1. Misión cumplida
Todo estaba en orden. Por fin podrían descansar un poco.
La misión había transcurrido sin sobresaltos, como esperaban, y la colaboración entre el gobierno finlandés y la organización filantrópica radicada en Grecia era ya una realidad. Los términos del acuerdo habían quedado establecidos teniendo como única prioridad la preservación del medioambiente del país, sin contraprestación económica de ningún tipo salvo los donativos que el estado decidiese aportar de modo totalmente voluntario a la fundación presidida por la señora Kido. El "pop" de un corcho al salir despedido de una botella de champán -agitada por una funcionaria que se jubilaría un par de semanas después y estaba pletórica por haber dado con un relevo tan eficaz en sus últimos días de trabajo- sorprendió a los representantes de ambos entes, que enseguida se encontraron portando copas llenas del espumoso líquido para brindar por la conmemoración de aquel momento histórico. Satisfechos, no tardaron en sellar el pacto con una serie de vigorosos apretones de manos, tras lo cual se despidieron hasta la siguiente reunión, en la cual conocerían al resto del equipo de la fundación.
Las dos jóvenes enviadas por el santuario sonreían mientras abandonaban la sala escoltadas por un secretario, tan entusiasmadas con el resultado de sus gestiones que les costaba mantener la compostura que se les presuponía. Por fin, fue la pelirroja quien, llevada por la alegría del momento, abrazó con fuerza a su compañera en el ascensor en cuanto estuvieron a solas, dando saltitos de felicidad:
—¡Shai! ¡Lo hemos hecho! ¿Tienes idea de lo contento que se pondrá Shion? ¡Nuestra primera misión solas y la hemos clavado! ¡Y nos han sobrado tiempo y dinero! ¿No es alucinante?
La aludida, una chica de llamativo cabello verde y silueta atlética vestida con un grueso suéter de color hueso, leggings oscuros y botas peludas, respiró hondo y asintió con energía antes de deshacer el abrazo, dirigiendo una mirada de reojo al panel de control para asegurarse de que habían pulsado el botón correcto:
—Uf, creo que estoy a punto de hiperventilar. No estaba segura de que aceptasen, aunque la demostración que les hicimos anteayer en el Ciro Nekkonen fue definitiva. Rechazar una colaboración como la que les ofrecemos sería de idiotas, pero toda esta parte burocrática me resulta muy difícil de explicar... nosotras estamos habituadas a la acción, no a los despachos.
La otra se echó a reír de buen grado:
—¡No se llama Ciro Nekkonen! Es el parque nacional Urho Kekkonen, pero sí, es raro ir en son de paz por ahí en vez de luchando a brazo partido y tener que hablar ante desconocidos después de pasar toda la vida ocultas a ojos del mundo. Incluso me cuesta creer todavía que Shion nos haya enviado a las dos sin Afrodita.
—No lo necesitábamos para nada; ni a él ni a ningún otro tío, Marin. Nos bastamos solas.
—Ha sido una gran muestra de confianza por su parte —continuó reflexionando Marin, golpeteándose el labio inferior con un dedo—, es un alivio haberlo hecho bien.
—¿Bien, dices? ¡Lo hemos hecho genial! Somos increíbles. Esto hay que celebrarlo, ¿no te parece? Solo es jueves, tenemos margen...
Marin se ajustó el cuello del jersey frente al espejo y apoyó la cabeza en el hombro de su compañera contemplando la imagen que ofrecían, más propia de dos universitarias en un viaje de estudios que de negociadoras de alto nivel.
—Ven aquí, anda —dijo al tiempo que la agarraba por la cintura para besarla profundamente, sin soltarla hasta que un timbre les indicó que ya estaban en la planta baja.
Con la tranquilidad de haber culminado su misión exitosamente, las chicas dejaron la hermosa localidad de Saariselkä y volaron desde el cercano aeropuerto de Ivalo a Helsinki, donde dedicaron la jornada al ocio visitando museos y edificios insignes y probando los platos más impronunciables de la gastronomía local hasta terminar en un bar que les había demostrado que, en un país donde el vino autóctono no existía, la imaginación permitía inventar bebidas alcohólicas a base de ingredientes tan insólitos como hojas de grosella. La medianoche había pasado de largo cuando, exhaustas, felices y algo achispadas, tomaron un taxi hacia su hotel para descansar una última noche antes de regresar a Atenas.
Shaina fue la primera en cambiarse de ropa y reemplazar el jersey y los leggings por un pijama afelpado compuesto por un pantalón de cuadros y una sudadera con el escudo de la Universidad de Atenas. Entre bostezos, se arrellanó en el sofá y empuñó el mando a distancia para buscar un programa informativo con el que distraerse de sus propios pensamientos. Estaba confusa y pletórica al mismo tiempo por haber completado la tarea a la perfección a pesar del vértigo que aún le producía la transición a la vida civil -lógico, al fin y al cabo, tras haber sido entrenada para convertirse en una máquina de matar en el nombre de la diosa-.
Las horas se le hacían largas hasta regresar a casa, aunque tenía que admitir que las habían agasajado como a embajadoras veteranas alojándolas en un exclusivo complejo compuesto por cabañas de techo acristalado bajo el cual habían contemplado las auroras boreales tan frecuentes en torno al equinoccio de primavera y poniendo a su disposición un intérprete y un guía por si querían hacer turismo entre una reunión y otra. Habituada a la austera vida de las guerreras, todos aquellos lujos y reconocimientos la habían hecho sentir fuera de lugar, pero también lisonjeada e importante. Posteriormente habían sido recibidas con cortés escepticismo por una delegación integrada por expertos en medio ambiente y economía antes de que los ministros correspondientes se dignasen tratar con ellas en persona, pero el resultado era inmejorable y ahora podían presumir de haber superado las expectativas del patriarca y de sus compañeros, algunos de los cuales creían que Marin y ella eran demasiado jóvenes e inexpertas para representar la fundación ante el gobierno de Finlandia. En los meses siguientes regresarían con Camus y Afrodita, que tomarían el relevo para las misiones prácticas, dadas sus habilidades y conocimientos del norte de Europa, pero el mérito de la firma del acuerdo era de ellas y solo de ellas.
—¿Ya vas a poner las noticias? —se quejó Marin en tono bromista desde la puerta del baño, arrastrando un poco las palabras tanto por la bebida como por el cepillo de dientes que sostenía entre los labios— Esto es una adicción, no puedes pasar ni un día sin saber qué se cuece en el planeta...
—Bueno, desde que hemos salido del ostracismo en el que nos mantuvo Saga durante su gobierno, es un placer poder enterarnos de qué sucede en otros lugares, y además aquí no se ven tantas auroras boreales como en el norte, en algo me tendré que entretener...
Marin sonrió con la boca llena de espuma y entró en el baño para enjuagarse y quitarse las lentes de contacto. Cuando salió, sacó del armario una manta y se acomodó junto a su amiga, colándole los pies bajo el trasero en busca de un poco de calor.
—¡Eh, no me metas los pies ahí, que los tienes helados! —rezongó la italiana, pellizcándole los tobillos.
—Ah, venga, ¿qué más te da? —preguntó Marin mientras se arrimaba más y extendía la manta sobre ambas.
Shaina bufó, pero no replicó. Tras unos segundos de zapping, localizó un canal interesante y asió la mano de su compañera cariñosamente. Había pasado la tarde pensando en el extraño momento del ascensor, pero fingía normalidad sin demasiado esfuerzo. Otra ventaja del entrenamiento de las amazonas: estoicismo e impasibilidad elevados al infinito.
—Qué feo es eso que llevas puesto —farfulló sin apartar la vista del televisor—. Te lo ha regalado él, ¿verdad?
El rostro de Marin se iluminó como si la mismísima Atenea se hubiese materializado frente a ellas; con una sonrisa, se ajustó las gruesas gafas de montura de carey con el dedo corazón de la mano derecha, en un gesto automático.
—¿El pijama? Sí, ¿cómo lo has adivinado? —respondió.
Shaina asintió con desgana. Regalo de Aioria. Claro que era evidente. Solo a aquel egocéntrico cabeza de chorlito le parecería buena idea dar a Marin un pijama estampado con leoncitos melenudos estilo "kawaii".
—Dan ganas de meterle fuego.
—¿En serio no te gusta? —la oyó preguntar, juguetona.
—No, y el pijama tampoco.
—¡Vamos, no seas quejica!
La cara jovial de Marin invadió su campo visual. La había tomado por los hombros y reía con el aire casi infantil que adoptaba cuando no tenía que comportarse como una guerrera implacable. Al verla tan relajada, nadie adivinaría que aquella chiquilla que acababa de cumplir los veinte se había pasado la vida oculta tras una máscara enseñando a otros críos a matar en nombre de una diosa.
—Así no me dejas ver nada... —volvió a rezongar Shaina, moviendo la cabeza a ambos lados.
—Para de gruñir, anda —pidió la japonesa al tiempo que le rodeaba el rostro con las palmas.
Shaina cerró los ojos al notar aquel contacto. Era difícil resistirse a algo tan anhelado, pero las dos habían bebido y Marin era, con diferencia, la que menos aguante tenía para el alcohol; además, el beso inesperado en el ascensor no se había repetido, lo cual significaba que solo había sido un impulso derivado del entusiasmo por haber completado la negociación con los finlandeses, nada a lo que dar importancia.
—Venga, aparta...
—Eres una ancianita gruñona atrapada en el cuerpo de una chica muy guapa, ¿lo sabías? —murmuró la amazona de Águila ahorcajándosele con soltura.
—Y tú eres una pesada de tres pares de narices, Marin... —gruñó Shaina intentando mantener a raya las ganas de devorarla allí mismo.
—Ah, cállate ya y téjeme una bufanda, o lo que sea que hagáis las señoras de tu edad para pasar el rato...
—Estás pedo.
—No estoy pedo, tú lo estás.
—Tendrías que irte a dormir...
La risa de Marin resonó en el dormitorio justo antes de que sus labios se posaran sobre los de Shaina impidiéndole terminar de hablar. La italiana se quedó rígida durante un par de segundos que empleó en intentar calibrar la situación, pero por fin el deseo se impuso a la racionalidad y sus dedos se ajustaron en torno a la firme cintura de su amiga, apretándola contra su cuerpo.
—Joder, Marin, te digo que estás borracha... —acertó a mascullar sin separarse apenas de su boca.
—¿Tú no te callas nunca o qué, culebra chalada? Llevamos toda la semana trabajando juntas y todavía te envaras cuando me acerco, ¿acaso crees que te voy a morder?
Ambas rieron brevemente y retomaron el beso. Marin tenía razón, se dijo Shaina, y era absurdo esconderse. No importaba cuánto tiempo las separase el trabajo o las obligaciones que les impusieran: siempre terminaban volviendo una a la otra, así había sido desde sus primeros escarceos -iniciativa de la nipona, mucho más decidida en asuntos amorosos- en la lejana época en que aún eran las maestras de Seiya y Cassios.
Las manos de Marin, menudas pero fuertes, se deslizaron bajo la sudadera de Shaina y le acariciaron por encima de la camiseta, rozando sus pechos a la vez que le ofrecía el cuello. La italiana entendió la señal y lo mordisqueó con cuidado de no marcarlo mientras le clavaba las largas uñas en los glúteos y ahogaba un gemido. Le costaba recordar cuándo fue la última vez que habían estado así, las dos solas... desde la irrupción de Aioria, Marin se había ido alejando de ella, refugiándose en su incipiente relación con el león y tratándola con una cordialidad que difería mucho de la pasión con la que le estaba pellizcando los pezones en aquel instante.
—Eh, petirrojo... aún puedes parar... no quiero aprovecharme de ti...
—¿Qué dices de aprovecharte? Soy la mayor de las dos y la mejor guerrera, así que no me tomes por una ingenua...
Esta vez, el suspiro emergió de la garganta de Shaina y creció hasta convertirse en un gemido. La japonesa sabía lo que se hacía y la urgía a reclinarse en el sofá para poder acariciarla con más comodidad. Apenas tres minutos después, los dedos de Marin jugaban con su vello púbico bajo el pantalón en busca de la humedad que escondían hasta que el cuerpo de la amazona de Ofiuco se arqueó de forma involuntaria respondiendo a las expectativas creadas en sus encuentros anteriores.
—No voy a avisarte más veces... para ahora o...
—¿O qué, culebrita? ¿Me follarás?
Shaina abrió de par en par sus fulgurantes ojos verdes al escuchar aquel desafío. Era la primera vez que Marin le hablaba de forma tan explícita y no pudo evitar preguntarse, con una chispa de celos, si sería igual de descarada con Aioria.
El maldito Aioria, el chico de oro, el Thor del santuario por el que babeaban doncellas, caballeros y amazonas, con su martillo sagrado entre las piernas y su cerebrito lleno de aire... ¿cómo podía estar con él? Irremediablemente, se enfadaba cuando reflexionaba sobre el tema. Desde su punto de vista, la única explicación plausible era que para Marin resultaba mucho más fácil vivir un noviazgo prohibido por sus votos, pero heterosexual, que admitir en ese campo de nabos célibes que lo que le gustaban eran las mujeres capaces de patear los culos de todos aquellos caballeritos ñoños. Sus propios sentimientos también eran difíciles de discernir y en más de una ocasión se había planteado si amaba a Marin o tan solo era su amiga del alma, la única persona que conocía a la chica sensible camuflada bajo la fachada agresiva y deslenguada.
Sin embargo, la realidad era que su amistad, relación o lo que fuese, había cambiado desde que los rumores sobre Aioria y Marin se extendieron. Shaina había aceptado el distanciamiento, refugiándose en el entrenamiento de su discípulo y trasladando al de Marin, un jovencísimo Seiya, el rencor provocado por la nueva situación hasta el punto de desearle la muerte a manos de Cassios. A ojos de su entorno, las dos amazonas eran rivales; nadie sabía del profundo lazo que las unía.
—¿Eso quieres, bonita? ¿Que te folle? Me apuesto el culo a que en todo este tiempo no has estado con otra mujer... ni con nadie que me llegue a la suela del zapato —logró responder entre jadeos al tiempo que sus piernas se separaban para permitir a los dedos curiosos de Marin una exploración sin trabas.
—Quiero muchas cosas, vamos por partes —replicó Marin mirándola con malicia y lamiéndose las yemas—. La primera, oírte gritar.
Shaina había intentado olvidar a Marin muchas veces. Con todas sus fuerzas. Había llegado incluso a abominar de su propia atracción por las mujeres, lo cual la llevó a hacer más de una tontería, ya fuese buscar ligues rápidos en los bares de Atenas o, peor aún, volver a recurrir al pobre Seiya, en quien había pretendido volcar todo el amor que había sentido por su maestra cuando advirtió que era tan noble como digno de su armadura. Joder, se había humillado como una imbécil al declarársele, exponiendo no solo su rostro sino toda una serie de explicaciones absurdas que no eran más que una proyección de lo que querría que sucediese entre Marin y ella. Por suerte, al rechazarla él la había librado de una relación que habría sido una tediosa trampa y, aunque aquello había herido su orgullo, con el tiempo agradeció que el joven la ayudase a darse cuenta de que su destino era otro. Lo raro era que no hubiesen acabado todos en terapia.
Incluso ahora, pensaba que lo que iban a hacer no estaba bien, pero las dos eran adultas y al fin y al cabo era su amiga la que estaba manejando la situación, se dijo para no darle más vueltas mientras la sudadera se desprendía de su cuerpo y volaba hasta aterrizar sobre el televisor, cubriendo la imagen de la presentadora del informativo.
—Por partes vas a acabar tú, ya verás... —masculló girando para quedar encima de Marin, que se limitó a sonreír, atraerla hacia ella y besarla antes de murmurar, preocupada:
—Ten cuidado, no te vayas a hacer daño...
—¿Lo dices por lo del pie?
—Sí, menuda caída, resonó por todo el Urho Kekkonen... creí que te habías partido por la mitad...
—No es nada, solo me molesta al caminar. Una torcedura sin importancia.
—Fue un resbalón muy gracioso, la verdad... ¡tenías nieve hasta dentro de las orejas...!
—¡No te rías de mí, pájaro sin plumas! —la reprendió con un mordisco en la clavícula que hizo a la otra estremecerse.
La visión de la japonesa expectante y ansiosa, con la roja cabellera desparramada sobre el sofá y los ojos vidriosos de deseo, la ayudó a desconectar definitivamente la parte racional de su cerebro. Los celos, Aioria, la misión, el santuario, los votos... todo se diluía y alejaba conforme sus labios se abrían camino por el pecho de su amiga en dirección al ombligo, que lamió con malicia.
—De verdad, no sé por qué ya no usas el piercing, te quedaba muy bonito...
—Pero si tú te lo quitaste primero... —jadeó Marin al tiempo que le acariciaba la nuca para animarla a seguir bajando.
—Eso fue porque me lo enganché con un jersey y me lo arranqué sin querer.
—Siempre te pasan las cosas más raras, Shai...
Demasiado tiempo sin sentir aquella piel cálida y suave contra la suya, la humedad y el sabor que tantas veces había recordado en la soledad de su cabaña. Demasiadas mentiras autoimpuestas para no admitir que era a ella a quien quería, a la guerrera con quien se había criado en un mundo hostil, a ella y no a cualquiera de las chicas con quienes coqueteaba durante sus noches libres en Atenas en un intento estéril de desterrarla de sus pensamientos.
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