convertido en preocupación. Mateo no pensó antes de hablar. Se acercó a ella y le rozó la cara con la punta de los dedos, como si quisiera mantener su promesa y el impulso de tocarla fuera más fuerte que el de respirar.
—Perdón, fue sin querer. —Cerró los ojos. Laila veía la mitad de su cara en penumbra, la otra mitad reflejaba la luz tenue de la cocina. La sombra de sus pestañas le remarcaba las ojeras—. Perdón, Laila.
—No pasó nada. —No mentía. El susto había durado un instante.
Mateo abrió los ojos. ¿Cómo podía una mirada tan vacía como aquella contener una angustia así de profunda?
—Perdón. —Se le quebró la voz. Alejó las manos de ella, la dejó respirar.
Laila tenía un nudo en el pecho.
—Esto no es por la puerta, ¿no?
—No —susurró él.
Era insignificante, una partícula apenas visible que las pupilas de Mateo habían encontrado flotando en el vacío del abandono. No vivía, tampoco quería morir. Estaba sola, intentando no ahogar el recuerdo que otros tenían de ella. Sola, como él.
—Está bien.
—Laila...
—En serio, está bien.
Se pasó una mano por el pelo, frustrado, y le dio la espalda.
La había esperado descalzo por casi media hora. La había llevado a su casa como si le importara que ella estuviera bien. Le había confiado el secreto de un cigarrillo compartido.
Se preocupaba. La cuidaba. La hacía parte de su soledad.
Laila lo abrazó. Apoyó la frente en su espalda y se permitió respirar. Mateo se dio vuelta y enredó los dedos en su pelo para atraerla a él.
—No hay nada que esté bien —le susurró, y la voz de Mateo resonó en sus oídos.
Notaba cómo tragaba saliva, cómo le latía el corazón. Acomodó la cabeza sobre su hombro, le rozó el cuello con la punta de la nariz.
Sus vidas eran frágiles y estaban atadas a un mar que no respetaba ni sus tiempos ni su dolor. Sus miedos eran los pilares sobre los que habían construido todo lo que eran, lo que otras personas veían en ellos.
Lo único sólido de su existencia era el alma, y Laila condenó la suya cuando decidió tomar un sueño que no le correspondía.
Lo único sólido de su presente eran los brazos de Mateo, firmes a su alrededor.
Levantó la cabeza hacia él y buscó una confirmación en la oscuridad de su mirada antes de cerrar los ojos.
Mateo estaba ahí, tan real como la necesidad de perderse que compartían.
Todo lo demás era efímero.
¡Hola! ♥ Le di muchísimas vueltas a este capítulo porque tenía tantos caminos posibles que no me convencía ninguno, aunque todos terminaban igual. ¿Qué esperaban que pasara?
Capítulo dedicado a LadyAzulina porque supo que el quiebre era de Sol. Los capítulos que involucran los sueños de la chica que alteró el orden llevan una estructura diferente en el título y hacen referencia a aspectos y personajes diferentes: La pausa (de su tarea), El corte (de un sueño), El reflejo (de Laila), El quiebre (de Sol)... Y así.
¿Qué esperan del próximo capítulo? Me encanta saber cómo sienten la lectura y qué les va pareciendo. Por ahora, este es el más largo de la historia. ¿Les gustaría que el próximo fuera así o más corto?
Gracias por seguir acá. ♥
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