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Capítulo 48. Fuego y Serpiente

Capítulo 48
Fuego y Serpiente

La pequeña figura del niño avanzó lentamente entre los árboles, con sus botas hundiéndose un poco en los centímetros de nieve que yacía en el suelo. Su cabeza estaba envuelta por la gruesa capucha, su cuerpo por la capa unida a ésta, y gran parte de su rostro lo cubría una manta negra que dejaba a la vista sólo la región de sus ojos; unos ojos pequeños y rojizos. En cada mano sujetaba uno de sus sables curvos, de hojas delgadas y brillantes, quizás demasiado grandes para alguien de su tamaño.

El sol acababa de salir hace menos de una hora, pero la sensación fría de la noche no había menguado aún ni un poco. No hacía viento, y eso era una ventaja; tanto para no sufrir el golpe del frío en la piel, como para lograr moverse más desapercibido en las aproximaciones de su presa: un enorme oso blanco, que andaba a su propio ritmo cerca del riachuelo a unos metros de él.

El chico, al que los jiroth habían nombrado hace diez años con el nombre de Kevoraz, se agachó con cuidado casi al ras del suelo, mientras observaba atentamente los movimientos del oso. Sus dedos se apretaron aún más contra las empuñaduras de sus armas. Y, a pesar del frío, sintió como un poco de sudor le recorrió la frente, y se apresuró a limpiárselo con su antebrazo para que no le entrara a los ojos.

Sentía su boca seca, y sus piernas le hormigueaban un poco. Estaba ansioso, eso era claro, y no era para menos. Había tenido varios encuentros de práctica con los monjes del templo, pero esa sería la primera vez que tendría que enfrentarse de frente con alguien, o algo, que tendría la indudable intención de matarlo a la primera oportunidad.

El oso se detuvo de golpe, y alzó su cabeza al aire; parecía haber captado algo. Kevoraz se sobresaltó un poco al notar esto. ¿Acaso se había dado cuenta de su presencia? Estaba seguro de no haber hecho ningún ruido. Aun así, la bestia movía su cabeza hacia un lado y hacia el otro, buscando una posible amenaza; o, quizás, una presa.

El niño sintió que sus manos le sudaban un poco, y ya no era capaz de sostener los sables con la misma firmeza que antes. Su reflejo fue avanzar con cuidado de manera lateral a su derecha, intentando colocarse en una mejor posición a espaldas de la criatura, para así lanzársele encima por sorpresa. Movió sus pies lentamente por la nieve, arrastrándolos en la tierra. Esconder su presencia, moverse con el viento, no hacer ningún ruido; las habilidades estándar de cualquier buen cazador. Kevoraz estaba seguro de que las aplicaba todas justo como se lo habían enseñado.

Y, aun así, a la mitad de su movimiento el oso volteó su cabeza por completo en su dirección, clavando sus oscuros ojos directo en él a la distancia.

Kevoraz se congeló al notar esto, y no logró reaccionar hasta que el animal soltó un fuerte gruñido al aire, y al segundo siguiente se lanzó en su contra en lugar de huir. El niño tuvo que pensar rápido; ¿enfrentarlo o huir? ¿Qué haría un guerrero zarkonio? De seguro enfrentar de frente a su enemigo, por supuesto.

Él mismo lanzó su respectivo grito al aire, y se lanzó al frente con sus dos sables sujetos delante de él. Ambos combatientes se movieron entre los árboles al encuentro del otro. Y cuando estuvieron lo suficientemente cerca, Kevoraz jaló sus armas hacia atrás, listo para lanzar dos sablazos consecutivos a la cara del animal. Sin embargo, éste se detuvo y se paró abruptamente en sus dos patas traseras, revelando su altura tan alta e imponente que Kevoraz se sintió oscurecido por completo por su larga sombra. Su cuerpo se paralizó, sus manos no lanzaron el esperado ataque, y en su lugar sólo se quedó ahí de pie, contemplando con fascinación y horror a la enorme criatura. Ésta, sin embargo, no se detuvo y en su lugar lanzó un fuerte zarpazo directo hacia el chico.

Kevoraz logró reaccionar al último momento, e intentó esquivar la enorme garra que se dirigía hacia él. Las largas y afiladas zarpas del oso le rasgaron el torso, dejándole tres largas líneas diagonales en el centro, y de cada una surgió un chorro de sangre que pintó el aire enfrene de él. El dolor de la herida hizo que el muchacho soltara un quejido de dolor, además de que perdiera el equilibrio y cayera de sentón al suelo. Se sintió inmovilizado, intentando comprender qué era lo que había ocurrido. Pero no tuvo mucho tiempo para detenerse a pensar en ello, pues el oso ya estaba de nuevo sobre él. Y antes de que pudiera hacer algo, el oso presionó su garra derecha contra su pecho, presionándolo contra el piso con fuerza. Kevoraz sintió todo ese peso sobre él, haciendo que sus huesos le ardieran y su respiración se dificultara.

El oso acercó su cabeza a él y le gruño con fuerza justo en su cara. El olor de su aliento y parte de su saliva lo golpearon de frente. Aun así, logró sacar las fuerza suficientes para jalar su sable derecho hacia el frente, hiriendo al oso desde debajo de su ojo, hasta su hocico. El animal gruñó, retiró su pata de encima de él y retrocedió un poco. Kevoraz se volteó en la tierra, intentando arrastrarse lejos de él, para luego alzarse y comenzar a correr pese al dolor. Sin embargo, apenas y se había alzado un poco, cuando sintió como la garra izquierda de su contrincante lo golpeaba por un costado con increíble fuerza, haciendo que su pequeño cuerpo saliera despedido hacia un lado, chocara de costado contra un árbol, y un instante después de narices al piso con la cara contra la nieve.

Aquella última sacudida y golpe lo habían dejado tan aturdido que apenas y sentía dolor; esa era la buena noticia. La mala era que el oso se dirigía ahora a toda velocidad de nuevo hacia él, de seguro listo para terminar el trabajo. Su vista borrosa apenas y distinguió el enorme manchón blanco que se aproximaba, pero su mente no fue capaz de entenderlo lo suficiente para hacer un esfuerzo en pararse, huir, contraatacar o lo que fuera. Sólo se quedó justo en el mismo sitio, recostado y expuesto...

Una flecha se encajó abruptamente en el suelo justo delante del oso, haciendo que se detuviera de golpe a unos cuantos metros del niño. Una segunda se dirigió hacia él un instante después, clavándose en la gruesa piel de su lomo. El animal soltó un fuerte rugido al aire, combinando dolor y furia por igual en él. Pero su siguiente acción fue en efecto girarse y comenzar a correr en la dirección contraria. Un par de flechas más surcaron el aire en su dirección, pero ninguna le dio; una se clavó en un árbol, y otra más siguió de largo. El oso se alejó y paso veloz, perdiéndose entre el follaje.

Dos figuras surgieron de un costado, vestidos con sus túnicas plateadas y arcos en las manos. Kevoraz alcanzó a reconocer sus formas, unos segundos antes de comenzar a quedar inconsciente.

—Rash Kevoraz, ¿está usted bien? —Murmuró uno de los hombres en túnica plateada, agachándose a su lado—. Rash, ¿puede escucharme?

Sí los escuchaba, pero eso no significaba que pudiera o quisiera responderles.

—Hay que llevarlo de regreso a... —fue lo último que escuchó decir al otro de los hombres, antes de perder cualquier noción de en dónde o cuándo se encontraba.

— — — —

Habían pasado ya diez años desde que el profetizado Rash de los zarkonios llegó al Templo Mayor de la Diosa Lusin. Había pasado cada día y cada noche de todo ese tiempo acompañado únicamente de los sacerdotes y sacerdotisas de aquel lugar, prácticamente escondido de los ojos del resto del mundo. Esto tenía su razón de ser. Para los zarkonios, o más bien para los sacerdotes de Lusin en sí, el mantener al Rash alejado por tanto tiempo era de hecho algo muy simbólico. A su ver, el Rash era el hijo de sangre de su Diosa, y debía estar bajo su cuidado directo durante todos sus primeros años, tal y como lo haría cualquier otra madre. Y el sitio más cercano a Lusin en todo Zarkon, era su templo mayor, en lo alto de las escabrosas montañas de Lidahert.

Era en este sitio también en dónde se le preparaba al Rash para poder cumplir propiamente su papel, como el nuevo y grandioso líder de su pueblo. Y había mucho que un líder, en especial un Rash, tenía que aprender antes de ello:

Un Rash tenía que ser fuerte.

Un Rash tenía que ser rápido.

Un Rash tenía que ser inteligente.

Un Rash tenía que ser un ser por encima de cualquier otro zarkonio o sig, que infundiera temor a sus enemigos y respeto a sus aliados.

Diez años quizás no eran suficiente tiempo para lograr todas esas cualidades extraordinarias. Aun así, el Rash Kevoraz se esforzaba día tras día en satisfacer las extenuantes exigencias de los sacerdotes. Y lo ocurrido esa mañana, su cacería fallida del oso blanco, era sólo una de las tantas pruebas que le imponían.

Kevoraz despertó alrededor de una hora después de haber perdido la consciencia en el bosque. Cuando sus ojos rojizos al fin se abrieron de nuevo, lo primero que vio fue el inmenso y aterrador rostro de Lusin, suspendido a varios metros sobre él, observándolo fijamente desde las alturas. Una imagen impactante, pero no desconocida para el joven Rash.

Sabía bien donde se encontraba. El chico de piel blanca y cabello rubio claro reposaba en el suelo de la cámara principal del Templo Mayor; su querido hogar, por no decir que el único que había conocido en su vida hasta entonces.

Visto desde afuera, el llamado Templo Mayor de Lusin parecería un pequeño edificio de apenas dos pisos, hecho de piedra y de apariencia muy modesta y gastada. Sin embargo, pocos conocían lo que realmente se guardaba en su interior, pues lo que se alcanzaba a ver por fuera era apenas la punta de una gran construcción que no tendría nada que envidiarle a ningún castillo. La mayor parte del templo se hallaba construida justo en el interior de la montaña, como una pequeña y laberíntica ciudad secreta en donde se guardaban varios de los tesoros más sagrados de los zarkonios. Su edad exacta, y cuánto tiempo o esfuerzo había llevado construirilo, eran datos desconocidos para esas fechas. La leyenda decía, sin embargo, que había sido construido por los primeros zarkonios en llegar a esas tierras, incluido entre ellos se supone el primer Rash que haya existido, un increíble y legendario guerrero de nombre Lacksen.

La cámara principal del templo era el sitio más sagrado de todos. Se hallaba en la parte más baja. Era de forma circular, el techo tenía forma de cúpula, y en éste se encontraba esculpido un rostro de considerable tamaño: la cara de una mujer que miraba hacia abajo. Esa era una representación viva de la Diosa, vigilando todo desde los cielos como los zarkonios lo creían. Todo el sitio era alumbrado con antorchas ubicadas en las paredes alrededor, en las que también se podían ver pinturas y grabados que narraban la historia de su pueblo, empezando con cómo habían peregrinado desde un sitio muy alejado y desconocido, hasta llegar a estas tierras y convertirlas en su hogar. Según contaban, esa cámara era el sitio exacto en el que Lacksen pasó sus últimos días, meditando y hablando directamente con su madre, la Diosa. Ahí había muerto, y su cuerpo se había vuelto arena y agua, haciéndose uno con toda esa habitación. Pese a estar varios metros oculto en la montaña, los zarkonios lo consideraban el sitio más cercano a la Diosa, en dónde se podía hablar directamente con ella si se sabía cómo hacerlo.

El chico estaba recostado justo en el centro del cuarto, con el enorme rostro femenino suspendido sobre él, vigilándolo, como una madre al cuidado de su hijo. Posiblemente esa era la intención de ello, pero más que provocarle alivio, esa imagen sobre él no hacía más que asustarlo un poco. Pero no sería capaz de expresar tal malestar en voz alta, pues sería una clara muestra de debilidad, además de insolencia, pues para los zarkonios ese rostro labrado en piedra era más que una representación de la Diosa: era prácticamente la figura terrenal misma de Lusin en ese mundo.

Un grupo de sacerdotisas, cubiertas por completo con mantos negros, a diferencia de los sacerdotes hombres que usaban colores plateados y dorados, cuidaban de sus heridas en esos momentos. A pesar de haber abierto los ojos, el niño seguía semiinconsciente, y apenas y se daba cuenta de lo que ocurría. Tenía el torso descubierto, y las mujeres untaban una pasta apestosa en sus heridas, sobre todo en la fea rasgadura que el oso le había dejado en su piel blanca cuando le lanzó aquel zarpazo.

Luego de cubrir por completo las áreas lastimadas, lo vendaron para que el calor de los lienzos hiciera que la pasta reaccionara. Fuera lo que fuera que esa medicina debiera hacer, Kevoraz sólo sabía que le provocaba una extraña sensación en la piel que no le era nada agradable.

—¿Ya despertó, joven Rash? —Escuchó en ese momento la inconfundible y chillante voz del fah jiroh Attso.

Con algo de debilidad, Kevoraz giró su cabeza lentamente hacia él. Attso estaba sentado en el suelo a un par de metros, con sus piernas entrecruzadas. Llevaba su túnica plateada ceremonial, la única ropa que en diez años lo había visto usar, además de ese distintivo sombrero alto que distinguía su jerarquía sobre la de los otros sacerdotes. Attso no había envejecido ni un sólo día en todo ese tiempo. Su rostro, sus ojos, incluso su largo bigote blanco, nada en él parecía cambiar, nunca.

—Fuimos muy afortunados de no perderlo tan pronto —continuó el sacerdote mientras las mujeres terminaban de vendarlo—. Ya está a salvo, no se preocupe. El estar dentro de esta cámara sagrada, es como estar en el cálido regazo de nuestra Diosa Lusin. Ella lo cuidará y curará. Así que descanse, joven Rash, y deje que la Diosa lo sane poco a poco.

Mientras decía esas palabas, Attso miraba con cierta admiración la figura de piedra suspendida sobre ellos. Kevoraz no le respondió nada.

Las sacerdotisas terminaron en ese momento y pasaron a retirarse, llevándose consigo todos los utensilios que habían usado. El chico cerró sus ojos de nuevo y recostó su cabeza en la superficie plana.

—¿Qué hice mal? —preguntó el Rash directamente. Su tono de voz era demasiado serio considerando su edad; duro como su expresión.

—¿En verdad quiere saberlo? —Respondió Attso con un tono casi burlón, un tono que siempre molestaba demasiado a Kevoraz cuando se lo escuchaba—. Tuvo miedo, mi joven Rash. Las criaturas salvajes de estas montañas no saben qué es el miedo; es una emoción que no conocen y jamás conocerán. Pero lo huelen, sí que lo huelen. Aunque no lo crea, ellas pueden llegar a oler su miedo, y es un aroma que las irrita bastante al serles tan desconocido.

Se alzó con cuidado, apoyándose en su largo bastón de madera, y comenzó a caminar alrededor del niño. Su voz resonaba con fuerza en el eco de la habitación.

—El sentir miedo frente a una criatura así, es como invitarla a que lo maté. Por fuera, un guerrero zarkonio debe de tener coraje, valor, y una fuerza tan aplastante que arrase todo a su paso como el fuego mismo. Pero por dentro, debe de tener la sangre tan fría y calmada, como la de una serpiente. Las serpientes no tienen miedo, las serpientes inspiran el miedo. Ellas siempre están calmadas, tranquilas, pacientes. Esperan el momento indicado... ¡y entonces actúan!

Su voz se alzó de golpe, y fue acompañada por un golpe de su bastón contra el suelo. Ambos sonidos retumbaron con fuerza, haciendo que el chico se sobresaltara un poco. Attso rio divertido al ver su reacción; parecía que ese era justamente el punto de haber hecho eso.

—Ese es el secreto de porque nuestra gente es tan fuerte y temida. Sólo así puede hacerle frente a cualquier enemigo, y eso incluye al oso blanco que le hizo esto.

—¿Ese es el secreto? —preguntó Kevoraz con cierto sarcasmo, volteándolo ver con sus profundos y muy singulares ojos rojizos—. ¿Ser como el fuego por fuera y como una serpiente por dentro? Claro, eso tiene tanto sentido. ¿Por qué no me das un consejo real por una vez sin tanta palabrería?

Attso volvió a reír ligeramente. A pesar de su respuesta, el sacerdote sabía muy bien que había comprendido perfectamente el significado de sus palabras. Él no podía tener miedo: él era el Rash, el campeón del pueblo zarkonio; los demás debían de temerle a él.

—Aún es muy joven, y tal vez todo lo que le digo le pueda llegar a parecer estúpido —respondió Attso con voz serena—. Pero con el tiempo lo comprenderá mejor. Ahora necesita enfocarse en su recuperación. Cuando esté listo, deberá intentarlo de nuevo. Así que aproveche este tiempo de descanso para prepararse mentalmente, analizar su combate de hoy, y aprender de él. ¿Me entendió, joven Rash?

Kevoraz de nuevo no le respondió. Tenía de nuevo sus ojos puestos en el rostro sobre él, como si esperara que literalmente éste le hablara y le aclara con exactitud qué debía de hacer la próxima vez.

El sonido de los pasos apresurados de alguien en los escalones de piedra llamó la atención de Attso en ese momento. Un segundo después, el sumo sacerdote contempló como por el arco de la entrada principal de la cámara, ingresaba otro sacerdote de túnica planeada.

—Fah jiroth —pronunció el recién llegado con apuro, mientras se aproximaba al centro de la cámara. Había disminuido gradualmente la velocidad de sus pasos en cuanto entró, en señal de respeto por el sitio en el que se encontraba, y claro por las dos personas ahí presentes.

—¿Qué es lo que pasa? —Exclamó Attso molesto—. ¿No ves que el joven Rash necesita descansar sus heridas?

—Lo lamento —se disculpó el jiroth, inclinando su cuerpo al frente como señal de respeto—. Pero acaba llegar un mensaje urgente de la ciudadela de Lacksen, de la jefa Kisha.

—¿Kisha? —Murmuró Kevoraz con interés, y a pesar de su dolor se las arregló para alzarse lo suficiente para ver al segundo sacerdote.

Los sacerdotes le habían explicado muchas cosas sobre su pueblo, entre ellas acerca de las diferentes tribus que lo conformaban, y cuáles eran las principales y más grandes. Entre ellas, la más importante era la Tribu de la Serpiente, encabezada en esos momentos por una guerrera zarkonia de nombre Kisha. ¿Era un mensaje justamente de esa persona?

Attso, por su lado, no parecía ni impresionado, ni tampoco interesado por ese dato.

—¿Qué quiere ahora esa mujer? —cuestionó con fastidio, aunque extendió su mano hacia su compañero sacerdote para que le entregara el pedazo de papel que traía consigo.

—Su grandeza... —susurró el jiroth, con su voz temblándole ligeramente—. Al parecer soldados de negro han llegado a la ciudadela... y exigen ver al Rash, para escoltarlo a Zarkon a una audiencia con el emperador segundo.

Aquella información rompió por completo la máscara de indiferencia de Attso, y no le quedó más que aceptar que, en efecto, el sentimiento de "urgencia" que cargaba su compañero de hecho era justificado. El jiroth le extendió el papel, y Attso lo tomó de inmediato, releyéndolo con apuro. Igual sólo sirvió más como una confirmación de lo que el sacerdote ya acaba de decir él mismo.

—¿El emperador segundo? —Murmuró Kevoraz confundido, logrando entonces sentarse por completo en el suelo, aunque tuvo que presionar un poco su mano contra su costado para mitigar un dolor punzante en esa zona; le parecía que era ahí donde se había golpeado contra el árbol—. ¿Están hablando de soldados sig? ¿Con qué derecho ellos nos exigen algo?

—Con el derecho que les da la conquista, joven Rash —le respondió Attso con voz mordaz sin voltear a verlo—. Manden nuestra respuesta. Digan que el Rash aceptará con gusto la invitación del emperador segundo, y estará en Lacksen a más tardar tres días.

—¿Qué? —pronunció Kevoraz estupefacto al oír eso. El otro sacerdote, sin embargo, sólo agachó la cabeza y se retiró rápidamente a cumplir el encargo—. ¿Por qué iremos? ¿Sólo por qué ese tal emperador segundo o lo que sea lo exige?

Attso suspiró con pesadez, y con una de sus manos se acarició lentamente su largo bigote.

—Eso, y también por qué ya es tiempo de que su pueblo lo conozca, joven Rash. Ya han esperado diez años para verlo, y parece que Lusin ha mandado la oportunidad adecuada para que esto ocurra. Bendito sea el ketah.

«O más bien maldito sea el kaoth» pensó Kevoraz, no estando del todo de acuerdo en que aquello fuera la voluntad de Lusin para que algo bueno pasara, sino quizás lo contrario.

Kevoraz estaba aún más perdido de lo que estaba antes. El propio fah jiroth le había dicho que no se presentaría ante la gente hasta que lograra matar al oso blanco, y pudiera hacerse una capa con su piel. ¿Y ahora todo eso cambiaba sólo porque un sig lo ordenaba? Pese a que en efecto le emocionaba la idea de poder al fin bajar de esas montañas, la idea de hacerlo por ese motivo le carcomía un poco el estómago.

—¿Y qué hay de mis heridas? —cuestionó entre dientes, sintiéndose aún adolorido, y con un molesto ardor en la piel debido a la medicina.

—Le daremos un par de días de reposo para que sane lo más posible —respondió Attso con simpleza—. El resto, tendrá que recuperarse en el camino. Sea como sea, no puede permitir que su pueblo lo vea débil.

Y dicho eso, el sumo sacerdote se retiró del sitio con pasos lentos, apoyado siempre en su largo bastón.

Kevoraz se quedó entonces solo. Y ahora además de tener que meditar en qué había hecho mal en su último combate, tenía que lidiar con la idea de que por primera vez dejaría las montañas de Lidahert, bajaría hacia la ciudadela de Lacksen y, quizás, iría hasta la propia ciudad de Zarkon; la cuna de sus ancestros, ocupada por completo en esos momentos por los invasores... Y todo eso teniendo que actuar como un fuerte guerrero, y no como un perdedor al que un oso le acababa de dar una paliza.

Mucho que digerir para un niño de sólo diez años.

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