5. ¿Tienes nombre, pajarito?
Las jornadas de trabajo se alargaban hasta bien entrada la noche siempre que la boutique recibía mercancía, lo cual sucedía sin falta cada dos jueves para alimentar el ansia de novedades de la clientela de cara al fin de semana. La mayor parte de los empleados intentaba evitar aquellos momentos -aunque la empresa pagaba con generosidad las horas extraordinarias- pero algunos, más necesitados de dinero o menos apegados a la vida social, se ofrecían voluntarios para cubrir esos turnos, considerados los peores.
Había que retirar el producto no vendido, empaquetarlo y etiquetarlo para devolverlo a los almacenes centrales, descargar los camiones, abrir cada bala y clasificar las prendas para ubicarlas en su área correspondiente, desnudar los maniquíes, vestirlos de nuevo, decorar los escaparates con arreglo a la campaña de la quincena y redactar un inventario exhaustivo antes de pensar siquiera en barrer y apagar las luces, y aun así la chica taciturna de cabello oscuro y ojos verdes trabajaba con la eficiencia y seriedad de un autómata hasta que la encargada le daba permiso para marcharse.
Aunque llevaba en la empresa desde primeros de año, le costaba abrirse a los demás. Sus compañeros la trataban con afabilidad y la incluían en algunos planes, pero ella confraternizaba poco y no solía hablar de sí misma. Sabían su nombre, su edad y que compartía su vida con un perro, pero más allá de eso, la chica era un misterio. Utilizaba las pausas para leer cualquier cosa que cayese en sus manos o para estudiar inglés con un manual sacado de la biblioteca, tan sobado que parecía a punto de desintegrarse, y solo en los últimos meses había comenzado a comprar de cuando en cuando un café en la máquina expendedora de la sala de descanso para sentarse a charlar con los otros. En aquellas escasas ocasiones resultaba una compañía agradable, buena conversadora y oyente curiosa, pero por lo general prefería quedarse en un rincón, como si la interacción humana le resultase una incógnita indescifrable o, incluso, un peligro.
Era cerca de medianoche cuando, por fin, el chirrido metálico del cierre anunció a los trabajadores que ya eran libres, lo cual celebraron despidiéndose ruidosamente en la puerta del local organizados en dos pequeños grupos: por un lado, los que iban a beber algo antes de volver a casa y por otro los que se retirarían en transporte público. La joven sombría formaba parte de los segundos: cuatro chicas y un chico, de los cuales solo tres tomaron un autobús a las afueras.
Ella se bajó en último lugar, casi al final de la línea, y echó a andar con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. Las viviendas escaseaban en aquella zona, que había escogido precisamente por su distancia al bullicio del centro. La calle estaba deshabitada y apenas un puñado de farolas se obstinaban en intentar arrojar un poco de luz sobre los contornos difusos de los edificios; la luna menguante, próxima a desaparecer, tampoco ayudaba a crear un ambiente acogedor. Pese al calor de la noche de agosto, el cabello suelto, revuelto y denso le caía sobre el rostro como una capucha. Se diría que iba absorta en sus problemas, pero no era cierto: registraba cada detalle a su alrededor con la precisión de una cámara y gracias a ese hábito logró esquivar al hombre que salía de un taxi y que a punto estuvo de golpearla con la portezuela sin pretenderlo.
—Disculpe, señorita —se excusó él mientras el vehículo se alejaba, dirigiéndole una amplia sonrisa.
—No se preocupe —murmuró ella sin aminorar el paso.
El individuo escrutó sin pudor a la joven -que continuaba caminando con aire indiferente- desde la frente hasta las zapatillas deportivas, como decidiendo cuánta atención merecía.
—Espere, ¿la conozco?
Ella ignoró la pregunta y él se vio obligado a dar unas cuantas zancadas para alcanzarla y detenerla tomándola del codo.
—¿La... conozco? —insistió.
La chica levantó los ojos apenas un instante, se soltó con un movimiento desabrido y retomó su camino sin responder, incrementando el ritmo hasta convertirlo en un trote. Sin embargo, él ya tenía la certeza que necesitaba y lo confirmó a su espalda en voz alta:
—¡Mierda, yo te he visto antes...¡
Ella volvió a acelerar, pero enseguida le tuvo frente a frente bloqueándole el avance con su cuerpo y una mano apoyada en la pared. Utilizándose a sí mismo como referencia, calculó que su interlocutora mediría unos treinta centímetros menos que él, en torno al metro sesenta, y que no pesaría más de cincuenta y cinco kilos. Apenas un pajarillo en apariencia, pero peligrosa si de verdad era quien aparentaba.
—Te recuerdo perfectamente, eres la puta chalada que mató al hijo de mi jefe, ¿verdad?
No obtuvo más respuesta que un intento de esquivarle que él abortó volviendo a interponerse con aire amenazante.
—No vas a ningún sitio hasta que hablemos un rato tú y yo, chica —le advirtió.
El rostro femenino se contrajo en un gesto de angustia y miedo que arrancó al hombre otra sonrisa: la del cazador que se topa de modo inesperado con una presa valiosa y se divierte jugando con ella. Era evidente que el pánico la dominaba y le impedía reaccionar; quizá incluso se orinase encima si la presionaba un poco más, pero las órdenes en su caso siempre habían sido claras: devolverla con vida y lo más entera posible, así que no podía excederse, por mucho que esa fragilidad física excitase su deseo de herirla. Por el momento, se limitó a sujetarla por las muñecas, presionando hasta sentir el latido de la sangre, violento y rápido, bajo la pálida piel surcada de cicatrices.
—Esto te lo hizo él, ¿verdad? Tenía la costumbre de estampar su firma sobre sus putitas... Dime, pajarito... ¿tienes nombre? —la apremió en un susurro.
Ella miró a ambos lados con los labios entreabiertos en una petición muda de auxilio, pero no había nadie para socorrerla. Por un segundo, él temió que alertase a los vecinos a gritos; sin embargo, nada de eso sucedió: se mantuvo silenciosa dejándose asir, con los ojos implorantes, los codos pegados al cuerpo y un jadeo ahogado en la garganta, y no se movió hasta que trató de arrastrarla hacia una zona más oscura. Fue entonces cuando reaccionó elevando y abriendo hacia los lados los brazos para liberarse del agarre, con tal brusquedad que logró zafarse momentáneamente de su captor.
—"Pajarito" está bien, a menos que prefieras "la puta del cuchillo" —murmuró mientras extraía un arma blanca de algún punto de su pantalón.
El hombre dio un paso atrás, sorprendido al constatar que no huía de él. Al reconocerla, no había imaginado que fuese armada; se había limitado a alegrarse de su suerte al encontrarse por casualidad con la tipa más odiada por su jefe, lo cual le haría acreedor a una buena recompensa. No obstante, ella honraba su apodo y parecía dispuesta a presentar batalla aunque la voz y el pulso le temblasen.
—¿Llevas un puto cuchillo encima, zorra chalada?
—Una chica sola, una calle oscura... puro sentido común.
Él sonrió con una mueca llena de cinismo.
—Entonces, ¿no corres a buscar refugio, pajarito?
—¿Y llevarte hasta mi casa? ¿De verdad me crees tan necia?
—Ya veo que no lo eres... Qué lástima que la inteligencia no vaya a servirte de mucho...
Extendió la mano para agarrarla y ella lanzó el brazo a su vez para atacar con el cuchillo, pero la esquivó y logró apresar en el puño un buen mechón de cabello con un tirón brutal.
La oyó gruñir de dolor y volvió a sonreír; sí, se ganaría la gratificación y se daría el gusto de romperle la cara a aquella niñata respondona. O eso pensaba mientras forcejeaban hasta que notó que dejaba caer su peso corporal, como muerta, en busca del ángulo adecuado para lanzarle un puñetazo directo a la entrepierna que le hizo encogerse y soltarla. Todavía estaba lidiando con la desagradable sensación cuando sintió un tajo en la mandíbula y, entonces, cegado por la ira, la abofeteó con tanta fuerza que un chorro de sangre salió despedido de la boca de la joven dibujando un reguero sobre el suelo. Trastabillando, ella retrocedió un par de pasos, se llevó la mano derecha a la mejilla, escupió una masa rojiza y se abalanzó contra él enarbolando la afilada hoja de su arma, veinte centímetros de acero que le hundió en el vientre con un movimiento de rosca para maximizar el daño.
—Contente, sé que siempre me quisieron viva... —se jactó con una mueca horrible que en otro momento habría podido pasar por una sonrisa al tiempo que le arrojaba contra el suelo de una patada en el estómago.
—Todo en su justa medida, deja que me divierta un poco... —replicó él.
La desequilibró sujetándola por el tobillo y rodó sobre ella con cierta torpeza debido al punzante dolor de la mandíbula, que requería una sutura rápida. La atrapó entre su cuerpo y la calzada y le propinó un cabezazo en la frente para evitar romperle el tabique nasal: no quería devolverla al jefe demasiado estropeada.
Ahora sí, veía el terror absoluto en sus diáfanos ojos verdes, la certeza de que su vida como prófuga acababa de terminar gracias a él. Un par de gotas de sangre cayeron desde su herida hasta el rostro de la chica, marcándola como su presa. No pudo evitar volver a sonreír mientras ella ladeaba la cabeza con asco, mareada y casi inconsciente, y hasta se permitió la licencia de besarle el mentón para despedirse con socarronería, dejando un rastro rojizo en su piel.
Se preparaba para noquearla de un último puñetazo cuando se dio cuenta, tarde, de que la había subestimado. Un rugido de agonía se abrió paso en su garganta y el apoyo de su palma en la acera adoquinada perdió firmeza, haciendo que su brazo se tambalease. Dispuesta a sobrevivir a toda costa, ella había aprovechado su distracción para extraer del bolsillo derecho un segundo cuchillo que le hundió en el cuello de lado a lado al tiempo que le clavaba el de la mano izquierda en el costado una y otra vez, sin pronunciar una sola palabra.
—Zo... zorra de mierda —alcanzó a insultarla en un grotesco gorgoteo casi ininteligible.
Ella se removió para zafarse respirando con dificultad:
—Yo no... no quería esto —murmuraba como una oración sin dejar de llorar ni de apuñalarle, a horcajadas sobre él—, pero no puedo dejar que me entregues...
—No escaparás, te encontraremos...
—Miserable...
—Ya estás muerta, idiota...
El hombre musitó el augurio ahogándose en su último estertor antes de que ella se levantase oteando a su alrededor para asegurarse de que nadie les observaba. En silencio, se estiró la ropa, guardó las armas ensangrentadas y echó a correr dejando tras de sí un cadáver que ya no percibiría recompensa alguna por la "puta del cuchillo".
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