Capítulo 47. El Rash
Capítulo 47
El Rash
El Rash, ese cuento para niños, vieja leyenda, o profecía dependiendo de a quién le preguntaras. Ésta hablaba de un campeón, un héroe hijo de la propia Lusin, que aparecía entre los zarkonios en sus momentos de mayor necesidad para guiarlos con su majestuoso poder, y destruir a todos sus enemigos con su espada.
Existían historias sobre diferentes Rash que habían aparecido hace quinientos, seiscientos, o incluso mil años atrás. Se relataban sus hazañas y proezas; como habían combatido enormes monstruos, derrotado ejércitos, emprendido largos viajes en busca de valiosos tesoros, y llegado a lugres que ningún otro zarkonio o sig verá jamás.
Un héroe de leyenda que despertaba la imaginación de la gente y sus esperanzas.
Pero hace trescientos años, cuando los invasores llegaron a sus tierras, masacraron a su pueblo, destruyeron sus templos y los expulsaron de sus propias ciudades... ¿dónde estaba el dichoso Rash? En dónde debía estar: en las historias, pues en el peor momento que el pueblo zarkonio haya experimentado, el Rash no apareció para defenderlos.
Pero ahora ahí estaba ese bebé que, efectivamente, cumplía con las descripciones que los cuentos daban de estos legendarios héroes: un niño nacido de una mujer zarkonia, de piel blanca y brillante como la luna, cabellos delgados largos y dorados, y que portaba la marca de Lusin con honor en su cuerpo.
El Rash, el hijo de la Diosa Lusin...
—Attso —pronunció Kisha de pronto, alzando la voz un poco. Se aproximó cautelosa hacia el sacerdote, respiró hondo para intentar no perder la calma, y entonces comenzó a decirle—: Te lo voy a pedir sólo una vez: cuida muy bien lo que vas a decir y hacer cuando salgas de esta casa. El Rash es sólo un cuento, y tú lo sabes.
—¿Cómo osas siquiera pronunciar tal cosa? —Respondió Attso con un marcado, y casi exagerado, asombro—. ¿Cómo puedes dudar de lo que ven tus propios ojos, Kisha? Las señales son muy claras...
—¡¿Cuáles señales?! —Espetó Kisha, molesta—. ¿Vas a proclamar ante el pueblo que este niño es el hijo de la Diosa Lusin, sólo por tener piel y cabellos claros? ¿Tienes idea de lo irresponsable y absurdo que sería eso? Ni siquiera sabemos aún quién es el padre; ¡seguramente es un sig!, ¡por eso ese niño es así!
La mujer recostada se sobresaltó un poco ante tal acusación. Estaba a punto de explicarse, pero Attso intervino antes de eso.
—Durante estos trescientos años en los que los invasores nos han tenido oprimidos, y mezclando su sangre con nuestro pueblo, nunca había nacido un niño con esta apariencia. Míralo, Kisha. Su piel es blanca como nieve, y brilla como la luna; ningún sig o zarkonio es remotamente como él. Y mira su pecho adornado con la marca de la Diosa en él; eso no deja lugar a la interpretación. Este bebé es un ser único; un hijo verdadero de Lusin.
»Pero es natural, supongo, el que te niegues a ver lo que es tan evidente. Tú, y otros tantos más, se han ido apartando cada vez más de Lusin con el pasar de los siglos. Han olvidado sus enseñanzas y consejos, con el único fin de congeniar mejor con los invasores. Algunos incluso han olvidado por completo a nuestra Diosa, y abrazado al despreciable dios sig. Se han ido a vivir a sus ciudades, se inclinan a besarles los pies a cambio de unas cuantas piezas de metal brillante, e incluso se casan y fornican con ellos. Se han perdido a sí mismos, y han perdido a Lusin.
»Pero este bebé es la respuesta que nos ha mandado nuestra Diosa. Este bebe lo cambiará todo, Kisha. Le recordará a todo nuestro pueblo quienes somos realmente, y a que deidad le deben su fidelidad. Tú misma los viste allá afuera, de rodillas lanzando sus aclamaciones al cielo. Incluso si pones atención puedes oírlos en este momento orando y cantando con júbilo. Algunas de esas personas quizás no habían pensado en Lusin en año, ¡y ahora míralos! Ese es el efecto que el Rash provoca en los corazones de su pueblo. Y es apenas un pequeño poblado; ¡imagínate lo que se hará cuando todo Zarkon sepa de él!
La mandíbula y los puños de Kisha se apretaban con fuerza mientras oía toda aquella verborrea. Se preguntaba cuánto de lo que estaba diciendo lo creía, y cuánto simplemente lo decía de forma mecánica de los dientes para afuera. Por supuesto que el viejo Fah Jiroth estaba emocionado por este insólito suceso, e intentaría justificarlo hasta sus últimas consecuencias. Después de todo, si jugaba bien sus cartas, el más beneficiado sería él.
No era un secreto que el culto de Lusin se había ido degradando poco a poco entre los zarkonios desde la conquista de los sigs. Si ellos, que se suponía eran guerreros invencibles bendecidos con el poder divino de los dioses, habían terminado siendo derrotados y oprimidos por los sirvientes del tal Yhvalus, ¿no significaba ello que este otro dios era más poderoso? ¿Por qué debían seguir orando por una diosa que no los había protegido en su peor momento? Además, los sig los trataban mejor (relativamente) si se convertían a su fe. ¿No era válido cambiar de deidad si eso les traía aunque fuera un poco de ventajas?
Y luego estaban aquellos que no tenían interés en rendirle culto a Yhvalus, pero tampoco creían que seguirle rindiendo culto a Lusin tuviera algún caso. Personas como Kisha, que no despreciaban o culpaban a Lusin por lo ocurrido, pero que consideraban que sus viejas costumbres y supersticiones ya no tenían cabida en ese mundo moderno; en la era de los territorios conquistados y el dominio de los sigs, en donde el pueblo zarkonio en general tenía que preocuparse más por sobrevivir día a día, y menos en lo que Lusin, Yhvalus, o quien estuviera oyéndolos allá arriba quisiera o necesitara.
Pero ese bebé podía cambiarlo todo, justo como Attso había dicho. Aquellos que habían repudiado a Lusin por nunca responder a sus plegarias, tenían ahora la mejor respuesta posible: un Rash, como el de los cuentos que les leían de niños. La gente volvería a voltear a ver a su vieja Diosa, le rezarían y le agradecerían. Y por eso, la sola presencia de ese niño, fuera o no el Rash de la leyenda, podría traer bienestar, esperanza y felicidad al pueblo, que Kisha y todo el mundo sabían bien que les hacía falta.
Y si se tratara sólo de eso, de la gente volviendo a la vieja religión y encontrando un poco de luz en las penumbras, Kisha podría haber simplemente mirado a otro lado y dejado que Attso y los demás jiroths hicieran lo que quisieran. Pero Kisha no era ninguna tonta; los zarkonios no la respetaban y trataban como su líder militar sólo por su fuerza, después de todo, sino también por su astucia y capacidad de ver las cosas de una forma más amplia que la mayoría. Ella sabía que la presencia de ese niño no sólo despertaría en su pueblo su fervor religioso... sino también el fuego de la venganza.
—Piensa bien las cosas, Attso —espetó Kisha con exigencia—. Ese niño no sólo jalará gente de nuevo a tu culto. Recuerda lo que dice la leyenda; ¿guiar a los zarkonios a una nueva era de esplendor cuando más lo necesiten? No se tiene que ser un chamán para adivinar cómo interpretará la gente eso. Si le dices a la gente que ese niño es el Rash, lo verán como una señal de que hay que revelarse contra los sigs.
—¿Y sería eso tan malo, acaso? —Pronunció el jiroth con aterradora calma.
—¿Eso es lo que quieres?, ¿llevar a nuestro pueblo de nuevo a una guerra? ¿Qué asesinen a miles de los nuestros como hace trescientos años? ¿Qué nos aplasten y torturen como lo han hecho cada vez que surge aunque sea un pequeño intento de levantarse en su contra?
Attso chiteó con fastidio.
—Qué vergüenza ver que ni más ni menos que la cabeza de la Tribu Serpiente se ha convertido en una cobarde, que prefiere esconderse antes de luchar contra sus enemigos. ¿Y te haces llamar guerrera zarkonia? —Soltó un quejido de mofa—. ¿O será acaso que tu estado actual te ha ablandado?
Los ojos de Kisha resplandecieron con furia. Aquello había sido una provocación directa que bien podría darle a la guerrera justificación suficiente para decapitar a cualquiera que se atreviera hablarle de esa forma, y Attso lo sabía muy bien. Aun así, ese viejo pequeño y regordete se quedó ahí de pie, como regocijándose en la idea de que su postura como Fah Jiroth lo protegería; y en parte, tenía razón.
Aunque Kisha no tuviera problema alguno en degollar a ese gordo bastardo ahí mismo (y quizás incluso lo disfrutaría), el peso que tenía su sólo título en las demás personas era inmenso; y con el supuesto Rash ahora en sus brazos, mucho más.
No lo mataría, claro que no. Pero tampoco se quedaría callada y quieta.
De la nada tomó la espada de hoja curva de su costado, y la jaló con fuerza hacia un lado, dibujando un destelló en el aire delante de ella. Los ojos de Attso mostraron un atavismo de miedo, que Kisha ciertamente gozó.
—Escúchame bien, anciano —espetó la guerrera con voz agresiva, aproximándose a él con espada en mano—. Mi estado no te incumbe en lo absoluto, ¡¿está claro?! Yo me he encargado todo este tiempo de mantener la paz y bienestar de nuestro pueblo, y de cuidar justamente que el descontento no desencadene un maldito baño de sangre innecesario. ¿Y tú te atreves a decirme que eso fue por cobardía? Cuando quieras te demuestro, delante de cualquiera, si soy una guerrera zarkonia de verdad o no.
Acercó en ese momento su arma a su rostro, tanto que Attso logró ver su reflejo distorsionado en la brillante hoja. El sacerdote intentó mantener la calma, pero sin lograr que sus nervios se hicieran al menos un poco apreciables en su rostro.
—¿A esto le llamas paz, Kisha? —Murmuró—. Necesitas salir más de tu preciada ciudadela, y ver el sufrimiento de tu pueblo de cerca.
—Y tú deberías bajar más de tu maldito templo y respirar un poco de realidad —le respondió Kisha, desafiante—. Ese niño será nuestra perdición si intentas convencer a las tribus de que es el Rash, o de que su nacimiento significa algo más de lo que realmente es. No lo hagas...
—¿O si no qué? —Lanzó Attso con firmeza—. ¿Me matarás?, ¿matarás a este niño? ¿Cómo crees que la gente de allá afuera interpretará que hagas tal barbarie? ¿Crees acaso que incluso tus guerreros saltarán en tu defensa?
Kisha guardó silencio, con su brazo firme extendido hacia él, la hoja curva de su espada próxima al rostro del sacerdote. Al final, la hoja se apartó y su brazo bajó.
Attso no logró disimular por completo su alivio.
—Tus preocupaciones sobran, pequeña Kisha —murmuró Attso con elocuencia—. La llegada de este niño en este preciso momento, debe de ser parte del gran plan de Lusin; un plan que no nos concierne contradecir. Este niño será nuestro nuevo dirigente en cuanto esté listo, y desde ahora puedo ver que le deparan grandes cosas; y a todos los zarkonios por igual.
Kisha optó por no responderle con ninguna palabra. Sólo endureció la mirada y apretó sus dedos con fuerza al mango de la espada por última vez.
—Su grandeza... —escucharon que la mujer recostada pronunciaba, con cierta debilidad en su voz. La discusión se había acalorado tanto que ambos prácticamente se habían olvidado que ella seguía ahí.
—Oh, hija mía —murmuró Attso con un tono que intentaba ser dulce, y extendió una mano hacia la zarkonia, acariciándole su cabello y rostro con sus gruesos dedos—. Debes de sentirte llena de júbilo por el tremendo honor que la Diosa te ha concedido. Pero sabes muy bien lo que debe pasar ahora, ¿no?
La mujer guardó silencio. En efecto, lo sabía, o al menos lo había llegado a suponer desde antes de que el viejo sacerdote se apareciera en su puerta.
—Pero... todavía ni he podido elegirle un nombre...
—Y no lo harás —sentenció Attso con agresividad—, porque eso no te corresponde. Has cumplido bien con tu labor, pero ahora nos corresponderá a los jiroths el criar y preparar a este niño para su brillante futuro.
El sacerdote comenzó entonces a dirigirse junto con el pequeño a la puerta, y ni siquiera la incesante voz de la madre lo detuvo.
—Espere, por favor. ¿Tiene que llevárselo justo ahora? ¿No puedo cargarlo sólo un poco más? —Attso continuó con su partida sin voltear a verla—. Por favor... ¿Acaso no podré verlo nunca más...?
—Oh, claro que lo verás —declaró Attso fervientemente—. Todos lo verán: cómo el Gran Rash del pueblo zarkonio.
Dichas esas últimas palabras, el anciano sacerdote salió, desapareciendo detrás del manto que servía de puerta.
Afuera se comenzó a escuchar el barullo; de seguro Attso le anunciaba a todos los presentes la gran noticia, y todos querrían ver de cerca al nuevo Rash. Sería un momento de júbilo y emoción para todos allá afuera. Pero Kisha no salió. De hecho, aunque el anciano había pasado a su lado, ella ni siquiera volteó a verlo, ni a él ni al niño.
Mientras afuera se seguía oyendo todo el ajetreo, ella optó por mejor echarle un vistazo a la madre en luto, que era la descripción más acertada de su estado actual. Después de todo, un Rash no tenía madre; su única madre era la Diosa Lusin. Ella ahora yacía completamente desparramada sobre los almohadones, con la mirada perdida hacia un lado. Se encontraba inmóvil; apenas y se notaba que respiraba. Kisha se le acercó con pasos lentos y se agachó a su lado.
—¿Estás bien? —le murmuró en voz baja. La mujer sólo sonrió levemente sin voltear a verla.
—Me siento muy feliz por el gran honor que la Diosa me ha concedido. Pero... ese bebé... yo...
Se hizo notable como la voz se le quebraba poco a poco, y una pequeña lágrima se asomaba por su ojo derecho, para luego resbalarse delicadamente por su mejilla. Kisha endureció su semblante, y sin el menor miramiento alzó su mano y la dejó caer con fuerza contra ella, dándole una fuerte bofetada que la hizo girar de golpe su cara hacia un lado, y casi caer sobre su costado al piso, fuera de los almohadones. La mujer la volteó a ver, confundida ante su acto.
—Una mujer zarkonia nunca llora, ¿me oíste? —Le indicó con profunda frialdad—. Mantén tu dignidad y no seas débil. Y no vengas a culpar a la Diosa, que sólo tú sabrás qué fue lo que te hizo terminar en esta situación.
—¿A qué se refiere, Gran Kisha...? —Cuestionó la mujer, azorada.
—Tú sabes muy bien a qué me refiero. Ya ahora me da lo mismo quién sea el verdadero padre de ese bebé, o por qué nació con esa apariencia. Pero espero seas capaz de vivir con la conciencia limpia por el gran desastre que has desatado sobre nosotros.
La mujer la observó en silencio con sus ojos bien abiertos, y una sensación casi imposible de identificar con claridad. Pero a Kisha ya no le interesó descifrarla; como bien acababa de decir, a esas alturas daba lo mismo.
Sin embargo, a pesar de la dureza de sus palabras... lo cierto era que no podía evitar sentir cierta empatía por aquella mujer, aunque no estuviera dispuesta a expresarla abiertamente.
La guerrera se incorporó de nuevo y se dirigió de inmediato a la salida. Mientras se retiraba, su mano se dirigió a su vientre, presionándola un poco contra ella. Por primera vez en toda esa noche sintió temor; por su futuro, el de su pueblo, y el del ser que crecía en su interior justo en ese momento...
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