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Capítulo 42. Los príncipes despreciados

Capítulo 42
Los príncipes despreciados

Cada territorio conquistado de Volkinia era prácticamente un pequeño país, y algunos eran incluso más grandes que ciertos países reales. Y como tal, cada uno tenía su ciudad capital y su palacio imperial, residencia permanente de cada emperador segundo. Y de todos ellos, el palacio imperial de Volkinia Astonia, en la brillante ciudad de Zarkon, era quizás el más grande e impresionante de todos.

Ubicado justo en el corazón de aquella pequeña metrópolis, había sido construido en el lugar justo en el que antiguamente se alzaba uno de los templos más imponentes dedicado a los dioses zarkonios, la civilización que habitaba esas tierras mucho antes de la llegada de los volkineses.

Había pasado ya casi un mes y medio desde el fallecimiento del emperador segundo Edgard Rimentos, y el aviso oficial de quién sería su reemplazo. Desde entonces, el palacio había estado de luto, con las cortinas negras en sus ventanas que hacían que todo el interior se tornara quizás demasiado oscuro. Se esperaba que éstas se retiraran al fin cuando el nuevo emperador segundo llegara.

Esa mañana, la princesa Katherine Rimentos, hija menor del fallecido Edgard, se levantó temprano con el aviso de parte de su dama de que su madre estaba ahí en el palacio, y deseaba desayunar con ella y su hermano. Aquello en verdad la sorprendió, pues desde el funeral de su padre y el posterior aviso del nombramiento de su primo Frederick, su madre prácticamente no se había parado en Zarkon. Aunque, en realidad, sus estadías ahí habían sido cada vez menos frecuentes durante los últimos diez años, pero eso obedecía a otros motivos.

Katherine pasó a arreglarse lo más pronto posible con la ayuda de su dama, para no hacer esperar a su madre. Lamentablemente, al no estar casada, estaba obligada a seguir usando ese feo vestido negro de luto por su padre, hasta que el nuevo emperador segundo le autorizara que era correcto dejar de usarlo. En realidad no era una obligación como tal, sino una vieja costumbre que todo el mundo decía que no importaba, pero cuanto alguien no lo hacía las habladurías no esperaban. Y lo que menos le hacía falta en su vida a Katherine Rimentos, eran habladurías.

Adicional al vestido, se colocó también una gargantilla y unos guantes largos, también negros. No tenía tiempo de arreglarse demasiado su cabello rojizo rizado, típico y característico de su familia, así que sólo se lo peinó un poco, lo dejó suelto sobre sus hombros, y se colocó una diadema con una flor negra en un costado, para mantener su frente descubierta. Un vistazo a la ventana le hizo ver que el día había empezado particularmente frío, pero mientras no saliera del palacio no creía ocupar de algún abrigo adicional o de botas.

Una vez que estuvo lista, salió de su habitación, pero no se dirigió al comedor sino que fue sola en la dirección contraria, hacia el cuarto de su hermano mayor.

Entró sin siquiera tocar, prácticamente azotando las puertas intentando hacer el mayor ruido posible. Incluso desde antes de entrar ya tenía previsto lo que vería, pero eso no lo hizo más agradable. Erios Rimentos se encontraba recostado boca abajo en su cama, totalmente desordenada. Estaba vestido sólo con un pantalón blanco y nada más. Sus ropas estaban tiradas por todo el suelo, junto con un par de botellas de licor; una vacía, y la otra se notaba que una parte de ella se estuvo derramando sobre la alfombra durante la noche. Todo el cuarto apestaba a alcohol y a esos cigarrillos baratos que su hermano tanto insistía en fumar todo el maldito tiempo. Y era evidente además que ningún sirviente había pasado a hacer el aseo a ese sitio en varios días.

—No puede ser —musitó Katherine, hastiada.

La princesa avanzó entonces en dirección a las cortinas, y las abrió de par en par, para que así el sol de la mañana ingresara por la ventana. Éste cayó directo en la cara adormilada del hombre recostado, adornada con una barba rojiza de un par de días. Erios soltó un quejido doloroso y se giró sobre su costado, dándole la espalda a la ventana.

—Arriba, maldito holgazán —le ordenó Katherine, parándose firme a un lado de la cama—. ¿A qué horas llegaste ayer?

—No lo sé —masculló Erios apenas entendible, agitando una mano para indicarle que se alejara de él—. No recuerdo haber llegado siquiera...

—A ver, mírame.

Katherine lo tomó firmemente de la cabeza con ambas manos, e hizo que volteara su rostro hacia ella. Lo obligó con sus dedos a abrir sus ojos y así poder inspeccionárselos. Antes de que él se quitara sus manos de encima de forma brusca, la princesa logró notar que sus ojos estaban claramente enrojecidos, y unas marcadas ojeras los adornaban.

—Otra vez te emborrachaste toda la noche —señaló Katherine como reproche—. ¿Cuál es tu problema, Erios?

—¿Parezco alguien que tiene un problema, hermanita? —Murmuró algo risueño el hombre joven, de cabellos negros despeinados.

—No, pareces alguien que tiene muchos —le respondió tajantemente.

—Quizás. Pero mejor hablemos de tus problemas, ¿quieres? Han de ser más interesantes. Pero más tarde...

Se dejó caer de nuevo contra la cama, cubriéndose los ojos con su antebrazo.

—Nada de más tarde —mandó Katherine, tomando su brazo y jalándolo fuera de la cama—. ¡Anda!, madre pidió que la viéramos temprano para desayunar con ella.

Erios se resistió a su jaloneo, y se vio obligado a usar su propia fuerza para zafarse de las manos de su hermana con brusquedad. Se alzó entonces un poco apoyado en sus codos, y soltó un largo bostezo. Luego se comenzó a tallar sus ojos con pereza.

—¿Enserio?, ¿ella está aquí? —Cuestionó, no precisamente muy interesado en realidad—. ¿Y desde cuando a la vieja le importa comer con nosotros?

—No le digas vieja a nuestra madre —le regañó la princesa. Erios sólo bufó sarcástico y se volvió a recostar—. ¡Oye! Por Yhvalus —se paró de nuevo a su lado, e inclinó su cuerpo sobre él, comenzando a hablarle con fuerza sobre su oído—. Si tengo que llamar a un ejército de sirvientes para sacarte de esa cama y arrastrarte al comedor, lo voy a hacer. ¡¿Me oíste?!

—Ya, está bien —respondió el príncipe, molesto, sentándose rápidamente—. Ya me levanto, maldición...

Erios se paró tambaleándose de la cama, estirando un poco su cuerpo para desperezarse. Se viró un poco sobre su hombro, notando como su hermana aguardaba, observándolo inquisitivamente con sus brazos cruzados.

—¿Me permites cambiarme en privado? —le cuestionó, aprensivo—. Podré tener una grandiosa fama de degenerado, pero aún me queda la suficiente decencia para no desnudarme frente a mi propia hermana.

Katherine achicó un poco sus ojos con desconfianza, pero al final se dirigió a la puerta con rapidez.

—Cómo si no me hubiera tocado ya demasiadas veces encontrarte inconsciente y desnudo por toda la casa —soltó en alto como queja mientras salía—. Estoy muy harta de tener que ser la madura y responsable aquí, ¿sabes?

—Entonces deja de serlo, que nadie te lo pidió —le gritó Erios como última sentencia, antes de que Katherine azotara las puertas detrás de ella.

Katherine consideró seriamente el quedarse de pie delante de la puerta hasta que su hermano saliera, y así prevenir que se le ocurriera escaparse (cosa que por supuesto ya había hecho en ocasiones pasadas). Sin embargo, si le daba la gana podría tomarse horas enteras vistiéndose sólo para molestarla, así que prefirió mejor dirigirse al comedor y no hacer esperar más a su madre. Al menos ella sabría que había hecho todo lo posible.

— — — —

Marinka Rimentos se encontraba ya sentada en la cabecera de la larga mesa del comedor privado del palacio, esperando impaciente a sus dos hijos. Tres platos estaban ya colocados, uno delante de ella y otros dos más en los lugares más próximos a su derecha. No había aún comida en ellos, pero dos sirvientes aguardaban su instrucción para traerla en cuanto la señora lo viera pertinente.

Quien hasta hace poco llevaba el título de emperatriz segunda de Volkinia Astonia, era una elegante mujer cerca de sus cincuenta, con un frondoso cabello negro ondulado, y unos intensos ojos azules. Durante su juventud, su actitud fuerte y voz potente la hicieron siempre una persona que ejercía cierta amenaza con su sola presencia. Ya en esos momentos dicho efecto había menguado relativamente, pero aún lograba hacerse notar cuando lo requería.

Marinka era además la hermana menor del duque de Vertun, la provincia más grande y próspera del territorio conquistado, quien como cuñado y ministro superior del anterior emperador segundo, había estado llevando todo los asuntos importantes del territorio, hasta que llegara el nuevo emperador segundo. Marinka había estado viviendo una larga temporada en casa de su hermano en Vertun, la cual después de todo había sido la casa de su niñez. Y, en efecto, su presencia en el palacio de Zarkon resultaba un tanto inesperada, y no sólo para los jóvenes príncipes.

Los pasos de Katherine aproximándose por el corredor hicieron que Marinka alzara su mirada estoica hacia las puertas por las cuales unos segundo después su hija se hizo presente, con su atuendo enteramente negro. Ella también usaba guantes y vestido negro, pero sólo mientras estuviera ahí en Zarkon a la vista de los ojos fisgones. De regreso a Vertun se quitaría esa fea baratija de inmediato.

—Buenos días, madre —saludó Katherine mientras se aproximaba a la mesa—. Disculpa la tardanza. Fui a avisarle a mi hermano que estás aquí.

—¿Los sirvientes no podían encargarse de eso? —Cuestionó Marinka secamente—. ¿O no querías que lo vieran en su decadente estado? Te aseguro que han de estar igual o más acostumbrados que tú. —Katherine no dijo nada, y pasó a sentarse en la silla más próxima a su madre—. Deja de pensar que es tu responsabilidad cuidar de ese muchacho, Katherine. Yo ya no lo hago.

—Desde hace muchísimo —masculló la princesa entre dientes.

—¿Qué dices?

—Digo... que sí, madre; lo sé. Solamente no deseo rendirme con él todavía.

—Es tu vida —musitó Marinka, encogiéndose de hombros—. O lo que queda de ella.

Aquel comentario le pareció absolutamente de más a la mujer joven, pero, como casi siempre cuando se trataba de su madre, prefirió quedarse callada y no responderle.

Las dos se quedaron en silencio unos cinco minutos más, ambas con su atención puesta en la puerta en la espera de Erios. Cuando fue evidente que su arribo sucedería todavía en un rato más, si es que acaso ocurría, Marinka decidió no esperarlo para comenzar a comer. Chocó entonces su bastón de acero tres veces contra el suelo, haciendo que dicho ruido resonara en el eco del cuarto. Esa sola indicación fue suficiente para los sirvientes, que rápidamente se dispusieron a servir la comida.

Katherine no pudo evitar respingar un poco al oír el sonido del bastón, que aún le traía amargos recuerdos de su niñez. Su madre había sufrido una horrible caída de su caballo cuando Erios y ella eran muy pequeños, y había quedado con una cojera permanente que la obligaba a usar ese bastón siempre que caminaba; y al parecer se había ido agravando con los años. Siempre que oían el sonido de ese bastón sobre el piso, era como una advertencia para ellos. Por no mencionar las otras cosas que era capaz de hacer con él si la enfurecían lo suficiente...

Justo cuando los sirvientes estaban terminando de servir la comida, el príncipe esperado se apareció al fin, entrando con paso despreocupado al comedor.

—Madre, qué agradable sorpresa —exclamó Erios, haciendo que su voz resonara bastante alto—. ¿Te paras por aquí dos veces en un mes?, eso sí que es sorprendente. Pensé que este lugar... ¿cómo dijiste esa vez? Que su sólo olor te causaba repugnancia, y cada vez que ponías un pie aquí te sentías tan sucia que tenías que darte un baño cuando te ibas. ¿O eso sólo era cuando papá estaba por aquí?

Marinka observó a su hijo mayor con una dureza casi agresiva, que se agravó aún más al oír tales comentarios. Él, sin embargo, pareció no darle importancia y pasó a sentarse en la silla a un lado de Katherine.

—Alguien tiene que velar por la seguridad y los intereses de mis dos hijos —señaló Marinka con dureza—. Y es obvio que tú no te encargarás de eso, ¿o sí?

—Yo me encargo muy bien de mis intereses, te lo aseguro —le respondió Erios de la misma forma—. Por si no lo has notado, ya no somos unos niños que necesiten que vengas a cuidarlos.

—No, la verdad es que por tu actitud no lo he notado en lo más mínimo...

—Por favor, ya no peleen ustedes dos —intervino Katherine, casi suplicando—. ¿Podríamos tener un desayuno tranquilo para variar?

Marinka y Erios se miraron el uno al otro en silencio, como si esperaran que el otro respondiera primero. Al final ninguno dijo nada, y pasaron a enfocarse en silencio a sus respectivos platos.

La relación madre e hijo entre esos dos siempre había sido complicada, incluso desde que Erios era niño. Pero desde que Marinka había dejado de vivir regularmente en Zarkon, y Erios se volvió un adulto más interesado en las juergas que en sus deberes, dicha relación se había vuelto simplemente imposible, y casi inexistente. Y para bien o para mal, era Katherine a la que le tocaba estar en medio de ambos; más ahora que su padre ya no estaba... aunque tampoco era que interviniera mucho cuando estaba vivo.

—Como sea, no les quitaré mucho tiempo —señaló Marinka mientras cortaba con su cuchillo el pedazo de carne en su plano—. Estoy segura de que estás ansioso de irte a tu próxima borrachera y orgia.

—La orgia es en dos horas y la borrachera en la noche —respondió Erios con ironía—, así que aún tengo bastante tiempo para ti, mami.

Katherine sólo pudo suspirar pesadamente, y cubrirse su rostro con una mano por la vergüenza. Ya hacía mucho que en esa casa a todo el mundo se le había olvidado la regla de oro de los Rimentos sobre no ventilar ese tipo de asuntos en público, incluyendo delante de los sirvientes. Estos por su parte también ya se habían acostumbrado a ello, malamente.

Marinka prosiguió con lo que deseaba decir.

—Sólo venía a avisarles que su tío recibió información del viaje de su primo Frederick. Al parecer su barco arribará en tres días a Higen.

—¿En tres días? —Exclamó Katherine, sorprendida—. Creí que teníamos aún una semana más.

—Al parecer han viajado este último tramo con corriente a favor, o algo así. Sea lo que sea, el caso es que ya está a punto de llegar.

—¿Y nos avisan para que vayamos empacando nuestras cosas de una buena vez? —Bromeó Erios mientras movía perezosamente su comida por el plato con su tenedor—. ¿O el primo Frederick prefiere tener el placer de darnos la patada en el trasero él mismo cuando llegue?

—Erios, cállate —espetó Katherine con molestia—. Aún no sabemos si tendremos que irnos del palacio. —Hizo una pausa reflexiva, y entonces se viró nerviosa hacia su madre—. ¿O ya les dijeron algo al respecto? Es decir, el primo Frederick no nos haría eso, ¿verdad? Nosotros también somos príncipes Rimentos, después de todo. Tenemos todo el derecho de estar aquí.

Marinka se encogió de hombros, al parecer no tan preocupada como su hija por ese asunto.

—No viene ninguna instrucción al respecto en los comunicados. Supongo que Frederick no lo ha decidido, o desea discutirlo con ustedes directamente una vez que esté aquí.

—Pero, ¿por qué te preocupas, hermanita? —añadió Erios, sarcástico—. Si las puertas de Vertun están más que abiertas para recibir a sus hijos pródigos. ¿O no, mami?

La antigua emperatriz segunda volvió a mirar a su hijo con la misma severidad de antes, mientras que éste la miraba de regreso con una sonrisa burlona, claramente para provocarla.

—¿Mudarte a Vertun y vivir a expensas de tu tío? ¿Ese es tu plan para el futuro, Erios?

—¿Qué? ¿Sólo tú tienes ese privilegio?

—¡Erios! —Lanzó Katherine con tono de regaño—. No le hables así a mamá. Especialmente porque si estamos preocupadas por nuestra estadía en Zarkon, es justo porque no supiste cumplir con tus tareas como es debido. Si tan sólo le hubieras demostrado al emperador al menos una pizca de iniciativa y capacidad en estos años, tú habrías sido el sucesor de papá, justo cómo debía de ser. Pero en su lugar, todo lo que nuestro tío ha oído de Erios Rimentos, es que es el rey de las cantinas y los prostíbulos de todo Zarkon.

La actitud despreocupada y bromista de Erios menguó por completo al oír tales reclamos, especialmente al venir de su propia hermana.

—Sí, claro —murmuró el príncipe—. En un mundo ideal, yo sería emperador segundo, y a tu prometido no lo habrían matado de un disparo al encontrarlo en la cama de una mujer casada.

El rostro de Katherine palideció al oírlo decir tal cosa, y sintió que una fuerte presión le oprimió el pecho, impidiéndole decir cualquier cosa.

—¡Erios! —Espetó Marinka con furia, haciendo chocar su bastón contra el piso, y haciendo que Katherine se sobresaltara de nuevo—. ¿Cómo te atreves a decirle esas cosas a tu hermana? Discúlpate.

—De ninguna manera —respondió el príncipe a la defensiva—. Sólo les estoy recordando a ambas que en esta familia, yo no soy la única causa de bochorno, por más que quieran hacer recaer todo en mí. Porque hasta el ilustrísimo Edgard Rimentos, hermano del emperador y todo eso, tenía cola que le pisaran. ¿O no, mamá? ¿Crees que enserio alguien alguna vez se creyó que te fuiste del palacio lejos de papá por tus alergias? Todo el mundo sabe que te repugnaba, y que él se acostaba con cada mujer noble que se lo permitiese.

Marinka intentó mantener su temple, pero sus dedos apretados contra su bastón hasta tornarse blancos eran señal clara de la furia que le inundaba en esos momentos. Katherine temió por lo que podría pasar, pero su lengua seguía igual de trabada que antes como para poder pensar siquiera en intervenir.

—Así que yo seré muy bebedor, fiestero y fornicador compulsivo —continuó Erios—. Pero a diferencia de los hombres que ustedes eligieron como esposos, yo siempre he sido honesto y abierto con ello. Nunca me he escondido bajo una falsa moralidad ante la gente, haciendo las cochinadas que me dé la gana a escondidas en el cuarto trasero. Al Vantel con esto.

Erios lanzó sus cubiertos de forma despectiva contra su plato, haciendo que su tintineo resonara de forma molesta en sus oídos. Hizo justo después su silla hacia atrás y se paró rápidamente con toda la intención de irse. Había avanzado unos pasos a la puerta, cuando decidió entonces detenerse y virarse hacia ellas de nuevo.

—Una cosa más —indicó con firmeza—. Dejen de una buena vez de recriminarme lo de no haber sido nombrado emperador segundo. Lo dicen como si hubiera sido algo que lamentar, pero por mí que Frederick se quede con el título, el palacio, y hasta con la ropa interior de papá si quiere. A ver si no termina igual de enfermo que él en un par de días.

Dicho lo que tenía que decir, siguió con su partida, saliendo del comedor, y muy posiblemente después del palacio.

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