12. El secreto tras un pedido
Luciano llevaba minutos sin hablar. El blues melancólico que sonaba en el estéreo los acompañaba discreto, suave, matizando la noche. Laila, recostada contra el asiento del copiloto, no dejaba de mirar a su amigo en silencio. Le notó los ojos enrojecidos desde que la saludó, antes de que abriera la puerta siquiera, pero no podía preguntarle qué había pasado. No si él no sacaba el tema primero.
Lo vio suspirar. El auto olía a perfume y estaba recién lavado. Las alfombras estaban aspiradas y todo parecía indicar que Luciano había dedicado la tarde a limpiar. Con más razón necesitaba saber por qué estaba así, de dónde nacía la angustia que lo atravesaba, pero se mantuvo callada, igual que él. Un suspiro podía ser la puerta a una conversación que ninguno de los dos tenía ánimos para mantener. Menos de un minuto después llegaron a la casa de Nicolás. Laila apretó las tiras de la mochila que llevaba en la falda, pensando en las pastillas que Abel le había dado.
El efecto que tenían las pastillas en ella le resultaba intrigante. No tomó una la misma noche que las recibió, pero las mantuvo cerca. A pesar de que no había cedido a la tentación de probar siquiera una, estaban ahí, al alcance de una noche de insomnio, a una mano y un mal sueño de distancia.
Estaban donde ella podía buscarlas si las necesitaba, pero todavía las podía rechazar. Tenía el poder de rechazarlas.
—Si te querés ir temprano, me avisás —le advirtió Luciano. Media cuadra estaba ocupada con las motos de los amigos de Nicolás—. Se va a poner hasta el culo de gente.
Laila buscó la moto de Mateo en la fila. La podía reconocer incluso con la poca luz de la calle, a pesar de que estaba atrás de un árbol y en plena oscuridad. No dejaba de pensar en cómo el destino la había alejado de esa moto en el momento justo y se preguntó cómo sería capaz de usarla todos los días después de la muerte de Sol si la hubiera comprado cuando tuvo la oportunidad.
Luciano estacionó el auto. Laila bajó en cuanto reconoció a Lucía entre las personas que se saludaban en el jardín. Llevaba dos vasos cargados, uno para ella.
—Campari recién servido para las que no manejamos hoy. —Señaló a Luciano con un dedo—. Vos tomá lo que quieras, pero no voy a ser yo la que te lo sirva.
Laila disfrutó la molestia de Luciano como no había disfrutado ninguna interacción en días. Se sentía diferente desde el encuentro con Abel. Apenas se escribían, pero el saber que estaba ahí, a un mensaje de distancia, le daba la seguridad que había perdido. Había un mundo en el mar y un mundo en el que vivía, y Laila viajaba entre los dos. Abel también. Su transición entre realidades no era irreal si alguien más estaba ahí, compartiendo la experiencia.
No podía verlo, pero Abel estaba. Era todo lo que Laila necesitaba de él.
Los cumpleaños de Nicolás solían ser la reunión preferida de Laila porque siempre conocía gente nueva. Había salido con tres de sus amigos y tenía suerte de haber quedado en buenos términos con todos. Uno era Ignacio, el bajista de la banda, que la saludó con un guiño amistoso en cuanto la vio entrar. Otro era un compañero de clases de Nicolás y Laila solo lo recordaba como «el que diseñó el primer logo de la imprenta», y no solía ir a cumpleaños. El tercero no le sacó los ojos de encima desde que cruzó la puerta hasta que encontró su mirada, y la saludó levantando el vaso de fernet.
—A veces me olvido de que acá también conocés gente —le dijo Lucía al oído.
—Que me los haya comido no quiere decir que los conozca.
Vio de reojo que Luciano sonrió con su respuesta. Era la primera sonrisa de verdad que le veía en la noche y se sentía tan fuera de lugar en su cara cansada que Laila entendió que su amigo necesitaba ese cumpleaños más que nadie. Le apretó el brazo con fuerza mientras lo guiaba al escándalo de instrumentos, donde era seguro que estaba Nicolás.
El cumpleañero tenía los ojos brillantes por el alcohol y los labios cansados de tanto reír. En cuanto los vio, se mordió el labio inferior y se acercó a Lucía, decidido. Le rozó un brazo con el dorso de los dedos y le habló a centímetros de distancia. Laila, igual que su amiga, contuvo el aire.
—¿En qué momento te cambiaste? —preguntó Nicolás, ignorando a los recién llegados.
—No me cambié. —Lucía no había retrocedido, pero tenía su mano libre lista para poner distancia entre los dos.
—¿O sea que todo el día estuviste así de linda?
Luciano le tocó un hombro para llamar su atención y saludarlo, y Lucía aprovechó el momento para retroceder. En cuanto Laila felicitó al dueño de casa, Lucía cedió su vaso a Luciano con un «me rindo» que nadie más alcanzó a escuchar.
—¿Y el campari? —preguntó Laila en cuanto se alejaron de la euforia de Nicolás.
—Nada de campari, voy a estar a agua y café toda la noche. Cómo me enferma que haga esto, siempre empieza a tomar antes en los cumpleaños.
Laila la guio a la cocina, donde había dos chicas reponiendo la heladera. Las conocía de vista, aunque no recordaba sus nombres.
—¿Y qué pasa si toma? —preguntó en voz baja.
—Que yo no puedo tomar.
Los movimientos de las chicas eran más lentos, más automáticos. Laila se acercó más a su amiga para que ninguna escuchara que hablaban de Nicolás. Podían no conocer a todos los que estaban en esa casa, pero, por regla, tenían que conocer al cumpleañero.
—Explicate mejor o guardate la queja. Si no entiendo qué pasa, no te puedo dar la razón.
Lucía dejó salir un suspiro de frustración. Abrió la puerta que daba al patio oscuro, sin ninguna luz, y se sentó en el marco. Laila la imitó. Se le ocurrió que la noche era demasiado fría para festejar afuera, pero un espacio tan grande como aquel era perfecto para distraerse del caos de gente que había en el resto de la casa.
—Si los dos nos ponemos en pedo, se nos va todo a la mierda —explicó Lucía en un susurro—. Si uno toma, el otro se tiene que mantener sobrio. Y me jode que esté así porque soy yo la que tiene que decir que no. ¿Sabés lo feo que es decirle que no a alguien en su propio cumpleaños cuando sabés que no sos un capricho y que es el mejor tipo que vas a conocer?
—No entiendo por qué le decís que no.
—Porque soy una rencorosa del orto. —Agarró el vaso de Laila y tomó la mitad en segundos—. No quiero que se vaya todo a la mierda. Te juro que no quiero.
Laila le quitó el vaso y lo dejó en el piso. La envolvió despacio con sus brazos y le dio un beso suave en la sien. Lucía temblaba. Se preguntó si alguna vez llegaría a sentirse así, consumida por el miedo, con la posibilidad de tener la mejor experiencia de su vida a una decisión de distancia. Se preguntó si su amiga entendía que Nicolás había llegado a sus vidas para quedarse y si era consciente de lo que significaba que siguiera ahí, con ellas.
Sol no estaba. Luciano apenas le hablaba de sus problemas. Jazmín no había ido esa noche. Se preguntó cuántas personas podían irse antes de que ella colapsara y agradeció que Nicolás no fuera una de ellas.
¿Dónde estaba el límite entre la independencia y la soledad?
—Sos más cagona que rencorosa, pero ¿sabés qué? Así y todo, te quiero.
«Igual que Nico», quiso agregar, pero se frenó a tiempo. Lucía, con la mirada perdida, había dejado de prestarle atención.
—Lucho no tiene buena pinta, Jaz no está y Nico no tendría que lidiar con esto hoy.
—¿Con lo de ustedes?
Lucía sacudió la cabeza y señaló un punto en la oscuridad que reinaba en el patio.
—Quedo yo y te juro que no quiero otra noche como la última. Si van a discutir, evitalo. Ni se te ocurra hacer que quiera entrar en razón porque hoy no va a pasar. Y no hay nadie con ánimo para meterse en el medio.
Laila entrecerró los ojos para ver en la penumbra y distinguió un brillo entre las sombras. Cuando sacó el teléfono y la luz de la pantalla le iluminó la cara, Laila lo vio. Él no parecía haberlas notado.
—Vino con un ánimo de mierda, así que no va a estar dócil. Depende de vos, igual que cuidar lo que pase con Nico depende de mí. Si no nos ocupamos, estos imbéciles rompen todo.
—Todo no, Lu. Nos rompen a nosotras.
Lucía dejó caer la cabeza contra la pared. Parecía cansada de una fiesta que acababa de empezar. Cuando se levantó con la excusa de ir al baño, Laila cerró la puerta de la cocina y caminó a ciegas hasta donde estaba Mateo. Él la iluminó con la linterna de su teléfono para indicarle el camino. No se saludaron, no parecían saber cómo dirigirse la palabra. Laila rompió el hielo después de considerar que, si se había acercado, tenía que ser la primera en hablar.
—¿Volvés con Lucho y conmigo? Porque anda decaído, capaz que nos vayamos más temprano. Te quería avisar.
Mateo no contestó. Se limitó a mirarla, con el pelo negro perdiéndose en la noche y los ojos tan oscuros como el mar con el que Laila soñaba. Con el peligro de una respuesta demoledora en los labios y la molestia en el brillo de los ojos. Si lo pensaba demasiado, cada vez que se acercaba a él veía la amenaza de un vacío demasiado profundo incluso para ella, que navegaba con la muerte todos los días.
Abel podía estar en el mar, entrar a sueños desgarradores y contar los días que faltaban para que perdiera del todo a su hermano, pero era Mateo el que daba la impresión de convivir con esa pena. Era Mateo el que parecía demasiado perdido para ese mundo.
Cuando habló, Laila supo que llevaba más tiempo en silencio del que parecía.
—Jorge le hizo una escena de celos porque me hizo un favor. Hace días que está así.
No lo había notado, en parte porque no se habían visto y Luciano era bueno para aparentar. Laila asintió como si hubiera recibido la respuesta que esperaba y le dio la espalda, dispuesta a buscar a Lucía o a alguien que le hiciera olvidar cómo de necesitada se percibía la voz de Mateo, pero no esperaba escuchar cómo la angustia de esa voz se concentraba en una única palabra capaz de anclarla al piso y hacerla dudar de alejarse. Un nombre. El suyo.
—Laila.
Frenó antes de dar un paso. El corazón le latía tan fuerte que lo notaba en los oídos, en el pecho, en la punta de los dedos. Sentía que, si tragaba saliva, el ruido la iba a delatar también y, si bien no iba a discutir, tampoco quería hacerle creer que estaba nerviosa en su presencia. Laila no se había acercado a Mateo para perder una batalla que no pensaba pelear.
—Vine en moto —siguió en cuanto supo que ella lo escuchaba—. Mejor si Lucho se queda, que tome un poco y se distraiga. Nico tiene colchones de más para que se quede a dormir. Si vos te querés ir antes, avisame y te llevo. Vamos en auto si estás más cómoda.
Intentó contenerse. Bloqueó la salida de sus palabras en cuanto las pensó, pero no fue lo bastante rápida para evitar que la provocación saliera de sus labios.
—¿Es tu forma de pedir perdón por haber sido un pelotudo?
Mateo se paró y dio un paso hacia ella. La luz del teléfono se apagó. Estaban tan cerca que Laila podía ver un reflejo perdido de la noche en sus ojos.
—Hoy no, Laila.
No era la primera vez que se sentía al margen de lo que pasaba a su alrededor, pero sí notaba que la sensación visceral de ser ajena a lo importante se repetía con determinada consistencia durante las últimas semanas. Sus amigos no la hacían parte de sus problemas porque ella acababa de pasar por uno peor, lo que derivaba en que no podía distraerse siendo el consuelo de la gente que le importaba. Ni siquiera era un consuelo para sí misma. En ese instante, mientras Mateo la abandonaba para perderse en el bullicio, Laila supo que acababa de arruinar la quietud en la que se había escondido hasta su llegada. Supo que, si Mateo prefería obligarse a ser parte de la fiesta cuando había encontrado un espacio donde nadie lo molestaba, era porque ella había arruinado aquella paz. Su preocupación, fuera de la naturaleza que fuera, estaba más allá de las discusiones con Laila y de los problemas de sus amigos.
El peso de Mateo esa noche era más profundo, Laila lo podía sentir.
—Mateo, pará. Tenés razón, sí me quiero ir.
—Recién llegás.
—Vos también te querés ir a la mierda.
Se acercó a ella de nuevo.
—¿Desde cuándo me hacés favores?
Pensó que Luciano podía necesitarla para desahogarse cuando empezara a mezclar fernet con el campari, o que Lucía podía necesitar que la rescatara de un avance de Nicolás si permanecía cerca de él por demasiado tiempo. Se preguntó si su presencia importaba, si podía marcar una diferencia y conseguir que alguno de sus amigos agradeciera que ella hubiera ido, y lo único que llegaba a su mente era que Luciano no le hablaría por miedo al «te dije que iba a pasar», que Lucía la evitaría por no querer escuchar un «no sé por qué son tan cagones y no hablan», y agradeció que Jazmín no estuviera, o sería el blanco de sus quejas. Imaginaba que, de haber ido, Jazmín habría tenido la palabra justa para cada situación y sus amigos habrían terminado entre lágrimas por mezclar alcohol y corazones rotos. Jazmín tenía ese poder, Laila no tenía ninguno.
—Dejá, me pido un taxi —murmuró cansada mientras lo rodeaba para entrar a la casa. Ella tampoco quería discutir.
Mateo estiró un brazo para agarrarla de la muñeca y alcanzó a atrapar los dedos de Laila en su palma. Cuando ella giró hacia él, Mateo le rozó el borde de la mandíbula y sostuvo la cara de Laila a centímetros de la suya con una firmeza que no esperaba. Tomó aire despacio, consciente de que estaban demasiado cerca y de que él no estaba bien.
—Te llevo. En serio no me jode.
La miraba directo a los ojos. Deseó preguntarle por qué tenía que decírselo así, con el aliento rozándole los labios y el frío de la noche obligándolos a acercarse, pero sus palabras ya no respondían ante ella.
—¿Lucho te lo pidió?
—Yo te lo estoy pidiendo.
Se permitió cerrar los ojos a pesar de la inquietud que le generaba el tener sus dedos atrapados en la mano de Mateo. Podía preguntarle si también pensaba salir con alguien y si tenía un segundo casco pensado para otra chica, o si días después iba a descubrir que le había mentido para ocuparse de ella sin que sus amigos se tuvieran que hacer cargo del problema. Supo que no confiaba en que él le dijera la verdad y que en ningún momento habían avanzado, que seguía siendo el mismo que ella había conocido en esa casa, semanas atrás, en la cocina que estaba a pocos pasos de ellos.
—Pedime perdón —murmuró. Abrió los ojos a tiempo para notar su mirada confundida—. Pedime perdón por haber sido un hijo de puta el otro día. Y, ya que estamos, por todas las veces que fuiste un pelotudo.
—¿Querés que te pida perdón para estar más tranquila o que de verdad me arrepienta?
Laila se soltó del agarre de Mateo, pero él la atrajo despacio, con la suavidad justa para que ella pudiera zafarse sin demasiado esfuerzo.
—Hay tres cosas que no estás viendo —le dijo, y Laila sintió que estaban más cerca que antes—. Primero, sigo pensando igual y no pienso cambiar de opinión. Segundo, sí me arrepiento de haberlo dicho y de haberlo usado como excusa para explotar en un momento de mierda. Tercero, no te voy a pedir perdón.
—¿No pensás que me lo merezco?
—No, es al revés. No me tenés que perdonar, Laila. Tenés que mantener esa bronca y usarla cada vez que yo haga las cosas mal, como ahora. —Cerró los ojos, apoyó su frente contra la de ella. Laila contuvo la respiración—. Lo único que me frena es que me odies.
Ella alejó la cabeza lo suficiente para enfocar su expresión. No había notado las ojeras ni el cansancio de sus párpados, no se había detenido en lo consumido que se veía.
—¿Cuánto tomaste?
—Nada.
—En serio, ¿cuánto tomaste?
Era la segunda sonrisa que arrancaba en la noche y se sentía un triunfo. Mateo la soltó y le hizo una seña para que entraran.
—Nunca tomo, salvo cuando estoy en casa y sé que no voy a salir. Y tomo birra, nada más. No me es tan fácil volver a tomar como antes.
La brisa le heló el cuello en cuanto Mateo se alejó. Había perdido el momento y tenía una última pregunta enredada en la lengua, inquieta. Caminó a dos pasos de él, en silencio, y cruzaron la casa saludando lo mínimo indispensable. Una vez en el jardín, Mateo le acercó un casco.
—Si te querés ir, te llevo. Si te querés quedar, me voy a dar una vuelta y vuelvo más tarde.
Laila dudó. No se trataba de la promesa, sino del peligro. Tampoco era el subirse a una moto con alguien que ni siquiera miraba los límites de velocidad, sino el escalofrío que le generó esa única frase que prometía acompañarla por días.
«Lo único que me frena es que me odies».
No le había ofrecido dar un paseo con él.
—Si te querés ir antes, avisame y vuelvo —le dijo antes de poner en marcha la moto.
Laila se adelantó antes de pensarlo de nuevo y le puso una mano en el hombro para que no se fuera. Se subió despacio, consciente de que esa vez no iba a parecer inexperta, y dejó que Mateo le guiara las manos para meterlas en los bolsillos de su campera. Apoyó la cabeza en su espalda firme y cerró los ojos. Intentó no pensar en cómo sus dedos bordeaban el abdomen de Mateo ni en cómo él le acarició una rodilla, distraído, antes de encontrar la calle.
Laila empezaba a tejer sus realidades en un entramado que no parecía imposible de mantener y Mateo no era esa noche el que ella conocía. Era un amigo vulnerable y perdido, igual que los demás, cada uno a su manera. Era un alma ahogándose sin encontrar la superficie. Era el dolor de perderse, de no ser capaz de mantener aquello en lo que creía, y la necesidad de pedir ayuda antes de olvidarse de sí mismo.
«Lo único que me frena es que me odies».
Le había contado su secreto para que ella pudiera mantenerlo cuando él no era capaz de responder, y esa noche, mientras se perdían en la oscuridad de una calle desierta, Laila supo que no era ella quien confiaba a ciegas.
Era Mateo quien, con los ojos cerrados, se había encomendado a ella.
Hola. ♥
¿Opiniones sobre el capítulo?
¿Lucía y Nicolás? ¿Sabían que ellos van a tener su propia historia?
¿Laila y Mateo?
Les dejo esta ilustración bellísima que hizo Gabianni de la escena final de este capítulo. ¿No son hermosos? ♥
Capítulo dedicado a lunnhael, que le dio mucho amor a esta historia y me entusiasmó con sus comentarios. ♥
Este capítulo salió más largo de lo normal, así que espero que les guste. No tenía cómo cortarlo, era imposible de dividir.
Gracias por seguir acá. ♥
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro