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18. El quiebre

La decisión que había tomado por la mañana le parecía lejana y ajena a la realidad que la acompañó a su casa aquella tarde. Lucía fue la primera en bajarse del auto y Mateo no dudó en ocupar el asiento del copiloto, dejándola sola y dándole la espalda. Tenía sentido si pensaba que su casa era la próxima parada, pero no hubo segundo del trayecto en el que no se preguntara si había sido necesaria la prisa con la que Mateo se alejó de ella, si había ignorado su mensaje a propósito, si Luciano le había dicho algo sobre dejarla en paz.

Apoyó la frente en el asiento delantero, consciente de que Luciano podía verla. No le alcanzaban las manos para sostener lo que se derrumbaba a su alrededor y, cada vez que intentaba ocuparse de algo, la situación la sobrepasaba. Alguien soñaba con ella. Jazmín no estaba cerca de liberarse. Mateo la evitaba como la peste. Lucía no la hacía parte del enjambre de miedos que debía ser su cabeza en ese momento. Graciela insistía en «limpiar» la pieza de Sol, su mamá delimitaba la línea que las separaba resaltándola en cada oportunidad. Su hermana la recibía cada noche más distante y alguien soñaba con ella.

¿Habría cambiado la actitud de Mateo hacia ella si Laila no le hubiera pedido a Luciano que interfiriera? ¿De verdad había actuado mal?

El teléfono vibró entre sus dedos. Nicolás acababa de avisar al grupo que Jazmín estaba en su casa.

Podía decir que era la persona más dispuesta a arriesgarse por los demás entre sus amigos, pero fue Mateo quien salvó la tarde, no ella. Laila no había sido capaz de reaccionar, no tuvo la velocidad de Lucía, no adivinó las intenciones de Mateo tan bien como Luciano. Su presencia en la cafetería esa tarde no marcó ninguna diferencia. Ella, su existencia, no marcaba ninguna diferencia.

Pararon frente a su casa. Se despidió en voz baja, sin dirigirse a nadie en particular, y abrió la puerta. Mercedes se sobresaltó al escucharla. Laila, con las llaves en una mano y el teléfono y la mochila en la otra, detalló la escena que acababa de interrumpir antes de encerrarse en su pieza.

Graciela estaba de pie junto al televisor, con los brazos cruzados. La miraba con la decepción brotando de cada poro, como si no bastara con un gesto para demostrar que Laila no dejaba de estar por debajo de sus expectativas. Mercedes, en cambio, se hallaba sentada en el sillón, abrazándose las piernas, y demostraba haber llorado. Si Sol hubiera estado ahí, habría corrido hacia su mamá, le habría preguntado qué pasaba y la habría abrazado con la devoción que la caracterizaba. Laila se limitó a cerrar la puerta despacio y esperó algunos segundos antes de hablar. Cuando lo hizo, se dirigió a su tía.

—¿Qué se supone que hice ahora, aparte de ser una mierda de hija?

—Laila...

—No, ma, algo hice. Que me conteste qué.

Graciela suspiró. Dio un paso hacia ella, conciliadora, con una máscara cubriendo su disgusto, y se dirigió a su sobrina con calma.

—Tu mamá y yo no pensamos que sos una mala hija, pero sí hablábamos de vos. De cómo toda esta situación te puede estar lastimando sin que lo veamos, y tratábamos de buscar una forma de ayudarte.

—No necesito que me ayuden.

—Laila, por favor...

—Entendemos que sos autosuficiente y que preferís estar sola, pero tu mamá y yo estamos preocupadas. —Dio otro paso en su dirección—. ¿Hay algo que quieras contarnos? ¿Algún cambio reciente en tu vida, además de lo de Solcito?

—No sé qué quieren saber.

—¿Hay algo de lo que nos tengamos que preocupar?

No pudo responder. Mantuvo la mirada fija en su tía, en el juicio que yacía en su pregunta, y evitó desviarla hacia Mercedes. Si descubría lo vulnerable que era ante las acusaciones de Graciela, no podría seguir sin involucrarse.

Creía que la solución a los malos sueños era ir a la cama con la mente relajada y mantener un día a día normal, sin emociones fuertes que pudieran acompañarla por las noches, pero toda precaución se iba por el inodoro si Graciela pensaba aprovechar cada oportunidad para ponerse en su contra sin importar cómo podía dañar a su propia hermana.

Laila nunca lastimaría a Sol.

—Vos tendrías que preocuparte por tus hijas y tratar de descubrir por qué será que están tan bien sin vos. Mi vieja se puede ocupar sola de lo que pase en esta casa, como hizo siempre.

—No mezcles las cosas, sabés que es un tema diferente y lo que nos importa ahora sos vos. Queremos encontrar la forma de ayudarte a vos.

—¿Ayudarme con qué? ¿Y cómo, si vos no sos capaz de ayudarte a vos misma con tus hijas?

Graciela se acercó más. Laila, que no había movido un músculo, guardó sus llaves en la mochila y se la colgó de un hombro.

—Basta —pronunció Mercedes en voz baja—. Me seca que discutan como si no fueran dos adultas que saben hablar con propiedad.

Graciela se encerró en la cocina, murmuró algo sobre la cena antes de desaparecer. Mercedes se incorporó despacio, con pesadez, y se acercó a su hija. Por primera vez en días, Laila se encontró con el dolor en la mirada de su mamá. Quiso decir algo para calmar su pena, pero Sol era la de las palabras justas. El consuelo había quedado en manos de la gemela equivocada.

—Lucho es un pibe de oro y las chicas te quieren un montón —le dijo en voz baja—. Si no querés hablar conmigo, cosa que entiendo y respeto, hablá con ellos. Lucho y Lucía fueron dos soles cuando más los necesitaste, no los pierdas ahora.

—Vengo de juntarme con ellos.

—Ya sé, por eso te lo digo. Si no soy yo, que sean ellos, pero confiá en alguien. No estés sola.

Laila tragó saliva. Entendía la molestia de Graciela, la incapacidad de reaccionar de Mercedes.

—¿Qué hace acá? Rompe más de lo que ayuda.

Mercedes sonrió. Fue una sonrisa triste, apagada, cargada de recuerdos que Laila podía enumerar.

—Es mi hermana. Perdí una hija. Ustedes dos son la única familia que me queda. —Laila separó los labios para corregirla, pero su mamá la interrumpió—. Andá a bañarte, te aviso cuando cenemos.

—No quiero cenar.

—Te llevo la comida a la pieza.

—No, no tengo hambre. —No era mentira. La incertidumbre sobre qué había hecho Martín desde que salió de la cafetería le había anudado el estómago.

Mercedes asintió, derrotada, y la dejó ir. Cuando estuvo sola, en la seguridad de su pieza, Laila tiró la mochila al suelo y se dejó caer sobre la cama.

No podía culpar a Abel cuando ella había aceptado las pastillas. ¿Cuándo las habían encontrado? ¿Cuánto tiempo le había llevado a su tía conseguirlas y guardarlas para usarlas en el momento justo? ¿Había sido un impulso? ¿Estaban esperando que saliera una tarde? No tenía sentido buscarlas, sabía que no estarían por ningún lado. Mercedes había sido transparente al mencionar a sus amigos.

Tenía miedo. Por Jazmín, por ella misma. No quería desviar la atención del grupo por sus inseguridades y tampoco deseaba poner sobre la mesa que acababan de ser testigos de lo que llevaba semanas anticipando. No, no iba a ser ella quien lo mencionara, pero tampoco sería Jazmín. Los chicos actuaban cuando era necesario, no hablarían del tema. Su única esperanza era Lucía, que se había bloqueado tanto como ella cuando vio a Martín.

Para ellas, el miedo era tangible, el peligro era real. ¿Cómo lo pondrían en palabras sin perder el poco apoyo que acababan de conseguir?

Estaba sola. Cada uno de sus amigos cercanos tenía un problema del cual ocuparse y Laila era incapaz de acercarse a pedir algo de lástima. Había decidido involucrarse en el sueño, pero tenía miedo de hacerlo en su día a día. Cada vez veía con más claridad la línea que separaba sus realidades.

Mateo sabía lo que representaba la presencia de Martín en la cafetería. Sabía cómo responder, cómo reaccionar. Sabía tomar las decisiones rápidas que se necesitaban en un momento de crisis. Aun así, no le había dado la razón cuando ella advirtió que era una amenaza, aunque demostrara estar preparado. Mateo sabía que ella tenía razón y se había metido con Sol para demostrar lo contrario.

Abrió el cajón de su escritorio, buscó abajo de su almohada y del colchón. Revisó la funda de su guitarra, sin saber cuál había sido el último lugar donde guardó las pastillas de Abel. Se había propuesto cambiarlas seguido de ubicación para no encontrarlas tan rápido cuando sintiera la tentación, pero en ese momento, mientras buscaba con la ansiedad de una abstemia, no estaba segura de si las había escondido lo bastante bien de sí misma o si se las habían sacado.

Dejó de buscar. Se sacó la ropa con la que había salido y se miró al espejo. El delineado estaba impecable, ajeno a la tarde que le había pasado por encima. Notaba que había bajado de peso y que el cigarrillo le seguía arruinando la piel. Se rodeó la cintura con los brazos y se clavó los dedos fríos en los costados. Era consciente de cuánto necesitaba aprender a quererse cada vez que se encontraba sola y perdida, semidesnuda frente a un espejo.

Su mamá había encontrado las pastillas. Mateo la había lastimado a propósito al mencionar a Sol. Ninguno de sus amigos, conscientes de la situación, la había defendido. Lucía no merecía cargar con ella cuando estaba en uno de los pocos momentos en los que necesitaba ocuparse de sí misma. Estaba sola, no tenía hambre y había bajado de peso.

Apagó la luz sin dejar de mirar su reflejo perdido. Por más que se mintiera y dijera que no era la Laila de siempre, la única verdad era que no conseguía recordar cuándo la Laila de siempre se había sentido bien. Esa era ella, con el miedo en los poros y los pies a un paso de consumirse. La Laila de siempre era la que Graciela detestaba, la que había hecho llorar a Mercedes en un hospital.

Dio un paso atrás y prendió la luz que tenía en la cabecera de su cama. La luz tenue trazó los bordes de su cuerpo. Laila buscó un cigarrillo y lo prendió.

¿Qué de ella había atraído los sueños de esa chica en primer lugar? ¿Qué de ella atraía cada sueño? Sol le había dado una pista, pero su hermana mantenía un silencio irrompible, a juego con los secretos que bañaban el mar. ¿Debía preguntarle? Después de todo, ¿quién era ella para exigir saber los secretos de la muerte?

Laila era al mar lo que una gota en un huracán, y su miedo era un suspiro en el vacío. Nadie lo veía, nadie sentía que estaba ahí.

Apagó el cigarrillo en el marco de la ventana y se acostó. Era demasiado temprano para dormir y no tenía noticias de sus amigos, pero una parte de ella deseaba no tenerlas. Estaba sola en un cuarto sin luz y nadie la buscaba. Se sentía egoísta solo por desearlo. Cerró los ojos con fuerza. La caja con la ropa de Sol seguía ahí. ¿Podía decirle lo que Graciela pensaba hacer con sus cosas? ¿Le importaría tanto como a ella?

Quería llorar. Necesitaba llorar. Los segundos pasaban sin que su teléfono sonara y el abrigo de sus colchas no era suficiente para cubrirla de la soledad que la envolvía. La soledad que ella había buscado. No podía molestarle que nadie le escribiera si ella tampoco se había preocupado por saber cómo estaban los demás después del golpe que habían recibido aquella tarde. No podía enojarse si Mateo la ignoraba después de haber pedido que la dejara de buscar.

No podía sentir en su pecho el vacío que la inundaba si ella misma había sacado todo lo que podía llenarla.

Al final de la noche, merecía estar sola.

—¿Laila?

No supo en qué momento había llegado al mar. La voz de su hermana temblaba como sus propios labios y Laila se encontró rodeada por la vastedad que invadía cada noche cuando abrió los ojos. Tenía que abrazarla. Necesitaba tocarla en algún momento, sentir que era real. En momentos como ese se sentía manipulada por la muerte, pero ella había decidido caer y caería otras mil veces con tal de ver a Sol cada noche, de no perderla como la habían perdido todos en su mundo.

—Tenemos que hablar —pronunció despacio.

Sol parecía haber esperado la propuesta desde su primera noche juntas. Se sentó a los pies de su hermana y esperó.

Laila no recordaba cuándo fue la última vez que entró al mar sin notar la transición. Miró a su alrededor, cansada de encontrar cada noche el mismo escenario, la misma quietud, la misma promesa. La unión de Laila al alma de su hermana no era un regalo; era una condena.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—Sé más específica.

—¿Cuánto tiempo tengo con vos? ¿Cuánto falta para que esto se termine?

Sol tardó algunos segundos en contestar. Cuando lo hizo, su voz fue un susurro que obligó a Laila a acercarse a ella.

—El gemelo que se va primero es el que tiene más dificultad para dejar el mundo de los vivos. Parte de tu tarea acá es que yo esté lista para dejar esta parte del mar.

—Nunca fuimos a un sueño donde aparecieras.

—Porque yo elijo en qué sueños aparecer. Y voy a elegir cuando esté lista.

—Todavía no.

—No, todavía no.

Que Sol decidiera cuándo sería el momento de despedirse le produjo cierto alivio. No dependía del mar.

—¿Hay algo que no me estés contando a propósito?

El silencio entre las hermanas fue una brisa gélida que no necesitaba confirmación. Duró algunos segundos, los justos para que Laila supiera que Sol no iba a contestar y que no era el momento de pedir explicaciones. Nada vivía a su alrededor y bajo la superficie se contaban más almas de las que Laila podía imaginar. La muerte tenía todo el tiempo del mundo para darles una respuesta. Laila, en cambio, solo tenía minutos para oírla.

Sol levantó el dedo capaz de romper la superficie.

—Ya no me sorprende lo rápido que te encuentra —murmuró—. En tu mundo también debe pasar algo de lo que no estoy enterada.

Hundió la uña en el mar antes de que Laila pudiera defenderse del ataque. Lo que ella ocultara de su entorno no era relevante para Sol como sí lo era si ella escondía limitaciones de su acuerdo con la muerte.

Laila inhaló despacio y profundo, con las palabras de Abel repitiéndose en su mente. Era su último intento si no quería ser descubierta. Detalló cómo Sol se llevaba a la boca el hilo de agua que correspondía al alma de la chica y cerró los ojos. Cuando los abrió, estaban en el bar.

Sol se acercó a ella despacio, sin llamar la atención de la chica.

—¿Tenés idea de quién puede soñar con esto?

Laila negó en silencio.

—¿Te animás a quedarte cerca de donde choca? Si tenemos suerte, por ahí vemos...

—Ni en pedo.

—Una de las dos lo tiene que hacer.

La molestia se revolvía en su interior. No «tenían» que hacer nada. Su hermana pretendía resolver el sueño esa noche para que no hubiera un cuarto intento y no era capaz de darle sus motivos.

—¿Y de la nada querés que me quede al lado de una moto que se hace mierda como si no hubieras muerto así?

Era la primera vez que lo decía. Los ojos de Sol se llenaron de lágrimas.

—¿Preferís que vaya yo sabiendo que morí así?

La entendía. Podía identificar cuándo su hermana apelaba a su arista protectora y buscaba que Laila asumiera un riesgo en su lugar, pero esa vez no podía ceder. Si se mantenía firme, podía conseguir que Sol revelara por qué era importante terminar el sueño esa noche y una barrera menos las separaría. Si no se dejaba convencer, podía acercarse a la verdad.

Laila señaló a su versión del sueño, que comenzaba a hacerse visible.

—Me voy a quedar ahí. Si la persona del sueño quiere que yo vea algo, lo voy a ver desde esa mesa. Vos hacé lo que se te cante.

Había una súplica en la mirada de su hermana y un destello de miedo que a Laila, de haberlo contemplado con más calma, le habría producido auténtico terror. El motor no tardó en hacerse oír. Laila le dio la espalda para acercarse a su reflejo. Sol se acercó a la calle.

No podía mirar el choque. Sabía que era su última oportunidad y no podía cortar el sueño por la intensidad de sus emociones, por lo que apoyó los codos sobre la mesa y se centró en la otra Laila, la que era hermosa en su autocontrol.

—¿Quién me sueña así? —le preguntó en voz baja.

Su otra versión la miró a los ojos.

Su corazón anticipó el impacto saltando un latido. Laila alcanzó a ver a Sol, congelada al lado de un árbol, al otro lado de la calle. Alternaba la mirada entre ella y la moto, y la furia que se asomaba a su expresión siempre tranquila hizo que a Laila se le erizara la piel.

Cuando volvieron al mar, Sol emitió un grito de frustración. Dejó ir a la chica y se tapó la cara con las manos, derrotada.

—¿Por qué siempre hacés lo mismo? ¿Por qué? —sollozó, más para ella que para su hermana.

Laila se acercó, se arrodilló frente a ella.

—¿Qué hice? Si no me decís...

Sol separó sus dedos para verla. Laila no recordaba haberla visto así de enojada.

—Te dije que no la toques.

—No la toqué.

—¡Le hablaste! ¡Y te miró! Interferiste en el sueño, Laila. Te dije que no podemos hacer eso, te dije que iba a salir mal.

—¿Y qué pasa si sale mal hoy? Probamos de nuevo mañana y listo.

—¡No podemos! No podemos probar mañana, ¿no entendés?

Laila se alejó de ella sin bajar la mirada. También estaba molesta.

—No, no entiendo por qué tenemos un límite de tres sueños antes de que el mar se dé cuenta. Y no lo entiendo porque no sos capaz de explicarme nada.

—¿Cómo sabés que son tres?

El miedo en su voz impacientó a Laila. Era verdad. Abel no le mentía.

—¿Te pensás que es fácil no poder hablar con nadie del mar? Sos la única persona con la que puedo hablar y me escondés todo, hasta lo que necesito saber para no cagarla como ahora. Pero no, no me decís nada y después me reclamás como si yo hubiera sabido todo desde el principio.

—Ahora resulta que no sabías... —murmuró. Estaba agotada—. ¿Sabés qué? Andate. Dejemos esta noche acá.

Laila dejó caer los hombros despacio. Se arrodilló frente a su hermana.

—¿Estás bien?

Sol señaló el cielo, las nubes que las envolvían y las llevaban a cada sueño que atraían.

—Eso me mató, Laila. Eso me mató y lo tuve que ver de nuevo. Tres veces. Y vos tenés algo que ver, porque aparecés en el sueño. Por vos existe ese sueño y sos vos la que lo arruina y hace que tengamos que volver a vivirlo. Andate.

Laila quiso hablar, pero no había verdad más grande que la que Sol acababa de apuntar. No sabía cómo despertarse. Pensó en Roma, en cómo esa noche no había dormido con ella, y se encontró escuchando los sonidos de su pieza, buscando un ronroneo. Mientras su cuerpo volvía a responder, el enojo crecía en su interior.

Sol había escondido hasta el último minuto que tenían limitaciones que podían afectar sus encuentros en el mar y la había responsabilizado por un sueño al que ella también había decidido entrar. No podía cargar con más culpa desde su muerte, no le entraba en el cuerpo. No dimensionaba cuánto le pesaba acompañarla cada noche porque Sol era hermética con sus sentimientos, a diferencia de la Sol que había vivido con ella durante más de veinte años.

Eran más de las dos de la madrugada y no tenía ningún mensaje de sus amigos. Ni siquiera había mensajes en el grupo después del aviso de Nicolás. Podía imaginar que habían resuelto lo importante en privado, sin hacerla parte, o que cada uno había seguido con su día como si nada.

Se levantó y prendió la luz. Las pastillas tenían que estar en algún lado. Abrió todos sus cajones de ropa, el cajón de la mesa de luz, revisó en cada uno de sus borcegos. Abrió la puerta despacio y fue al baño. Las luces de la casa estaban apagadas. Seguía con el delineado intacto. Se lo sacó con un algodón y apenas consiguió difuminarle los bordes. Se dio una ducha rápida con agua fría y volvió a la pieza temblando.

Sol había dejado que arruinara un sueño. Era casi como alejarla de ella sin saber si estaba lista y después de haberle pedido que se quedara. Los mensajes contradictorios de su hermana le daban miedo. No saber cuáles eran los castigos por incumplir le daba miedo. Sol le daba miedo.

Buscó la conversación con Abel y descubrió que sus dedos no coordinaban para escribir un mensaje.

—El tercero salió mal. Se dio cuenta de que sé cosas que ella no me cuenta. Nos enojamos las dos y no sé qué va a pasar mañana.

Envió el audio y esperó. Abel llevaba horas sin conectarse, lo más probable era que estuviera dormido. Lo mismo con Luciano. Lucía igual. Mateo estaba despierto.

Él también le mentía. Se acercaba a ella para probar que a Laila le gustaba y no quedarse con el rechazo de la noche que se conocieron. Le discutía sobre Jazmín cuando él también veía el peligro y quedaba como el único capaz de reaccionar cuando la verdad les explotaba en la cara. Ella era una exagerada; él, quien sabía actuar en el momento justo. Mateo había usado a Sol para probar un punto en el que, en el fondo, no creía.

La había lastimado por ganar una discusión a pesar de estar de su mismo lado.

Laila
Dónde estás?

El mensaje se marcó como leído en el instante en que llegó.

Mateo
En el departamento

Laila
Solo?

Mateo
Lucho duerme, estoy solo

Laila
Esperame abajo

Se vistió tan rápido como pudo. Buscó su remera de Sapphire Fire en la caja y se la puso. No se peinó, no se terminó de sacar el maquillaje. No se miró en el espejo antes de salir. Llevó su mochila y un abrigo para ponerse en el camino mientras buscaba la parada de taxis más cercana. Cuando tomó uno y pudo sentarse, notó que llevaba cuadras clavándose las uñas en las palmas.

Tenía miedo y el miedo la enfurecía. Y había una sola persona capaz de convertir esa furia en violencia y ayudarla a explotar. 

¡Hola! ♥ Dedicatoria del próximo capítulo para quien sepa de quién es el quiebre al que se refiere el título de este. Y, créanme, quieren esa dedicatoria.

La escena que sigue es una de mis mayores motivaciones para escribir esta historia. ¿Qué esperan que pase? ¿Se van a agarrar a piñas (golpes) o POR FIN van a sentarse a hablar? Consideren que no llegamos al primer tercio de la historia todavía.

Capítulo dedicado a 2007RAGM porque me encanta ver que llega gente nueva y que se anima a comentar. Gracias por mostrarte. ♥

Subo esta actualización algo rápido porque tengo un fin de semana complicado y tiene que ser ahora o en una semana, y ya demasiado me demoré. Los próximos dos capítulos se están cocinando y espero que terminen siendo tan hermosos como los diálogos que llevo, que si algo amo son los capítulos de crisis y estos dos van camino a romperse. ♥ 

Gracias por seguir acá, no me maten por la demora. Los siguientes llegan en menos. ♥

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