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10. El corte

El mar bramó con un quejido que se repitió en su corazón, lento y agonizante. El agua, antes calma, comenzó a agitarse ansiosa frente a su presencia. Laila tragó saliva sin perder de vista el hilo que se sostenía a la mano de su hermana y que las había encontrado gracias a ella, y esperó.

Sol acercó las manos cerradas a sus labios y cerró los ojos. La mandíbula le temblaba mientras susurraba y Laila pudo entender lo que decía; le pedía que fuera el último sueño y que las dejara seguir con su tarea. Las palabras salían entrecortadas de su boca, a diferencia de cada intercambio que Sol mantenía con las almas que tomaba del mar. Esta era diferente. No tenía sentido negarlo.

—¿Va a dejar de buscarnos si se lo pedís? —preguntó Laila en voz baja.

Sol suspiró, resignada.

—Fue más para mí que para ella. No entiende si no le hablo en la lengua del mar.

A pesar de que lo imaginaba, aquello no lo hacía más lógico. Deseó poder tocar a su hermana para contagiarle su fuerza, la que solo aparecía cuando estaban juntas, y asegurarle que estarían bien. Que podían con un último sueño. Que lo habían prometido. Sin embargo, la figura que le pedía perdón con la mirada le pertenecía al mar y ella no podría tocarla nunca. Verla y escucharla era todo lo que tendría.

Sol acercó el hilo de agua a sus labios y Laila desvió la mirada. El bote se mecía con el movimiento del mar y parecía estar pendiente de sus emociones, de sus mentiras. Le costaba imaginar que el mar escogiera los sueños en función de ella y de sus noches porque implicaría aceptar que era su responsabilidad ir a la cama en el mejor estado posible. Laila tenía el poder de arruinar los pocos momentos que compartía con Sol y su mundo diurno, el que la esperaba fuera del mar, tenía el poder de arruinar cada visita y crear un abismo en el metro y medio que las separaba dentro del bote.

—Es el último —murmuró Sol—. Dice que este es el último y no nos va a volver a buscar.

—¿Le creés?

—Me lo prometió. Dice que este sueño es el único que le importa.

Conocía el sentimiento; conservar ese vínculo era su única prioridad. Se preguntó si Sol insistiría con la intensidad de aquella chica para hablar con ella si no fueran gemelas, si no hubieran tenido la oportunidad de ser ambas el lazo que unía el mar de los muertos con el sueño de los vivos. Se preguntó si su hermana buscaría hablarle con la desesperación del alma que en ese momento encerraba entre sus dedos.

—Las dos tenemos una idea de lo que le pasó —sugirió Sol en voz baja—. Está bien que yo prefiera mirar para otro lado porque tengo miedo de lo que pueda pasar si descubren que no estamos siguiendo el orden natural de los sueños, pero vos no sos así. —Cuando Laila separó los labios para discutir, su hermana continuó—: Vos sos la que se arriesga a proteger al resto, la que se puso del lado de Mili y Juli aunque el resto de la familia dijera que eran unas irresponsables y maleducadas. La versión de la tía era más fácil de creer, pero la de ellas implicaba tomar un bando y justificar las decisiones de mierda que tomaron.

—Reconocer que alguien hizo algo porque estaba mal no es justificarlo, es entender el contexto. Es darte cuenta de que no tenía cómo resolver la situación de otra forma, por muy mal que haya actuado.

—Lo decís porque lo viviste, yo no podría. Nunca la pasé mal, Laila, siempre te tuve a vos. Siempre tuve el apoyo de todos.

Aun así, la había descuidado cuando más la necesitó y la culpa le quemaba la garganta.

—No es tan fácil —murmuró con la voz rota.

—Nos pide un último sueño. Vos decidís.

—¿Por qué yo?

—Porque nunca tenés miedo.

La determinación brillaba en los ojos de su hermana y, aun así, parecía que pedía su autorización para tomar el sueño. Laila miró a su alrededor. Las montañas que se veían negras a la distancia estaban a una eternidad de ellas y el mar no se veía amenazante, no las acechaba. La calma en las nubes grises la instó a respirar profundo por primera vez en la noche. Podían hacerlo. Si era la última vez, podían cumplir ese deseo. Asintió con los ojos cerrados y Sol no esperó otra señal para permitir que el cielo cayera sobre ellas. De una forma u otra, ambas sabían que era lo correcto.

Las recibió una calle fría y desierta, con el asfalto mojado y las luces de la calle reflejadas en el suelo. Había música, sonaba ahogada a su alrededor, sin ningún origen aparente, y Laila sentía que la conocía. Los edificios eran borrosos, apenas distinguibles en la poca definición del sueño, pero las risas de fondo sugerían una reunión. Estaban frente a una pared blanca que se vuelve nítida con rapidez, como si la persona que dominara esa realidad se acercara volando hacia ellas.

—¿Dónde estamos? —Desconocía el miedo que se leía en su voz. 

Sol giró la cabeza para reconocer el lugar. Las manchas verdes comenzaban a tomar la forma de árboles, las líneas irregulares eran rejas con diseños que ahora podía identificar. Las sombras a su alrededor lucían cada vez más como personas sin rostro ni vida y las risas se apagaban a medida que el rugido de un motor brotaba de cada rincón y repercutía en su pecho.

—En una esquina —contestó Sol, de pronto interesada en el entorno—. En un bar. No sé si es uno que conozcamos.

La chica se alejó de ellas, buscando la calle. Sus pasos rápidos acompañaban la velocidad con la que el escenario tomaba definición y Laila alcanzó a distinguir que el motor aceleraba antes de apoyarse contra una pared.

—No puedo —murmuró.

Sol giró hacia ella y buscó su mirada con preocupación. En sus ojos se leía una pregunta que ninguna de las dos se animaba a poner en palabras.

—No es un sueño —le dijo en voz baja, esperando que nadie más que su hermana la escuchara—. Es una pesadilla.

«Es mi pesadilla», quiso agregar.

La noche lluviosa, la moto incontrolable, un bar disponible. Un descuido, una aceleración.

Laila tragó saliva y dio cuatro pasos lejos de su hermana.

Su pesadilla era su promesa. Veía la ironía en el hecho de que ella hubiera atraído ese sueño y que en un escenario incompleto ya se hubieran reunido los elementos que la encadenaban a Sol, al vestigio que eran sus cenizas y a una realidad en la que el mar no había aparecido.

La chica miraba la calle con ilusión. La esperanza le atravesaba la piel con tal intensidad que Laila sintió el ácido en su garganta una vez más. Había renunciado a soñar mientras navegara, pero estaba segura de que, si aún pudiera hacerlo, se vería sola en la oscuridad, con el sonido de la lluvia y un motor acercándose sin alcanzarla.

—No puedo —dijo, y esta vez la escucharon.

—Un minuto, nada más —pidió la chica. Los ojos le brillaban por el miedo y la emoción, y Laila sintió cómo la culpa le revolvía el estómago—. Por favor, es un minuto.

Sol quiso hablar, pero Laila se inclinó hacia delante con la aparición de la primera arcada. Se sostuvo los mechones de cabello que se le pegaban a la piel por la humedad y se arrodilló en la vereda mojada ante la mirada de sus acompañantes. En sus oídos, su respiración agitada tomó el lugar del motor que se acercaba y Laila se oyó sollozar por una bocanada de aire fresco. El reflejo de las luces en la calle, que continuaba siendo una mancha ante sus ojos, ahora brillaba nítido y amenazante. Estaba ahí. Quien fuera que controlara ese sueño había llegado.

El ácido abandonó su esófago y acabó en su boca. Laila intentó tragar, pero el asco que sentía le impedía retener el líquido en su interior. ¿Era el miedo? ¿Era la amenaza de perderla? El mar se manifestaba en su cuerpo con un control que ella desconocía que pudiera tener y bastó un segundo, incluso menos, para que separara los labios y expulsara las gotas que tanto malestar le causaban.

«No puedo», pensó, y cerró los ojos en el instante en que el rugido del motor lo cubrió todo, incluso su temor.

Las nubes se arremolinaron con una prisa que Laila jamás había visto en sueños y la pusieron a salvo de la escena, de la llegada inevitable. A salvo de enfrentar los elementos de su pesadilla. Por momentos deseaba soñar y no ser solo una espectadora en ilusiones ajenas, pero era el precio que debía pagar para ver a Sol cada noche. No había sueño que le perteneciera, no era dueña de sus imaginaciones nocturnas. 

Su mundo desde que cerraba los ojos hasta que se despertaba paralizada en la madrugada era propiedad de un mar atestado de muerte y anhelos rotos. Laila también le pertenecía y, contrario a lo que Sol imaginaba, tenía miedo todas las noches.

Hola. ♥

¿Piensan que Laila va a enfrentar su pesadilla completa?

Si estuvieran en su lugar, ¿arriesgarían la oportunidad de ver a Sol cada noche por ayudar a un alma que no conocen?

Este capítulo va dedicado a AnG-YnY por sus comentarios y lo bien que entendió el ánimo de Laila durante estos últimos capítulos. Me encanta que hayas llegado acá. ♥

El mar donde sueñan los que mueren llegó a sus primeras diez mil lecturas y necesito agradecerles por haber decidido que valía la pena darle una oportunidad. Son lo más. ♥

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