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2. Reguetón no, por favor


Cuando despertó, Marin ya se había duchado y se estaba recogiendo el pelo en una coleta alta. Sujetaba el mango del peine entre los labios y la miraba sonriendo, tan serena como si nada hubiese sucedido.

—Espabílate, que el avión sale en dos horas y todavía hay que desayunar —dijo acercándose y besándole la mejilla.

Olía, como siempre, a una mezcla peculiar e inconfundible: dentífrico, champú y una crema facial a base de arroz que se preparaba ella misma con un toque de vainilla y talco que la llevaba de vuelta a los días antiguos, cuando convivían en la zona de aspirantes. Marin siempre fue la más digna y seria de las niñas que competían por una armadura; a diferencia de Shaina, cuyo mal humor la hizo merecedora de innumerables apodos, ella jamás perdía la compostura ni demostraba emociones. Incluso cuando se despojaban de las máscaras, la italiana era la única que había llegado a verla reír a carcajadas o enfadarse, pero nunca quejarse de la dureza de sus entrenamientos. En la intimidad, Marin era una conversadora sagaz e incansable, demostraba curiosidad por mil temas diferentes y resultaba incluso vulnerable y tierna, pero la imagen que proyectaba era la de una devota incondicional que no cuestionaba las órdenes.

—Venga, que tengo hambre... —insistió la japonesa al tiempo que anudaba los cordones de sus zapatillas con precisión de ingeniera.

Shaina se levantó de mala gana, se dio una ducha rápida y recogió su ropa y el resto de enseres. En apenas veinte minutos estaba lista para dar por amortizada su estancia en Finlandia, deseosa de despedirse del frío del norte de Europa. Marzo estaba terminando y el clima de Helsinki era francamente hostil para una napolitana enamorada de la luz y el calor; no entendía cómo había gente que disfrutaba entre vientos helados, nieves casi perpetuas y narices goteando moco a todas horas, pero por suerte enseguida se encontrarían de vuelta en Grecia, donde la primavera comenzaba de modo mucho más clemente.

—Solo es viernes. ¿Y si nos quedamos por ahí hasta el lunes? No nos esperan antes... —preguntó cuando se sentaron a la mesa en el comedor del hotel con sendos platos llenos de viandas.

La sugerencia arrancó una sonrisa a su compañera, que negó con la cabeza mientras masticaba a dos carrillos.

—No lo sé, Shai; Aioria quería que fuésemos mañana a un concierto...

—Ya, bueno, pero tienes toda la vida para hacer cosas con él. En cambio, ¿cuántas ocasiones surgen para perdernos las dos solas sin que el trabajo nos reclame? —insistió, zalamera.

—Bueno, supongo que tienes razón. Pero nos comportaremos, ¿vale? Sin fiestas salvajes y sin llamar la atención.

—Que sí, bobita. Solo sofá, informativos y sexo.

Aprovecharon el vuelo para ultimar sus planes y acordaron escaparse a Patras, donde ambas serían anónimas. Una vez allí, localizaron un hotel en el que dejar las maletas y pasaron la tarde entre paseos y compras como dos turistas corrientes.

Al anochecer regresaron a la habitación cargadas con algunas bolsas entre las cuales no faltaba un regalo para el dichoso Aioria -una camisa azul marino que, según Marin, resaltaría el color de sus ojos y que Shaina fantaseaba con perder misteriosamente antes de volver a Rodorio- y la cena, consistente en dos hamburguesas gigantescas y una tarrina de helado de pistacho, el favorito de la italiana.

—Oye, ¿y si salimos un rato? —dijo Marin al terminar, estirada en su lado del sofá con los pies sobre el regazo de su compañera.

La aludida levantó la cabeza del envase de helado que estaba limpiando a conciencia con dedos y lengua y sonrió sin poder evitarlo.

—¿Dónde está mi amiga, la que decía que nada de fiestas?

—Bueno, no hay problema en bailar un rato... Tampoco es que vayamos a cerrar todos los bares de Patras.

—Pero sin tequila, que te pones muy tontita.

—Eh, no seas así... —repuso Marin con las mejillas rojas de vergüenza: no podía negar que su escasa tolerancia al alcohol le jugaba malas pasadas de cuando en cuando— Te prometo que será una salida tranquila... cuando estamos en Rodorio echo mucho de menos tener alguna distracción.

—Siempre nos quedará la taberna de Giorgos... —aventuró Shaina.

—La taberna de Giorgos da asco, huele fatal y creo que podríamos contagiarnos de quince tipos de herpes solo por beber en uno de sus vasos.

Shaina vaciló un instante; Marin tenía razón en que pronto estarían de regreso en el pueblo, sumergidas en sus vidas casi monacales, y podían transcurrir meses hasta su siguiente misión juntas.

—Bueno, vamos —accedió por fin—; ¿has traído algún vestido bonito?

—¿Tú qué crees? —preguntó la japonesa, levantándose de un salto y sonriendo como si acabasen de regalarle un boleto de lotería premiado— Siempre llevo un poco de todo en la maleta, por si acaso.

Salieron a la calle poco después tomadas de la mano y caminaron sin rumbo hasta un local cuya fachada gustó a Marin.

—Joder, Marin, ¿vamos a entrar aquí? Que están poniendo reguetón... —se quejó Shaina.

—¿Y eso qué más da? ¡Cualquier cosa es buena para bailar y además está lleno de gente! ¡Si no es por la música, será porque sirven buenas copas!

Tirándole de ambas manos, consiguió meter a su compañera en el pub y miró a su alrededor con satisfacción: el sitio no era demasiado grande, pero se hallaba densamente poblado por cuerpos de todos los tamaños y alturas que se agitaban al compás de la música con niveles diversos de habilidad; los más tranquilos bebían en pequeños grupos junto a las paredes o sentados en sofás de colores chillones, y al fondo se encontraban la barra y el podio del pinchadiscos, que parecía de lo más entusiasmado con su selección de temas, todos del mismo jaez.

—¡Voy a pedir algo! ¿Qué quieres tomar? —gritó Shaina.

—¡Lo mismo que tú! ¡Dame tu abrigo, lo dejaré aquí!

Para cuando volvió con dos botellines de cerveza, Marin ya reinaba en la pista con la piel perlada de sudor, los ojos cerrados y los brazos en alto. La admiró en silencio, fascinada con la armonía de sus proporciones y la gracia con que se movía. Ella misma no se consideraba torpe para el baile, pero lo cierto era que se sentía mucho más cómoda dando mamporros que ejecutando pasos seductores; sin embargo, Marin... Marin era de otro mundo. A la hora de luchar, era una guerrera centrada y letal, y cuando había que cambiar de rol, daba la impresión de no haber sido nunca otra cosa que una estudiante destacada proveniente de una familia ejemplar. Tenía el don de saber cuál era su sitio, pensó, sonriendo sin darse cuenta.

Se acercó a ofrecerle la bebida y recibió a cambio un beso que les granjeó la atención de algunos hombres. Shaina los neutralizó con una mirada hostil y se pegó a ella, asiéndola por la cintura para acompasarse a su ritmo con bastante buen resultado pese a su nulo amor por aquel estilo musical. Al cabo de un par de canciones, dio por finalizada la tortura, besó de nuevo a la japonesa y tomó asiento junto a los abrigos, cerveza en mano.

Marin continuaba en su universo, girando y sonriendo sin dar relevancia al entorno. ¿Pensaría en Aioria al bailar? ¿Significaban aquellos besos algo para ella o no eran más que un divertimento? ¿Planeaba acaso dejar al griego cuando volviesen a Rodorio y sacar la cara por ella? Eso estaría bien, se dijo Shaina mientras observaba el modo en que el escueto vestido blanco se le pegaba al cuerpo, marcando el contorno de su trasero y exhibiendo la espalda y los perfectos brazos. Quizá ya era hora de dar el paso y decir a todos esos anticuados y aburridos que no les necesitaban, que estaban juntas y que podían meterse por el culo sus historias de votos y entrega a la diosa, la figura que había unido sus destinos y al mismo tiempo les impedía declararse algo más que amigas.

Aún recordaba el regreso de Atenea al santuario, personificada en Saori Kido. Shaina, fiel a su temperamento espontáneo, había sido la primera amazona en retirarse la máscara una vez alcanzada la paz, dejando de lado cualquier respeto por la absurda tradición que la forzaba a esconder el rostro. Jamás olvidaría las muecas pasmadas de los caballeros -admiración, escándalo, sorpresa, un arcoíris de reacciones que ella paladeó con placer sin arredrarse- y la complicidad instantánea que surgió entre ella y la diosa, que no se inmutó a la hora de agarrar el pedazo de metal para arrojarlo escaleras abajo y proclamar el inicio de una nueva era en la cual las mujeres podrían ser ellas mismas sin necesidad de regalarse al primer tipo que las sorprendiera descubiertas. Aquel había sido un buen órdago y Marin tampoco tardó en prescindir de la suya con el pulso algo tembloroso y tomar aire, libre al fin.

Libre como esa noche mientras hacía una peineta al tercer incauto que se le acercaba para bailar. Verla rechazar a todos era algo que resultaba increíblemente placentero para Shaina: la prueba de que, al menos hasta regresar a Rodorio, estaba solo con ella.

Como si le leyese el pensamiento, la joven se aproximó y volvió a besarla, sosteniéndole el mentón.

—¿Cuánto hace que no te prestaba esa falda, Shai? ¡El violeta es tu color, te queda de maravilla! —vociferó en su oído para hacerse oír por encima de la estruendosa música.

Shaina esbozó una mueca displicente; no estaba habituada a recibir cumplidos acerca de su apariencia y no era buena encajándolos, pero le gustaba que Marin la lisonjease.

—¡Desde la nochevieja pasada, cuando nos escapamos para ir al cotillón de Kanon!

Un segundo beso, y otro después. Cuando quiso darse cuenta, Marin estaba sentada en su regazo y jugaba con los dedos en su nuca, tan cariñosa que la italiana creyó derretirse.

—Me gustas mucho, Shai... —la oyó confesar con aquella voz dulce que solo sus más allegados conocían.

—Y tú a mí, petirrojo, y tú a mí.

—Ven, bailemos... —pidió, incorporándose y asiéndole una mano.

—No, guapa, que aún tengo sentido del ridículo y esta música saca lo peor de mí. Además, ahora sí que me molesta un poco el tobillo. Mejor voy a buscar algo para beber, ¿qué te traigo?

La barra estaba llena, pero Shaina encontró un hueco y pidió por señas dos cervezas a la camarera. Mientras aguardaba, con el peso corporal cargado sobre el pie sano, se dedicó a elaborar un sesudo estudio sociológico de la gente que la rodeaba. Se consideraba observadora y le divertía jugar a deducir y adivinar. Por ejemplo, el hombre de su izquierda tenía pinta de mecánico con ganas de fundirse el sueldo: barba y cabello escrupulosamente engominados y arreglados, bronceado de bote, gruesos aretes de oro, bordes de las uñas tiznados de oscuro y yemas castigadas. Un poco más allá, dos jóvenes con rostros serios y ojos vidriosos daban la impresión de estar analizando al detalle una situación desagradable, tal vez un despido o un problema familiar. A su derecha, una chica de cabello castaño abría ambas manos para rodear sin miedo seis consumiciones a la vez con una habilidad que delataba que se pagaba los estudios trabajando en la hostelería, concluyó Shaina, satisfecha de sí misma.

—Aquí tienes —dijo por fin la camarera, plantando ante ella sus botellines.

Shaina le ofreció un billete y esperó el cambio. Entretanto, el mecánico fue abordado por una mujer de labios rojos y grandes pendientes dorados y la chica castaña regresó y cargó otros cuatro vasos llenos de líquidos de colores inverosímiles con pulso de cirujana, ganándose de nuevo la atención de la amazona detective: debía de tener su misma edad y llevaba el pelo suelto, la cara lavada, zapatillas deportivas y unos vaqueros gastados que, combinados con su cara de pocos amigos, pintaban un cuadro que ella habría titulado "perdón por llegar tarde; es que no quería venir".

Fue recibida con vítores por un grupo al cual, a juicio de Shaina, no pertenecía: ellos lucían camisas recién planchadas y tupés moldeados al milímetro; ellas danzaban sobre tacones imposibles ataviadas con vestidos tan cortos como los de las amazonas y presumían de rostros exquisitamente maquillados y sonrisas imborrables. Quizá salía con ellos por compromiso, era pariente de alguno de ellos o la llevaban por hacerle un favor... quién sabía, a lo mejor incluso tenía buen gusto musical y sufría como ella escuchando aquel "pum-papúm" interminable... La vio apoyar la cadera en el brazo de un sofá con expresión indiferente y rechazar con un ademán cortante a un compañero que intentaba sacarla a la pista. Dando por terminado su juego, Shaina recogió el cambio y pasó un rato más entre las idas y venidas de Marin, que tan pronto se acercaba para marcar su territorio a besos como se subía a bailar sobre el asiento, cada vez más achispada.

—Nena, lo próximo será un refresco, ¿vale? Que te vienes arriba... —la reprendió acariciándole una mejilla. Todavía recordaba la vez en que la japonesa había pateado la entrepierna a un chico que cometió la temeridad de tocarles los traseros a ambas a la vez, haciéndole llorar de dolor.

—Ah, qué aburrida eres, pero si no es tequila... la cerveza la aguanto bien —replicó la otra mientras le mordisqueaba los labios.

—No es negociable. No quiero acabar la noche en comisaría, Shion no sabe que estamos aquí.

—¡No me dejas hacer nada divertido! ¿Por qué te vuelves tan pesada siempre que vamos de fiesta? —refunfuñó Marin, con un mohín casi infantil.

—Porque tú eres una fiera desatada —dijo Shaina sin poder evitar una carcajada; a ella también le resultaba increíble tener que actuar con sensatez cuando Marin decidía soltarse el pelo y comportarse como la chiquilla carente de responsabilidades que nunca le habían permitido ser.

—¡Eso no es verdad...! Pero vale, tráeme algo de naranja con burbujitas... ¡Te espero en la pista! —accedió por fin Marin dando media vuelta para hacerse un hueco entre la multitud.

Shaina suspiró y se abrió paso a codazos hasta llegar una vez más a un rincón de la barra desde el cual hizo gestos a la camarera, que parecía demasiado atareada para atenderla. Bajo las luces, Marin bailaba cerca del grupo de amigos del supuesto mecánico engominado, recibiendo miradas de cortejo que no llegarían a nada.

La afluencia de público era tal que asumió que aún tendría que esperar un rato antes de obtener las bebidas. A su lado, la chica del pulso firme se materializó con un zumo de tomate. Había conseguido un taburete y mantenía el semblante inexpresivo, como si le diese lo mismo estar allí o en el museo arqueológico.

—Ponle un poco de ron a eso y te cambiará la cara —le sugirió Shaina.

La aludida tan solo le dirigió una mirada fugaz, dio un sorbo y se relamió con los ojos cerrados.

—Tú tampoco aguantas esta música, ¿no? —insistió la italiana.

—¿Música? ¿Qué música?

La lacónica respuesta hizo reír a Shaina.

—¿Y por qué estás aquí si no te va?

—Es un castigo por mis malas acciones en vidas pasadas.

Shaina dejó oír su risa de nuevo. La otra meneó el vaso con lentitud, observando el contenido al trasluz. Todo en ella expresaba apatía y cansancio.

—Vale, o sea, que vienes solo porque a tus amigos les gusta —indagó la amazona una vez más, exhibiendo sus dotes deductivas.

—Como tú con tu novia. Somos seres sociales —su voz era monocorde, casi robótica.

—No es mi novia.

—Vale.

—¿Y tú qué eres, la doncella de tus colegas...? —presionó en busca de alguna reacción, sin éxito: la otra se mantuvo imperturbable.

—Maniobras de distracción antes de emborracharlos y robarles los órganos.

—No tienes pinta de ladrona...

—Me gusta ser discreta.

—...y no encajas con ellos —no recibió contestación—. ¿Por qué sales con gente que no te cae bien?

—Porque no tengo televisor. ¿Qué eres, una psicoanalista en busca de clientes?

—Eres muy divertida, ¿cómo te llamas?

La chica arqueó una ceja y observó la mano que Shaina le había tendido, pero no la estrechó. Bajo la densa melena castaña, sus ojos verdes destellaban con las luces del local, hermosos y vacíos como si hubiese vivido más de lo correspondiente a su juventud.

—Ligeia —respondió sin variar el tono.

Shaina captó la referencia con otra carcajada. No era demasiado aficionada a la lectura, pero conocía la obra de Poe gracias a un compañero del santuario -compatriota para más señas- que le había obligado a leerlo en italiano, argumentando que era una vergüenza que no utilizase su lengua materna salvo para maldecir cuando estaba de mal humor.

—Claro, y yo soy Morella —repuso, sarcástica.

—Estupendo —fue la escueta respuesta.

¿Estaría poniéndose demasiado pesada con ella? La gente solía valorar su simpatía y su descaro, pero esa vez parecía haber pinchado en hueso.

—Oye, ahora en serio —se inclinó hacia su interlocutora, que continuaba escrutando su zumo como si pudiese leer el futuro en él—, ¿por qué ponen una música tan horrible aquí?

—Porque a todos les gusta, míralos —dijo la otra, señalando en derredor.

—¿Siempre es así de nefasto?

—¿Y yo qué sé? Es la primera vez que vengo.

—Vale, ¿y conoces algún sitio mejor...? Ya sabes, con sonidos que no atenten contra nuestra integridad...

La autodenominada Ligeia se encogió de hombros, apuró el zumo y solicitó otro agitando el vaso en dirección a la camarera, que no se dio por enterada. Shaina bufó, molesta. El modo en que pasaba por encima de sus intentos de charlar comenzaba a resultarle un desafío y decidió provocarla un poco, tanto por curiosidad como por diversión:

—Ya, si supieras de otro bar estarías allí, ¿no? En vez de muerta de asco, ignorada por tus colegas y hasta por esa —dijo en referencia a la empleada, que parecía necesitar un par adicional de brazos para gestionar su trabajo—. Va, dime solo uno, aunque sea un antro infame y peligroso... me aburro un montón y te juro que llevo un rato fantaseando con matar al pincha si no espabila. ¿De verdad quieres que esa muerte pese sobre tus hombros?

Al oír esas palabras, la joven castaña trazó una sonrisa casi imperceptible mientras hacía girar el vaso entre los dedos; Shaina mostró también los dientes en una amplia mueca, orgullosa de haber logrado derribar un par de ladrillos de aquella muralla humana con su irresistible carisma.

—Podría alegar defensa propia, ¿verdad? El cabrón lleva toda la noche torturándonos sin un gramo de piedad... —continuó.

—Te serviría de coartada con gusto, porque la verdad es que es el peor bar en el que he estado en mi vida —admitió Ligeia, relajando mínimamente la postura y rotando en el taburete para mirarla cara a cara.

—Vale, ¿y qué haces entonces aquí con esos amigos tan cutres? —preguntó Shaina tras soltar otra carcajada.

—No son amigos, sino compañeros de trabajo.

—¿Y salís juntos de fiesta? No se te ve muy unida a ellos...

—Pues te sonará raro, pero es mi cumpleaños y me han obligado a venir.

—Para que les pagues las copas, claro... suena raro y cutre de narices.

Esta vez fue la joven la que estalló en una risotada, exhibiendo la garganta. Uno de los focos del techo incidió sobre su rostro e hizo destellar la hilera de aros de acero que decoraban su oreja, sencillos y sin adornos.

—¿Para qué, si no? No tenemos nada en común cuando nos quitamos el uniforme.

—Ya. ¿Y a qué os dedicáis, si no es mucho preguntar?

Ligeia dudó un instante, pero al fin respondió:

—Trabajamos en una tienda de ropa, una cadena grande. Ya sabes, calidad horrible, precios bajos y nosotros de un lado a otro recogiendo, colocando etiquetas y explicando sin parar que lo que ves es lo que hay, todo por un sueldo de mierda.

—Claro, lo entiendo. Mi trabajo es parecido —asintió Shaina.

A lo lejos, Marin aún bailaba como si el cansancio no le hiciese mella. Por un instante, Shaina envidió su capacidad de integrarse en la vida civil, ya fuese en el bar o yendo de compras por la ciudad. Seguro que ella habría sacado conversación a Ligeia a la primera sin ningún problema.

—Tienes un empleo horrible y compañeros gorrones... Eres un poco pringada, ¿no, Ligeia?

—Oh, ¿y te has dado cuenta tú solita, psicoanalista de baratillo?

—Ya te he dicho que mi trabajo es similar. ¿Cuántos años cumples?

—Veintiuno —respondió Ligeia.

—Me sacas justo un año.

—¿En serio? Me sermoneas tanto que te calculaba unos noventa.

—Me lo dicen mucho, pero, de hecho, haré veinte en unos días.

—Vaya, pues no tengo ningún regalo que darte...

La chica reía y su lenguaje corporal era más abierto; se diría que sentía alivio por tener alguien con quien compartir unos minutos apartada de sus compañeros.

—No hace falta. Insisto, con que me hables de algún tugurio con música en condiciones, me conformo —pidió Shaina con una sonrisa amistosa.

—Bueno, teniendo en cuenta que tu novia parece capaz de bailar hasta los pajaritos y que tú estás agonizando aquí, creo que podría gustaros un sitio que hay en la zona antigua. Ponen rock, metal, punk..., cosas más contundentes que esta porquería, y podréis daros el lote a gusto sin tíos babeándoos, porque es solo para mujeres.

—¿Y cómo dices que se llama ese paraíso...?

—The Vengeance of She.

—¡Genial! Gracias, quizá nos pasemos luego.

Ligeia volvió a encogerse de hombros en el mismo instante en que un chico y una chica se acercaban y la tomaban de ambos brazos, llevándosela casi en volandas sin permitirle siquiera despedirse:

—¡Venga, mujer del cumpleaños! ¡Es hora de abrir tu regalo!

En una sincronía perfecta, también la camarera decidió atender ese punto de la barra y Shaina pudo pedir por fin: cerveza para ella y Marin y un zumo de tomate como invitación para Ligeia. Después regresó al sofá y se acomodó con la japonesa sobre sus rodillas. Unos metros más allá, la chica recibía de manos de sus compañeros un paquete coronado por un lazo de color rosa chicle que dejó discretamente en el sofá mientras el grupo al completo entonaba el "cumpleaños feliz". Fue un joven alto y rubio quien desembaló el regalo y le mostró el contenido entre expresivos aspavientos y carcajadas: un vibrador de tonos pastel semejante al apéndice de un unicornio, que ella sostuvo con una mueca tan neutra como educada con la cual Shaina se tronchó de risa antes de que los labios de Marin sobre los suyos le hicieran olvidar todo a su alrededor.

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