7. Una estudiante de resaca
Caminó a paso tranquilo para no llamar la atención, a pesar de la ansiedad que la devoraba. Llegó a la estación de madrugada y consultó los horarios en el tablero digital, alegrándose de no haber sucumbido a la tentación de adquirir un smartphone con el que, estaba segura, la habrían localizado con facilidad mucho antes. El tren no pasaría hasta el amanecer, así que revisó las normas para asegurarse de que Bull podía entrar con ella, pagó los billetes en efectivo y esperaron juntos en un rincón durante horas la llegada del transporte que les llevaría a Atenas.
El nerviosismo remitió por fin. Continuaba oteando a ambos lados de cuando en cuando para comprobar que nadie la miraba demasiado, pero, al igual que la primera vez que había segado una vida, tras la descarga de adrenalina y la angustia le sobrevino una calma siniestra, casi inhumana.
Sabía que no había tenido alternativa. No volvería a la casilla de salida por una maldita casualidad. Quizá no pudiera impedir que le arrebatasen todo lo que había conseguido construir con tanto esfuerzo, pero conservaría la libertad y la vida, aunque para ello tuviese que esconderse en el mismísimo infierno.
Se había planteado alquilar un coche para salir más rápido de Patras, pero lo descartó al advertir que tendría que reservarlo con una tarjeta de crédito. Quemar una identidad solo por las prisas era imprudente y no evitaría que la policía la parase en un control rutinario y la delatase a aquellos tipejos. El transporte público era lo sensato, bien camuflada y fingiendo normalidad.
Con la mirada perdida en el infinito, acarició el lomo de Bull mientras él bebía agua del plato que le había colocado delante. Qué efímeros habían sido los meses de paz en los que poco a poco había aprendido a relajarse lo suficiente como para mantener una conversación con otros seres humanos sin temer que se aprovechasen de ella. Había sido tan bueno sentirse parte de la normalidad en su pequeño apartamento para los dos, tener un trabajo honrado, tratar con personas corrientes en vez de malhechores en busca de documentos con los que eludir a la justicia... salir con sus compañeros, visitar museos, escuchar música en la cama, estudiar para cuando, por fin, pudiese matricularse en la universidad y dejar atrás para siempre su pasado criminal ...
Pero todo eso se había terminado y comenzaba una etapa nueva. Lo primero era encontrar el pueblo y después ya vería cómo ganarse la vida allí, suponiendo que fuese de verdad un buen lugar para quedarse, como había dicho la tal...
—Joder, Bull, ojalá no tuviésemos que irnos así... pero te prometo que estarás bien. Esperemos que la chica fuese sincera...
Cerró los ojos unos segundos con la cara oculta en el largo y suave pelaje del can, como si ese gesto pudiese sustraerla a una realidad tan obstinada como inclemente. Shaina. La chica se llamaba Shaina. Lo había anotado en el papel con esa caligrafía medio ininteligible y curiosamente infantil -tan similar a la suya- justo bajo el nombre del pueblo, el cual había rodeado y subrayado varias veces hasta casi tacharlo.
Cuando el tren llegó, ya había memorizado el itinerario a fuerza de repetirlo en su mente e incluso había tenido tiempo de volver a buscar infructuosamente la ubicación del sitio en el plano que presidía una de las paredes de la estación. Abrazada a su perro en el único vagón que permitía transportar animales, la fugitiva elevó una plegaria al universo en favor de la existencia de Rodorio, sin demasiada confianza. Ni ella misma entendía qué narices hacía rumbo a un poblacho que seguro sería un agujero de mala muerte en busca del "santuario perdido" como una Indiana Jones de saldo, pero era la única opción que parecía viable y la exploraría hasta el final.
El vehículo estaba bastante lleno; al fin y al cabo, era viernes por la mañana y algunas personas viajaban para pasar todo el fin de semana en Atenas. Encontró un hueco libre frente a dos ancianas parlanchinas que llevaban un gato en un transportín y que la miraron de hito en hito con desconfianza primero y condescendencia después: las ondas desordenadas que dejaba asomar la capucha estirada sobre el cabello y las grandes gafas de sol que le cubrían parcialmente el rostro hicieron que la catalogasen, sin duda, de una estudiante resacosa de visita a la casa familiar, lo cual no les impidió proseguir con su coloquio e incluso invitarla a participar de cuando en cuando, obteniendo tan solo medias sonrisas y una mano que señalaba la garganta para indicar afonía. Con la cabeza apoyada en el cristal, la joven dejó que su vista vagase por el anodino paisaje; pasó el trayecto contando minuto a minuto las eternas tres horas que la separaban de la capital y acariciando al pachorriento Bull, que parecía tener todo lo necesario para ser feliz reposando la gigantesca cabeza sobre las rodillas de su compañera humana.
Tras casi dos años sin pisar Atenas, hasta el aire le parecía diferente allí, impregnado de una malsana hostilidad que la asqueaba, pero aguantó el tipo y buscó rápidamente los horarios de trenes a la aldea que Shaina le había anotado: de los dos que salían al día, el matinal se había marchado media hora antes, así que tendría que esperar al de la noche para continuar el viaje. Consideró la posibilidad de tomar un taxi hasta la aldea, pero la paranoia se impuso de nuevo: ¿y si el conductor tenía vínculos con la banda y la reconocía? Hacía años de su encontronazo con Keelan, pero lo sucedido dejaba claro que la condena que se cernía sobre ella seguía vigente y cualquiera podría ser un espía.
Resignada a pasar el día en la ciudad, dejó el equipaje en una consigna cuya llave se guardó en el bolsillo más seguro, salió de la estación y buscó un establecimiento donde sentarse con Bull a tomar el primer café del día mientras hojeaba el periódico con un desinterés totalmente fingido. Por suerte, todavía no había nada ni en la sección de sucesos ni en la televisión sobre un acuchillamiento mortal en Patras y pudo apurar el desayuno sin sobresaltos.
Dejó que las horas transcurriesen buscando siempre las zonas más concurridas, por las cuales paseó con el aire despreocupado de cualquier turista hasta que llegó el momento de tomar el tren. Aprovechó para comprar algo de comida a mejor precio que en la estación, se dio una capa de maquillaje para tratar de disimular los crecientes hematomas y recuperó su equipaje en la consigna, rodeada por la vorágine de pasajeros que la convertía en una hormiga más.
Ocupó su lugar junto a la ventana y obsequió al perro con algunas chucherías, aunque en realidad no era necesario: estaba tan tranquilo como si fuesen de excursión a un campamento infantil. Suspiró y se ajustó la capucha y las mangas, arrebujándose en el asiento en una pose más propia de enero que del crudo calor estival. Una hora. Una hora y pico era el lapso que la separaba de la siguiente aldea, y desde allí otro tanto a pie. Miró sus zapatillas deportivas: estaban gastadas y sucias, pero aguantarían, y Bull había descansado lo suficiente durante el día para acompañarla sin fatigarse ni agobiarse. En la mochila que llevaba al hombro, una linterna y una brújula la ayudarían a orientarse.
La aldea en la que descenderían estaba mal comunicada salvo por aquel transporte y carecía de atractivos turísticos; podría servirle de escondite si no estuviese tan cerca de la capital. Quizá fuese una opción plausible si el pueblo de Shaina resultaba ser una fabulación, se dijo, intentando no rendirse al sueño.
El traqueteo del tren jugaba en su contra; era su segunda noche en vela y comenzaba a necesitar un descanso, pero se resistió poniendo la música al máximo en el viejo walkman y repasando por millonésima vez las instrucciones para llegar. Cuando por fin divisó la aldea a lo lejos, tomó aire para infundirse valor, recogió su bolsa y bajó del vagón con Bull, que parecía entender a la perfección la situación y no se le despegaba, atento y vigilante.
Revisó el papel en un gesto totalmente innecesario dibujando cada palabra con los labios y se puso en marcha en dirección al bosque tras verificar la brújula, seguida por el perro. Caminó y caminó adentrándose en la arboleda -cuya humedad ambiental le hizo agradecer la cálida sudadera- y maldiciendo la ingenuidad que le había hecho seguir los consejos de una borracha cada vez que creía haberse perdido.
En vez de una hora, como había calculado Shaina, tardó cerca de tres en completar el trayecto, y para colmo, al llegar al punto indicado no vio aldea alguna por más que oteó a su alrededor: ni casas, ni farolas, ni un mísero cartel al estilo de las películas del oeste que rezase "Rodorio, 18 habitantes". Nada.
Nada de nada, joder.
—Vale, amigo, existe una remota posibilidad de que la hayamos cagado fiándonos de esa italiana —murmuró con una caricia en la cabeza del animal, que la miró con su habitual serenidad.
Se recostó en un árbol y miró la luna unos segundos con las lágrimas asomándosele a los ojos. El jueves por la noche su vida era normal y anodina, tal como a ella le gustaba, y ahora, veinticuatro horas después, se hallaba en mitad de la nada más absoluta, desorientada y renegando de su mala suerte. Era injusto, era muy injusto.
La saliva se negaba a pasar garganta abajo, pero forzó el gesto llevándose una mano al cuello mientras se recomponía. Cuando volvió a hablar, su tono era firme y contenido:
—Bull, esto es una mierda, en eso estamos de acuerdo, pero hasta ahora siempre hemos salido adelante... ¿por qué iba a ser diferente esta vez? —dijo a media voz— Venga, sigamos buscando, como mínimo tenemos que dar con un lugar donde dormir y te juro que no pienso tardar tres horas en encontrar una cama, así que no volveremos por donde vinimos... además, tampoco estoy segura de saber desandar todo el camino, si te digo la verdad...
Deambularon durante cuarenta minutos más; tenía la nariz y las manos frías y los pies fatigados, pero no se rindió ni dejó de sonreír amistosamente al animal, que husmeaba cada pulgada del terreno disfrutando de los hallazgos de olores y sonidos nuevos para él. El desaliento iba apoderándose de ella poco a poco y su mente se llenaba de visiones pesimistas en las cuales era capturada y torturada con saña, a pesar de lo cual siguió caminando como si el movimiento fuese la única posibilidad.
Creía que todo estaba perdido y que tendría que esconderse en alguna isla, cuando de repente, lo divisó a lo lejos, conteniendo un suspiro de asombro: una sucesión de extrañas edificaciones, borrosas y apenas perceptibles, situadas a lo largo de un monte en cuya cima una tenue luz brillaba como un faro, reconfortante y utópica a la vez.
—Chico, dime que tú también ves eso... —pidió a su amigo con la mirada fija en aquellas construcciones que le costaba distinguir y que, sin embargo, estaba segura, se encontraban allí— Porque si ya estoy en la fase de ver espejismos, nos vamos a la mierda...
No esperó respuesta ni apartó los ojos: con la misma determinación que si estuviese hipnotizada, reanudó la marcha dispuesta a alcanzar lo que quiera que fuesen esas aparentes ruinas que acababan de convertirse en su único objetivo.
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